¿Qué probabilidades había de que
Juliana pudiera conseguir esa entrevista de trabajo en el bufete más exquisito
de la ciudad? ¿Qué chances tenía Tomás de ganarse la PS3 en el concurso de esa
revista? ¿Qué probabilidades tenía Consuelo de encontrarse con un cheque al
portador en la acera?
No eran pensamientos cotidianos
los que tenía Lorenzo. Recordó todas las veces en que alguno de sus más íntimos
conocidos había puesto su confianza en aquella dama caprichosa llamada Azar y
todas las veces en que les había favorecido. Él siempre se alegraba
genuinamente de aquellos absurdos de la vida que hacían sonreír a sus amigos y
familiares.
Nunca sentía envidia o rencor por
haber nacido con una suerte promedio “tirada a penca”, como siempre decía con
una sonrisa. Tenía un gran sentido del humor y siempre lograba sobreponerse a
los sinsabores de la fortuna. Después de todo, ¿qué era lo peor que podía
pasarle? No era como si estuviese marcado por una maldición, ¿verdad?
Suponía que el lanza que le había
quitado el maletín necesitaba el dinero. Confiaba en que le habría arrancado
una carcajada a sus compañeros de trabajo cuando llegó con un pésimo corte de
pelo. Se le iluminaba el rostro cuando su novia se tapaba la boca, ahogando una
sonrisa y ariscando un poco la nariz, cuando él confesaba haber pisado una caca
de perro.
Lorenzo, sobre todas las cosas,
era un hombre optimista.
Pero cuando el cañón del revólver
hechizo de aquel delincuente furioso se giró hacia él, no pudo evitar palidecer
y empezar a soltar tacos en su mente. Por primera vez, se dio cuenta de que su
mala suerte no había hecho más que aumentar día a día, amenazándolo con aquel
final inminente. La misteriosa dama se acercó a él y se quedó observando en
silencio.
―Espera… espera… ―balbuceó Lorenzo
alzando las manos―. Si quieres…
―¡Cállate, hueón! ―El muchacho,
porque no podía tener más de quince años, aferró el arma con más fuerza. Se
notaba nervioso, lo que siempre era una mala señal y volvió a ladrar―. Vamos,
suelta la hueá.
―Sí, sí…
Empezó a rebuscar entre sus
bolsillos por su billetera. Con esa ya sería la cuarta vez en un año que lo
atracaban y la primera que lo hacían con un arma de fuego. No entendía por qué
estaba pensando todas esas cosas en un momento así, pero las manos le temblaban
de solo pensar que su vida pendía del aplomo de un delincuente juvenil
inexperto.
―¡Apúrate, conch…!
Tan pronto como ambos vieron a la
patrulla estacionar frente a la calle, las cosas se precipitaron. Lorenzo
encontró al billetera y la sujetó con la mano como un arqueólogo que acabara de
descubrir un nuevo fósil de transición. Dos segundos más tarde, el chico se la
arrancaba de las manos y se echaba a correr.
―¿No vas a hacer nada? ―preguntó
la dama, pero, por supuesto, él no podía oírla.
Lorenzo suspiró de alivio al verse
ya fuera de peligro y pensó en todos los trámites que tendría que hacer para
cancelar las tarjetas y evitar problemas. Una náusea extraña lo abatió al
pensar en todas las caras de incredulidad cuando lo contara. Últimamente había
notado que sus desventuras, lejos de despertar una sonrisa simpática en el
rostro de otras personas, empezaban a provocar muecas de disgusto. Como si
estuviera apestado.
―¿No vas a hacer nada?
Cinco minutos más tarde, Lorenzo
le sonreía a dos jóvenes carabineros que apenas ocultaban su sonrisa e
incredulidad ante su tobillo, lastimado por la carrera mientras le recomendaban
ir a un consultorio u hospital para un chequeo, no sin antes palmearle la
espalda varias veces.
―Mire que perseguirlo de esa
manera… ―dijo el más joven de los dos con otra risita mientras arrastraba al
individuo a uno de los coches patrulla.
Lorenzo se encogió de hombros y
escuchó atentamente las instrucciones para presentar una denuncia y todos los
procedimientos que tendría que seguir para dar por cerrada esa situación.
Volvía a sonreír.
Era un hombre con buena suerte y
con historias para contar. Historias que parecían
ser desafortunadas, pero que siempre terminaban bien, que siempre acababan
con él triunfando sobre esas caprichosas posibilidades, decidió. La dama Azar
esbozó una sonrisa.
«Otro menos del que preocuparme»,
pensó desapareciendo de aquella calle. Había muchos más que todavía estaban
dispuestos a guiarse por ella. Ya encontraría otro Lorenzo, seguramente en esa
misma calle.
Solo era cuestión de tiempo. Y
algo de suerte...
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