Aquella ventana era una de las más viejas y respetadas de
toda la población. Llegaba a tal punto su longevidad que había sobrevivido a la
parcial reconstrucción de la propia casa en la cual se alojaba, una proeza que
muchas de sus hermanas más jóvenes no hubieran creído posible.
Había sobrevivido a la banda de golfillos del 2005 que se
dedicaron a tirar piedras a todas las casas de forma sistemática, seguramente
en alguna especie de rito tribal secreto. Había visto aparecer unas hermanas
más altas, esbeltas y estilizadas que, en un comienzo, se alojaron en
distinguidos edificios de lujo y la miraban a ella ―pobre desgraciada― por
encima de sus bisagras. Pronto desaparecieron y ella siguió allí, observando.
Así pronto todas empezaron a considerarla una anciana sabia,
a la que enviaban mensajes, con el vaivén del viento o el reflejo del sol,
pidiéndole consejo y apoyo. Contaba la leyenda que incluso había presenciado el
asesinato de las viudas y que la sangre del patriarca había manchado sus mismos
cristales, pero podían ser solo cuentos de viejas.
Cuando la inevitable pregunta apareció en boca de aquellos
curiosos parásitos de dos piernas y rostros extraños, todas temblaron.
―¿No deberíamos cambiar esta ventana?
Nadie en todo el pueblo entendió por qué, en ese preciso
momento, todas las ventanas explotaron al unísono, en una protesta masiva y
revolucionaria contra la represión autoritaria de aquellos opresores, dejando
un desastre de cristales y especulaciones sobre fantasmas y explosiones
solares. La vieja ventana sonrió con humildad y bajó la cabeza, conmovida.
Nadie volvió a preguntar algo parecido.
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