En mi familia solo se distinguen dos emociones negativas: la
ira o el llamado «enfurruñamiento», que es aquel estado de ánimo consistente en
una testarudez orgullosa e infantil que se asemeja a la ira, pero que no llega
a serlo del todo. Apartando estados como el cansancio o la apatía, no hay más
emociones que esas en el espectro “negro” familiar.
Nunca nadie se entristece, se duele o se siente. Nadie se
siente ignorando o humillado y, mucho menos, nadie puede llorar. Si quieres
expresar algo, tienes solo esas dos opciones, ninguna de las cuales es inmune a
las burlas del resto o a los comentarios mordaces. Es como si «estar bien»
fuera alguna especie de norma tácita, irresistible, cuyo incumplimiento acarrea
el rechazo, el aislamiento y el reproche familiar.
Muchas veces me pregunto qué clase de trauma pasado o de
malformación psicológica provocaron esta suerte de duopolio emocional que
excluyó al resto de las competidoras emociones. ¿Cuándo fue que trataron de
alejarse de lo que nos hace humanos? ¿Cuándo fue que decidieron que ignorar el
dolor de otra persona es el mejor modo de lidiar con él?
En ocasiones, pareciera que somos tan solo conocidos que
viven juntos, pero que nunca llegan a entenderse. Conocidos que ríen, que pelean,
que comparten la comida, que salen a pagar cuentas o comprar verduras y que
debaten de las noticias del día, pero nada más. Es como si fuéramos extraños
que se han acostumbrado a tenerse cerca, pero sin dejar de ser eso: extraños.
Huyen de todo y de todos como de la peste, como si
alejándose, poniendo calles y ciudades en medio fuera a solucionar los
problemas. Como si apartando la vista de los rostros aproblemados estos fueran
a desaparecer. Como si saliendo de una habitación los conflictos fueran a
esfumarse como malos recuerdos.
Y es curioso, ¿no? Es como si algunas cosas encajaran. Vengo
de una familia de cobardes, acostumbrados a la sumisión y a la mansedumbre,
amantes de la tranquilidad, de la soledad y de la simplicidad. Paranoicos y
egocéntricos, odiadores de la gente y del ruido, desconocidos entre sí y
fugitivos continuos de sus propios miedos. ¿Por qué ha de ser sorpresa que
parte de ese patrimonio emocional esté anclado en mi interior, agazapado,
esperando salir?
Me llaman rebelde, odiosa, nefasta, infantil, idiota y me
obligan a callar cuando intento romper el esquema. Cuando aumento el volumen,
cuando critico la injusticia, cuando desecho la paranoia, cuando confío en la
gente, cuando intento abandonar ideas estúpidas y tener las mías propias,
cuando me encierro en un mundo que intenta apartar el suyo, porque el mundo
real es demasiado para gente como nosotros. Cuando quiero ser diferente.
Es confuso, doloroso, extraño, inquietante y triste. Pero,
por supuesto, eso es imposible. Ninguno de nosotros siente nada de eso. Solo
debo estar enfadada o, ¡qué novedad! enfurruñada entre mis ilusiones infantiles
y absurdas, incapaz de ver la realidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario