Susurro: Años que recuerdan a letras

domingo, 20 de octubre de 2013

Alan nunca había sido un hombre temeroso, pero debía admitir que la tensión en sus tripas no podía deberse al almuerzo. Después de todo, un trozo de pollo a la plancha y un par de papas cocidas ―más encima, sin mayonesa―, no podía realmente llamarse “almuerzo”, por mucho que ese médico recién salido de la facultad y mal afeitado se lo insistiera cada vez que su mujer lo obligaba a ir a la consulta.

No, definitivamente su problema no era la comida. Tocó con sus manos ya arrugadas el contorno de la silla y, luego de adivinar la mirada burlona de Sara en su espalda, se apresuró a sentarse con una posición erguida que le dolería más tarde. Tragó saliva y se frotó las manos de nuevo, aunque tampoco hacía frío.

―Siempre fuiste exagerado ―dijo Sara con su risa demasiado suave. Le acercó una copa de vino tinto y le masajeó los hombros por un segundo―. Vamos, la máquina no te va a morder. Tú fuiste su amo durante veinte años. Seguramente ya te extraña.

―¿Esto es una especie de chantaje? ―señaló la copa de vino y notó el brillo malicioso en sus ojos ancianos―. Trajiste ensalada, ¿verdad?

Sara se encogió de hombros con una amplia sonrisa delatora, lo besó en la frente y se alejó del escritorio, no sin antes agregar:

―Espero ese trabajo en no más de dos horas, fantasma. O te espera el pasto.

―Eso significa que trajiste…

―¡A trabajar, a trabajar!

Cuando quedó a solas, volvió a sentir el apretón en su estómago y apuró el vino de un solo sorbo. Tocó distraídamente el polvo acumulado en la cubierta de la máquina y estornudó cuando la suciedad de sus bolígrafos alcanzó su nariz. Limpió todo cuidadosamente y se enfrentó a la primera decisión. ¿Qué iba a elegir para trabajar? ¿Qué era más fácil para comenzar a caminar nuevamente?

―Bolígrafo será ―dijo finalmente, luego de veinte minutos en que intentó vanamente inventar alguna excusa para levantarse de allí y darse finalmente por vencido. El tacto del lápiz, igual a muchos otros que usaba diariamente, pero completamente distinto, lo intimidó, por lo que debió combatir el impulso de escapar. Pensó en Sara y en la primera vez que la vio. Sonrió. En la primera vez que la había leído. Cómo se había enamorado del tacto de sus trazos y de la sonrisa en sus letras, del dolor en sus oraciones y del aroma en sus secretos.

Lentamente, casi con dramática agonía, escribió la primera palabra.

«Cuando…»

Se detuvo al instante. De inmediato, dudó de aquel inicio y pensó en arrugar la hoja y comenzar de nuevo, pero decidió que aquello sería demasiado apresurado. No sabía qué estaba haciendo, por lo que simplemente comenzó a agregar trazos temblorosos uno detrás de otro, en busca de su significado. Pensó en fantasmas, samuráis, lobos, gatos, vino, cementerios, guerras, batallas, rollos de papiro, mensajes grabados, siluetas mal dibujadas, agencias de espionaje, disfraces. En ella. En el inicio.

Dos horas más tarde, las lágrimas cayeron por su rostro anciano cuando ella se asomó en el borde de la puerta con una mirada que conocía demasiado bien.

―Te lo dije, ¿no?

El viejo escritor se enjuagó los ojos y negó con la cabeza.

―Es horrible. Es lo peor que he escrito ―dijo Alan con una sonrisa. Se volteó hacia ella y estiró su brazo para aferrar su mano―. Peor que aquello que escribía cuando tenía diecisiete y era un chico estúpido y triste.

―Eras melancólico, intenso, contradictorio, único e idiota. No es lo mismo ―corrigió ella con la risa en el borde de su nariz. Ninguno de los dos dijo nada. Las hojas escritas se acumulaban en el escritorio desaliñado y casi olvidado junto a las de ella, que, desordenadas, se apilaban en un rincón más tímido, demasiado inseguro para poder esparcirse. Ella apoyó su mentón en su cabeza cana. Alan tragó saliva y se acercó nuevamente al escritorio. ―Solo necesitabas volver a empezar.

―Ser idiota nuevamente.

―Ser escritor.

―¿No es lo mismo?

Sus risas se transformaron pronto en letras juntas bajo un título. Cada uno sentado en su lado del escritorio con una sonrisa enmarcada por gafas y manos cansadas. Desde el comienzo había sido lo mismo.

―¿Seguimos la competencia? ―preguntó Sara con provocación. Alan sonrió con malicia y se ajustó los lentes.

―Nunca terminó, jefa. Esa novela será mía.

―Oh, ya veremos eso, fanfarrón. Si pierdes, te toca la lechuga.

El viejo escritor miró a la vieja escritora. Ambos sonrieron. Y ambos comenzaron de nuevo, como la primera vez en que la arrogancia de un chico inseguro tomó la mano de la inseguridad de una chica arrogante y ambos habían empezado a caminar en medio de letras con sonido a vino, aroma a fantasma y sabor a promesa.

Y se amaron. Él, ya sin miedo, con la energía del adolescente sin experiencia que había sido y con la sonrisa retadora de la que siempre fue su rival. Ella, con la serenidad de una vida fragmentada en historias y recuerdos y con la mirada melancólica de quien fue siempre su inspiración.

Escribiendo. Como si nunca hubieran dejado de hacerlo.
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