Nada bueno ocurre en verano - IV

lunes, 30 de marzo de 2015

Iniciativa "Blog Colaboradores"

***


Leonardo estaba preparado para largarse de allí tan pronto pudiera. Solo revisaría de forma superficial todas las cosas que quedaban, le diría a la señora de abajo que podía venderlo todo y quedárselo o hacer lo que quisiera con ellas y no volvería a pensar en esa casa o en esas paredes. No volvería a pensar en lo que había pensado y sentido en ese lugar. 

Así que entró en el último cuarto, confiando en que la desnudez de todo el resto de la casa, esa pulcra y miserable soledad le volviera a dar la bienvenida. Sin embargo, adentro de ese sucucho, tras la puerta de madera roída en las esquinas, no había un solo sitio vacío. Todo el orden que envolvía el resto de la casa había muerto y agonizado en esos pocos metros cuadrados de caos. Leonardo no pudo evitar que una carcajada resonara en ese espacio estrecho, abultado, repleto y desordenado. Siguió riéndose, sin entender muy bien por qué, mientras se tropezaba para entrar.

Los olores eran los primero que sentía. Olía a… pintura. A óleo. A trementina. A todas esas cosas que se asocian con alguien viejo pintando, porque la mayoría de sus amigos dibujantes ya no usaban pinceles, sino lapiceras y horas y horas de trabajo frente a una tableta. Grafitos. Lápices de colores. PS5. Pero no óleos. O quizás no tenía los amigos adecuados. Pero sí que había olido antes los viejos implementos de pintura y en esa pequeña habitación no había nada más que ese olor. Ni siquiera olía a humedad o a desinfectante o a casa vacía. El cuarto era demasiado pequeño como para oler a nada más.

Leonardo se enredó entre los libros que estaban esparcidos por el suelo y tuvo que afirmarse de una estantería —en realidad, de unos palos parados que sostenían más libros y cachivaches— para no caerse de bruces contra los lomos. Había decenas de hojas rotas diseminadas entre los libros con bocetos y anotaciones. Cables destrozados como si alguien hubiera intentado reparar algo. Lienzos amontonados en rincones. Atriles desarmados o a medio hacer. Botes de pintura. Pinceles pegados a la superficie de un escritorio que parecía partido a la mitad. En un montoncito particularmente ordenado había una pila de discos compactos piratas de música junto a un walkman abierto. Quizás eso era lo que el viejo estaba reparando. 

Al final, logró sacar el pie de una trampa de ropa añuñada y revistas de páginas amarillentass y se sentó en la mitad de la habitación. Quizás no era tan pequeña, pero había tantas cosas y el aire estaba tan cargado de olores que Leonardo sentía que el oxígeno se le agotaba rápidamente. No había ventanas y el techo era bastante bajo. No alcanzaba a ver la pared detrás de las estanterías. Leonardo se echó un poco de aire con su propia camiseta y se quedó quieto, atrapado entre decenas de cosas viejas y maltratadas, en silencio. Carraspeó solo para poder escuchar algo de sí mismo en ese lugar que se lo estaba tragando.

Tomó un libro encuadernado con papel de regalo y soltó un bufido de desagrado cuando sintió que tocaba algo pegajoso. Sin embargo, cuando se llevó los dedos a la nariz, se dio cuenta de que olía a capuchino. A helado sabor capuchino, mejor dicho. 

—¿Cuál es tu helado favorito?

Eso le había preguntado el viejo. ¿Dónde había sido? Leonardo apoyó la mano en la mancha, todavía fresca, de helado en el cuaderno y alcanzó a ver desde el asiento trasero de un auto viejo, apestoso a bencina, que un hombre le sonreía. Le sonreía y mamá luego le sonreía a él. 

—Espéranos aquí, ¿de acuerdo? ¡Iremos por helado!

Era una playa. Hacía calor, pero las ventanas del auto estaban abiertas y entraba aire con olor a mar. Había caminado muchas veces por la arena con los pies descalzos. Ardía, pero no demasiado y siempre se hundía demasiado. Pero una vez un vidrio le raspó la planta del pie y nunca más pudo sentir la arena caliente bajo sus pies. 

El viejo le había preguntado cuál era su helado favorito. No sabía si le había respondido. Solo recordaba el calor, el verano, y esas dos sonrisas que se habían quedado pegadas a la ventana para que él las pudiera mirar mientras ellos se alejaban. No sabía qué playa, ni qué día, ni qué auto, ni qué año, ni si al final se había tomado el maldito helado. Pero el helado estaba ahora ahí y olía a café y a esa playa. A un verano demasiado atrás, que solo había sido sonrisas y bencina.

Leonardo se chupó los dedos y dejó el cuaderno a un lado. Un refugio. Sí, eso era ese cuarto. Un sucucho al cual arrastrarse y olvidarse del resto de la casa pulcra, limpia, desnuda, desabrida, impecable, decente, una casa sin sabor a nada, una casa que era solo una pared y que insistía en ser blanca y perfecta y ordenada. Era un refugio para tirar todo a la mierda, comer helado mientras leía y escuchaba música en un walkman roto y apestarlo todo a óleos y dormir con la ropa puesta. Leonardo se arrastró hasta una colcha que estaba debajo del escritorio, la sacó de allí y se tiró sobre ella, sacando los libros, discos y carcasa de películas que le lastimaron las costillas. 

Solo. Ese era el verdadero lugar en donde el viejo iba para estar solo. Un lugar donde ya no era «el viejo», el infeliz que tenía una casa bonita e ignoraba a todas las personas que debían ser importantes en su vida y que probablemente tenía un trabajo de mierda y una salud de mierda y que se pasaba las tardes mirando los pájaros. Ahí estaba solo y podía hacer lo que quería. Una puntada de indignación le atravesó dolorosamente el cráneo. Era el refugio de un adolescente. De un muchacho Era la cueva para pasar el día, divertirse y olvidarse del mundo. Olvidarse de él, de Leonardo. Y de todos los demás.  

El chico se rio. Se rio, porque estaba ahí, quejándose de que el viejo tuviera la vida de chico que él no había tenido y porque el viejo se había muerto y él estaba ahí, entre sus cosas, pensando en que también le gustaban esos discos. Que había visto esas películas. Que había leído esos libros y también los había manchado. De café. De mostaza. De lágrimas. Y también los había envuelto en papel de regalo para que las tapas no se estropearan.

«¡Sonríele a tu papá! ¡Vamos! ¿Cuál es tu helado favorito?»

Leonardo solo se dio cuenta de que estaba destrozando uno de los libros cuando los trozos de papel empezaron a revolotear a su alrededor y sintió el sudor que en el cuello y las mejillas. Colorado, apestoso, cansado, trastornado como un chiquillo solo porque el viejo no le había vuelto a comprar su helado favorito y se había pasado la vida ignorándolo desde su torre de mugre y pinturas. Pinturas. Lienzos de mierda con un par de manchas patéticas que incluso él podría hacer. Quería romperlas también. Quería romperlo todo.

Tironeó un par de trapos que estaban debajo de una pila de cajas de madera, pero solo alcanzó a quedarse con una tela en las manos. Ni siquiera supo cuándo fue que la abrió y se topó con esa pintura. Era reciente, porque la tela no estaba manchada y el óleo todavía estaba pegado a ella. 

Era una copia. Una mala copia, porque los tonos eran más chillones, no estaba el cuadro original de la espalda, el arma era demasiado negra y la sangre chorreaba por la camisa del infeliz en la pintura como una grosera mancha de kétchup. 

Le Suicidé. ¿Era Monet? ¿Manet? Uno de esos dos, estaba seguro. Ya había visto la pintura antes, aunque distinta. Más suave. Apenas un poco de rojo en el pecho. Apenas un poco de negro en la mano. Sutil. Burguesa. Elegante. Decorosa. No el desperdicio de tripas que podía ver en la imagen que, sin embargo, era sin lugar a dudas una réplica ordinaria de la obra.

Le Suicidé.

El suicidio.

El suicidio en ese sucucho ahogado por la pintura, los cacharros, los hobbies antiguos, el calor eterno que nunca se iba. El suicidio. El viejo dándose un tiro o fantaseando con eso, con la inmortalidad de una obra suave e imperecedera, mientras el mundo seguía, mientras él, su hijo, caminaba bajo el sol con la conciencia manchada por una nostalgia venenosa que apenas reconocía. Por el helado. Por los sándwiches. Por las llamadas. Porque se había pasado la vida preguntándose donde estaría el viejo, dónde estaría si no estaba con él, dónde estaría.

Pintando la muerte. Pintando la libertad. Ahí estaba. Viejo, miserable, solo, rodeado de cosas y cosas, ardiendo en el verano, el verano que no terminaba nunca. Pues el viejo había terminado. Él y sus pinturas y sus libros envueltos en regalo y sus sonrisas en la playa y todas sus mierdas. Se había terminado.

Le suicidé.

El viejo no era Monet. Ni Manet.

Y Leonardo. Leonardo, ardiendo en ese verano, en esa casa desnuda y sola, en ese cuartucho apretujado de cosas que no eran suyas, mirando el rojo de la pintura, los trazos desordenados, la innegable similitud… era solo un chiquillo, quizás con siete u ocho años, hundido en nada más que calor y lágrimas. No sabía por qué lloraba, porque los niños nunca lo saben. El óleo no se corrió y nadie dijo nada. Leonardo se enjuagó las lágrimas, pero solo acabó hundiéndose en su propio brazo, apretando los dientes, llorando de rabia, de pena, de odio, de un odio indiferente, de un odio de hijo olvidado.

Le suicidé.

Leonardo no escuchó cuando la señora abrió la puerta. Ella tampoco dijo nada. Después de todo, ese chico había perdido a su padre. 

Y era verano. Nada bueno podía suceder cuando el sol ardía menos que las lágrimas de un niño.

Nada bueno ocurre en verano - III

domingo, 22 de marzo de 2015

 Iniciativa "Blog Colaboradores"

*** 
La habitación principal del segundo piso era como la expresión de todo lo malo que tenía esa casa. El piso estaba reluciente y los pocos tablones de madera algo maltratados, estaban cuidadosamente colocados para dar la mayor impresión de pulcritud. Juntos, apretados, limpios, sin la tierra, que, sin embargo, se acumulaba sobre todo el resto del mobiliario. La cama era pequeña y no tenía una sola arruga. No había estantes ni escritorios. Al lado del cabecero de la cama, había un típico velador con una lámpara., pero no había nada sobre él y Leonardo comprobó que los cajones solo tenían trozos astillados de quillay. 

Las paredes eran de un blanco manchado y algo enmohecido, pero ni siquiera había cuadros colgando ni adornos ni tapices. El clóset de madera que estaba al lado contrario de la cama solo tenía colgada una camisa y un pantalón. En el segundo cajón, también con quillay, había un par de calcetines.

Eso era todo. Esa era la habitación principal, donde el viejo, se suponía, vivía todos los días, alejado de todo el mundo. Ahí se supone que dormía sin desearle buenas noches a nadie. Ahí se supone que se vestía, sin haber elegido la ropa de nadie. Ahí se supone que se levantaba todos los días, sin recordar que había caras, más allá de la ventana llena de hollín, que también miraban ventanas como esas, preguntándose si él los recordaba. Leonardo se mordió la mejilla por dentro y concluyó que, en realidad, no había mucho que hacer ahí. No había «pertenencias» de las cuales lidiar ni «asuntos» que arreglar. Ahí no había nada. Esa habitación era un completo despropósito.

Como la suya. Como la de Leonardo.

La mala espina, esa sensación inerte y ambigua de que algo se vaciaba en su pecho, como si estuvieran reemplazando sus huesos, músculos y nervios por aire y por agua, le había acompañado durante todo el recorrido. Sin embargo, ahora era como si pudiera apoyar una mano sobre su pecho y sentir que podría atravesarlo. Esa habitación era la suya. Era igual. 

Las paredes desnudas, sin posters, sin fotos, sin pizarras, sin cuadros, sin nada de nada. Los cajones vacíos, porque todo lo andaba trayendo en un bolso y no le interesaba guardar nada. Pocos muebles. Una lámpara pequeña. El clóset con poca ropa. El polvo que se acumulaba. La única diferencia eran los libros. Leonardo tenía una estantería abarrotada de libros, cómics y novelas gráficas que nunca tenían espacio suficiente en su habitación demasiado blanca y descolorida y que se amontonaban a veces hasta el suelo. El viejo no tenía libros en su habitación.

—Escribes las «t» igual que tu padre —le dijo una vez su madre. Recordaba esas palabras, porque fue la primera vez que llevó un reprobado a casa y estaba seguro de que se quedaría sin televisión—. No puntúas las «i», igual que él. —Ella había sonreído—. Qué curioso, ¿no?

Eso había sido todo. El frío de la decepción lo barrió hasta su habitación. Su madre no lo había castigado. No le había gritado. Solo había comentado que su caligrafía se parecía a la de su padre. Y había sonreído con esa clase de sonrisa de madre que decía pues a la otra te esfuerzas más, ¿no? Una cachetada le hubiera dejado de doler antes. 

Leonardo se acercó a la ventana de la habitación y se apoyó contra el alféizar. Afuera se veía todo muy brillante. El sol le impedía ver parte de la calle, pero alcanzaba a notar los árboles de la plaza y algo del techo de la estación de metro. La palma de su mano derecha empezó a arder con el contacto con la pared caliente. Allá afuera nadie sabía que él estaba ahí y que escribía como el viejo. Nadie sabía que su habitación era idéntica a esa. La señora de abajo tampoco sabía nada. Era solo él y ese extraño conocimiento. 

El silencio lo acompañaba a menudo. Quizás por eso siempre había preferido rodearse de libros y no de colores. Quizás por eso la habitación de Leonardo se parecía más a la de un pensionado sin familia que a la de un chico en sus veinte. O…

O quizás solo fuera que tanto al viejo como a él les gustara estar solos. Solos de personas. Solos de cosas. Solos de sí mismos Solos, porque así había tiempo para otras cosas, energía para otras cosas, concentración para otras cosas. Leonardo dejó que la mano le empezara a doler por el calor y siguió mirando por la ventana. Qué otras cosas estarían ocultas en sus genes, se preguntó. Qué otras cosas habría en esa casa que fueran una profecía para la que algún día esperaba tener.

Pero no. Leonardo se separó de la ventana y salió de la habitación. No echó otro vistazo ni volvió a recorrer los mismos sitios con la esperanza de que se hubiera pasado algo por alto. Sabía que no. Sin embargo, mientras se dirigía al último lugar de la casa, Leonardo sintió que empezaba a llover. La madera crujía y un hombre mayor, casi sin pelo, con un libro viejo en las manos lo invitaba a sentarse a leer un cuento antes de irse a dormir. Y él se acurrucaba a su lado y se metía bajo las sábanas luego de haber tomado un vaso de leche chocolatada, de esas que solo se guardaban para algunos días. El hombre abría el libro y le sonreía, porque su madre los había mandado a la cama a descansar y no a leer cuentos. «Pero ella no tiene por qué enterarse, ¿no, hijo?». 

Leonardo flexionó un poco los dedos de la mano que se había puesto roja por el calor y enterró ese pensamiento en lo más profundo de su pecho de aire y agua. Era verano. Era siempre verano. 

Y allí no había nadie.

Nada bueno ocurre en verano - II

domingo, 15 de marzo de 2015

 Iniciativa "Blog Colaboradores"

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Leonardo empezó a contar sus pasos nada más sintió el suelo de madera bajo sus pies. Las tablas crujían casi sin provocación y el chico no pudo evitar preguntarse cuántos años tendría esa casa y si el viejo alguna vez se habría dado el trabajo de pasarle algo de cera al suelo. Probablemente no. 

El chico no dijo una palabra mientras avanzaba por el vestíbulo. Desde allí, no se escuchaban los ruidos de la calle ni el rumor de los vehículos. Ni siquiera el ladrido de un perro. Era como si las paredes, de la misma madera vieja y roída, imperturbables, hubieran cortado el paso a la luz y el sonido que venía desde afuera. Olía a humedad. Las ventanas del primer piso no dejaban pasar la luz, porque estaban cubiertas de unas cortinas gruesas y oscuras. Leonardo no sabía si esa era la disposición original de la casa, pero todo a su alrededor decía ausencia. Silencio.

Allí no vivía nadie.

—Eché algo de desinfectante —dijo la señora que lo había recibido. Tenía las manos juntas delante de su regazo y caminaba como si ambos fueran unos intrusos en tierra sagrada. A Leonardo la idea le desagradó—. Limpié algunos muebles… —continuó cuando no obtuvo respuesta—. Pero no me atreví a… tocar sus cosas en la segunda planta. 

Leonardo asintió, pero no dijo nada. Era evidente que aquella anciana quería hablar, pero él no sabía cómo podía intervenir en esa conversación con algo que no fuera mover la cabeza o murmurar “Hmm” sin abrir la boca. Ni siquiera sabía cómo se llamaba la mujer. Aunque quizás lo verdaderamente importante de todo eso era que no le importaba. Nada de eso le interesaba. Ni la casa, ni la anciana, ni el viejo muerto. Pero estaba ahí. 

El chico siguió caminando por la planta. Notó que había pocos muebles y que había grietas en algunas paredes. La pintura estaba descascarada en las esquinas de la sala de estar y la madera se había erosionado en el suelo. Un par de tablas estaban sueltas. Sin embargo, la señora había dicho la verdad: no había polvo sobre las superficies de los muebles y el aire olía a aerosol. Era como si la casa entera se encorvara sobre ellos para observarlos y respirara con desaprobación. El techo era alto y los espacios eran amplios, pero Leonardo se sentía demasiado ancho, como si los hombros le rozaran las esquinas del techo. Como si la cabeza, de un momento a otro, fuera a chocar contra la pintura vieja del techo.

—Era un hombre muy solo, ¿sabe? —dijo la señora y Leonardo esta vez la miró con una expresión que él pensó que era imperturbable—. No salía de casa. No hablaba con sus vecinos. Se la pasaba metido en su cuartucho, pintando. —Leonardo frunció el ceño, pero la señora pareció no darse cuenta—. Cuando yo venía, me saludaba con mucho cariño. —Ella sonrió y las arrugas de las mejillas sonrieron con ella—. No lo visitaba nadie más. Sus hijos… —Se interrumpió con brusquedad y se miró los zapatos de lona—. Creo que murió de pena…

Dejó la frase en el aire. A Leonardo se le hizo como una acusación cobarde y puso mala cara de inmediato. Ahí estaba el retrato del viejo que la anciana había pintado para sí misma: la de un noble y extravagante anciano solo y triste, sin familia, hundido en su miseria. Una víctima del egoísmo de sus hijos, de la ambición de sus mujeres, de la injusticia de la vida. Todo pintado en gris y azul, todo envuelto en una bruma de nostalgia y recogimiento. Vaya montón de mierda. 

—Si se murió solo, fue porque el cabrón abandonó a todos los que alguna vez fueron su familia —espetó Leonardo. Una tabla especialmente desvencijada crujió incluso más fuerte cuando el chico pisó sobre ella. Rojo explotó sobre el retrato y se chorreó hasta el suelo. La señora soltó un grito ahogado y se le encendieron las mejillas de un brillante color rosado. Sin embargo, antes de que abriera la boca para abofetearlo con una sarta de gritos y acusaciones, Leonardo se le adelantó y puso una capa de blanco a toda esa conversación—. Es mejor que siga por mi cuenta. Le informaré cuando salga. 

La señora pareció debatirse unos segundos entre echar de la casa a ese mocoso —y la palabra casi parecía deletrearse en sus ojos—, gritonearle hasta sacar todo el picor de su garganta o aceptar lo que él le proponía. Ambos se miraron unos instantes, como personas criadas para ser hipócritas y educadas. A Leonardo la idea casi le hizo gracia. La señora asintió.

—Muy bien, estaré en esa habitación. Me avisa cuando termine.

Leonardo la vio alejarse y, aunque adentro de la casa no sentía nada de calor, se llevó una mano a la nuca para secarse el sudor que se le había acumulado debajo del cabello. Una pesada sensación de amargura se le instaló entre las costillas, pero no le hizo caso. Lo señora tenía que escuchar la verdad. 

El chico se dio un par de vueltas unos minutos antes de encontrar la cocina. Nuevamente, todas las superficies estaban limpias, todo blanco, inmaculado, todo en su sitio, sin manchas, sin utensilios desparramados ni botellas con agua para hacer zumos en polvo ni canastas con pan del día anterior. Allí no comía nadie.

Leonardo se sirvió un vaso de agua de la llave, un poco sorprendido porque no hubieran cortado el servicio todavía y se apoyó en la encimera. Dejó el vaso en su sitio y abrió el refrigerador, más por curiosidad que por otra cosa. Se encontró con varios platos de sándwiches envueltos en plástico y una botella de leche con chirimoya. Ese descubrimiento tan irrelevante lo hizo detenerse un momento. La verdad se tambaleó. Sacó los sándwiches y la botella y se sentó en la mesa que había junto a la alacena.

Eran sándwiches de ave con trozos de palta, idénticos a los que Leonardo adoraba y los que siempre le servía su madre cuando estaba de buen humor. La palta estaba un poco negra, pero la pasta de ave estaba mezclada con mayonesa y seguía fresca y cremosa. Leonardo esta vez sintió que el techo era infinito, que las paredes no terminaban nunca y que la mesa, que apenas cabía en la cocina, lo envolvía por completo en una redondela sin fin. 

A los cuatro años, había preparado sándwiches como esos, cortados en triángulos, con paté de jamón y huevo cocido. Su padre iba a venir de visita y mamá estaba encantada. Leonardo aun no lo entendía, pero era una oportunidad de ver de nuevo al hombre canoso y de risa de automóvil que se había ido tan pronto. Prepararon docenas de sándwiches y se embadurnaron las manos en paté. Prepararon la mesa y aguardaron. Fue un día lunes de enero. Un verano por la tarde. Esperaron en silencio a que sonara el timbre y no existiera más que la comida y esa sonrisa. Pero solo sonó el teléfono y a mamá se le borró la alegría.

—Sí, lo entiendo. No te preocupes. No, de verdad. Tampoco habíamos… Sí. Está bien. Adiós.

No volvieron a esperar al viejo nunca más. Él nunca más apareció. Al final, quizás era que no le gustaban los sándwiches de paté de jamón. A Leonardo tampoco le gustaban. A ambos les gustaban esos, que estaban sobre la mesa, y que nadie se iba a comer. El chico tragó saliva y pensó en lo estúpido que sería aplastar el pan entre los dedos y llenarse las manos de mayonesa y pasta de ave. Pero sería estupendo, porque no le importaba que él no hubiera llegado. Eran solo unos putos sándwiches. 

No se escuchaba nada. No había teléfono, así que Leonardo ya no podía decepcionarse. El chico tomó dos de los sándwiches que estaban en el plato y le pegó un mordisco a uno de ellos. Tomó un sorbo de leche y se secó el sudor de la cara. Aprovechó de secarse los ojos, que también le sudaban y le ardían, pero no reparó demasiado en ello. Luego de dejar todo en su sitio y de comerse todos los sándwiches que había en el refrigerador, se dirigió a las escaleras y subió al segundo piso.

El viejo no había llegado nunca y él no había vuelto a esperarlo. Tampoco importaba. No importaba nada. No había vuelto a importar.

A sus pies, los escalones de madera no crujieron en lo absoluto.

Nada bueno ocurre en verano - I

domingo, 8 de marzo de 2015

 Iniciativa "Blog Colaboradores"

 ***
Leonardo entornó los ojos cuando el sol le pegó de lleno en la cara mientras el bus giraba en la esquina del paradero 28. El plástico de la ventana ardía contra su brazo y el chico sentía que le sudaba todo el cuerpo: tenía la ropa pegada a la piel y sentía el borde de la frente húmeda y pegajosa. Un dolor de cabeza se insinuaba en su sien izquierda. Leonardo volvió a apretar los dientes al recordar que no había traído aspirinas y que también se había olvidado su reproductor de música y el cargador de su celular. La verdad, cuando se despertó esa mañana, no pensó que un par de horas después estaría rumbo a Los Liros, a media hora de su casa, muriéndose de calor.

Y menos aún se hubiera imaginado la razón.

En la mañana, había sonado el teléfono y una voz de señora mayor había preguntado por su madre. Luego de los dimes y diretes, de los con quién hablo, con quién quiere hablar, quiere dejar recado, la señora acabó por decir por qué había llamado y por qué estaba buscando a Carmela Díaz. Cuando lo escuchó, Leonardo sintió que las costillas se le congelaban en el pecho, irradiando frío y estupefacción.

—Es sobre don Gonzalo. Falleció hace un mes.

Ahí toda la mañana de Leonardo se fue al infierno. Casi literalmente, se dijo mientras notaba el calor abrasándole el cráneo. Gonzalo Márquez era el nombre de su padre, un nombre en el que no había pensado hacía más de diez años. En casa no se hablaba de él. Leonardo había dejado de hacerle preguntas a su madre cuando tenía nueve y desde ahí, solo se había preocupado de sí mismo y de su hogar. Lo que hubiera pasado antes, algo que olía extrañamente a paté de ave y a helado, no volvió a interesarle.

Sin embargo, ahí estaba, camino a Los Liros, donde había muerto el viejo, para «recoger sus cosas y determinar qué hacer con sus pertenencias», como había dicho la señora. En realidad, solo iba para que no tuviera que ir su madre, ¿no?

—Pero, ¿quién eres tú? —Había preguntado la señora del teléfono—. Tengo que buscar a los familiares, no sé si…

—Soy su hijo. 

Allí la señora se había callado. Leonardo sabía lo que estaba preguntándose. «¿Cuál de todos?». Sin embargo, la gente siempre era demasiado educada para hacer las preguntas evidentes y, después de todo, ella podría haber deducido que se trataba del hijo de doña Carmela Díaz. Leonardo esperó con una paciencia desdeñosa a que del otro lado de la línea la anciana encontrara las palabras más ‘decorosas’ para decir.

—¿Cuál es tu nombre, joven? —preguntó y el chico hizo una mueca de desprecio al escuchar el tono formal que ahora había usado.

—Leonardo. Mire, si me da la dirección, voy ahora mismo. No tiene por qué molestar a nadie más. 

Al final, la señora se convenció de que eso era lo mejor y le dio la dirección. No se sorprendió al ver el nombre de su ciudad natal. Los Liros. El pasado. 

—Ningún hijo ha respondido —dijo la señora cuando terminaron de afinar los detalles y Leonardo sintió que algo se le retorcía en el interior del cuerpo al notar el tono triste de su tono de voz.—. Ni tampoco ninguna de las… Bueno, muchas gracias por aceptar venir.

«Ningún hijo». «Tampoco ninguna de las…». Las mujeres, claro. El chico se había reído cuando colgó. 

Leonardo sacudió la cabeza para concentrarse y se bajó del bus. De inmediato recordó por qué se habían mudado de Los Liros hacía más de diez años. Era ese clima asqueroso, árido y seco, siempre caliente y siempre de verano, que los había machacado, a su madre y a él, durante siete años. Leonardo se agitó un poco la camiseta y se dio aire con la mano. Luego se puso a caminar.

No había olvidado cómo eran las calles. El pavimento estaba roto en las avenidas principales y todavía había algunos callejones laterales que estaban cubiertos de tierra. Había más gente de la que recordaba, pero la mayoría de los negocios que conocía seguían iguales. El local de comida rápida al lado del colegio, la botillería de la esquina, el primer Telepizza que se había instalado frente a las cajas de pensiones, la plazoleta en donde todo el mundo arriesgaba su vida para poder cruzar, porque todavía no había semáforo, la bencinera que apestaba a gasolina todo el día y que aún no clausuraban, la iglesia donde había pasado su primer y último Domingo de Ramos mirando solo piernas, porque era demasiado bajo. Todo seguía en su sitio. Incluso él mismo.

Leonardo se alejó del centro y enfiló hacia la estación de metro, donde estaba la casa del viejo. El banco estatal seguía igual, en ese edificio deprimente donde habían hecho fila con su madre por horas y horas. No tardó mucho en encontrar el conjunto de casitas de la calle Arturo Leida. No tenían jardín y eran pareadas, pero tenían dos pisos, que era más de lo que podía decirse del resto. En la plaza que había al frente, rodeada de árboles sin hojas, a Leonardo le habían entregado un premio de poesía por un poema sobre las Fiestas Patrias y había besado a su primera novia. Esa plaza olía a septiembre. 

Leonardo contó cuatro casas y tocó el timbre de la única que estaba pintada de un suave color durazno. Se secó el sudor del cuello con la mano y vio cómo una anciana alta y maciza se asomaba por la puerta vestida como enfermera. Ninguno de los dos sonrió. 

—Gracias por venir —dijo ella y lo miró directo a los ojos—. Pasa, pasa.

El sol desapareció a sus espaldas y el verano se esfumó con él.
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