El truco es que la baraja quede como empezó - IV

domingo, 10 de abril de 2016


—En voz alta —murmuró El Observador desde su sillón. Una vez, Javier se sentó en él sin que él se diera cuenta. Tenía ruedas en las patas y se deslizó un par de veces, con el corazón desbocado y los ojos saltones, antes de pararse a toda prisa y esperar a que apareciera El Observador y lo enviara a la caja. No ocurrió, pero Javier no volvió a sentarse en la silla. El niño se rascó de forma distraída una oreja y asintió.

—«Pregúntese con este motivo si es mejor ser amado que temido o temido que amado, y se responde que convendría ser ambas cosas; pero, siendo difícil que estén juntas, mucho más seguro es ser temido que amado, en el caso de que falte uno de los dos afectos. Porque de los hombres puede decirse generalmente que son ingratos, volubles, dados al fingimiento, aficionados a esquivar los peligros, y codiciosas de las ganancias. Mientras los favoreces, son completamente tuyos y te ofrecen su sangre, sus haciendas, su vida y hasta sus hijos, como ya he dicho anteriormente, siempre que el peligro de aceptar sus ofertas esté lejano; pero si éste se acerca, se sublevan contra ti. El príncipe que fía únicamente en sus promesas y no cuenta con otros medios de defensa, está perdido, pues las amistades que se adquieren por precio y no por la nobleza del alma, subsisten hasta que los contratiempos de la fortuna las pone a prueba, en cuyo caso no se puede contar con ellas. Los hombres temen menos ofender a quien se hace amar que al que inspira temor; porque la amistad es solo un lazo moral, lazo que por ser los hombres malos rompen en muchas ocasiones, dando preferencia a sus intereses; pero el temor lo mantiene el miedo a un castigo que constantemente se quiere evitar».

Javier leyó todo sin apartar la vista del libro. El ejemplar era delgado y tenía las páginas amarillas, rugosas al tacto. El Observador asintió cuando acabó de leer y clavó la vista en el cuaderno que el chico tenía abierto sobre la mesa. La tarde estaba tibia y el chaleco delgado que le había dejado El Observador esa mañana se sentía calientito y suave. Javier hundió la boca en el cuello y esperó.

—¿Qué opinas tú, Javier? —preguntó El Observador luego de unos instantes de silencio.

El chico se relamió los labios y soltó un jadeo suave al apartar la boca del material del chaleco. Sin darse cuenta, tragó un poco de saliva y apartó la vista de los ojos del Observador, para fijarlos en la página que acababa de leer. «Mucho más seguro es ser temido que amado». 

—Es un poco pesimista, ¿no? —murmuró el chico y notó la voz rasposa. «Habla más alto», pensó, como si se lo hubieran ordenado. Carraspeó, aun sin apartar los ojos del libro y añadió—: Vivir siempre asustado de una persona… solo porque es útil mantenerla así… No parece muy considerado. —Javier deseó tener su baraja de cartas para tener algo que hacer con las manos—. Debe ser difícil ser amado y temido a la vez… Así que para un príncipe… —Titubeó—, debe ser más fácil inspirar temor y así seguir siendo poderoso. 

El Observador no dijo nada por un momento. Javier no se atrevió a levantar la vista todavía y empezó a contar en su mente. «Uno… dos… tres…». Finalmente, el Observador se removió en su asiento, cruzó una pierna sobre la otra y sonrió. El chico lo miró, con la boca reseca, y notó que los hombros se le relajaban.

—No es tan difícil, la verdad —dijo El Observador y a Javier le pareció que algo le divertía—. Sigue con el próximo capítulo y luego revisaré tus ejercicios de matemáticas.

Javier sonrió y hundió la boca en el chaleco. Calientito. A salvo.


Javier salió de la ducha y se sentó en la silla de su escritorio sin secarse el pelo. Las gotas de agua le escurrían por su cara y caían sobre la madera empapando la superficie. El cajón que nunca abría, tal como el espejo que había roto tan pronto llegó al departamento o el café que compró para luego vomitarlo al beberlo y el cabello que le picaba y le ardía aunque lo tuviera limpio y oscuro como siempre, crujió cuando deslizó la manija. 

Otros naipes ajados. Papeles arrugados. Cuadernos viejos. Lápices mordidos en la tapa. Una copia de “El Príncipe”, en edición Ercilla con sus hojas amarillas. Trozos de vidrio que hizo que Javier apartara la mirada al notar sus ojos reflejándose. Una taza sucia y descascarada. Un pedazo de fierro oxidado. Una libreta negra con hojas arrancadas. El corazón empezó a latirle con fuerza, pero Javier lo ignoró. Se relamió los labios resecos y sacó el atado de papeles. Algunos se desparramaron por el suelo. Se sentó frente al escritorio y cerró los ojos.

«Uno…dos… tres…». Javier volvió a abrir el cajón y sacó un montón de naipes de distintos colores y en distintos estados de conservación. Los agrupó todos, notando cómo se mojaban un poco al inclinar la cabeza empapada sobre ellos e hizo el movimiento. Partir la baraja con una sola mano.

(—Es el corte «Charlier» —dijo El Observador y se encogió de hombros, repitiendo el movimiento tres veces sin ningún esfuerzo. Javier abrió los ojos y notó que se le escapaba una sonrisa—. Es sencillo y es estupendo para practicarlo mientras hacemos otra cosa, porque solo necesita una mano libre. —El sonido de las cartas al rozarse unas con otras le provocó un escalofrío en mitad de la calurosa mañana de verano—. Pero, en realidad, un truco mucho más útil… —El Observador se tomó un segundo, mostró la primera carta, un ocho de corazones, y con ambas manos dio vuelta casi todas las cartas restantes, formando una Z en el aire. Luego de un par de segundos, volvió a cerrar la baraja—… es engañar al espectador para hacerle creer que toda la baraja está revuelta, cuando en realidad… —Dio vuelta la primera carta. Un ocho de corazones—… todo sigue exactamente igual que al comienzo.

«Corte Sybil». Cuando salió de la caja y del sótano y de la casa y de la calle que nunca había conocido, luego de descubrir donde había pasado los últimos trece años, recordó ese nombre. Sybil. Un oráculo que engañaba. Un adivino que era solo un truco. Y corrió.)

Javier se pasó la mano por el cabello. Los dedos le quedaron mojados, chorreando gotas a través de su piel. Todavía tenía el pelo oscuro, recordó. Los papeles a veces solo contenían garabatos, trazos temblorosos de su nombre —Javier, Javier, Javier, y la «J» era siempre alta y con una vuelta en un solo trazo juguetón—, gotas que no eran del agua de su pelo, borrones, dibujos que no había terminado, anotaciones de física, de fútbol, del color de los semáforos, de cómo batir correctamente un huevo. Algunos estaban en blanco. Javier tragó saliva y notó que el estómago se le encogía en una punzada ardiente. La misma sensación de siempre. Un retorcijón como un puñetazo que se esparcía por su pecho hasta su garganta. Papeles en blanco. Días y noches en la caja, temblando de miedo, sangrando y sorbiéndose los mocos.

«¿Por qué?»

«Uno…dos…tres…».

«Si fui un buen chico… un buen chico…». 

Y luego la última carta. Una entrada de diario. Con una caligrafía cuadrada y recta que había aprendido a memorizar en una hoja que habían separado de su origen. Javier soltó un jadeo tembloroso y se inclinó sobre el escritorio para leer por última vez.

Último amanecer. 

7.31 de la mañana.

Sobrevivió. Logró sobrevivir. Y ahora solo queda él y lo que pasará después. Todo vuelve al comienzo y Javier estará ahí para verlo. No seguiré observando. No pensé que escribiría esta entrada ni que él lo vería. Pero sobrevivió. Y su mundo ahora es pequeño y gigante. Y ahora no habrá más que quedarse dormido…


Javier gritó cuando escuchó el disparo. Se despertó pocos momentos antes y el sonido le aceleró el pulso y le provocó un sudor frío que empezó a hacerlo temblar. No escuchó el cuerpo del Observador caerse de la silla. El aroma a café, como todas las mañanas, era penetrante, amargo y espeso. Siempre sin azúcar. El muchacho avanzó descalzo por el pasillo, sin mirar la entrada que llevaba a la caja, y abrió la puerta sin decir nada con el corazón golpeándole el pecho con frenesí. 

No olió la sangre ni la pólvora, porque café era todo lo que alcanzaba a distinguir. No vio la mancha oscura de sangre contra la alfombra gris. Carraspeó y bajó la cabeza. Solo cuando pasó un minuto completo sin que nadie dijera nada ni se escuchara ningún sonido, se dio cuenta de que estaba solo. Y que el cuerpo del Observador se había desplomado de la silla hacia el lado opuesto de la puerta, detrás del escritorio, con una herida en la sien que le había roto las gafas y había salpicado el borde de madera.

Javier chilló. Fue un grito agudo que hizo eco en su cabeza como si alguien más hubiera gritado desde muy lejos con una voz de niño. Se abalanzó sobre el suelo, sin dejar de sollozar y balbucear. El cuerpo del Observador estaba rígido y pesaba, pero Javier trató de hacerlo levantarse. El cuello se le manchó de sangre cuando la cabeza inerte del hombre se apoyó en él. Javier soltó un grito ahogado al notar el líquido caliente escurriéndole por la piel y soltó al Observador que se azotó contra el suelo alfombrado con un ruido amortiguado. El chico se quedó de pie, sin poder detener el temblor de sus manos, con la respiración acelerada y una náusea profunda que le retorció el estómago. Las lágrimas le mojaron la cara y se llevó una mano a la frente, apretando los dientes. Miró frenéticamente a su alrededor, ignorando el arma que había quedado tirada en el suelo, y corrió hasta la lámpara del escritorio. 

«Uno…dos…tres…». Estaba soñando, estaba soñando, la lámpara estaba rota y esa era otra pesadilla. Cuando presionara el interruptor, sabría que era solo un sueño y trataría de abrir los ojos. 

La luz le pegó en los ojos cuando la lámpara se encendió. Javier gritó y se inclinó sobre el escritorio. 

—Perdón… perdón… perdón…

Pero, ¿qué había hecho en realidad? «Perdón… perdón… Buen chico… buen chico…». La carta estaba doblada encima del escritorio con la misma caligrafía cuadrada y recta que ya conocía. La misma que Javier tenía en sus cuadernos, llenas de apuntes de historia y literatura y cómo saludar en público. La única que existía. 

Javier estaba vivo. 

Estaba solo.


El niño de la mochila abultada tomó el mismo camino a la mañana siguiente. Se subió al mismo vagón y se bajó en la misma estación, sin dejar de apretar su bolso contra su cuerpo. Andaba con cierta dificultad, porque todavía tenía las piernas algo cortas y trataba de avanzar lo más rápido posible con los ojos algo entornados por el sueño. 

Javier se adelantó y notó que el chico lo miraba con curiosidad y recelo desde abajo. El niño aferró con fuerza su mochila. La calle estaba vacía y Javier relajó los hombros al ver el vaho blanco que le salió de la boca al responder.

—Hola —dijo El Observador mirando al niño con una sonrisa cordial. La boca le sabía a café recién hecho. El cabello blanco no le ardía. Extendió una baraja de naipes con una mano y se subió las gafas con la otra. Vivo. Vivo. El niño de pelo oscuro parpadeó. 

«¿Quieres ver un truco?».

El truco es que la baraja quede como empezó - III

lunes, 4 de abril de 2016


Javier gritó. No escuchaba más que sus propios jadeos atragantados y los sollozos rotos que se escapaban de su garganta. Le hubiera gustado oírlo gritar. Insultarlo. Decir algo mientras le quebrara los huesos del cuerpo y lo arrastraba de nuevo a la caja. Pero el Observador solo avanzó a pasos firmes y lo agarró por la camisa sin dificultad con una mirada imperturbable y clínica.

—No… no lo volveré… no lo volveré a hacer… —balbuceó Javier, pero no estaba seguro de que su propia voz, más grave de lo que la recordaba de siempre, estuviera más allá de sus propios pensamientos. Quizás había olvidado hablar—. Por… favor… No… no lo haré… 

El Observador no respondió. Le golpeó la cara con el dorso de su mano varias veces y se detuvo, contemplándolo con los mismos ojos templados e impasibles. Las lágrimas de Javier se mezclaron con la sangre que le chorreaba de la boca y de las mejillas. El cráneo le ardía, pero su pelo seguía blanco y manchado. Respirar era doloroso. El chico sabía que tenía el torso amoratado y que si El Observador lo soltaba no iba a poder pararse.

No había bebido café ni había desobedecido ninguna orden. Aunque durante los primeros cinco minutos de la golpiza había intentado recordar qué era lo que había hecho esa vez, después el dolor le había borrado todos los pensamientos de la cabeza. «Sobrevive», había dicho El Observador varias veces. «No te mueras». Así que no lo había hecho. Había sido un buen chico. Había cumplido. 

—No… no lo haré… de nuevo… —siguió diciendo, porque era lo único que salía de su boca. 

El Observador lo ignoró de nuevo. Lo soltó y miró como el chico se desplomaba por el suelo y trataba de gatear lejos de él. Javier sabía que en la caja no tenía dónde esconderse, porque era solo un cubo de cemento oscuro y congelado. Reconocer esa realidad no impidió que se arrastrara hasta un rincón y tratara de encogerse contra la pared fría, sorbiendo sangre y mocos, temblando y gimiendo con cada pequeño movimiento. Era en momentos como ese que Javier pensaba que su cuerpo nunca dejaría de temblar. Seguiría vibrando como gelatina con el Observador estudiándolo en la penumbra. «Quiero estar solo… quiero estar solo… quiero estar solo… No volveré a hacerlo, déjame solo…» 

El chico escuchó los pasos del Observador y apretó aún más el cuerpo contra la pared. Presionó la sien contra la superficie helada y soltó un grito ahogado cuando el movimiento causó que una oleada de dolor le irradiara desde el abdomen hasta la cabeza. Sin embargo, los pasos no se acercaron. Javier los escuchó perderse hasta que solo alcanzó a oír el azote de la pesada puerta oxidada cerrándose. La oscuridad se tragó todo.

—No… no… no llores… no-no… llo-llores… —Las lágrimas siguieron resbalándose por su cara sucia por más que cerrara los ojos—. Buen chico… buen chico… 

Se deslizó por la pared hasta acostarse sobre el suelo con las piernas solo un poco encogidas. Soltó un grito estrangulado cuando el dolor volvió a azotarle el cuerpo en una ráfaga de calor que se le pegó a la espalda, a las mejillas, a los ojos, a la cabeza, a las piernas. Tenía el pelo pegajoso de sudor y el aire olía a sangre y a piedra. 

Estaba solo. Estaba solo en la caja y no podía parar de llorar y de temblar. Seguía sin aprender cómo evitar que las lágrimas le aparecieran en los ojos. No importaba que los tuviera casi cerrados con moretones negros y azules en la cara. No importaba que sus pupilas fueran apenas rendijas bajo carne hinchada y rota. Siempre podía llorar. Javier soltó un hipido, pero no se enjuagó las lágrimas o los mocos. No se movió del suelo. Estaba solo en la caja.

A veces, recordaba cómo contar y, aunque se demoraba varios segundos en pasar de un número a otro, contaba y contaba hasta que se abría la puerta o hasta que se quedaba dormido. El silencio era familiar. El frío le provocó escalofríos y comenzó a contar en su mente —«uno… dos… tres…»—, pero no lograba concentrarse. «Dos qué… tres qué…». Javier intentó incorporarse un poco cuando notó un cambio en la caja. El Observador estaba mirándolo… ¿No? 

Se pasó una mano por la cara y los dedos le quedaron manchados de tierra, sangre y lágrimas resecas. Soltó un jadeo dolorido y un gruñido cuando se movió sobre el suelo. Solo. En la caja. «Uno… dos… tres…». 

—Nun-nunca más… nunca más… 

El olor a orina lo hizo arrugar la nariz y, aunque intentó presionar los músculos y cerrar las piernas, con los ojos apretados, notó el calor del líquido, pegajoso y familiar, manchándole la ropa y escurriéndose por sus piernas. Se quedó dormido, sucio, con el cuerpo roto, y sollozando en la oscuridad. 

Se despertó con un par de brazos rodeándole el cuerpo. Javier quiso gritar, porque el movimiento provocó una oleada de dolor sordo, blanco incluso, que explotó en todos lados. Notó el aroma a café en el cabello corto del Observador y la firmeza suave de su abrazo, las palmadas —tap, tap, tap, cariñosas, cercanas— en su espalda, la sonrisa que creía adivinar en su rostro. Javier rompió en llanto y se apretó contra el cuerpo de su captor.

—Perdón… perdón… per-perdón…

—Lo sé, chico. Lo sé… Shhh…

Javier había cumplido dieciséis años, pero no lo sabía. Y lloraba con una sonrisa.


Se despertó con un grito. El eco de su voz ronca sonó extraño para su mente, apenas lúcida, que tardó varios segundos en darse cuenta que podía encender la lámpara de su velador, porque estaba en su casa. «Estoy en mi cama». Era un pensamiento absurdo, pero que resonó fuerte y casi nítido dentro de su cabeza. «Es mi cama». Era de noche, pero no recordaba haber llegado a casa o haberse quitado los zapatos o haberse quedado dormido. Ni siquiera recordaba haber salido de su trabajo. 

La luz de la lámpara le pegó de lleno en los ojos. Javier encorvó un poco la espalda, intentando relajar los músculos, y notó el estómago todavía apretado, como ardiendo de miedo. Una punzada de dolor le atravesó la espalda baja al moverse. Tragó saliva y encontró que tenía la garganta seca y la lengua áspera como si no hubiera tomado agua durante días. «Esta es mi cama».

Javier no contó números. Miró su habitación lentamente, se relamió los labios y esperó hasta dejar de sentir el latido frenético de su corazón. No recordaba qué había soñado, pero sabía que era sobre antes. Sobre un lugar que no era su cama, sobre El Observador, sobre sitios sin lámparas. Sobre antes, como siempre. El muchacho se pasó una mano por el cabello —oscuro, algo pajizo, pero oscuro, muy oscuro— y cerró los ojos. 

De inmediato notó la sensación pegajosa y mojada entre las piernas. Se tropezó con las sábanas cuando se levantó de golpe y se pasó a llevar la cadera con el mueble del velador. Una arcada lo dobló en dos. Le salpicaron las lágrimas de los ojos y, apenas consciente de lo que hacía, echó a correr hacia el baño y puso el pestillo.

Estaba solo en un baño a oscuras. Javier buscó el interruptor con la mano, casi golpeando la pared mientras sus dedos trataban de ubicar el relieve del aparato y encendió la luz. Se inclinó sobre el lavabo y apretó los bordes de cerámica con las manos hasta que le dolieron. Después de unos instantes, Javier se dirigió a la ducha y la encendió. Se quitó toda la ropa a tirones, todavía jadeando, y se metió bajo el chorro helado. Dio un grito cuando el agua le golpeó la cabeza y chorreó por su espalda, dándole escalofríos. 

Javier alzó la cabeza y dejó que el agua le cayera por la cara. Le ardían los ojos. Estaba solo. No en una caja, aunque se parecía. Estaba solo y nadie iba a castigarlo. Nadie lo abrazaría para su cumpleaños. Nadie lo observaría desde la distancia con ojos imperturbables. Estaba solo bajo el agua, llorando. Javier era un niño, alto, grande, que iba a oficinas y jugaba a tener ropa de adulto. Un niño que había mojado la cama por una pesadilla. «Uno… dos… tres…».

Estaba solo. El cuero cabelludo le ardía, porque se lo habían desteñido muchas veces. No estaba oscuro, sino claro, blanco, manchado de amarillo. La boca le sabía a café. Apestaba a orina. Estaba vivo. Estaba solo. Javier chocó un puño contra la pared de la ducha y soltó un alarido. Lo hizo de nuevo y gritó más alto. Los nudillos crujieron y el dolor se esparció desde sus dedos hasta el hombro. Su grito esta vez pareció más un chillido estrangulado. Golpeó la pared con el otro puño y volvió a gritar. Solo. Solo. Vivo. Vivo. Vivo. Vivo. 

—Sobrevive —dijo el Observador y no estaba ahí. Y estaba mirándolo, desnudo, sangrando bajo el chorro de la ducha. Impasible. Sonriendo—. Sobrevive. 

Vivo. Vivo. Las manos le sangraban, amoratadas y temblorosas. 

—Perdón… perdón…

Un niño en una caja al que un hombre abrazaba. Y un niño con una mochila abultada caminando por una calle vacía. «Sobrevive», dijo Javier y sonó como su propia voz. El muchacho apoyó ambos puños rotos contra la pared y bajó la cabeza. Sobrevive. Cómo lo había hecho antes. Sobrevive, dijo. Sobrevive. Pero estaba solo… 

—No por mucho tiempo —dijo El Observador.

El suelo estaba cubierto de naipes brillantes. Y cuando Javier levantó al vista, se vio a sí mismo sonriendo desde el borde de la ducha, con el cabello totalmente blanco y una humeante taza de café en la mano. 
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