Cartas sin promesas

miércoles, 18 de febrero de 2015

En momentos como ese, ella no podía evitar escribirle. Era la forma que ellos tenían, en donde él quizás leyera meses después lo que ya no tendría sentido en otro tiempo, en otra hora, con otro clima y otros ojos, pero aun así no podía evitarlo. En el fondo, quizás ella contaba con que lo leería. No habría más que silencio y ninguno de los dos insistiría. Estaban demasiado ocupados fingiendo como para hablar.

Así que ella se puso a escribir. Quería contarle que lo extrañaba y que se reía, porque sabía lo tonto y común que eso sonaba. Todos extrañaban a alguien. Todos querían a alguien de regreso. Pero no era la nostalgia serena, de aguas de arroyo, que sentía todos los días. No era ese extrañar constante en donde él siempre aparecía. Esta vez lo extrañaba como escribía: de verdad, como un golpe de aire y fuego en el estómago. Y le hubiera encantado que él apareciera en un rincón, con un fajo de cartas bajo el brazo, tirando de ella para llevarla al techo y poder ver las luces de la ciudad. En silencio, quizás. Con su mueca indiferente y sus cigarrillos arrogantes

Pero no podía decirle todo eso. No así. Eso era lo que tenía amar un desastre que jugaba a ser honesto y que trataba de ser de mármol. Eso era lo que tenía querer tanto a alguien que solo veía su rostro como una pared lisa envuelta en humo. Eso era lo que tenía extrañar a quien se había escapado para buscar la forma de ser digno de la lluvia. Cuando él se marchaba, no importaba lo que ella dijera. No importaba lo que tratara de decir, porque él se bañaba en palabras y solo necesitaba más pasos. Necesitaba correr hacia sí mismo y dejar de tapar sus heridas con hojas de árboles. Necesitaba estar solo. 

Ella solo podía sonreírle y esperar de corazón que cuando finalmente se encontrara, si es que alguna vez lo hacía, no olvidara que alguien lo estaba esperando. Que, al menos, volviera la vista atrás un segundo y sonriera, aunque luego continuara su camino y no volviera nunca más. Ella se detuvo un instante. La idea le provocaba una pena inmensa, de esas que solo podían escribirse sin metáforas, pero también le hacía comer lágrimas en medio de su risa. Ser feliz. Eso era lo que quizás nunca serían. 

Ella no quiso seguir rompiendo más su promesa, así que dejó de escribirle. Al menos, de esa manera. En el fondo, mientras escribiera —lo que sea, cualquier cosa—, estaría escribiéndole a él. Siempre a él. Porque todo había comenzado con ese tonto guerrero solitario y todo seguiría en el camino que ambos habían trazado cuando se encontraron en un mundo que ya no existía. Ella dijo su nombre, uno de los tantos que tenía, solo una vez, solo para notar lo curioso que sonaba en su lengua y dejó de escribir.

Dejó que las palabras reemplazaran el silencio una vez más y miró por la ventana. Afuera ya era de noche y las luces de la ciudad titilaban detrás de la cortina como viejas amigas. Quizás ellas le darían el mensaje. Ella sonrió en ese pensamiento, de un color rosa pálido, como frutillas flotantes en escritos que ya no recordaba, y cerró los ojos.

Y solo fueron palabras a un fantasma que no podía atravesar las paredes.

Era muy amable, siempre saludaba

lunes, 2 de febrero de 2015

Asesino sonrió. Se limpió la sangre de las manos y guardó el cuchillo en el bolsillo impermeable de su abrigo. Lo tiraría luego en una de las alcantarillas de la ciudad. La idea no le preocupaba en absoluto. En realidad, pensar en dejar evidencias o en ser capturado era algo que pocas veces le quitaba el sueño. La mayoría de las veces, los pequeños errores que cometía —saludar demasiado a un desconocido, dejar que alguna presa juguetona lo arañara en el cuello u olvidar llevar el abrigo adecuado y luego tener que tirarlo— solo lo frustraban. Imperfección. A Asesino le molestaba mucho cometer esos errores, porque eran errores tontos. Ser capturado in fraganti por algún inteligente miembro de las fuerzas del orden, como si eso fuera posible, tenía su estilo. Pero dejar tontos trozos de sí mismo para que cualquier idiota pudiera sumar dos y dos y capturarlo solo lo hacía enfadar. Era como resolver una complicadísima operación de trigonometría y luego fallar en una suma básica. 

Sin embargo, esta vez todo había resultado perfecto. Los vecinos de su nueva presa no solo no sospechaban nada, sino que lo consideraban un estupendo amigo y colaborador. Había rescatado al gato de la señora Mercedes que se había atascado tras las calderas del edificio. Había ayudado al chico punk del primer piso a recoger sus cosas de la mudanza. Había sido el héroe que logró estabilizar al abogado Vargas, del tercero, cuando se desplomó en las escaleras. Era un buen tipo. Un tipo trabajador, con una polola simpática y guapa y un auto común y corriente. Salía a comprar leche y pan todos los días como uno más y nunca llegaba tarde a su casa. A veces hacía fiestas, pero siempre bajaba la música cuando se lo pedían y jamás tenían que repetírselo. No era un «misterioso ermitaño reservado» ni un «activo pilar de la comunidad», presidente de la junta de vecinos o nada así. Solo era un buen tipo.

Asesino sonrió. La verdad era que tenían razón. Se limpió las gafas con un pañito y revisó alrededor un momento más antes de salir. Todo estaba hecho una porquería. Chorreaba sangre por todas las paredes y el cuerpo, esa masa de carne sanguinolenta y deprimente, estaba tirado en mitad de la habitación con poca ceremonia. Un arranque de rabia, pensarían. Algo personal. Asesino no conocía a ese hombre. Ni siquiera sabía su nombre. Solo sabía que vivía solo y que en ocasiones tomaba el metro, porque se lo había topado dos veces en la estación. La escena era muy roja y casi venía con música de suspenso incluida para el que entrara. Asesino cerró la puerta detrás de sí con una sonrisita y salió del edificio.

La idea de matar a alguien en su propio edificio era tentadora, pero requería de mucha preparación y, por ahora, estaba satisfecho con sus paseos por el barrio. Cuando Asesino salió al vestíbulo de ese edificio, pudo divisar el suyo, alto, moderno y estúpido, un par de cuadras más allá. No demasiado cerca, que fuera tonto y obvio, ni demasiado lejos, donde nadie lo conocía y sería un más tonto y obvio. Todo era preciso. Y, a la vez, francamente arrebatador.

—Buenos días —saludó al conserje con una sonrisa cordial. Sin complicidad. Sin frialdad. La sonrisa de un vecino, que se sabía tan bien.

—Buenos días —respondió el hombre. Era nuevo. Lo habían contratado hace dos días y no conocía a los inquilinos. 

Asesino sintió una satisfacción infantil luego de haber saludado al conserje. Luego cuando lo entrevistaran podría decir que sí, era un tipo raro, que «siempre saludaba» y se podría morir tranquilo. No había por qué menospreciar los clichés. Asesino hurgó en los bolsillos y sacó una cajetilla de cigarrillos. Empezó a caminar hacia el sur mientras daba unas caladas torpes. Se detuvo cuando el teléfono comenzó a vibrar en sus pantalones.

Era su polola, Lorena. Divisó la hora antes de contestarle. Era ya hora de comer. Sin duda, el paseo de ese día ameritaba un rico almuerzo chatarra en el sitio favorito de ambos. Sin embargo, para eso tendría que ajustar algunas cosas en su agenda, porque en la universidad tenía unas horas de clases en la tarde que lo harían correr para no llegar tarde. No iba a ser problema. Solo tendría que apurar un poco el paso. Los chicos podrían esperar un minuto o dos a que llegara. Luego ya tendría la noche libre. Podría acurrucarse junto a Lorena y susurrar tonterías a su oído. Tonterías que, en el fondo, sí sentía y sí quería decir. Tonterías que ella también le diría y que los harían reír. Como dos personas normales. 

—¿Aló? —respondió. 

Sonrió al escuchar la voz cantarina de Lorena y su risa envolvente. Imaginó sus ojos y lo que diría si lo viera. «Tonto enamorado». Tenía razón, pero era mucho más divertido jugar a que era un chico rudo que no disfrutaba escribiendo cartas y desvelándose por ayudarla con un trabajo o sintiendo el aroma de su piel entre las sábanas. La idea le hizo enrojecer las orejas y se rascó la barba de forma distraída. Siguió caminando mientras la escuchaba. Pensó en el infeliz muerto en su departamento. Los colores a su alrededor eran todo primavera. Brillantes. Terribles. Hermosos. Apretó el paso y se apresuró a cruzar la esquina con el resto de los peatones. Luego llamaría a sus padres. Hacía tiempo que no hablaban. Quizás podrían almorzar juntos durante el fin de semana. Tallarines. Con carne y salsa, chorreando, chorreando por su barbilla, chorreando las paredes y todo el lugar con un rojo coagulante, burbujeante, pegajoso.

Asesino acarició el cuchillo dentro del abrigo y fantaseó con la idea de que el verdulero que estaba ordenando frutillas en el mercado lo detuviera y lo desenmascarara en mitad de la calle. O que Lorena cambiara de opinión y lo esperara en la puerta del departamento con un revólver apuntándole a los sesos. Miró el cielo, azul, limpio, ridículo y le dijo a Lorena que se encontraran para almorzar. La escuchó sonreír y casi pudo ver la felicitación en sus ojos. Tendría que pasarse la noche mostrándole las fotos. Niña loca, compañera de tonterías.

Sin lugar a dudas, Asesino era un hombre común y corriente. 

Lo realmente interesante, pensó mientras colgaba el teléfono y se pasaba una mano sin lavar por el pelo, era que nadie más lo sabía.

Brisa de malas metáforas

Ella se sentó en el borde de la ventana y dejó que el viento fresco soplara, alborotándole el pelo. Todo sabía a noche. A libertad, después de todo. Podía ver las luces a lo lejos y sonrió, preguntándose si durante las noches él vería lo mismo. Si quizás encendería un cigarrillo, sonreiría con la misma sonrisa de no, gracias y de no me entiendes y quizás miraría las luces. Solo, igual que ella. 

—¿Dónde estás? —preguntó. Fue solo un susurro. Quizás hasta se lo había imaginado. Pero sonó bonito allí donde nadie más podía oírlo. En especial él. Las luces parpadeaban a su alrededor, pero no le decían nada. Nada ya parecía decirle nada últimamente. Olía a verano y a calor y a despedidas. Se rio de su metáfora mental, porque, en el fondo, como toda metáfora manida, como todo cliché mental y toda sonrisa torcida en la noche… era cierto. Febrero era el ciclo de los secretos. De los te quiero hechos dibujo y de los no soy quien crees hecho silencio. Se disfrazaba de primavera, pero solo era verano. Solo era calor y envidias de invierno.

Y de metáforas

Y todo era él y él y él, aunque no lo quisiera, aunque lo reconociera, aunque lo evitara. En el fondo, siempre había sido sobre él y sobre ellos. Y sobre ella y sobre escribir. Se rio cuando pensó en cómo sería poner todo eso por escrito. Sería gracioso y triste. Estúpido, porque nadie lo entendería y tendría esos aires pretenciosos de la poesía, de decir y no decir, de sonar profundo cuando el asunto era simple. Ella lo extrañaba. Y lo quería. Pero las cosas no eran simples, aunque la vida fuera bastante simple. Pensó en la carta que nunca le mandó y en las cartas que él dejó de escribirle. Y volvió a mirar las luces.

Se dedicó a soñar por un minuto que él también las veía. Que él estaba allí, con la barba desastrada, el cabello de vagabundo y el cigarrillo en la boca. Le sonreiría, desviaría la mirada, se tropezaría con sus palabras y no reconocería nunca que ella decía la verdad. Se reiría de ella y dejaría que ella se riera de él. O quizás se quedaría callado, observando las luces con ella, fumando, con palabras en la cabeza y recuerdos sin contrato. O quizás nada. 

Ella bajó la cabeza y él desapareció. Solo por un segundo, porque había alquilado de forma indefinida un cuarto en su memoria y un taller en sus pensamientos. Era un vago que se tiraba en el colchón de su mala poesía y que se dedicaba a retorcer sus promesas con una sonrisa rota, triste, de cuentos sin título. 

—Sí, ¿dónde estás? —repitió ella, pero esta vez sonreía. Porque nunca se había ido, aunque estuviera lejos. Porque todo era él y todo era ella y todo era ellos y ninguno de los dos. Y era palabras tontas y rebuscadas figuras enlazándose en sus carcajadas.

Ahora era solo verano y ella estaba mirando la noche. 

Olía a malas metáforas. Olía a verano.
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