El truco es que la baraja quede como empezó - II

lunes, 21 de marzo de 2016


Javier flexionó los dedos de las manos cuando los notó rígidos por el frío. Le dolían y metió las manos en los bolsillos de su chaqueta. Tan pronto rozaba la baraja de cartas, un ardor familiar le golpeaba el estómago en un llamara de miedo. Quizás incluso de conciencia. 

Las calles no estaban vacías. Javier se encorvó un poco más, hundiendo el cuello en su propia chaqueta, y apretó las manos con fuerza, concentrándose en el dolor que le provocaba la tensión de los músculos y el color azulado que se producía en su piel con el viento helado. No tenía para qué mirar atrás. No lo seguía nadie, se repitió en la mente y trató de elevar el volumen de su propia voz en su mente. «No me sigue nadie. No me sigue nadie».

Un escalofrío le recorrió la espalda y se esparció por sus hombros. Quiso detenerse un momento, fingir consultar su teléfono móvil y devolverse. Olvidarse del niño y de su mochila y asegurarse de que estaba solo. Recordar el sabor del café. Intentó tragar saliva, pero tenía la garganta seca y los labios agrietados. Sin dejar de caminar, Javier empezó a arrancarse capas de piel de los labios resecos como hacía todas las mañanas antes de levantarse. Masticó los trozos apenas ensangrentados de delicada piel transparente y se relamió la boca. La sangre sabía distinta ahí. Javier metió la mano en el bolsillo y apretó la baraja, lastimándose la palma. «La sangre sabe diferente en todas partes», pensó y su voz sonó como un grito en su cabeza, como un grito que no era suyo.

Javier se pasó una mano por el cabello y notó que un cabello se enredaba entre sus dedos fríos. El dolor se extendió por toda su cabeza y le hizo arder el cráneo. El chico se detuvo, observando todavía la silueta del niño con su mochila abultada. Algo se extendió desde su vientre hasta su garganta. Jadeó y se dobló en una arcada. Vomitó todo el café que apenas había probado en la mañana. En un instante, desapareció la calle, el frío en los dedos, la baraja en el bolsillo, incluso el niño. Javier sintió las lágrimas que le corrían por las mejillas, pero no podía moverse para enjuagárselas. Tenía una mano apoyada en la superficie árida de una muralla y con la otra se sujetaba el estómago que insistía en contraerse y expulsar toda la nada que llevaba dentro. 

No podía recordar el color de su cabello ni el aroma de la leche ni la textura de las cartas. Los dedos de Javier tocaron la dureza de algo que  le raspaba la piel, de algo helado que le lastimaba el cuerpo al dormir.


—Quédate quieto o vas a la caja —murmuró El Observador. Sonreía con cordialidad y Javier trató de evitar que las manos le temblaran. Sentía la cara sucia de lágrimas y tierra, pero no se atrevió a enjuagarse la cara.

Trató de no pensar en la caja. El niño cerró los ojos. No sabía qué hora era, pero la última comida había sido la cena. Apoyó ambas manos en el estómago y lo sintió vibrar dolorosamente con un ruido sordo y prolongado. El Observador no dijo nada. Siguió recortando y recortando, tirando mechones de pelo y dándole vueltas a la cabeza para observar mejor. Siempre en silencio. A Javier no le gustaba cuando hablaba. Su voz era demasiado tranquila, sin importar lo que estuviera haciendo. Cuando estaba callado, Javier era un buen chico.

Había sido un buen chico durante diecisiete desayunos. No había vuelto a mirar siquiera la taza de café que El Observador siempre dejaba sobre la mesita del cuarto grande. No había vuelto a gritar ni a hablar cuando no le hacían una pregunta. No había vuelto a hacerse pis cuando lloraba. Quizás podría comer algo dulce cuando aprendiera a no llorar, pero Javier no estaba seguro. 

Su respiración sonaba muy fuerte. Se había acostumbrado a escuchar siempre el constante jadeo que salía de su garganta, a veces estruendoso cuando estaba en la caja y El Observador lo castigaba —no, no, no—, a veces sutil cuando solo tenía miedo, pero no sabía de qué, como en ese momento. 

Las tijeras resonaron contra la tabla. El Observador le pasó un cepillo por toda la cabeza y alrededor de la nuca. El niño siguió mirándose las manos, aún sujetas a su estómago vacío. Los labios se le habían agrietado y empezó a morderse la piel de forma distraída. El Observador se alejó unos pasos y luego apoyó una mano en el hombro de Javier. Manteniéndose a su espalda, el brazo del Observador se deslizó junto a su cuello y carraspeó. Javier, cuya respiración ahora se había hecho más rápida y ruidosa, negó con la cabeza y empezó a llorar.

—No me decepciones —susurró El Observador. El niño podía escuchar la sonrisa cordial y la amenaza en sus palabras—. Mira el espejo.

Javier hipó y levantó la cabeza. Las lágrimas le emborronaban la vista y tuvo que enjuagárselas con la mano para poder enfocar. Miró su reflejo y el de su captor. El Observador sonreía como siempre, estudiándolo a través del cristal. Javier se llevó una mano al pelo, corto y con mechones blancos y amarillos que no le pertenecían, y soltó un sollozo. Le ardía la cabeza.

—Cada día menos tú, ¿verdad? —dijo El Observador y sonrió—. Venga, vamos a comer algo, ¿está bien?

Javier sabía que si alguna vez dejaba de llorar, iba a poder comer algo dulce. Quizás incluso un sorbo de café.


Las arcadas remitieron lentamente, pero la sensación de náusea y debilidad lo dejaron temblando y sudando junto a la pared. No sabía cuánto tiempo había pasado y no quería comprobarlo. Javier tragó saliva varias veces. No lo seguía nadie. Su cabello era de color café —no, no—, más cercano al negro que al castaño. No necesitaba barajar las cartas. El niño había desaparecido. No lo seguía nadie. Su cabello… Se repitió varias veces la misma secuencia hasta que el corazón dejó de latirle en la boca y en el estómago y se quedó tranquilo en su pecho, bombeando y bombeando. No pensó en la sangre. No pensó en el niño de mochila abultada.

—Actúa normal —dijo El Observador y frunció el ceño—. Camina. Y miente. Vamos. Camina.

Así que Javier tomó el bolso que se le había caído del hombro y caminó. Estaba seguro de que alguien caminaba justo detrás de él, quizás sosteniendo un espejo, pero cada vez que miraba de reojo por encima de su hombro, se encontraba con la calle vacía. Cuando llegó, varios minutos más tarde de lo habitual, al edificio donde trabajaba, el espejo del ascensor lo recibió con los ojos muy abiertos. Una mano se apoyó en su hombro por detrás. El hombre cerró los ojos y presionó el número de su piso.


—Eh, Javier, casi que llegas tarde. ¿Café?

El joven retrocedió con una mueca de espanto y no pudo reprimir un grito ahogado cuando el aroma de la bebida le golpeó de lleno. Su colega —su nombre, cuál era su nombre— frunció el ceño con una sonrisa nerviosa y se encogió de hombros. Javier había visto esa reacción muchas veces, pero tardó unos segundos en recuperarse. El corazón le latía con tanta rapidez que de nuevo sintió ganas de vomitar. 

Javier se pasó una mano por el cabello mientras con la otra rozó el borde del naipe que llevaba en el bolsillo. No necesitaba ningún eco en la cabeza para saber que él lo estaba mirando.

—Lo siento, lo siento. —La risa fingida le salió natural y fluida, casi sin temblores—. Me asustaste de repente, venía metido en mi mundo. —Ajustó el bolso en su hombro y negó con la cabeza—. Tengo el estómago destruido, así que hoy paso. Pero gracias, ¿eh?

Parloteó un par de minutos hasta que logró que el hombre se relajara y se olvidara de cualquier otra cosa que no fuera el partido de fútbol local, el nuevo secretario que había contratado el jefe, los estúpidos clientes que habían puesto un reclamo que no tenía ni pies ni cabeza… Nada que no fuera el mundo real, cuatro paredes, nítido, sin ecos. Cuando Javier se sentó en su cubículo y se apoyó en el respaldo de la silla, cerró los ojos y tragó saliva varias veces para combatir la náusea que todavía sentía en el fondo de la garganta. Siempre la náusea. Se pasó la manga por la frente para eliminar el sudor y abrió los ojos.

El Observador le sonrió desde la pantalla apagada del ordenador. 

«Buen chico». La boca le sabía a sangre seca. Javier no sabía a quién pertenecía ese eco que gritaba en su cabeza.

El truco es que la baraja quede como empezó - I

domingo, 13 de marzo de 2016




Primer amanecer.
7.31 de la mañana

No va a entender por qué está ocurriendo esto, al menos no pronto. Será algo difícil y lento, y no estaré con él durante todo el proceso. Pero es necesario. No necesitará creerme. Me creerá después, mucho después, cuando absorba todo lo que salga de mi boca y el temblar de sus dedos se adapte a las gotas de lluvia y a las suelas de mis zapatos. Espero que continúe y deje de creerme. Que entienda. 

Espero que sobreviva.Y que luego continúe. Sé que eventualmente lo hará.

Por ahora, él aún no despierta. No sabe dónde está ni comprende aún lo que quedó atrás. Su mundo será pequeño por un tiempo. Crecerá paso a paso y luego volverá a empequeñecerse. Se sofocará en un espacio grande.

Pero ahora está soñando sobre cosas que pronto dejarán de existir. Quizás llore. Quizás grite. Quizás rompa la hoja y me pida comida. Pero al final leerá esto. La primera entrada. La única que verá.  

Conoceré pronto a Javier. Probablemente antes que él mismo. Por ahora, le deseo dulces sueños.

Javier despertó poco después. El niño se estiró y empezó a abrir los ojos, notando los bordes nítidos de la realidad mientras se daba vueltas. Sus sueños siempre eran demasiado borrosos, le había dicho a su papá muchas veces. No se daba cuenta de que soñaba, pero todo lo veía como si necesitara gafas y las hubiera perdido. Lejos. Desenfocado. Con sonidos pequeños. 

Alcanzaba a escuchar una melodía, así que tenía que ser sábado. No era día de colegio. Su mamá había puesto la radio y tocaban música. No olía a pan tostado, así que quizás le tocara cereales. Javier entornó los ojos y volvió a estirar las piernas. Los pies tocaron algo helado y trató de deslizarse para encontrar los calcetines que se le habían salido durante la noche. Solo sintió más frío y algo duro le raspó la rodilla cuando se volteó sobre sí mismo.

La melodía seguía sonando, pero Javier abrió los ojos. No era la radio. Era un sonido limpio y cercano. Estaba oscuro. Alargó la mano para buscar el cable de la lámpara, pero solo tocó el suelo de concreto. El niño se incorporó y se llevó la manta que lo cubría a la nariz. Olía a nuevo. No era su frazada. 

—¿Estoy soñando? —preguntó Javier, pero su voz sonó demasiado cerca. Su respiración comenzó a agitarse y notó los vahos plateados saliéndole de la boca—. Si estoy soñando...

No podía comprobarlo, porque no tenía la lámpara. Era siempre lo mismo: si lograba encender la luz, podía darse la vuelta y volver a dormirse. Si la luz estaba mala y no encendía por mucho que lo intentara, estaba soñando y tenía que despertarse. 

Pero allí no había ninguna lámpara.

—¿Mami…? —llamó el niño. No escuchaba nada más que su propia respiración. Una punzada caliente le retorció el estómago a Javier y tragó saliva. Su garganta estaba demasiado estrecha. —¡Mami! 

Javier apretó la frazada con las manos y sorbió un sollozo. El corazón le latía en el vientre. No quería moverse. No estaba en su pieza. No estaba en su casa. Mami siempre llegaba cuando la llamaban. Solo desaparecía cuando tenía una pesadilla, pero sus pesadillas también eran borrosas y en ellas siempre estaba corriendo, siempre estaba en un lugar que conocía. El niño no reconocía nada de lo que estaba a su alrededor. Estaba muy oscuro y no había ventanas con cortinas —donde la luz siempre pasaba un poco por las orillas—; el frío venía de todas partes, sin vientos ni corrientes, desde el suelo, las paredes y el techo. 

Con la mano que tenía libre, agarró la manta y se agachó sobre el suelo. Deslizó la palma de la mano por el suelo y avanzó en cuclillas por miedo a pisar algo o caerse a alguna parte. Seguía viendo su respiración en volutas plateadas. No tardó demasiado en tocar la superficie lisa del papel. El niño apartó la mano con un grito ahogado cuando notó el borde rozándole la piel. Jadeaba y, por un segundo, apretó los ojos. Oscuro, todo demasiado oscuro. Volvió a acercar la mano y distinguió la textura del papel. Era una hoja. 

Tan pronto Javier se sentó y tomó la página en sus manos, se encendió una luz al otro lado de la habitación.


Javier tomó un sorbo de café y se pasó la lengua por los dientes al notar la textura áspera que le había dejado el agua caliente. El reloj de su muñeca dio un pitido y rápidamente dejó la taza, aún llena, en el lavabo de la cocina y se dirigió al cuarto de baño. No encendió la luz. 

Cerró la puerta del departamento tres veces, girando la llave con firmeza para luego repetir el proceso desde el comienzo, y apoyó el peso de su cuerpo contra la madera. No sonrió cuando la puerta permaneció quieta contra él. El muchacho aguardó un momento en el umbral, pero esta vez no se acuclilló para intentar ver por debajo. Con la boca seca, se acomodó el bolso en el hombro, lo aferró con firmeza y bajó las escaleras.

Afuera todavía estaba oscuro. No hacía viento, pero el aire frío le hizo arder las mejillas. Llegó diez minutos antes de que el metro llegara a la estación y se sentó en la última banca, junto a la propaganda de telefonía móvil. Sacó la baraja de cartas del bolsillo de la chaqueta y comenzó a revolverlas con una sola mano.

Los naipes estaban sucios y gastados; el sudor de sus manos, la tierra que se acumulaba en la estantería y el continuo roce del cartón las había vuelto inservibles para cualquier truco. Estaban pegadas unas a otras como un bloque. Revolvió una decena de veces y las volvió a guardar en el bolsillo. Dejó la mano allí mientras observaba el andén escasamente iluminado. Cuatro minutos.

El niño llegó algunos instantes antes de que el vagón del metro apareciera por el túnel. Llevaba la mochila abrazada al estómago y un bolso más pequeño le cruzaba el pecho y colgaba de su cadera. Javier bajó la vista y notó que una ráfaga ardiente se esparcía desde su estómago hasta su pecho. El corazón empezó a latirle en los oídos. Sacó la mano del bolsillo y la froto contra la otra. La boca, con sus dientes recién lavados, le supo a café. Una arcada casi lo dobló en dos.

—Tranquilo, tranquilo —dijo el Observador y su sonrisa se asomó bajo la sencilla máscara—. Es solo un mechón más.

El cuero cabelludo le ardía. Javier se rascó un par de veces, pero luego las apartó. Los dedos del Observador se hundieron en su pelo. Javier contuvo la respiración. El vagón se detuvo en la estación y el niño se levantó de le banca. Javier se tambaleó hasta entrar en el vagón y se quedó junto a la puerta con la mano sobre su abdomen. Tosió un par de veces, notando la saliva entre los dientes, y carraspeó. 

—No lo voy a seguir —dijo Javier en voz baja. El niño mantuvo la cabeza agachada, pero apretó las manos y le temblaron por el esfuerzo—. No lo voy a seguir. 

—Me parece bien. —Esa fue toda la respuesta del Observador.

El metro dio una sacudida, pero Javier tenía la espalda contra una de las paredes. Ya no le dolía la cabeza. Se pasó una mano por el pelo oscuro y se concentró en la pantalla de ordenador que lo esperaba en la oficina, en el aroma a café barato que estaría ahí, en todas partes, pero que no podía beberse —se tomaría dos tazas o… quizás un sorbo—, en los formularios que podía llenar, en el naipe viejo del bolsillo. Mantuvo los ojos fijos en sus zapatos poco lustrados hasta que dejó de sentir que el corazón le latía.

Cuando la voz del vagón anunció la próxima estación, Javier no levantó la cabeza. Quiso cerrar los ojos y esperar a que se cerraran de nuevo las puertas. Vio los zapatos escolares del niño y no apartó la mirada. Apretó las manos. Algo pegajoso empezó a encaramarse por su esternón. El Observador apoyó una mano en su hombro y apretó con fuerza.

¿Quieres que duela más, chico? Muy bien…

Javier se cubrió la boca con la manga de la chaqueta y, reprimiendo el vómito que tenía en la garganta, salió del vagón detrás del niño.

Guardemos silencio

jueves, 3 de marzo de 2016

Muerte. En español suena tan pomposo, como un raspar de la lengua contra el paladar. No tiene el siseo de serpiente del inglés, la suave inevitabilidad de las letras, la forma de la «t» y de la «h» que se inclinan juntas como una cruz. 

Y las palabras sobran. O las palabras se quedan dentro. Pero el mundo descansa de palabras, porque muerte. Muerte. Muerte. Las palabras se inflan en el estómago y llenan el espacio de un aire enrarecido que marea y que enfría. No es invierno, pero tampoco hay sol, aunque brille en el cielo. Es invierno adentro. 

Desnuda las palabras y arranca las máscaras. Muerte. De alguien lejano, de alguien de vapor, apenas una fotografía bamboleante. Y muerte. Silencio. Silencio repentino que golpea sin avisar. Seamos sinceros. Basta de poesía y de alusiones. Encarna el dolor que no sentimos.

El dolor que arrasa lentamente, como… No, como nada. Basta de metáforas. Es solo dolor. Dolor puro y salvaje, crudo, sin vestidos, sin nombres. Dolor. Dolor lejano, el dolor de otros, no el mío. El dolor que es mío, porque es de otros. Y las palabras… Oh, las palabras. Decenas de ellas, avergonzadas en labios temblorosos, en dedos fríos, en ventanas de computador que se cierran un segundo después. Y los mensajes se acumulan, vacíos y ligeros, con caritas llorando en rostros —reales— inexpresivos y distantes.

Y es cierto lo que todos cuentan. Muerte. Muerte y silencio, pero el mundo murmura, resuena, tararea en la distancia. Suenan las bocinas —dolor—, resuenan los pasos, crujen los árboles, ladran los perros, se abren puertas, se acarrean bolsas, se mordisquean dulces, se sujetan celulares, se escucha música… el mismo mundo de hace un segundo, cuando llegó el invierno —que no es invierno, que es silencio, que es solo dolor.

Seamos sinceros. Qué insignificante mundo, qué pequeñas vanidades, qué dolor tan extraño. Deja las palabras. Alza la vista. Allí está el mundo, igual que hace un instante. Allí están todos, miles de mensajes, fotografías y sandeces que circulan el mundo. Y todo parece hecho de papel. ¿Por qué? ¿Por qué todo se desdibuja en el horizonte cuando llega muerte? No es tu dolor. No es nuestro dolor. Es el de otros, casi inexistentes, reales. 

Sientes que el silencio es mejor. El silencio golpea y desgarra, pero también vibra. Vibra con palabras y pensamientos. El silencio entiende más que un «lo siento». El silencio, cabeza gacha, ojos entornados. El silencio acompaña, porque las palabras gritan demasiado. Las palabras gritan de dolor, allá adentro, allá abajo, donde nosotros no podemos ver, donde nuestras palabras no tienen derecho a ir. 

Lo sabes, ¿verdad? No puedo confortarles. Muerte es distinto para ti, aunque el dolor es el mismo —quizás. Entiendes y no entiendes. El miedo es familiar. Si me recuesto un segundo, puedo notar el dolor —el invierno— arañándome el estómago, trepando por mi garganta, apoyándose en mis ojos. Puedes escuchar las palabras en el silencio que tienes dentro. Pero no es lo mismo. Ellos hablarán de cielos superpoblados, de flores que no perecen, de fantasmas de luz que vigilan, de tiranos indiferentes y sádicos que confunden con amor y consuelo. Hablarán, porque las palabras seguirán gritando en sus oídos y es lo único que podrán escuchar. Y lo entiendes. Pero sabes que allí no hay nada y que solo queda dolor y memorias. Eres un mensajero que nadie quiere, así que no dirás nada. Y quizás veas cómo otro estrecha las lágrimas en un abrazo. Pensarás en invierno y que somos solos chispazos en la oscuridad.

Un instante y se destrozan decenas de pequeños momentos, entrelazados en una sola carne, en un puñado interminable de pensamientos. Frágiles. Efímeros. Quizás desconfías, quizás es que no lo entiendes. Pero lo entiendes. Celebrar la luz que se consumió, sonreír con los ojos empañados, recordar el color y el movimiento, mostrar lo bueno al mundo. Pero prefieres el silencio, el homenaje callado y terrible de quebrar la mirada y sumergirte en lo gris, en la oscuridad, en las lágrimas, en lo que es sufrir y saber lo que es final. Retar la hipócrita necesidad de ser siempre sólido, desafiar la sonrisa impuesta, arrancar los sonidos que todos esperan escuchar. Momentos destrozados. Y ellos, los otros, los otros y su dolor, susurran palabras —que gritan. Hablan de viajes futuros que, en realidad, ya terminaron; de siempres que ahora serán nunca, aunque no lo sospechen; de horizontes que están solo en los cuentos, que son solo rayas sobre el mar, que desaparecen en la nada; de fotografías que deberían estar dentro, enterrados en lo más profundo de nuestro silencio, pero que están afuera, destiñéndose y tiritando; de prontos que no serán, que son ayeres, que son hoy, que son dolor y no volverán; de adioses que lo son, que son despedidas, reales, duras como un hueso, interminables; de abrazos que debieron ser, porque arriba, porque abajo ya solo está el infinito, contemplando en silencio, contemplando sin sentir. Pero, ¿quién soy para decir cómo sentir, cómo llorar, cómo levantar la mirada? Déjalos que hablen, déjalos que teman al silencio y que busquen lágrimas en palabras de aire. Déjalos con su dolor, que es el tuyo, que es solo de ellos. Guarda silencio.

Realmente nada. Pequeñas vidas. Globos demasiado inflados. Flotando demasiado arriba. Y piensas en sujetar un alfiler y ver qué pasa. Sueñas con globos menos arriba, con miradas en silencio, con palabras más profundas. Así que los castigamos. Los desterramos a los desiertos de la indiferencia, de la estupidez, de la superficialidad. Los encierras en la cárcel de los presuntuosos. ¿Deberíamos estar todos ahí, materia que nunca calla? ¿Debería castigarme?

Deja la poesía y los fantasmas. Mira la muerte. La muerte de otros. El dolor de otros. Las palabras de otros. No odies —nunca puedes—, no sientas —no eres buena en eso—, no digas nada —tus palabras están vacías, aunque sean tu sangre y tus lágrimas—, no temas —vives aterrada—, no escribas —eso sí puedes hacerlo. Basta de poesías.

Seamos todos dolor y compañía. Basta. Guardemos silencio.
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