Susurro: Esos pequeños grandes detalles...

lunes, 18 de marzo de 2013

Gastón tenía siete años cuando una niña le hizo un regalo. Era la primera cosa que no le hubiera dado un familiar suyo y se preguntó si en casa se metería en problemas por aceptarlo. Sin embargo, cuando vio la mirada tímida, nerviosa, pero alegre de aquella niña de ojos oscuros y cabello desordenado, no pudo evitar devolverle el gesto. 

Le sonrió, sintiendo las mejillas calientes sin motivo alguno y tomó el regalo. Lo tomó sin saber qué era, para qué servía, si era una broma o era en serio, si le causaría líos o siquiera cuál era el nombre de la niña. Le sonrió por algunos segundos más antes de que se marchara.

―Eres demasiado cursi ―dijo Helena y cerró el álbum de recuerdos con una sonrisa sarcástica―. Apuesto a que nada de eso se te cruzó por la mente. 

―Tal vez exageré un poco ―admitió Gastón, carraspeando algo nervioso y rascándose la barba con una sonrisa―. Pero lo guardé, ¿no? Lo guardé ―repitió tomándole la mano con una expresión de triunfo.

Ella asintió con la cabeza y se rió, con esa risa clara y ruda que siempre guardaba para los momentos más románticos y absurdos. El deslavado sticker de un osito café de grandes ojos estaba en el centro del álbum, donde había permanecido desde que ella había vuelto, ya con su sonrisa confiada y sus ojos de mujer y cuando decidió que la quería.

Permaneció allí, roto y viejo y fue testigo de que el día en que se casaron ―hacia ya siete años― habían escrito:

«Porque no sabemos lo que es el amor, solo lo vivimos»

El Gastón de diez años no sabía lo que era aquello, pero no importaba, simplemente lo había aceptado. Y había sido lo correcto.

Susurro: Tecnicismos

―Fibroblastos ―dijo Daniela con una sonrisa de suficiencia mientras se cruzaba de brazos. El profesor parpadeó unos segundos y frunció el ceño, colocando aquella sutil expresión de extrañeza que siempre ponía cuando sus alumnos lo sorprendían―. Es la respuesta correcta, ¿verdad?

La clase se removió en sus asientos, incómoda. Algunas cabezas se unieron para murmurar lo que la chica acababa de decir, pero ella no podía escucharlos. Tenía una expresión desafiante en su rostro que, a instantes, parecía inexpresiva y que era su escudo de batalla frente a las exposiciones. 

―Señorita…

―Hernández.

―Señorita Hernández, ¿puede repetir lo que acababa de decir?

―Fibroblastos.

Tomás, un alumno de la última fila, que llevaba la camisa desabotonada y que luchaba contra el impulso de subir los pies sobre su banco, lanzó una carcajada que llamó la atención de toda la clase. Pronto, se le unieron algunos otros que, tímidamente, le acompañaron en la risa. El impulso se esparció a lo largo de los bancos hasta llegar a la expositora que esbozó una sonrisa antes de explotar en carcajadas.

El único que permaneció serio fue el profesor que acentuó su entrecejo y negó con la cabeza. Algunos guardias aparecieron, preocupados, con porras en las manos y caras de fastidio, pero él rápidamente les apaciguó con un gesto de su mano. «¡Fibroblastos, fibroblastos!», gritaban todos aquellos locos, pero ninguno sabía qué estaba diciendo.

―¿Qué son «fibroblastos»? ―inquirió uno de los guardias luego de salir de la sala común del Hospital de Psiquiatría. El profesor se arremangó la bata blanca, sonrió y se encogió de hombros. Negó con la cabeza y caminó hacia su oficina por el pasillo.

―La consecuencia de pasarles libros de biología a un montón de locos ―dijo antes de echarse a reír y gritar aquella técnica palabreja que resonó en todo el complejo y que hizo encogerse a los pobres guaridas, que, alguien les amparara, estaban encerrados en aquel manicomio sin saber que eran los únicos cuerdos que quedaban ahí.

Por ahora.

Susurro: Mientras en Dios Inc.

jueves, 14 de marzo de 2013

―¿Crees que haya sido una buena idea? ―le preguntó el ángel a Dios―. Ya sabes… lo mismo de siempre… la homofobia… los ritos arcaicos… ¿No deberías haber elegido a alguien más… moderno? 

El Creador se cruzó de brazos y se quedó pensativo durante un momento. En realidad, la elección de su máximo representante terrenal siempre lo había divertido y, en más de una ocasión ―para Su Eterna Vergüenza― había apostado y perdido con sus fieles súbditos sobre el nombre del candidato. Por supuesto, no realmente, porque era omnisciente, pero de todos modos.

―Está de Dios, ¿no? ―dijo Él.

El ángel entornó los ojos. Cuando el Señor hacía bromas siempre alguien pagaba el pato y no le hacía ninguna gracia al mensajero alado ser quien luego tuviera que limpiar los platos rotos. El reinado de Su Amo iba de mal en peor en la Tierra y sospechaba que pronto tendrían que declararse en quiebra, engañar a sus acreedores y desaparecer a otro planeta, más o igual de primitivo con lo puesto.

―Al menos es de un continente distinto al tradicional ―comentó el súbdito, dando un par de vueltas alrededor de Su Presencia―. Por cierto, podríamos dejar esa chorrada del latín en las ceremonias, ¿no te parece? Es un idioma hermoso, pero nadie entiende un carajo sin traducción. Hay que abaratar costos, ya sabes.

―Sí, estaba pensando en eso… Pero creo que será mejor así por ahora. Mientras menos entiendan, mejor. ―Se encogió de hombros―. Ya sabes que actúo de maneras misteriosas.

―Siempre creí que tendrías que haber achicharrado al que vago que escribió eso. Es una de las principales fuentes de burla de los ateos, ya sabes. Y de la flojera mental de tus seguidores.

―¡Yo Soy Amor! Cómo hablas de achicharramientos, hombre.

―Oh, lo siento, lo siento, cierto que cambiamos la política empresarial luego del asunto de Jesús y tal. Gastamos mucho papel en esos memos para parar con los rayos fulminantes y los saqueos a los pueblos natales. ―El ángel se sentó en una nube y negó con la cabeza, mientras revisaba unos documentos―. ¿Ya te he comentado lo bárbaro e ineficaz que fue eso?

―Trescientas cuarenta y siete veces.

―Pues agrega otra.

Ambos seres se asomaron por el borde del cielo y vieron cómo el júbilo y la crítica se esparcían en el mundo por la elección del nuevo Papa. «Entre defensores de pedofilía y defensores y colaboradores de dictaduras, había que elegir el mal menor», le había comentado uno de sus colegas en el servicio de las arpas. El ángel le había dado la razón, pero seguía tramando una forma de convencer al Altísimo ―que cada vez estaba más pachoncito― de que usara sus viejos y algo oxidados poderes todopoderosos, mandara al cuerno el libre albedrío ―no tuvo muchos remordimientos con Pablo, ¿no?― y armara la torta de nuevo como debía ser.

Por otro lado… Quizás fuera mejor cerrar la cuenta y largarse a tierras más verdes, como siempre solía susurrarle en el oído. Se rumoreaba que Lucifer estaba con más trabajo que nunca y que alegaba cada vez que podía que, en sus tiempos, la vieja y buena maldad era decente y refinada y que estaba harto de torturar banqueros, políticos, fanáticos y líderes religiosos. 

―No seas blasfemo ―le reprendió Dios.

―¿Cómo…? Oh, omnisciente, se me olvidaba.

―A veces a mí también se me olvida, ¿sabes? Quizás sea la edad y deba jubilarme. Ya estoy algo viejo para estos trotes. Cuando era joven… ―Lanzó un grito de alegría―. ¿Lo recuerdas, ángel? ¡Las batallas! ¡Los sacrificios! ¡Las piedras lanzadas a los herejes! ¡El sol deteniéndose! ¡Los pueblos arrasados! Vaya, mis años mozos, qué tipo era…

―Misógino, cruel, bárbaro, irracional, inmoral… No has cambiado mucho…

―… ¡Y cómo me adoraban!  ―Había alzado los brazos y se paseaba furiosamente por el cielo, ignorándolo por completo, despertando al turno de la noche, el más perezoso de todos los escuadrones de guardia. Se lo merecían, pensó el mensajero―. ¡Es como si hubiera sido ayer! ¡Cómo temían mi sola voz! Todos se escondían y se apresuraban a arrodillarse cada vez que me asomaba en el humo o en el viento. Ahora… ―soltó un bufido―… ahora nadie se molesta. Sí, sí, que hablan de mí, pero soy un asunto secundario. 

El ángel rodó los ojos y se sentó en la posición del indio, ignorando los arrebatos del Todopoderoso. Cada vez más tenía esos arrebatos de nostalgia y orgullo; por lo general, no pasaban de unas bravatas y discursos sobre sus glorias pasadas y sobre sus medallas como Ser Supremo. Sin embargo, en ocasiones el asunto pasaba a mayores y aparecía de la nada un predicador en la Tierra hablando como monje del siglo XII contra las mujeres, la ciencia, los homosexuales o el ateísmo para arrancarle unas risas al Viejo Dios. En esas ocasiones, siempre le tocaba a él calmar a Su Señoría y hacer aparecer a un paladín opuesto para dar algo de balance. 

Nunca duraba mucho.

―Así que este Francisco… ―Dios parecía haber vuelto a sus cabales, por lo que el ángel se permitió alzar la mirada―… Vaya nombrecito, ¿eh? Bueno, ya es tarde, me retiro. Avísame si pasa algo interesante. Alguna guerra o declaración candente. Sabes que me encantan los realities. ¡Y grábame las elecciones de Venezuela cuando sean!  Amo que me adoren y me den las gracias por todos sus bienes y males, aunque no me importe un pepino lo que pase en la Tierra.

>>La última vez me las perdí por estar mirando China. ¡Y lo que esté pasando en Corea! ¡Y pobre de que se te olvide hacer un informe sobre Holanda! Me gustaría ir a Amsterdam. Quizás mande una helada para el próximo año para ir desapercibido… ―Se mesó las barbas y agregó―: ¡Oh y asegúrate de responder las plegarias! Usa el Iphone nuevo. Tiene una opción: “No” generalizada con un botoncito amarillo muy mono. Esta tecnología moderna…

Se fue dando unas risotadas enormes que casi taladraron los oídos angelicales del pobre súbdito que se apresuró a volar hacia su escritorio. Tenía un montón de cosas que hacer y todas encaminadas a impedir que la empresa entrara en bancarrota, que los prestamistas los demandaran  y debieran despedirlos a todos. Tendría que llamar a Lucifer para ver si podían planificar un par de apariciones en tostadas o en el humo de una tragedia para avivar la creencia. Después de todo, al buen Diablo tampoco le convenía que lo olvidaran.

Se estiró un poco y sintió las alas adoloridas y rígidas. Se apoyó en el respaldo de su nube y suspiró, cansado. Se dedicó a firmar un par de autorizaciones de Revelaciones A Domicilio y ordenó que el principal ángel del Departamento de Jóvenes se presentara para una reprimenda. Seguramente llegaría borracho por tercera vez. El ángel cerró los ojos un momento y sintió todo el peso de ser el Gerente Ejecutivo  de Dios Inc. en sus hombros. ¡Ni Jesús trabajaba como él! Claro, con lo de la muerte y resurrección se daba por servido: eran las ventajas de ser hijo del jefe. Durante largos y angustioso minutos sintió unas enormes ganas de llorar, renunciar y enviar todo al infierno. Literalmente. Que «Luci» se encargara.

Luego recordó que nada de eso existía y empezó a reírse, feliz de seguir trabajando y de desaparecer en la siguiente línea escrita de aquel pequeño y absurdo cuento, creado por un alma ociosa y «descarriada» de ese viejo y tonto planeta llamado originalmente “Tierra”.

Susurro: Raíces

lunes, 11 de marzo de 2013

A Daniel siempre le habían gustado las almendras. Cuando conoció a Tamara, la conoció con una bolsa de esos frutos secos en el regazo, audífonos gigantes sobre su cabello aleonado y una mirada distraída en el rostro. La primera que la besó, se sorprendió al notar que su aliento sabía también a almendras de invierno. Siempre que llegaban las primeras heladas, recordaba su bolsita y su generosidad por compartir.

Cuando se separaron, no quiso saber más de ellas. Sus amigos, desconcertados, pero comprensivos, no insistieron más y cambiaron su dieta invernal por nueces, menos sabrosas, pero mejores para su espíritu. Por eso, cuando la volvió a encontrar en el metro con la misma bolsita en su regazo, los mismos audífonos sobre el cabello aleonado y la misma mirada distraída, no pudo evitar acercársele.

―Sigo amando las almendras ―dijo Daniel de la nada, sin siquiera saludar previamente. Ella parpadeó con confusión, pero él rápidamente bajó la vista y se dispuso a alejarse. «Idiota», gritó en su mente y por un segundo, se sintió humillado al notar que tenía los ojos empañados de lágrimas. Por eso,  cuando Tamara le agarró del brazo, no pudo evitar sentir un dolor que atravesaba sus ojos y su cuerpo.

―¿Quieres algunas? 

Pero también sonrió.

Susurro: Borrón y cuenta nueva

Ella se levantó de su sillón y sonrió al escuchar el gimoteo desesperado de su prisionero, proveniente de unos metros más abajo. Se sirvió algo de vino y jugueteó con la copa mientras miraba por la ventana. Escuchó pasos detrás de sí, pero no se molestó en voltear.

―Ha confesado ―dijo el empleado mirando fijamente el suelo y temblando disimuladamente―. Tenía razón.

―Lo sé. ¿Recuperaste el esmalte? 

―Sí, señora.

El hombre no supo muy bien qué hacer a continuación, por lo que se quedó allí como estatua, concentrándose en controlar su respiración y en no apartar la vista de la madera pulida y resplandeciente del suelo. La mujer sonrió por lo bajo y decidió que podía permitirse ser piadosa por un momento.

―Puedes retirarte, Harald.

Él asintió con la cabeza, aunque ella no podía verlo y, entrechocando los talones a modo de saludo obligatorio, se marchó a paso rápido por el pasillo. Solo quería apartarse de ella lo más posible. Ya ni siquiera le molestaban los gritos de los prisioneros del sótano o el olor a sangre y excrementos que despedía el suelo durante noviembre, su mes favorito del año. Solo quería estar lejos de ella. 

Ella suspiró y apuró el vino de un trago. Todo sería mucho más fácil si algunas criaturas de este mundo aprendieran a respetarla. A no tomar sus cosas. A no mirarla de mal modo. A no negarle favores. A no rechazar sus avances. A no apartarse cuando ella se acercaba. Pero, como toda mártir, debía soportar aquello lo mejor que podía. Un último alarido de dolor salió arrancado del suelo y soltó una carcajada.

―Ay, mi querido Gabriel… ¿Por qué tuviste que tomar mi esmalte sin permiso? ―Su tono era tierno e íntimo, casi como si estuviera hablando cara a cara con un amante―. Debí castigarte. Pero no te preocupes… ya todo quedó en el pasado…

… «Y espero que podamos empezar de nuevo». La sangre lo lavaba todo. La mujer volteó y dejó la copa de vino encima de la mesa de caoba. El vestido negro que llevaba se le hacía algo sombrío para la ocasión ―era un día de fiesta, después de todo― y pensó en llamar al servicio de doncellas para que le trajeran una muda de ropa nueva.

No obstante, antes decidió que era tiempo de buscar una nueva presa para su sótano de juegos. Alguien insignificante y temporal, fácilmente rompible y desechable, que no fuera una pérdida demasiado grande. Un compañero de juegos durante aquel día de fiesta mientras Gabriel se recuperaba de sus crímenes. Sonrió y dijo para sí misma.

―Lo lamento, Harald. Pero no tema, luego todo quedará en el pasado, te lo aseguro… Y pronto podremos empezar de nuevo.
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