Al menos tenemos salud...

domingo, 23 de abril de 2017

Empieza siempre igual. Un dolorcito, una molestia y altiro dipirona, aspirina, un ibuprofeno y se olvida. Otro día más, en las mismas calles y con la misma gente. Sigue ahí la molestia, así que toma dos pastillas de una y hasta el otro día parece bien. Sin Fonasa, sin soñar con Isapre, con una platita ahorrada, con los pies libres de consultorios eternos, llenos, que nunca te dirán nada, el miedo a que pase algo, a morirse esperando que te digan que estás resfriado, el miedo de la mami a parecer indigente. Así que un día tomas la tarjeta de cuenta RUT y sacas cuarenta lucas. Quizás cuarenta y cinco y vas a un médico.

Consulta privada. ¿Previsión? Ni una, porque eres estudiante, pero sin seguridad, demasiado rico para hospitales, demasiado pobre para clínicas. Que te revise un médico una vez y ya, quedas listo. Pero no funciona, el doctor no encuentra nada, tres exámenes más, y de dónde sacamos la plata, bueno, algo ahorramos y se hacen los exámenes. No hay nada y uno se va a Google no más y descubre todas las enfermedades que puede sufrir y empieza a tener miedo, empieza a dolerle la oreja, los pies, el estómago, ¿será el completo que te comiste o es que tienes un parásito? 

Y así pasan meses. La molestia inicial sigue ahí. Cuesta dormir, te duele un poco la cabeza al mover el cuello, estás viendo menos. Otro médico. Otras cuarenta lucas, porque tampoco atiende por Fonasa ―y da igual, que tampoco tienes. Y se pone seria la cosa, menos mal que bajamos de peso, porque si no, sería peor. Le pides plata a la familia y te haces el examen. El caro, el grande, el peligroso, porque a veces mejor no saber. Sí, mejor no saber, pero igual te molesta, no duermes, te duele saltar, así que te lo haces.

Y aparece el miedo. Buscamos en el celular, sentados en la clínica, qué significan todas las palabras. Y se me aprieta el estómago, el pecho, la boca, al leer Oncología, pero es falsa alarma, casi casi, es solo una masa en el cerebro creciendo y empujándolo todo como los que suben del metro sin dejar bajar. El camino de vuelta es silencioso. Nadie caza Pokemons y solo intentamos pensar qué hacer. Cómo decirlo. Y de dónde mierda vamos a sacar la plata.

Al otro día vas a Fonasa. Olvidada ya la noche durmiendo apenas unas horas, después de haber googleado todo, todas las opciones, operaciones y remedios que en realidad no entendemos, de habernos sentados todos a conversar, qué hacer, qué hacemos. Mejor pagar 18 lucas mensuales y que quizás todo cueste menos a la larga. A la larga que cada vez se hace más extensa. Pero da igual, porque el doctor está de vacaciones y no vuelve en un mes más. ¿Y qué hacer mientras? ¿Qué hacemos mientras que la masa crece, que el miedo es también un tumor en la boca y en los ojos, en los números que no cuadran?

«A Santiago». La capital, reina de todo, donde hay más cómics, más médicos, más centros de todo, donde el mundo se escapa en verano. Allá sabrán decirlo. Allá sabrán qué hacer. Y más plata adeudada. Pasajes al amanecer para llegar a las diez y veinte a la consulta. Doscientas lucas más para “aprovechar”, que todos vean médicos, porque allá está lo mejor, ¿no? Oculistas, fonoaudiólogos y el que va a ver la masa en la cabeza. Vamos todos, como si fuera panorama de verano, a controlar el miedo, a seguir sin respuestas.

Y no vayamos a parecer turistas, todos con las bocas cerradas, los ojos cansados, la pinta de ser de allá. Nadie pida indicaciones, nadie ande mirando los mapas en los metros, sigue al resto, finge que eres de ahí, que no eres un pobre diablo, un mierda de provincia, que tiene miedo, que tiene el amargo en la cara y en los bolsillos. 

¡Qué bonito es todo! Calles limpias, avenidas amplias, árboles enmarcando los pasos, un sol vacío, ya que todos veranean en otros lados, semáforos viejos pero erguidos, en cuadras y cuadras de centro médicos con cruces en la entradas y médicos sin barba y sonrisas blancas tomando café con sus nombres pintados en los vasos. Investigaciones, centros, consultas, edificios nuevos, con vidrios, de pinturas viejas, con ascensores bonitos. No aceptan Fonasa, así que dan igual esas famélicas lucas que dejaste en casa, todo es privado, con sillones cómodos y paredes blancas, puertas de madera pintada, recepcionistas con pantallas planas, cafeterías y minerales a dos mil.

Nos sentamos en un rincón a esperar. Qué tontera llegar tan temprano, una hora antes, por el miedo a estar muy lejos, que al bus le pasara algo, que los pasajes no fueran los buenos. Así que nos sentamos y esperamos. Hay poca gente, pero no para de llegar y de salir. Todo huele a limpio y a acomodado, a que cada paciente vale cincuenta mil por diez minutos, y siguen llegando. Altos rubios y nativos, de piel morena, de ojos morados, de huesos frágiles, de haber llegado en el auto del año, de haber viajado sin tarjeta Bip. Los que van a un chequeo y los que tiemblan. Gotea sufrimiento. Gotea ganancia.

El doctor es joven y experto. Afuera aprendió sobre la masa que presiona el cerebro y se ríe, porque es cosa de todos los días, como un resfrío, como una dipirona comprada en la calle. Explica lo mismo que hay en Internet y suena oficial, suena bien, suena a formularios recién impresos y escáners, a doctores de televisión donde solo importan las vidas y nunca las deudas. El nudo se suelta un poco. Y luego empieza a apretarse de nuevo. Tres médicos más, un equipo debe decidirlo, cuatro exámenes adicionales. Ahí mismo los hacen todos, para su comodidad, señora, señor, en el edificio del frente, mientras antes mejor. 

Y da igual que justo ahorraste para Fonasa, porque solo cubre un examen y ni siquiera hay cajeros cerca. Reuniendo los billetes como la mesada de luca de un niño, con las mejillas encendidas, y las miradas que parecen decir muerto de hambre, pero que en realidad son solo miedo, son solo paredes blancas y batas holgadas. Vamos a perder el pasaje de vuelta, así que esperamos. Exámenes nuevos y es viernes, así que nadie se apura en atender. 

Ya ni siquiera me acuerdo de qué siguió. ¿Otro médico? ¿Una consulta por mail? El segundo, sin examen, solo consulta, solo otras cincuenta lucas extra por diez minutos de sonrisas. Más exámenes, pero esta vez en provincia, en el pueblo, se pueden hacer allá, este laboratorio es re bueno, hágaselos y luego me dice por correo cómo le va. Joven. Sonriente. Comprensivo. Otra semana de ayuno. La risotada familiar con las cuarenta y ocho horas de abstinencia sexual ―¡te imaginas fuera de comida, qué horror!―, y más pastillitas, jeringas, muestras de sangre, todo suma y suma, suena la caja de todo el país, treinta, cuarenta, y dónde quedó el Estado y la ayuda, pero nadie vaya a creer que somos indigentes y vamos a consultorios al amanecer.

Y la confirmación. Las lágrimas, porque no hay que operar, pero casi que peor, porque las pastillas cuestan un ojo de la cara y cómo las vamos a pagar. No importa, porque nadie tendrá que pasarse una semana con cosas metidas en el cráneo con riesgo de quedarse sin ojos, sin pensamientos, sin dinero, solo en la capital, perdido en las manos frías de expertos de veinte años. Y se explican muchas cosas, cosas que no me dijiste nunca, porque qué vergüenza, pero todo calza, todo calza y genes malditos que provocan esas cosas. Nos metemos a Internet. Cuarenta lucas mensuales podría costar. No es tanto. No es tanto, nos convencemos, sabiendo que podría ser el doble, el tripe, incluso más, pero soñamos en que en realidad pueda ser bueno, puedan ser buenas noticias. 

Nadie piensa en realidad que somos afortunados, que tenemos techo en la cabeza, educación en la cabeza, comida en el estómago. Que hay un auto en la casa y un gato mañoso. Que tenemos libros y sabemos inglés y quizás seamos millonarios algún día, en profesiones exitistas que todos nos venden. Que alguna vez nos compraremos esos lujos, podremos montar ese negocio, tenemos camas suaves y nunca antes habíamos sufrido de verdad. Pero a todo el mundo le aterra el mundo blanco, el mundo de formularios y cajitas con nombres tontos y cápsulas coloridas, el mundo de las sábanas negras donde miran la cabeza, el corazón, donde respirar es demasiado caro, es demasiado, y qué podemos hacer, ¿morirnos?

Semanas de espera, porque las horas siempre son en dos semanas más, tres, cuatro, un mes. Así que olvidarse del tema, esperar que el tiempo pase, temiendo que sea una bomba en la cabeza que explote en cualquier sonido. Además, hay otras preocupaciones, otros gastos, deudas en el banco, ya van a empezar las clases, la universidad, la plata para el metro, volver tarde y cansado a seguir trabajando. Así que nos olvidamos un momento. Mejor ver una peli ―que no sea de médicos― y reírse un rato, soñar a que no vivimos aquí y que tenemos miedo.

Llega Marzo y llega la hora final. El último médico de una colección de ocho desde el año pasado, que te felicita, porque qué buen diagnóstico, el mejor dentro de todo, el que debería sacar sonrisas. Esto saldrá bien. Solo unas pastillitas a la semana y podrás estar mejor. De por vida, eso sí. Nunca más pasar una semana sin tomarla. Y el jovencito experto sonríe. Hace la receta, pero nadie se atreve a preguntar de inmediato. 

«Y más o menos, ¿cuánto cuesta?». Con cara de que da igual, de que ya lo sabes, de que no importan los ceros que tenga esa cifra, porque ¡hey! Es un buen diagnóstico, no vamos a quejarnos, ¿verdad? Solo es importante que todo saldrá bien y que tendremos salud. Pero él sabe, quizás lo sabe por las miradas huidizas, por la ropa que no es de marca, por la aprensión en los gestos, en la forzada indiferencia. Y lo reconoce, siempre sonriente, es caro, caro aquí, en Chilito, porque así son las cosas. Pero nada de qué preocuparse, porque es una patología GES ―GES, GES, lo repites en la cabeza para ver cómo suena y es una bolita de esperanza cálida dentro del pecho―, así que no saldrá nada. 

Lo explica. Los trámites que deberás realizar, la inscripción en un consultorio ―¡¡¡un consultorio!!! Te dice la mamá por Whatsapp con hartos signos de exclamación, porque la idea la espanta, las filas al amanecer, pedir hora a las cuatro de la mañana para que después la cancelen por un paro. Nadie piensa en por qué la gente tiene que matarse para poder mejorar o por qué nadie hace algo para mejorarlo―. La hora que deberás pedir para confirmar diagnóstico y empezar todo. 35 días hábiles. ¿O eran corridos? Luego los medicamentos que te van a entregar. Estás en Fonasa, así que todo bien. No hay necesidad de pagar 160 lucas al mes si puedes acogerte, ¿no? Explica y explica. Igual en Argentina están más baratas. Te pegas un pique y traes varias cajas, que te duran todo el año.

Igual ojo. Complicaciones. Náuseas, vómitos, comer bien en la noche ―y a la mierda la dieta―, estar pendiente. Si la cabeza te explota de dolor, a urgencias altiro, así que vamos reuniendo contactos de amigos, por si algo pasa cuando estás en la U, para que estén pendientes, para que sepan a dónde ir. Así que se van acumulando los miedos envueltos en blanco. 

Y al final eso es. Ahora nadie hace nada. Ninguna comida rara. No ejercicios exigentes, no vaya a ser que nos torzamos algo y otra sarta de formularios y lucas y batas blancas. Y si algo te duele, pues ignóralo, ignóralo que se viene otro mes y no hay para más. Y al final eso es siempre. Que no vaya a pasar nada, porque no hay plata. Da igual enfermarse o caerse o morirse, lo esencial es no tener que pedir hora nunca, porque ahí empieza el infierno blanco.

Pero al final todo sale bien. La cajita de pastillas microscópicas es roja y cara y sangra, pero sana, duele al principio ―la cabeza, los músculos, la nariz―, pero ya después es como tomar agua y todos nos reímos, cómo subir esos kilitos esos días martes y jueves cuando hay que tomarla ―¡con comida, dijo el doctor! Vas a control, con una niña matea, tranquila, simpática, que dice que todo va viento en popa y quizás en un año hasta no tengas que seguir tomando nada. Más médicos, eso sí, nuevos exámenes, porque hay que estar ojo avizor, no vaya a ser que algo salga mal en el camino, que ese refrío no sea resfrío y que no sean mocos, sino el cerebro chorreándote por la nariz. Nos reímos y morimos con las 160 lucas, porque, y nos miramos todos con vergüenza, mientras podamos pagarlo, aleluya. Y tratamos fuerte de no pensar en cuántos ―¡cuántos!― no podrán pagarlo y estarán con miedo en la noche, pensando qué hacer.

Y hubo final feliz, pero casi ni se siente, casi ni se recuerda. 

Entonces, ¿qué nos queda? Qué nos queda de todos esos formularios, esas sonrisas perfectas, esos comerciales de gobierno, esas series donde todos luchan por salvar al pobre paciente, que, parece, siempre era rico, nunca le importaba el dinero que se gastaba en todos los millones de exámenes y horas de cama por los cuarenta y cinco minutos que duraba el capítulo. Ahora nos sabemos siglas nuevas y conocemos caras nuevas que quizás no sepan nunca lo que es tener miedo. Tener miedo a comer, a salir, a un dolorcito de cabeza, a estar en el computador, a tomarse un trago, a cargar una caja, a resbalarse por las escaleras. Nada, nada, quietos y estáticos, porque si algo pasa, si algo pasa, ¿qué vamos a hacer?

¿Qué vamos a hacer?

Y por eso sé que todos mienten. Mienten los poetas de mierda que dicen que el dinero no da la felicidad. Que la verdadera vida, la plenitud, está lejos de lo material, en los sueños de selfie de Facebook, en los viajes, en “descubrirse uno mismo”. Todos los idiotas que se burlan de los consumistas, de los que solo viven para su trabajo y juntar las lucas. Todos los privilegiados que nunca saben que el miedo es blanco y tiene forma de receta. 

Mienten los que andan de «iluminados», y que el loco mundo de hoy, y que la conexión con la naturaleza, olvidarse de la tecnología, de la modernidad, y volver atrás. ¿Qué mierda saben ellos? Todos los que creen que tener plata es vestir chalecos en V y tener autos en la capital. Los que no saben que vivir es un lujo, un capricho de unos pocos. Todos los que creen que los demás son flojos y quieren todo gratis. Que todos se preocupan mucho por el dinero, que somos egoístas, que nos perdimos en lo actual, locos por consumir, por acumular, por tener.

Y los idiotas que se burlan, de que «al menos tienen salud», como si tuvieran problemas reales. Como si tener salud no fuera tan precioso, no fuera tan vital, tan hermoso, que dar todo a cambio parece poco. Los que no saben lo que es tenerle miedo a un resfrío, los que se mojan en la lluvia porque “ellos sí viven”, pero que luego no tienen ni puta idea de lo que es aguantarse la neumonía, el frío, con necesidad, en silencio, porque no hay para pagarle a un médico. Todos esos… Qué saben y qué sé yo de sufrir.

Pero algo sí sé. Sé que el que dijo que el dinero no hace la felicidad… nunca vio los sillones mullidos de una consulta privada en la capital, porque ahí atiende el único especialista. Nunca se tuvo que tomar una pastilla que costaba un sueldo mínimo, ahí mismo, con una Coca Cola de tres lucas. Nunca tuvo que juntar y juntar para un examen que después otros cuatro médicos tenían que ver. Nunca se pasó las tardes buscando información en Google, no de los síntomas que llevan a la muerte súbita porque duele un dedo, sino de financiamiento, si hay grupos de apoyo, si en realidad es tan malo, si a lo mejor no me lo puedo aguantar y ya. Nunca tuvieron que vender los caprichos para poder ir a dormir sin miedo.

Porque el ignorante que dijo que el dinero no hace la felicidad… nunca ha estado enfermo ni nunca ha entendido que a veces lloramos de alegría solo porque todos en la familia tienen salud.

Conoceremos los ojos de los dioses

Participación para "Proyecto Remolacha"


Fuerte, fuerte, fuerte. El pecho de Pies Descalzos sonaba y dolía con cada paso. La arena fría entre sus dedos dejaba decenas de huellas en el suelo. Apenas distinguía rostros. Apenas notaba su cuerpo. Caminaba junto al resto con los ojos congelados. Los túneles hacían eco de las pisadas y hacían retumbar los murmullos. 

Afuera. Afuera, esa era la palabra que le retorcía el estómago a Pies Descalzos. Afuera, donde las bestias desgarraban la carne, donde no había paz oscura para los ojos, sino un fuego que quemaba los huesos. Afuera, donde se respiraba muerte y olvido en un blanco eterno, en ruidos que hacían explotar los oídos. Afuera, afuera, afuera de los túneles.

Pies Descalzos se frotó el pecho tres veces como su artia le había dicho para tener valor, pero solo notó la piel agrietada de sus manos contra el pecho pegajoso. El agua del miedo. El agua que salía del cuerpo y marcaba a las presas atemorizadas.

«Son solo leyendas». La respuesta, parca y sencilla, era como el sabor de las raíces en agua. Desabrida y terrosa, se pegaba en su lengua y llenaba el estómago con una pesadez que apagaba sus rugidos. 

Golpe. Golpe. Golpe. Pies descalzos sintió el eco dentro de sí mismo y cerró los ojos, pisando y pisando mientras avanzaba. La laguna parecía muerta y congelada cuando el chico llegó, junto con el resto de la multitud, hasta su lugar en el Círculo. Los oídos le retumbaban y no se atrevió a mirar más allá del agua opaca que apenas brillaba en la oscuridad. 

―¡Guanarterme! ¡Guanarterme!

El Luok, el jefe de la tribu, caminó sin prisas hasta el centro del Círculo, donde se encontraba el gigantesco reloj de arena. Los ojos de Pies Descalzos se clavaron en el enorme aparato y en los escasos granos que se deslizaban sobre el montón. 

Guanarterme se detuvo junto al reloj y enfrentó a la multitud hasta que los murmullos terminaron por apagarse. Pies Descalzos notó las pantorrillas congeladas y se preguntó si el luok, con su imponente altura y la mirada hosca y gris, alcanzaba a distinguir el miedo que inspiraba su silencio en ese momento. 

―Ha terminado otra espera y ahora elegiremos a un nuevo explorador. ―comenzó a explicar el jefe y su voz hizo eco en la piedra. Hablaba con calma, en un tono ronco y seco, intercalando si mirada entre el reloj y la multitud―. Muchos me preguntan por qué tenemos que seguir aterrados con cada grano de arena que cae, por qué tenemos que salir.

Pies Descalzos cambió su peso de un pie a otro. Tenía entumecidos los dedos de las manos. El silencio parecía hacerle cosquillas en el estómago y en la garganta. Apenas podía mantener la espalda erguida. «Pies Descalzos, para que nunca olvide cómo es la tierra, cómo es el suelo». Allí, en la oscuridad, era dónde debía estar siempre… 

―Y respondo siempre lo mismo, porque imperturbable es el propósito que creó este ciclo ―dijo Guanarterme―. Nuestros ancestros salieron en búsqueda del saber que se oculta tras las puertas. Allá afuera nos aguarda el futuro de todos nuestros clanes. Sí, nadie ha regresado… Pero no nos rendiremos. Alguien debe salir. Alguien debe volver. Por eso hoy elegimos a un nuevo heraldo que nos traiga el conocimiento perdido más allá de esta oscuridad.

Fuerte, fuerte, fuerte. De nuevo el pecho de Pies Descalzos golpeó una y otra vez mientras las piedras con los nombres eran repartidas en el suelo y los ancianos arrojaban guijarros de arena sobre ellas. Lenguas de fuego arañaron el estómago del chico. 

―Has sido elegido para llevar nuestra esperanza más allá de la tierra y la piedra. Hoy juras ante los dioses que volverás con su regalo. ¡Te honramos este día! ¡Ven… Pies Descalzos!

«Ven…». El sonido se apagó en los oídos del muchacho. Alzó la vista y miró alrededor para ver si alguien repetía el nombre del elegido que no había alcanzado a escuchar. Fuerte, fuerte, golpeaba su pecho, cada vez más rápido, más ronco. En ese momento el chico sintió las manos ardiendo, las piernas de fuego, como si una llamarada se le hubiera colado por la garganta. El cuerpo le tembló y miró alrededor con los ojos borrosos. Otros ojos lo miraron de regreso. «No…» 

―No ―susurró Pies Descalzos, tan bajito que no alcanzó a escucharlo ni él mismo―. No…

«Te honramos este día». El muchacho tenía la espalda empapada de agua. Retrocedió un paso. Luego otro. Los ojos le ardían como si estuvieran cubierto de humo. Apretó los puños temblorosos e intentó recordar el camino de regreso a sus túneles y a las pieles que lo cobijaron durante la noche. Una mano le tomó el hombro. Sus pies estaban congelados como trozos de piedra. Se zafó de la mano intrusa y trató de darse vuelta. La multitud lo rodeaba por completo. 

―¡No! ―gritó―. ¡No! 

Pies Descalzos vio el humo en los ojos que lo miraban. El miedo oculto detrás de la rabia que desfiguraba los rostros que se acercaban cada vez más. Golpe, golpe, el retumbar en su pecho, el silencio ensordecedor que lo sometía. Quería correr. Correr, pelear, desaparecer en la tierra.

―¡Ya basta! 

Guanarterme se hizo paso entre la multitud que rodeaba a Pies Descalzos. El chico bajó la cabeza de inmediato, sin dejar de apretar los puños. Aún temblaba. 

―Vuelvan a sus tareas. Se honrará la tradición de este ciclo. ―La voz del luok era dura y seca. Piedra contra piedra―. Que los soldados preparen el camino y las provisiones. 

Pies Descalzos permaneció en su lugar, con la cabeza agachada y la respiración entrecortada. Sentía el cabello empapado, apenas sujeto por el moño que usaba, y el cuerpo tembloroso, ligero como el polvo, sin huesos. Afuera, afuera. El miedo era frío y duro. «¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer…?». 

―Eres del clan del humo, ¿verdad? ―preguntó el jefe y Pies Descalzos alzó la vista. El chico asintió con la cabeza, pero permaneció callado―. ¿Sabías que fue tu ancestro, Ojos Oscuros, el primero en salir más allá de los túneles? 

Pies Descalzos no lo sabía. No le importaba.

―Piensas que nadie ha vuelto, ni siquiera él. Ni siquiera mi hermana Alantea, que se marchó hace diez ciclos atrás. ―Pies Descalzos abrió los ojos un poco. El jefe se rio suavemente―. Sí, ella también fue elegida y tenía miedo, igual que todos… Pero honró nuestras tradiciones y cruzó las puertas. ¿Alguien sabe acaso lo que hay allá? ¿En el silencio tras el fin? ¿Cómo sabemos que no es el paraíso que hemos soñado? 

―Nadie ha vuelto ―susurró Pies Descalzos. Las manos ya no le temblaban, pero estaba empapado en agua y no podía mirar a los ojos al luok. 

―Es cierto. Pies Descalzos, eres nuestro elegido este ciclo. Esta vez, tú eres quien lleva nuestra esperanza. Y… tú… Tú puedes ser el que regrese.

Guanarterme apoyó una mano en el hombro del muchacho y le sostuvo la mirada. Solemne. Impertérrita. Gris como las cenizas. De piedra. No dijo nada más. Permaneció en silencio con su mano pesada apoyada en el hombro de Pies Descalzos. El chico cerró los ojos. «Dioses, ayúdenme, ayúdenme». Un sollozo se quebró en su garganta, que lo expulsó como un jadeo pesado. Asintió con la cabeza y apretó más los ojos.

―Vuelve ―dijo el jefe y se retiró.

Apenas distinguió los rostros de los soldados que le pasaron las armas ceremoniales. El hacha y el garrote. Eran armas nuevas y pesadas, que se sentían extrañas en sus manos. Pies Descalzos se cruzó la bolsa de piel y notó en la cadera el peso de las raíces y la carne seca que lo alimentaría en su viaje. «Afuera», pensó mientras caminaba. Fuerte, fuerte, su pecho volvía a sonar, rápido, ronco, tocando hasta sus huesos. 

Se abrió una puerta y desaparecieron los primeros rostros. Sonaban a tierra y olían a piedras desnudas. Pies Descalzos caminó otra vez y notó la boca seca, agrietada como el barro, y saboreó la piel salada. El pasillo que conectaba el túnel con lo desconocido era largo, pero se empequeñeció en tan solo unos pocos segundos. Resonaron las puertas en su espalda y, por un segundo, el muchacho quiso voltear y suplicar que lo dejaran volver. Cerró los ojos y esperó a que se abriera la última puerta. «Afuera, afuera. Dioses de mi pueblo, ayúdenme…».

El dolor lo alcanzó en los ojos. Pies Descalzos tropezó y soltó un grito de dolor cuando el fuego le arañó la vista. Cayó al suelo, sin dejar de gritar, y olió la tierra mojada en el rostro. Las lágrimas le rodaron por las mejillas, calientes, y se perdieron en su boca. 

―Por favor… por favor…

Pies Descalzos se tocó la cara, pero no sintió la podredumbre en sus dedos ni el dolor de las tinieblas tragándolo por completo. Intentó abrir los ojos, pero no podía ver con las lágrimas que se acumularon en ellos. El mundo era una mancha desenfocada que dolía con cada parpadeo. El pecho le apretaba fuerte, pero notaba su golpe en la piel, sentía el tacto familiar de la tierra en sus piernas. 

«Afuera… Estoy afuera y no puedo ver…». Allí no había oscuridad. Cuando Pies Descalzos pudo abrir un poco más los ojos, su cuerpo pareció volverse una voluta de humo, apenas a la deriva. No conocía los colores que estaba viendo en la tierra y arriba, sobre su cabeza, en el infinito donde debían vivir los dioses. Nada oscuro, nada cubierto, la vegetación le arañó la piel y el muchacho soltó un grito desesperado, casi una carcajada. Aferró sus armas con fuerza y las notó frías y grises, como marchitas en comparación con el infinito que estaba junto a él.

Se arrodilló en el suelo y lloró con una sonrisa temblorosa.

Se levantó y arrancó algo del suelo, de un color indescriptible, que no era gris, no era marrón, no era negro ni claro. Era más débil que las raíces. Era frío al tacto. El chico vio rojo a lo lejos. Rojo del fuego, pero sin llamaradas, colgando de enormes estructuras como piedras rugosas. El aire era limpio y frío, y Pies Descalzos respiró profundo. Sintió el aire dentro de sí mismo, llenándole el cuerpo entero.

Quiso echar a correr, pero se detuvo. Se le congeló la risa en el rostro y volteó sobre sí mismo.

«Vuelve», le dijo Guanarterme. 

«Tú puedes ser el que regrese». Pensó en sí mismo, hace solo unos minutos, impotente y aterrado, e imaginó a un desconocido, sonriendo y hablando de colores que no existían y de olores extraños, de infinitos hacia arriba que no se podían tocar, de cosas que no tenían nombre y un aire que cubría hasta los huesos… Y recordó la oscuridad de los túneles, encogidos en la tierra. Los ojos hundidos. Cómo las palabras de Guanarterme sonaban como golpes en la piedra. 

«Vuelve».

―¿Y si… y si no vuelvo a salir? ―preguntó en voz alta y su voz se escuchó amplia. Grande. Ocupando espacio sin fin, pero desapareciendo al instante, sin rebotar. 

«Nadie ha regresado jamás». Pies Descalzos bajó la cabeza y empezó a reírse. Arrancó más cosas del suelo y se las llevó a la nariz. Le picaron la piel e invadieron sus sentidos. Afuera. Afuera. Aquí. Aquí. Pies Descalzos miró a su alrededor, pero no distinguía más que tierra y arriba y colores salpicando cada rincón. Abajo estaba su pueblo, encogido en la oscuridad. Afuera estaban… todos. Todos los demás. Los que habían salido antes. «Nadie ha regresado nunca». 

Pies Descalzos cerró los ojos y siguió caminando. Sus pisadas resonaban. Crujían y desaparecían. 

«Vuelve».

―Lo haré ―prometió en un susurro y se frotó el pecho tres veces―. Lo juro ante los dioses, ante los dioses que viven aquí. Volveré… cuando los encuentre.

«Tu nombre es Pies Descalzos, para que nunca olvides cómo es la tierra, cómo es el suelo». Sus dedos se perdieron en la vegetación. El muchacho sonrió. 

Su sombra se recortó contra la luz.
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