Nadie, nada, inútil.

domingo, 30 de agosto de 2015

Allí no había nadie. 

No sabía por cuánto tiempo había estado ahí ni qué era ese lugar, pero cuando abrió los ojos en un instante se dio cuenta de que estaba en aquel lugar infinito. Frunció el ceño. En realidad, «infinito» no era la palabra. Todo era blanco y sin bordes, pero no podía asegurar que ese sitio no tuviera límites. Era simplemente que no lo sabía.

Sentía los músculos agarrotados y rígidos y se demoró unos minutos en vencer el mareo que le producía el lugar. Sus pies no sostenían su peso, porque el suelo era también las paredes y el techo y no sabía si podía sostenerse de alguna parte. Gateó un par de veces para convencerse de que el blanco de abajo era realmente el suelo y se levantó. Eso no significó ninguna diferencia. 

Se pasó las manos por el pelo y notó los familiares rizos enmarañados de su cabello. Se frotó las mejillas y parpadeó con fuerza varias veces. Tenía las gafas en su lugar. Solo podía escuchar su respiración y el suave silbido de su nariz al inspirar el aire. Se llevó la mano izquierda al cuello y titubeó:

—No hay nadie aquí.

Su voz sonó estruendosa y volvió a fruncir el ceño. Carraspeó un par de veces y volvió a hablar, pero en cada ocasión parecía que alguien hubiera hecho explotar un petardo. Su voz parecía amplificada cinco veces. Tragó saliva y no dijo nada más. Luego de un instante de duda, probó a avanzar un paso y luego otros más. El estómago le daba un vuelco cada vez que perdía la concentración y pensaba en que daría un paso en falso. El blanco no le hería los ojos, pero no terminaba nunca. Sus manos, su ropa, sus zapatos viejos… todo manchaba el blanco, que permanecía inmutable.

Caminó por un rato hasta darse cuenta de que no parecía estar avanzando. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero alcanzaba a notar un leve dolor en las plantas de los pies. Miró hacia atrás, pero era igual que adelante y no dejaba la menor huella. Se quedó unos momentos de pie, en silencio, mirando su alrededor, idéntico en todas direcciones. Empezó a mordisquear la tela de una de sus mangas, de forma distraída, y en unos segundos tiró de una hilacha hasta arrancarla de la ropa. Cayó suavemente sobre el piso blanco. El azul opaco y desvaído de ese hilo insignificante resaltó ante sus ojos. 

—Una marca —dijo antes de recordar que su voz sonaba como el grito de una montaña. Hizo un gesto de irritación, pero mantuvo los ojos clavados en el hilo que estaba sobre el suelo. Blanco. Blanco. Y luego un intenso y pequeño azul en mitad de la nada. Retrocedió unos pasos, pero el hilo continuó allí. «Evidente», pensó con una mueca de entusiasmo. Sus pensamientos sonaban especialmente lejanos, más tenues incluso que los ecos que todo el mundo escuchaba en su cabeza. 

No sabía qué hacer con ese pequeño trozo de color en mitad del blanco. No sabía si tenía alguna utilidad o si podía usarlo para algo. Sí, podía marcar que ella había estado allí, pero… Si avanzaba y avanzaba y avanzaba, lo mismo daría si ese hilo azul estaba allí. No había nadie allí que pudiera seguir ese rastro. Y si ese lugar infinito tenía paredes y un techo y era solo un pequeño cubo blanco… ¿Luego qué?

Se sentó en el suelo. Jugueteó con el hilo que había arrancado de su manga y agachó un poco la cabeza. Se frotó la cara y notó que las mejillas le ardían. Se tocó la frente, pero estaba fría. Miró a su alrededor de nuevo. La volvió a bajar enseguida. Lo mismo daba observar el blanco entre sus pies que el blanco en todo su horizonte.

«¿Y qué sentido tiene?», susurró el eco casi inexistente de nuevo. Había despertado, pero no sabía cuándo volvería a quedarse dormida. Habían pasado minutos, pero no recordaba cómo se transformaban en horas. O cómo pasaba el tiempo. Solo notó que en un instante, algo empezó a crecerle adentro, cerca de su abdomen y empezó a subirle por el pecho, enroscándose en sus tripas, en sus costillas, dándole cosquillas en los brazos. Tragó saliva y apretó los puños con fuerza, pero el blanco de sus nudillos no podía rivalizar el del mundo entero.

El grito siguió avanzando por su cuerpo. Se levantó de un golpe  y cerró los ojos por el vértigo que le produjo. Echó a correr de inmediato, sin recoger el hilo azul que quedó manchando el suelo. Corrió con torpeza, haciendo retumbar todo su cuerpo contra el suelo con pisadas brutales. La ropa le sofocaba y sentía el sudor formándose en su cuello y en sus manos. Se cansó de correr poco después y volvió a sentarse en el suelo, jadeando un poco. El grito se atascó en su esternón. Bajó la cabeza y apretó los dientes.

«Sí, ¿qué sentido tiene?»

«¿Qué sentido tiene?»

El eco era como un compás. Cada palabra se hundía en el blanco con el mismo ritmo. Bam, bam, bam. Qué. Sentido. Tiene. No compartía un son con sus latidos. Su corazón iba más rápido, aunque ya no estaba corriendo. Se arrodilló en el suelo y apoyó la frente contra el blanco. Estaba frío y seco, pero no le raspó la piel. «No tiene ninguno», susurró su eco y pareció reírse. Escuchó el sonido suave de una risa que empezó a convertirse en una carcajada y, aunque resonó por todo el blanco y le atravesó el cráneo y los oídos, siguió riéndose, como si estuviera escuchando a otro.

Levantó la vista y se apartó el pelo de los ojos. Ahogó un quejido cuando un nudo se le enredó en los dedos y tuvo que tirar para alejar la mano. Siguió riéndose hasta que empezó a gritar. Se levantó para echar de nuevo a correr, pero recordó que ese lugar blanco no tenía paredes, que lo único que sostenían sus pies era ese suelo frío que no tenía bordes. «¿Dónde estoy?». Esta vez el eco se sentía más cerca, pero no podía asegurarlo. Apretó los dientes y estrelló el puño contra el piso. El dolor le recorrió todo el brazo, pero volvió a golpear. Sus gritos le golpearon la mente como martillos gigantes.

La mano se le enrojeció y le empezó a temblar de dolor con cada golpe hasta que los alaridos que se habían subido por su cuerpo y se habían alimentado allá adentro hasta escaparse por su boca, se transformaron en quejidos patéticos. Se miró la mano y vio que empezaba a amoratarse. Se enjuagó las lágrimas con la otra mano, sin dejar de balbucear quejidos. Sin embargo, algo adentro suyo seguía removiéndose. Todavía quería correr. Todavía quería romper ese suelo blanco o mancharlo de cualquier color, de arañar la superficie hasta arrancarse las uñas.

«Sí, pero… ¿qué sentido tiene?».

Hipó un par de veces y se acostó en el suelo. Apoyó la mano herida sobre su estómago y la dejó quieta mientras se pasaba la manga por la nariz para limpiarse la nariz. Ahora las mejillas le ardían aún más y notaba los párpados pesados. El blanco no parpadeó. Cerró los ojos un segundo y los volvió a abrir y esta vez adentro suyo todo empezó a convertirse en vapor helado. Quiso frotarse las manos por instinto para entrar en calor y reprimió un grito al notar que la mano se le reventaba en un dolor ardiente.

Empezó a tiritar mientras el corazón le latía en los dedos de la mano lastimada. Suponía que un vaho le saldría de la boca con cada aliento, pero no alcanzaba a notarlo contra el fondo blanco. Gimiendo de dolor, se encogió en el suelo y trató de cubrirse aún más con la ropa. Sin embargo, el frío no venía del blanco infinito, sino de dentro. Se mordió un labio y siguió tiritando. Ya la voz no le salió de la garganta cuando trató de decir algo.

«¿Qué sentido tiene?». Esta vez, el susurro casi le acarició la oreja con una risa burlona. El blanco no se movió, pero el miedo aleteó en su estómago, congelándose de inmediato. Cerró los ojos con fuerza, pero también sus lágrimas salieron frías y bajaron lentamente sobre su nariz como gotas gélidas hasta estrellarse en lo blanco. Se llevó la manga azul deshilachada a la boca, pero no la mordisqueó. Se quedó mirando el color de los hilos rotos contra la superficie del suelo solo un instante. Esta vez, se le cerraron los párpados lentamente. La oscuridad incluso así era más clara, pues se podía adivinar el intenso blanco detrás de ellos.

—Ninguno —dijo y esta vez su voz solo se escuchó en un quedo susurro, como un silbido de viento que aparece en un solo instante—. No tiene ninguno…

Allí no había nadie. Se removió en el suelo un par de veces más. El blanco se le acercó por todas partes y se rio entre dientes. «No te vayas nunca entonces». No lo escuchó. Mantuvo los ojos cerrados hasta que cayó dormida. 

Calles de barro

lunes, 10 de agosto de 2015


Ya todos estaban durmiendo. El viento soplaba con fuerza, con ráfagas que los periodistas aumentaban en cada nota televisiva, pero que solo rompía entre los roqueríos con susurros profundos. El chico se frotó las manos de nuevo, pero el frío ya ni siquiera estaba en la lluvia que caía sobre las vigas rotas de su casa, sino en la piel de sus brazos, en los huesos de sus piernas, en el barro que le cubría la cara y las zapatillas.

El cielo no lloraba ni rugía. Llovía, llovía, llovía, arrastrando con agua y con viento las casuchas, los quioscos, la plancha delgada de los techos, los muebles heridos. Afuera, que era solo a un paso, las calles de tierra donde corría a esconderse de sus padres, ahora era un río silencioso de rocas y barro. Y seguía lloviendo. 

Ya mañana no tendría que levantarse al colegio, porque quizás se lo había llevado el cerro durante la tarde. Escuchó el ronquido de su madre y la mirada del chico se reflejó en las botellas que rodaban por el suelo húmedo de madera. El viento hizo crujir las paredes. Su padre nunca roncaba cuando se desmayaba luego de romper en llantos balbuceantes. El chico se arrebujó más en su rincón, tapándose con las frazadas que les habían dejado los vecinos y cerró los ojos.

—A nadie le importa una mierda. 

El chico abrió los ojos y escuchó el gruñido desdeñoso de un viejo vendedor ambulante pasar por su ventana. A veces le regalaba láminas para álbumes que ya estaban pasados de moda que su hijo ya no quería. No alcanzó a ver su rostro en la oscuridad, pero lo oyó alejarse paso a paso hasta que el sonido del viento se lo tragó por completo. El chico solto un bufido por lo bajo al notar que el cuerpo le tiritaba y un vaho le salió de la boca. Pero no tembló cuando la lluvia azotó la madera y la tierra con clavos de agua, casi de abajo hacia arriba, en una cortina de ruido. 

Volvió a cerrar los ojos y pensó solo en los ronquidos de su madre y en sus manos embarradas. En su padre y sus santos, en su sonrisa al preparar un té que ya no sabía a nada más que a trabajo por hacer. En que el viejo vendedor tenía razón. Cuando amaneciera, en el mismo cielo gris, en la misma oscuridad, sin electricidad, porque la compañía aun no llegaba, ya no quedarían cámaras ni autoridades con parkas azules. Solo todos los demás, los que estaban siempre ahí, en silencio, bajo la lluvia que estaba demasiado al norte para ser algo más que lágrimas.

El viento se llevó el ruido del mar furioso. El chico cerró los ojos y pensó en el aroma del pasto en primavera y de la brisa con aroma a empanadas y a anticuchos. Se quedó dormido con el sol arañándole los ojos y un volantín dando vueltas y vueltas detrás de sus párpados.

«La desdicha es muy variada. La desgracia cunde con las más diversas formas en la tierra. Desplegada por el ancho horizonte, como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste, a la vez tan distintos y tan íntimamente unidos». — E. A. Poe (1809 - 1849)
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