Promesa en forma de llave

miércoles, 25 de enero de 2012

No sabía exactamente por qué estaba tan feliz, pero realmente sentía una calidez y un gozo luminosos en su interior. Esperó pacientemente durante unos minutos a que el teléfono sonara, pues sabía que lo haría pronto y tamborileó la mesa con los dedos en un gesto de impaciencia.

Era un día bastante nublado, podía verlo a través de la ventana, y la frescura que surgía desde el exterior era, para la joven, algo simplemente maravilloso. Se recostó un poco en la cama, con la sonrisa infantil en los labios, sintiéndose durante unos segundos plena y un poco avergonzada por su propia alegría. No era gran cosa ¿no era así? ¿Por qué sentía que todo un mundo parecía abrirse ante ella?

—Porque eres una soñadora —se respondió con una risa un poco más resignada. Se incorporó a medias, manteniéndose sentada y comenzó a ordenar perezosamente unos papeles que tenía acumulados sobre la cama, poco dispuesta a hacer más esfuerzos al respecto, pero diciéndose a sí misma que ya lo haría más tarde.

El teléfono sonó en aquel momento y se apresuró a tomarlo, enredándose en los papeles, que crujieron bajo su peso al aplastarlos y a contestar, quizás con torpeza y celeridad. ¿Sería demasiado obvio que estaba emocionada?

—¡Hey! ¡Te tardaste! ¡Esperé años! —exclamó entre risas nerviosas.

—¿De qué hablas? Llamé cuando me dijiste —respondió la voz al otro lado de la línea, que sonaba divertida y fastidiada a un tiempo—. Cinco en punto. Ni un segundo más o menos. —Sonó una suave risa, acompañada de un chasquido—. ¡Ya! ¡Cuéntame! ¿Qué sucedió?

—Las tengo —susurró la chica, en un tono secretista, como si estuviera compartiendo los misterios más profundos de la humanidad—. Al fin. No podía creerlo, en realidad, porque fue inesperado. Digo, ¿quién hubiera creído que alguna vez iba a pasar?

—Tenía que pasar alguna vez ¿no? Ha pasado bastante tiempo. —Eran las palabras incorrectas y pareció darse cuenta, pues el incómodo silencio que siguió fue rápidamente rectificado—: Hey, no te lo tomes así. Pero yo digo que tarde o temprano iba a ocurrir ¡y mejor que haya sido ahora!

—Lo sé, descuida, también lo pensé así. —El tono había adquirido un leve tinte de melancolía, pero rápidamente la chica se sobrepuso, exclamando con algo más de energía—: Bueno, supongo que es un primer paso ¿no lo crees? Tal vez no todo sea tan malo como imagino.

—También lo espero. —Se presentía una sonrisa en aquel tono de voz—. Por cierto, ¿qué llavero usarás? Tienes varios ¿no? Todos regalos. —Ambas rieron al mismo tiempo—. ¿Ya las pusiste?

Por toda respuesta, la muchacha hizo sonar las llaves a través del teléfono repetidamente, como una suave melodía metálica que parecía ser como el descubrimiento de un sueño perdido. Para ella, era como el renacer de una vieja esperanza que, aunque gastada y demacrada, parecía volver a asomarse tímidamente en su memoria. Eran un objeto cotidiano, que todos tenían en sus bolsillos, que seguramente muchos maldecían, que jugaba a esconderse cada vez que podía, causando las iras de sus amos, que se enredaban en los lugares más inverosímiles, que se caían en sitios inaccesibles y que traía innumerables decepciones y largas esperas en la vida de muchos. Pero, para aquella chica, era una promesa. Una promesa que tal vez no terminaría de cumplirse. Pero que valía le pena acoger.

La voz al otro lado de la línea rió.

—Me alegra que ya las tengas seguras, espero no se te pierdan.

—Eso espero también.

Hubo unos instantes de silencio, en donde las palabras sobraban. Un silencio quieto y sereno, sin incomodidades ni ansiedad, en que el reconocimiento acudió a la mente de la joven como una ola acariciando la orilla. Frunció el ceño un segundo, un poco nerviosa.

—¿Quién eres? —preguntó, sujetando el auricular con un poco más de fuerza, como si temiera que pudiera resbalarse—. Lamento esto, pero es que…

Nuevamente, la voz al otro lado rió suavemente, sin malicia o burla, sino de forma comprensiva y casi enternecida por lo que había escuchado. Suponía que la pregunta tarde o temprano emergería y realmente se había sorprendido que se hubiera tardado tanto en realizarla. Imaginó que la emoción —tibia, como todas las que sentía— que había poseído a la chica, había sido suficiente para hacerla olvidar.

—Eso es algo que tú debes decidir ¿no? —Ella se mordió un labio, sintiéndose un poco culpable por lo ocurrido, pero sin encontrar, extrañamente, las palabras para explicarse o para encontrarle algo de lógica a todo eso—. No es gran cosa. Me alegra haber vivido en uno de tus momentos de algo más de alegría. Supongo que muchos no han tenido el lujo.

—No fue mi intención utilizarte —se excusó ella, con un tono algo más contrito—. ¿Cuál es tu nombre?

—Soy tu compañera de alegrías por este día, solo por esta ocasión. A no ser que elijas otra cosa, por supuesto. —Se oyó su respiración continua a través de la línea. Estaba serena, calmada—. Creo que debo irme. ¿Me llamarás otra vez?

—Eso espero. —Sonrió, apoyándose en la cama, intentando imaginar el rostro de quien hubiera sido su interlocutora—. Aunque si, estúpidamente, decido solo hacerlo para los momentos de “felicidad”… quizás tengas que esperar un tiempo.

Negó con la cabeza, un poco culpándose porque aquello hubiera vuelto a suceder. Creaba a aquellas sombras durante solo un instante y luego desaparecían en una barrera insalvable, un mero signo, diminuto e insignificante, que ponía fin a sus vidas hasta que la secuencia volviera a empezar. Ninguno se había rebelado todavía. ¿Sería acaso posible, en realidad? Lo pensaría en otro momento.

—Te agradezco que me hayas creado para este momento. ¡Disfruta tu promesa! Y espero me llames otra vez. —Rió un poco con diversión—. Tal vez puedas darme más señales de cómo soy, ya sabes. Quizás podamos hablar más. Hasta luego.

—Hasta luego.

La comunicación se cortó, al mismo tiempo que ella suspiraba y sonreía, observando el flamante juego de llaves que reposaba en su cama. Colgó el auricular e hizo sonar el metal nuevamente, como si con eso pudiera asegurarse de que la realidad continuaba intacta. Le dedicó una última mirada al teléfono, para luego dejarlo en su lugar y acabar con aquella odisea. Pero se prometió para una próxima oportunidad el volver a darle una llamada.

Solo esperaba toparse con muchas más razones para hacerlo.

Como aquella promesa en forma de llave.

Mano de Obra Barata

sábado, 21 de enero de 2012

Nota de la autora: Brevísima inspiración, fruto de la impotencia.


***

—No quiero escucharte realmente.

—¿Y por qué eso es novedad? Después de todo, eso es lo que haces ¿no? —Su voz destilaba una profunda decepción—. Solo te escuchas a ti mismo y cuando necesitas algo…

—No siempre acudo a ti.

—Porque no confías en mí. Pero si necesitas al que haga el trabajo sin quejarse ni protestar, ¿acaso vas con ellos? —Una risotada salió de su boca—. No seas idiota.

—Eres prescindible ¿lo sabes? —El desprecio podía palparse en cada una de sus expresiones.

Asintió con la cabeza, sintiendo la pena y la rabia acumulándose en su garganta.

—El problema es que lo sé. —Rodó los ojos—. Como si te importara una mierda. Sabes que haré lo que sea necesario. Que no importa cuánto me tome, lo haré. Todos lo saben. ¿Hay algo que nadie quiera hacer? Pues me lo mandan a mí.

—Si no quieres hacerlo, nadie te obliga. Si lo haces, no te quejes luego.

Apretó los puños, queriéndole darle una bofetada allí mismo, pero se controló a tiempo. ¿Qué sacaría con descontrolarse? ¿Qué conseguiría con darle la satisfacción de ver su descontrol?

—Lo hago por todos. No por ti. No por ella. No por él. Por todos. Pero eso no lo entiendes. Todos ustedes solo confían en sí mismos. Pues adelante. Hice una promesa y no voy a dejarlos, pero cada día me cuesta más. Sigue así y…

—¿Y qué? ¿Te irás? —Su rostro inexpresivo era difícil de tolerar—. Nadie te pide que te quedes.

—¿Quieres que me vaya?

—No. Pero estoy harto del drama estúpido. No puedes soportar que no confíe en ti para algunas cosas.

—Soltó un bufido de desprecio—. Creía que eras más madura que eso.

—No puedo soportar que se me trate como una bestia de carga, solo llamada cuando todos ustedes no quieren hacer algo. “Mano de obra barata” ¿no es así?

Se alejó del lugar, dejándolo allí parado con la mirada despectiva y exasperada, sintiendo que la impotencia ganaba la batalla en su mente. ¡Siempre era lo mismo! ¡No importaba cuánto hiciera, cuánto se esforzara! ¡Solo era mano de obra barata! Tal vez debería esforzarse menos. Ser igual que ellos. Que todos. Que cada uno. Dejar que las cosas pasaran, cerrar los ojos, dar un paso atrás e intervenir con una autoridad ridícula e inexistente. Imponer el respeto con despotismo.

O tal vez debería irse. No, no podría hacer eso. ¿Quién perdería allí? Encontraría a algún otro idiota que hiciera lo mismo que ella estaba haciendo, quizás mejor, más rápido, con mayores habilidades y se olvidarían rápidamente. Porque nunca había sido uno de ellos. Solo una herramienta afinada, un instrumento útil.

Mano de obra.

No era así, por supuesto.

—Deja el drama —se ordenó—. Sonríe. Es como tu hogar. Simplemente hay buenos y malos momentos. Algún día, todo eso estará en el pasado y te arrepentirás de no haber podido dejar el rencor y tu dolor de lado, para aprovechar los buenos momentos. Es un buen lugar, con defectos, sí, pero un buen lugar después de todo.

La tormenta en su corazón había sido aplacada un poco. Observó la figura, ya recortada y lejana en el horizonte, de su interlocutor y dio un largo suspiro. No había más que decir. Era muy probable que él olvidara fácilmente todo lo dicho y las cosas continuaran tal como estaban. Quizás peor. Quizás mejor.

Pero valía la pena ser mano de obra.

Al menos por ahora.

—Y bien... ¿qué tienes en mente? —preguntó, acercándose nuevamente con una sonrisa resignada.

—Ya lo verás.

Comentando Series I

miércoles, 11 de enero de 2012

 Glee

Esa sensación de tener que escribir algo, pero no saber qué es francamente desagradable. No obstante, en esta oportunidad no dejaré que la pereza y el conformismo me venzan. Es un blog, puedo poner lo que yo quiera ¿no? Después de todo, no es como si esto fuera la gran cosa. Solo compartir pensamientos, con el vanidoso deseo de que alguien los llegue a leer y apreciar alguna vez. O tal vez es ordenar dichos pensamientos.

Últimamente he estado viendo varias series. Luego quizás comente con más detalle todas ellas, pero ahora quisiera comentar una por su especial y extraño significado. Porque me dije que jamás la vería, era demasiado "no-yo". Pero las cosas siempre cambian ¿no? Y decidí darle una oportunidad, en un instante de aburrimiento, pereza y deseos de encontrar nueva música. Y ya voy en la segunda temporada ¿saben?

En cierto modo, me atrapó su crudeza en muchos ámbitos. ¿Qué es lo que esperamos? High School Musical, todo demasiado rosado y hermoso. Todos son felices al final. Todos ganan. Los malos pierden. Pero Glee no es así. Los buenos no son del todo buenos, los malos pueden llegar a ser buenos. Hay empatía. Hay temas reales, verdaderos. No esperar dos películas para que los protagonistas lleguen a besarse, porque eso es de lo más irrelevante. Quizás eso me llamó la atención. Que mostraran las cosas como realmente llegaran a ser.

Con todo, hay muchas cosas que me desagradan. Que me parecen insulsas. De por sí, es un musical, lo que es divertido y simpático en un comienzo, pero que luego llega a cansar y ser fastidioso. Por ello, en los últimos capítulos solo escucho unos segundos de la canción-de-turno-que-exprese-lo-que-sucede y luego adelanto. Sí, ver un musical para no ver las canciones debe ser un crimen, pero la trama a veces es mucho más interesante.

El personaje de Sue Sylvester está muy bien logrado. En un comienzo, es una malota sin corazón que arruinaba todo el plan de los chicos buenos, como la bruja del cuento de hadas. Pero entrando más en los capítulos y obviando que había cosas que se repetían, se lograba ver algo más detrás de todo ello. Un rasgo de humanidad y de motivos para hacer todo lo que hacía, lo que en cierto modo lograba que el espectador lograra identificarse con ella. A mí me ha parecido un personaje que ha evolucionado de manera estupenda.

Otro de mis favoritos es Kurt, por supuesto. Es un personaje intenso, emocional, divertido y sincero. Sus problemas lo vuelven más humano, pero sus maneras también lo hacen fresco y chispeante. Encuentro que es uno de los personajes mejor desarrollados de todos, por el matiz que muestra y lo que representa. Cada uno de los personajes expresa algo, pero me agrada en especial aquel chico.

Rachel, por ejemplo, me cansa y me parece un personaje que en la vida real yo encontraría difícil de poder tratar. No me agrada la gente arrogante por naturaleza y me sorprende que, en la práctica de la trama, haya podido encajar con ese ego. No obstante, como personaje en sí, está bien hecho y sin duda tiene una voz impresionante. Pero la personalidad de Rachel suele ser... predecible. 

Las tramas tocadas son interesantes, aunque a veces se vuelve monótona cuando abusan de la repetición de algunas cosas. Me gustó en especial el capítulo "Grilled Chesus", fue muy intenso. No siempre todo tiene que ver con el romance de los protagonistas o personajes y se aprecie que traten de variar en los contenidos. Aunque sin ser cliché, a veces cuesta.

No soy una fanática. Me encanta ver series y quise darle una oportunidad. Me agradó y espero terminarla, pues uno de los defectos que tengo es que cuando empiezo algo, me siento culpable de no acabarlo, a no ser que realmente me desagrade. Es una serie con muchos clichés, con poca espontaneidad para las canciones, pero que entrega mensajes importantes y que tiene una dinámica más realista que otros musicales. Por eso se destaca.

Espero terminarla pronto, encontrar música olvidada entre sus capítulos y oír el típico: "And that's what you miss on ¡Glee!" 

Del baúl XX

domingo, 8 de enero de 2012

             Esperando el metro

                Como siempre, simplemente otro día nublado en la mañana que se transformará en un sol ardiente cuando pasen las horas, porque no importa lo agradable y fresca que sea el alba, al mediodía el sol podría asar patos sin ninguna dificultad. Por eso había traído una polera delgada bajo su chaqueta y zapatillas cómodas para soportar la incomodidad que traía el calor. Él amaba el verano, a decir verdad, pese a que las clases se volvían más aburridas y largas que nunca. Y había profesores que eran unos maestros en el arte sin necesidad del clima.

                Se apoyó contra la pared de concreto, observando la oscuridad del subterráneo que le rodeaba. Estaba prácticamente solo, junto a alguno que otro sentado en las bancas cercanas. Esperando el metro, como siempre. Se colocó sus audífonos y se perdió en algo de su música por algunos momentos, marcando el ritmo con uno de sus pies, sonriendo somnolientamente. Se restregó la cara, viendo que todavía quedaban minutos para que su tren llegara. Se deslizó por la muralla y quedó sentado en el suelo.

                Observó como una muchacha, menor que él hacía exactamente lo mismo a unos metros de distancia. No se le veía la cara porque llevaba un jockey y una capucha al mismo tiempo, lo que tapaba toda su cara y, aunque su ropa era holgada, se notaban las formas femeninas bajo ella. Él arqueó una ceja, un poco extrañado por la actitud de la desconocida, aunque no le dio la importancia. No sería la primera ni la última adolescente tratando de ir a la moda e intentando dormir antes de ir al colegio.

                Bostezó, llevándose una mano al cuello y sacándose los audífonos que colgaron en sus hombros. Cambió las canciones con una mirada distraída, sintiendo que el sueño lo vencía. O quizás era el aburrimiento, no estaba del todo seguro. El panorama para su día no era precisamente emocionante y se sentía ya cansado de solo pensar en él. Tal vez todo mejoraría con una gran hamburguesa y algo de acción virtual con sus videojuegos. Formó una mueca de ironía cuando pensó en lo mucho que se burlarían sus amigos si descubrían que prefería pasarse las horas como un vampiro encerrado en su habitación, jugando a gusto que saliendo a hacer cualquier tontería. Aunque tomarse una o dos cervecitas de vez en cuando, viendo su partido de fútbol favorito también estaba excelente…

                —Qué idiota, tío —Era la chica de cara tapada. Arqueó una ceja, un poco salido. Se insinuaba una sonrisa en los labios del desconocido, una sonrisa burlona—. ¿Le tienes miedo a tus amigos? “You may say I’m a dreamer, but I’m not the only one”… —tarareó de repente con tranquilidad.

                —¿Quién te dijo eso? —preguntó con cierto desprecio, con esa expresión extrañada y ciertamente recelosa que usan todos cuando se sienten sorprendidos y, quizás, acorralados—. ¿Te conozco o qué?

                La chica se encogió de hombros y pareció enterrarse aún más en donde estaba, alzando un poco los hombros para quedar más oculto entre ellos.  Él frunció el ceño, pensando que quizás se trataba de alguna tipa borracha o drogada o medio loca. No estaba normal, obviamente, porque ni se conocían. ¿Cierto? No recordaba a ninguna amiga o conocida que se le pareciera, aunque lo cierto era que no podía verle la cara. ¿Se conocían? Y se estaba burlando. Se apartó unos pasos, algo incómodo.

                —Luces afuera.

                Todo se quedó oscuro de repente. Con un chisporroteo intenso y un ruido sordo, las luces artificiales de la estación de metro explotaron entre el grito de los pasajeros que también, como él, estaban esperando.

                —¿Qué mierda? —soltó él, tratando de ver algo en la oscuridad total. ¿No existía algún tipo de generador o algo? Estupendo, simplemente estupendo. Ahora llegaría tarde a clases, porque los trenes también se habrían parado. Quedaría ausente y tendría que conseguirse esa materia con alguien, lo que era una absoluta pérdida de tiempo. ¿Para eso se levantaba temprano? ¿Para que luego un estúpido cortocircuito le jodiera todo? Tal vez debería irse a casa y dormir más, no importándole el sermón de su padre.

                —¿Se cortó la luz?

                —Eso parece… Mierda. Llegaré tarde al trabajo.

                “¡Hey, genio! ¡Todos llegaremos tarde!”, quiso gritarle a esos tipos que hablaban como idiotas. Se sentía repentinamente enojado. Rodando los ojos, se puso nuevamente sus audífonos y puso la música más alta. Se rascó la cabeza, sacando algunas cuentas. Si volvía la luz pronto, quizás llegara. Solo tendría que correr…

                —Algo me dice que correr no es lo tuyo. —Un jadeo errático y ronco, como el de un espectro, se oyó junto a su oído, pese a que tenía la música puesta. Lanzó un grito y se apartó, viendo cómo una figura se recortaba en la penumbra. Una figura sonriente. Desagradable. Apretó los dientes, retrocediendo con sorpresa. ¿Era aquella chica estúpida? ¿Quería hacerle una puta broma o qué?

                Y con eso las luces volvieron. La chica, en efecto, estaba allí, frente a él con una sonrisa torcida y cansada. Unos mechones de pelo manchado con algo caían. Su rostro estaba completamente tapado con su jockey y su capucha. Su sonrisa comenzó a desaparecer en la medida en que se tambaleaba. Una gran mancha de sangre y suciedad ocupaba el centro de su pecho y parte de su estómago.

                —¿Le tienes miedo a tus amigos? —susurró antes de caer al suelo con un sonido espantoso. El chico se quedó allí, helado, temblando, impactado e incapaz de reaccionar. Respiraba ajetreadamente y su corazón latía como un loco. Había sido su respiración ronca y desagradable la que había escuchado.

                Y tarde se dio cuenta que tenía en la mano un gran cuchillo carnicero goteando oscuros chorros de sangre.  Alguien gritó frente a él, mientras retrocedía un paso, soltando el arma que cayó sin hacer ningún sonido en el suelo frío de cerámica.

                El metro pasó a su lado a toda velocidad, sin detenerse con las ventanas apagadas.

                Y las luces se apagaron otra vez.

Del baúl XIX

 Permíteme ser tu libertad

Comenzaba a sentirme cansada de tanto subir. De caminar. No corría, porque no tenía prisa. O, al menos, no tanta. No obstante, sabía que debía seguir, seguir, seguir. Debía llegar. No era una cima empinada o, al menos, no demasiado, pero tampoco era como si me dedicara al montañismo en mis tiempos libres y no se me hacía del todo fácil. Sentía la respiración entrecortada y las piernas me pesaban, provocando que debiera detenerme a ratos a recuperar fuerzas. Más que mi jadeo o el corazón que comenzaba a latir en mis oídos, eran las piernas las que siempre me traicionaban.

Me dolían y me costaba volverlas a poner en movimiento, pero tenía que esforzarme. Debía llegar. Afortunadamente, el tiempo estaba helado y las nubes cubrían el sol en el horizonte. Mi propia agitación me tenía acalorada, pero si le sol hubiera estado sobre mí, habría ido mucho más lento y habría tenido que descansar más para conseguirlo. Pero aparentemente el clima estaba de mi parte esta vez.

Con un último jadeo, vi su figura recortada delante de mí. Volví a detenerme para recuperar el aliento y me pasé la mano por la frente, donde pequeñas gotas de sudor se acumulaban en mi piel. Mi ropa estaba desgastada, aunque siempre había sido sencilla y bastante embarrada con tierra y piedrecitas del camino. Se pegaba a mi cuerpo, debido a la transpiración y al esfuerzo físico y me incomodaba, pero no pensaba en ello mayormente.

Durante todo le trayecto, no había pensado mayormente en mis palabras, porque lo cierto era que no sabía qué quería. Y sin saber eso, era poco lo que podía avanzar en cualquier cosa que pudiera decir. ¿La detenía? ¿La animaba a seguir? ¿Me limitaba a observar? ¿Qué era lo que realmente deseaba? Avancé unos pasos, dubitativa, sintiendo la grava bajo mis pies, crujiendo, delatando mi presencia, aunque ella ya supiera que yo estaba allí.

                Su figura era destacable nada más a simple vista. No era una belleza física, de los rasgos de su rostro o de las formas de su cuerpo, porque eso —al menos a mis ojos— era más bien normal y corriente, como la de cualquier chica de esa edad. Una figura promedio. Pero había algo más que la distinguía a sola primera vista. No, no era algo tan clásico y literario como su mirada o una especie de aura angelical que la cubría. Era algo más simple.

                Ella no era normal. No era como yo. Y lo notaba. Era obvio, en realidad. Carne y hueso no eran parte de ella, pero tampoco era intangible. Simplemente no todos podían sentir su toque. Y a veces, en esas oscuras ocasiones en que me abandonaba, volverla a sentir solía ser duro.

                —Cumpliste con tu palabra —dijo luego de unos segundos de silencio. Sonreí, aún agotada y poco dada al juego verbal que era tan común entre nosotras. Asentí con la cabeza, pese a que estaba de espaldas a mí, frente al acantilado que se desplegaba frente a sus ojos. No temía por ella. Creía. No estaba segura, en realidad, porque seguía sin definir qué era lo que quería.

                —Sabías que vendría —murmuré, más por rellenar el silencio que otra cosa. De pronto, me sentí abatida, derrotada, como si una fuerza desconocida me hubiera arrancado algo de mi interior. Sentí que el pecho me pesaba y que la boca me sabía amarga. Parpadeé un poco y al enfocar nuevamente la vista, el rostro tranquilo de ella me sonreía con cierta resignación—. No es nada —le aseguré rápidamente, pero me senté en el árido suelo, sintiéndome mareada—. ¿Qué has decidido?

                Ella rió suavemente, divertida, poniendo una mano en mi cabeza, en una actitud fraternal.

                —¿Cómo puedo saberlo si tú todavía dudas?

                Eran esa clase de preguntas aparentemente profundas, pero que en nuestro caso solo traían más incertidumbre y amargura a lo que ocurría. Bajé la cabeza, suspirando levemente. Quería sentirla cercana. No quería que se marchara, donde quizás podría perderla, donde quizás se desdibujara en solo más dolor, en más vacío. No quería que su alma se perdiera en mis propios pensamientos.

                —No quiero perderte —admití, sin mirarla a los ojos.

                —No puedo prometerte eso —dijo—, porque depende de ti. Pero esto no va a cambiar nada —señaló el acantilado. Quizás tenía razón. Solo era un salto, ¿qué podría salir mal, después de todo? Una sollozo tranquilo y alegre se atragantó en mi garganta, recordando tantas cosas que en ese lugar siempre reaparecían. Ella me miró con tranquilidad, sentándose a mi lado, observando hacia adelante, a un punto definido de la nada, simplemente acompañándome.

                Por eso me gustaba ese lugar, aunque me costara tanto trabajo subir. Porque siempre estaba ella allí, esperando por mí, aguardando a que pudiera pensar. Ser libre de pensar, de soltar las argollas que estrangulaban mis muñecas, quedando abandonadas entre la grava. Mi piel respiraba mejor. Pero lo principal era que podía pensar sin miedo a nada. Ni a otros. Ni a mí misma. Porque allí estaba ella.

                —Estás pensando en lo que él dijo —murmuró como quien no quiere la cosa, viendo como una mariposa cruzaba el lugar—. ¿Me equivoco?

                —Nunca lo haces —me burlé con cierta complicidad. Hice una pausa durante algunos segundos y asentí con la cabeza—. Sí, lo pensaba. Es extraño, en realidad. Me ayudó. De un modo retorcido, por supuesto. —Sonreí por lo bajo—. Pero ayudó. Me siento agradecida, lo que es insólito ¿no crees?

                No obstante, recordar sus palabras indudablemente me hacía regresar hacia las que las causaron. Una secuencia de palabras, iniciadas del dolor y mis ojos se empañan de lágrimas. Son lágrimas de dolor, acompañadas por una sonrisa de gratitud. Limpié su rastro con mi mano y me froté los ojos, sin dejar de sonreír.

                —Es bello ver el cambio por una vez. —Ha elegido sus palabras con cuidado, como siempre y entiendo su significado—. Si enjuagaras tus lágrimas más seguido y dejaras que tus labios sonrieran en su lugar, podrías sentir tu corazón sanando. —Aferró mi mano, mirándome a los ojos—. Sé que no es fácil. Sé lo que sientes. —Sonrió y su sonrisa trajo más lágrimas a mis ojos, que dejé caer—. ¿Cómo no podría?

                —Eres lo único que tengo, ¿lo sabes? —murmuré con la voz entrecortada. Ella asintió en silencio—. Quiero que seas suficiente, aunque quizás te esté pidiendo demasiado. Estoy aferrándome tanto a ti, que siento que es injusto. —Me reí de buena gana cuando ella comenzó a hacerlo—. Lo sé, lo sé, es absurdo. Pero tantos me han dicho que si quiero conservarte, también debo…

                —Cambiar.

                —“Soñar, no hace ningún bien, Harry, si olvidas vivir” —cité, recordando la sabia y anciana voz de Dumbledore—. Por ahora, voy a dejar eso de vivir pendiente, ¿qué opinas? —Sonreí con cierta tristeza.

                Ella cambió su posición y se sentó en la posición del indio frente a mí, mirándome con cierta seriedad, esa expresión extraña y particular que empleaba cuando intentaba decirme algo importante y creía que no le estaba entendiendo.

                —No tiene por qué ser hoy, no tiene por qué ser mañana. —Se cruzó de brazos, entornando los ojos, mientras una mueca divertida se esbozaba en su rostro. Se levantó de repente, pegando un gran salto, que levantó grava y tierra a mi alrededor—. No hagas nada porque el resto te lo haya dicho. —Soltó una carcajada—. ¿Qué saben ellos de ti que no sepas tú misma? —Me ofreció su mano y me levanté. Señaló más allá del acantilado, un lugar al que no podía llegar—. No permitas que nadie te empuje. Ni que nadie te haga retroceder más. Da el paso cuando tú lo decidas.

                —Muy metafórico ¿eh? —La codeé con cierta mofa—. Creo que estamos rayando en lo clásico, amiga.

                Ella se encogió de hombros, alzando un poco las manos.

                —No puedes culparme por intentar ¿verdad? Lo clásico a veces suele ser muy útil además. —Observó su alrededor, bostezando un poco. Se restregó un ojo y observó con curiosidad mis ropas gastadas—. Cada vez están más limpias. Comienzas a aprender cómo no caerte mientras corres ¿no?

                —Sigue siendo difícil. —Me llevé una mano a la nuca, rodando los ojos. Me abstuve de hacer comentarios sensibeleros al respecto. Solo a ella le resultaban como algo que valía la pena escuchar. En mi caso, solo se transformaban en vomitivas cursilerías. Era mejor guardar silencio. El silencio nunca era lo suficientemente apreciado por todos. Algunos pasaban la vida sin decir muchas de las cosas que quisieran y otros que rellenaban la falta de sonido con cualquier cosa a su alcance. Pero como siempre, la virtud estaba en el justo medio. Qué grande fue Aristóteles al decir eso. Siempre. El justo medio. A veces era divertido o cómodo estar en algún extremo, pero ese justo medio siempre debe prevalecer.

                Ella volvió a levantarse y sonrió.

                —¿Ya te has decidido?

                No necesité responderle. Ella ya podía sentirlo. Se acercó con grácil delicadez hacia el borde del acantilado. No iba a caer en realidad, porque era diferente. Yo caería, sin duda, pero no ella. Me acerqué hasta lo máximo que dieron mis ataduras, que me impedían seguir avanzando. Forcejeé un poco con las argollas de mis muñecas, pero volvían a estar allí, encarnándose en mi piel y aparté la mirada, resignada a que continuara así. Ella volteó solo un segundo y, sin decir palabra, saltó tomando un poco de impulso. Cuando lo hizo, se quedó allí, flotando y avanzando en el aire, como si estuviera volando en ese espacio entre la tierra y la nada, con una ágil alegría.

                Me acerqué al borde y la observé, admirada por su libertad y por su desenvoltura, jurando que algún día yo podría ser igual. Ella me tendió su mano y yo extendí la mía, sintiendo las yemas de mis dedos rozar las suyas apenas. Cuando lo hice, su mano se deshizo en un cúmulo de pequeñas motas negras que yo reconocía muy bien, pero que parecían delicadas pelusas a quien viera a simple vista. Pronto, todo su cuerpo se hubo deshecho en aquella tormenta de letras, envolviendo el aire con su torbellino.

                Esas letras también me envolvieron, rozándome apenas, para luego terminar desapareciendo en el mismo lugar donde habían aparecido. No obstante, antes de que la última de ellas se convirtiera en nada más que aire, logré escuchar con suficiente claridad:

                —Permíteme ser tu libertad.

                Sonreí y asentí con la cabeza. Sabía muy bien qué palabras decir, por supuesto. ¿Cómo podría ser de otro modo? Viéndome sola, comencé el camino de regreso lentamente. Todos los días volvería a aquel lugar y volvería a sentirme como yo misma, unida a esa compañera eterna que podía ir más allá de lo que yo nunca iría. Quizás, algún día, podríamos ir juntas a todos esos lugares en que ahora solo ella podía aventurarse.

                Quizás, algún día, podríamos juntas saltar de aquel acantilado y deshacernos en solo un mar de letras negras que se envuelven a sí mismas. Tal vez un día.

                Pero por ahora era más que suficiente.

Del baúl XVIII

Los niños son solo niños

Estaba todo demasiado oscuro. La casa crujía con los ruidos de la noche y las sombras acechaban en los rincones de forma horripilante y retorcida. Los que antiguamente eran montones ropa inocentes y aburridos, ahora eran monstruos grotescos que lo miraban con ojos maliciosos y burlones y los contrastes de colores, formaban nuevas criaturas que vigilaban su sueño.

Sus sábanas eran su única protección. Tenía ya siete años y sabía que no era inmune al mal que traía la oscuridad, sabía que estaba siendo un niñito miedoso y tonto, que creía estar a salvo en su cama, pero no por eso dejaba de observar la oscuridad de su habitación con la respiración agitada. ¿Por qué la casa no dejaba de sonar? La madera, las persianas, el piso. Todo sonaba. ¡Eso! ¿Qué había sido eso?

Un sollozo se atoró en su garganta y se sintió humillado e infantil. Ya era un niño grande, en unas semanas cumpliría ocho años. ¿Qué diría su mamá si lo viera llorando por la oscuridad de la noche? Le diría que fuera valiente y que no hiciera caso a los monstruos en la ropa y las sombras. Que no había nada allí. ¡Pero esos eran ojos!

Daniel saltó de su cama y prendió la luz, observando su habitación, sintiendo cómo su pecho subía y bajaba. Los ojos desaparecieron, siendo reemplazados por dos manijas blancas que abrían las puertas del clóset frente a su cama. Bajó la mirada, nuevamente avergonzado, pero todavía con el corazón palpitándole fuerte en el pecho. Se llevó la mano al centro, donde debía estar su corazón —¿O era la derecha? ¿la izquierda?— y contó algunas veces, tratando de retener los números en su cabeza.

Se rascó la cabeza y se sentó nuevamente en su cama, con la luz encendida y mirando a su habitación. Podría poner la televisión, pero realmente no quería ver nada. Tenía sueño y quería dormir, pero ya no podría. No hasta que mamá volviera. ¿Por qué tardaba tanto? Había dicho que simplemente había tenido que atender una emergencia en el hospital. Le había dicho que se quedara tranquilo, que ya volvía y que se quedara dormido.

Miró sus manos, moviendo los pies, somnoliento. ¿Y si dormía con la luz encendida? Su mamá llegaría y la vería y pensaría que era un cobardica. Tenía que apagarla antes de quedarse dormido, ¿pero cómo? Sería genial simplemente que la luz se apagara sola cuando se quedara dormido. Cuando fuera mayor, inventaría algo así. Y poder atraer las cosas  con solo pensarlo. ¿Por qué la gente mayor no inventaba esas cosas? Bueno, mejor para él. Sería famoso y solucionaría todos esos problemas obvios.

Sin embargo, no podía quedarse dormido y no podía apagar la luz. ¿Qué iba a hacer? Saltó de la cama y salió de su habitación, tratando de ver en la oscuridad del pasillo. Era un pasillo largo y bastante estrecho que servía para jugar, pero que de noche era desagradable. Había armarios pegados a las paredes, cuyas puertas eran de madera. Odiaba la madera, siempre sonaba demasiado. ¿Por qué no podía ser más silenciosa? ¿Por qué tenía que crujir y resonar como si algo respirara dentro?

La tensión del pasillo pudo más que él y Daniel tuvo que abrir los clóset para asegurarse de que nada se ocultara adentro. Solo ropa. Aunque el suficiente espacio como para que un asesino pudiera esconderse y atraparlo en cualquier momento. Eso no le gustaba nada. Cada vez que pasara por allí al baño por la noche, tendría que correr para escapar. Sintiendo el cosquilleo de frío y temor en su espalda y ya sabiendo que unas manos negras estaban por tomarlo de los hombros, debió correr y prender la luz. No obstante, al hacerlo, una tabla del suelo que estaba algo chueca, sonó, quebrando todo el silencio y provocando que Daniel soltara un grito de terror. Jadeó, mirando la tabla, sabiendo que no debía decir malas palabras.

—Estúpida tabla —soltó de todas maneras. Llevándose una mano al pecho nuevamente, observó a su alrededor. Todo estaba en orden, todo estaba iluminado y tranquilo. El pasillo, los cuartos, los muebles, los cuadros colgando de las paredes. Estaba solo. Y eso estaba bien. Nadie más tenía que estar allí. No hasta que llegara mamá. Se quedó allí, con un pijama que le quedaba algo corto, descalzo, sintiendo el frío bajo las plantas de sus pies. Miró a su alrededor, amagando un bostezo, cuando la oscuridad del baño que estaba justo al fondo del pasillo lo volvió a sobresaltar.

¿¡Qué era esa mano que se formaba en la entrada!? ¿¡Quién estaba allí?! Ahogó un grito en su garganta y retrocedió, tropezándose consigo mismo. En un acto irracional de valentía y desesperación corrió en dirección contraria, hasta el fin del corredor, sintiendo aquella mano alcanzándolo en cualquier momento. Prendió todas las luces a su paso, sin descansar hasta que toda la casa se convirtió en un gran farol encendido y brillante.

Cansado y aún sintiendo miedo, volvió al pasillo y se sentó allí, apoyando la espalda contra los armarios de madera y con las rodillas pegadas a su pecho, controlando su propia respiración. Eso le sucedía todo el tiempo que se asustaba: se producía en él una secuencia de sobresaltos que terminaban por paralizarlo, por lo general, en su cama, acurrrucado y temblando. Pero en ocasiones como esa, allí no se sentía seguro. Necesitaba más luz. Y solo en el pasillo le llegaba.

Contó los minutos hasta que no supo qué números seguían a los que estaba apuntando en su cabeza o cómo se pronunciaban. Quizás estaba exagerando. Quizás era más temprano de lo que pensaba y solo estaba asustado por haberse despertado en medio de la noche sin la compañía de mamá. Debería irse a dormir como un hombre. Pero, por alguna razón, no le convencía moverse de ir allí. En realidad, no le apetecía moverse en absoluto.

—No te asustes, Daniel.

Pegó un grito, pegando sus manos a la pared al oír una voz masculina y suave a su lado. No habían más chicos en casa que él, eso estaba mal. ¿Y si era un ladrón? ¿O un villano? ¿Tendría que derrotarlo? Pero cómo. No podía, sus armas estaban en la habitación del fondo, junto a sus juguetes. ¿Podría correr y alcanzarlos? ¿Y si él tenía un arma?

La risa del desconocido, una risa musical y tranquila, amigable, interrumpió sus pensamientos. Alzó un poco la vista, pero se vio encandilado por un brillo imposible, como si estuviera mirando directamente a la bombilla encendida de una lámpara. Aquello era dañino. Se lo habían dicho sus profesores y su madre lo repetía cada vez que podía, pero lo cierto es que a veces le gustaba esa sensación de mareo que le daba mirar la luz. Ahora sentía exactamente lo mismo. No podía ver a quien le hablaba y aunque su voz era tranquilizadora, no podía fiarse. Todos los malos usaban ese truco.

—No soy un criminal, Dan. —La voz del desconocido era divertida y casi enternecida. Le parecía la voz de un hermano mayor o de un amigo—. Mira, creo que me apagaré un poco para que puedas verme.
La luminiscencia descendió un poco, dejando ver algo que a Daniel se le hizo demasiado extraordinario. Se trataba de un chico mayor, debía tener cerca de veinte años, lo que era casi una edad infinita, pero no tenía la cara burlona y desagradable de algunos de los mayores que había visto, todos vestidos raros y hablando de manera extraña. Parecía agradable. Como un hermano. Daniel se quedó mirando su cuerpo brillante con una expresión sorprendida en el rostro, un poco temeroso.

—Estás brillante… —musitó en voz baja, haciendo el ademán de tocarlo, pese a que no se atrevió a hacerlo realmente. Hizo una pausa un poco nerviosa, bajando la mirada—. ¿Estoy.. soñando? —“Tal vez estoy loco”, pensó, recordando a aquellos señores que habían visto en clase que actuaban de manera rara y veían cosas inexistentes. Demete.

—Es demente —le corrigió el joven con tranquilidad y Daniel pegó un grito, señalándolo con el dedo—. No estás loco, amigo. —Se encogió de hombros—. Al menos yo no lo creo. Creo que los demás están por llegar.

—¿Los demás? —Tragó saliva, mirando a su alrededor, sintiéndose aún más alarmado—. ¿Quiénes? ¿Quiénes vienen?

—Más como yo —aseguró con una sonrisa cómplice.

Un fogonazo de luz recibió sus nuevas preguntas. Se cubrió los ojos con sus manos, sintiendo que la cantidad de brillo lo lastimaba, pero no se atrevió a moverse. En realidad, no fue que no se hubiera atrevido, era más bien que no tuvo la oportunidad. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, lo que, en su caso, se cumplió al pie de la letra.

Y su primera reacción fue la de retroceder repentinamente hacia el armario de madera, apegando su espalda a la puerta, que crujió y lo hizo sobresaltarse aún más. Se llevó una mano a la frente, como si estuviera tomándose la temperatura, lo que causó que el círculo de sus acompañantes mágicos —no encontraba otra forma de describirlos— se echaran a reír a carcajadas.

 —Tranquilo, chico, que no mordemos. —Dijo otra voz diferente, algo más grave. Se trataba de un chico de la misma edad que el anterior, algo más bajo y robusto, con una nariz prominente y una sonrisa igual de brillante que el resto de su cuerpo—. ¿Qué tal si nos presentamos, chicos? —Se dirigió al extraño grupo, como animándolos a participar—. Mi nombre es Coman. —Señaló a otro chico, idéntico a él, igual de robusto y algo más bajo—. Él es mi gemelo, Connor.

—Lo genial que es tener nombres parecidos. —El aludido rodó los ojos, pero sonrió con cordialidad.

—Harry —indicó el primer de los muchachos, asintiendo con la cabeza.

—¡Hey! ¡Hey! ¡Aquí viene Pascual! —Una voz más aguda y chillona interrumpió en la escena y un chico algo más joven que el resto se apareció junto a él, mostrándole una mano para que chocaran palmas. Daniel lo hizo con cierta timidez y el tal Pascual aferró su mano con fuerza, remeciéndola como si fuera alguna clase de saludo fraternal. Su expresión era enérgica y divertida, como si todo en la vida fuera una broma eterna.
El niño se sentía intimidado, pero intentaba no demostrarlo. Quería mostrarse tranquilo y firme, como debía ser. Pero le costaba sostenerle la mirada a cualquiera de los allí presentes y todo en lo que podía pensar era qué le diría a mamá cuando llegara y viera a esos señores allí, hablando tranquilamente por allí. ¿Lo castigaría? ¿Cómo le explicaría que no sabía cómo habían aparecido? ¿A quién podría contarles? Ninguno de sus amigos le creería. Seguramente se burlarían y lo llamarían demete.

—Demente —volvió a corregir Harry, apoyando una mano en su hombro—. Puede sentarte si quieres.

—¡Sí! ¡Adoro el parquet! —exclamó Pascual con una sonrisa, deslizándose rápidamente hasta el suelo y sentándose como indio, balanceándose infantilmente—. Bueno, ¿de qué vamos a hablar?

Daniel frunció el ceño y se sintió cohibido. Intentó decir algo, pero no lograba encontrar nada para decir. No se sentía bien. Estaba cansado, asustado, ansioso y muy confuso. No entendía quiénes eran ellos o por qué estaban allí. Bajó la mirada, con la intención de quedarse en silencio, pero sentía la mirada de todos ellos sobre él y no podía evitar sentirse mal.

—Oh, vamos, ¿por qué tan triste? —preguntó Coman que se había sentado al otro lado de él, apagando un poco su luz con las rodillas algo flexionadas—. Estamos aquí para hacerte pasar el rato.

—Sí, nos iremos cuando ella llegue —aseguró Harry, que se había mantenido de pie y le sonreía con amabilidad—. Ya sabes, tu mamá. No sabrá que estuvimos aquí, te lo prometo. —Le guiñó un ojo—. No te meterás en problemas.

—¿De veras? —balbuceó el niño, aún con la mirada baja, mirándose las manos con nerviosismo—. Pero… ¿quiénes son?

—Solo lo mejor que te ha pasado en esta noche —volvió a gritar el más activo de los cuatro, Pascual—. Estabas algo solo y pues bueno, ¿por qué no hacerte compañía hasta que te duermas o algo? Aunque realmente espero que podamos hablar de algo entretenido antes que pase.

—¿Están en mi…? —Señaló su cabeza con la mano.

—Hey, deja de preocuparte por eso —le aconsejó Connor, haciendo un gesto por la mano—. Dime, ¿qué edad tienes?

Comenzó a hablarles lentamente, primero sobre cosas sin importancia y luego contándole cosas que solía esconder de sus amigos, sus secretos o incluso cosas épicas, como que había logrado finalmente matar a una mosca con un periódico viejo, una de sus muchas metas en la vida. Mientras hablaba, olvidó que eran cuatro chicos extraños, brillantes, sin ropa definida y que tendrían que desaparecer cuando mamá llegara. Olvidó que aquello no era normal, porque no importaba. En todo caso, muchas de las ideas pronto desaparecían de su mente, siendo reemplazadas por otras. Era un niño inquieto y, en lugar de cuestionarse cosas que no venían al caso, prefería saber más de sus desconocidos.

Aunque era cierto que prefería hablar que escuchar.

Harry solía ser el más sereno, calmando sus repentinas dudas con sus palabras y amable expresión. Los gemelos solían ser más teatrales, imitando movimientos y haciéndose bromas entre ellos, pero siempre incluyendo a Daniel en sus juegos ocasionales. Pascual definitivamente era el más loco de todos, saltando por el lugar, haciendo piruetas, hablando en voz demasiado alta y siempre contando cosas sin sentido. En ocasiones, Daniel comenzaba a sentir sus ojos pesados y cuando eso ocurría, la luz brillante de sus amigos se comenzaba a apagar lentamente.

—¡No, no se apaguen! —decía entonces y ellos volvían a arder fuertemente, como si recargaran energías. Continuaron hablando, esta vez contando anécdotas, que apenas lograba entender y que apenas oía, porque, aunque no quisiera admitirlo, el sueño lo vencía y simplemente trataba de mantenerse despierto para que ellos no se apagaran. No quería que se apagaran. Y, por lo demás, le agradaba ver que cada vez que les pedía que no lo hiciera, Pascual hiciera una voltereta en el aire y cubriera con su luz todo el lugar.

—¿Cuál es tu animal favorito? —preguntó por tercera vez Coman, codeando a su hermano gemelo, que trataba de imitarlo burdamente.

—Ya se los dije… el le…le…león —bostezó profundamente, apoyándose en la madera del armario y cerrando los ojos un momento—. ¿Qué hora es?

—Es tarde, pero creo que ya está tu mamá por llegar —indicó Harry, volteando un poco hacia el elegante reloj que adornaba el comedor cercano. Miró a sus compañeros y asintió con la cabeza—. De hecho, creo que ya está aquí.

—Y el chico cayó dormido —señaló Pascual, haciendo un gesto de derrota—. ¿Deberíamos apagar las luces? —Connor y Coman negaron con la cabeza, indicando con su dedo al pequeño que dormía allí. Pascual asintió con la cabeza y los cuatro extraños jóvenes esperaron unos segundos—. Fue divertido ¿no?

—Espero que cambien mi bombillo —rió Harry—, que el chico se pasa prendiéndome y siempre se le olvida apagarme. No es agradable después de seis horas.
 
—El drama de ser una lámpara, viejo —le codeó Pascual.

Poco a poco, las cuatro luces comenzaron a desvanecerse. Daniel estaba profundamente dormido, apoyado contra la puerta de madera del armario, con el atisbo de una sonrisa en sus labios. No sabía qué pasaría cuando despertara, pues sus pensamientos se habían diluido en el mundo de los sueños, donde los rostros de sus amigos brillantes eran mucho más reales y tangibles. Donde no era extraño que las cuatro luces  principales de su casa se transformaran en amigos.

Las llaves de la puerta tintinearon cuando la madre del chico entró, cansada, pero apresurada a su hogar. Sabía que ya era tarde y lamentaba haber tenido que dejar a su hijo solo en la casa, pero no había tenido opción. Además, seguramente el chico habría visto televisión o usado el ordenador en su ausencia, a pesar de su órdenes. Dejó los bolsos y las carpetas en la mesita junto al vestíbulo y se extrañó de que hubiera luces prendidas. Comenzó a preocuparse súbitamente, sin mucha razón y recorrió el camino restante apresurada, haciendo resonar los tacos en la madera.

Se detuvo, entre aliviada y sonriente, al ver el cuerpo de Daniel acurrucado en el pasillo y sumido en los sueños. Sin hacer ruido, apagó las luces del comedor y la del corredor donde estaba, tomándolo en brazos y cargándolo hasta su habitación. Seguramente le había dado susto quedarse solo y por eso había encendido todas las luces. Los niños son solo niños.

Daniel, sin saber qué ocurría, semi despierto y aún somnoliento, sintió cómo alguien lo llevaba a su cuarto delicadamente. Sus párpados volvían a cerrarse, pero vio los ojos de su mamá y sonrió, tranquilo. Estaba a salvo, finalmente. Sin embargo, lo más sorprendente fue, que antes de que ella apagara la luz del velador, pudo ver clara y nítidamente el rostro de Harry tras ella.

Un segundo después, la oscuridad volvió a apoderarse de él.

Y el guiño de Harry lo acompañó en sus sueños.

Del baúl XVII

Solo otro de esos días

Eso días en que algo está mal, en que quisiera romper a llorar, pese a no tener ningún motivo. Cuando pareciera que me ahogara, pese a que hay mucho aire a mi disposición. Cuando pareciera que ni las letras cobran un real sentido y simplemente me quedo con la mirada perdida, intentando encontrarle un sentido a mi dolor. Es extraño. Todos tenemos de esos días. Todos los superamos de un modo u otro. Es parte de la vida ¿no?

Tal vez exista algún maquiavélico jugador que se divierte con nuestro tormento y solo lo activa para contemplarlo. En realidad, ¿tiene importancia? Me siento cansada y no ha sucedido nada. Quizás ese sea el problema. Veo los días correr y las dudas parecer devorar todos mis pensamientos. El odio. El vacío.

El frío, un frío no agradable, no energizante, no aquel proveniente del invierno que parece zrevitalizar mi inspiración. Sino aquel que está dentro de mí y simplemente congela todo a su paso, sin dejar nada con una pizca de calor. Que simplemente me deja marchita, pese a lo cliché que pueda sonar. Hasta mis dedos parecen sentirse cansados, como si en realidad no quisieran escribir. ¿De qué sirve al final? ¿Para que alguien llegue y te diga que todo estará bien? ¿Le creas un momento y el cliclo se repita? ¿Qué sentido tiene tu vida, pequeña?

Todos lo hemos cuestionado alguna vez. Y hemos encontrado una respuesta, aunque sea temporal, porque de lo contrario no estaríamos aquí. Quizás simplemente muchos se hayan resignado a aceptar que no tiene un verdadero sentido, pero que no importa. Siguen adelante pese a eso. ¿Qué he hecho yo? ¿Qué quiero hacer yo? ¿Aceptarlo? ¿O luchar por encontrarle un significado, una justificación?

¿Pero para qué? Es solo otro de esos días. La tentación resurge, la controlo. Como siempre. Incluso mi dolor es rutinario, aburrido. Cierro los ojos, sintiéndolo en ellos, queriendo salir. Intento sonreír con ironía, quizás porque suena literario y poético y me río de verdad al pensarlo. Un piano suena en mis oídos. Porque el piano siempre es melancolía y dramatismo ¿no?

Ni siquiera sé qué más decir. No me voy a rendir, porque incluso eso implica decidir. Y no estoy segura de poder hacerlo. No vale la pena, después de todo. No cuando hay tantas cosas. Tantas cosas que podrían suceder. Siempre. ¿Esperanza de ilusos? ¿Y qué más importa al final? ¿Tener los ojos abiertos como platos, sangrantes y opacos? ¿O tenerlos un poco entornados, pero algo más brillantes?

No lo sé. En el fondo, tal vez mis palabras no tengan sentido. No sé qué siento. Ni qué quiero exactamente. Solo sé que pareciera que me estrangulan, pero que lo hacen suave y lentamente, como si quisieran pasar desapercibidos. Lo triste y lo cruel es que es un dolor que no mata. Y tampoco quiero que lo haga. El ser humano es contradictoria y se nubla ante sus propias emociones. ¿Es eso lo que me sucede a mí?

Me siento una esclava sin voluntad. Pero no por la opresión de otros, sino por la cobardía de mi propia alma. Necesito que alguien realmente pudiera sentir esto. Alguien que se acerque y me diga: “Descuida, puedes con ello”. No, no tú que menosprecias lo que no has sentido. Ni tú, que exageras lo que me está atormentando. Alguien que entienda. Que quiera entender. Alguien que deje de esbozar una sonrisa burlona cuando intento abrir mi corazón ante ella. Alguien que no me obligue a burlarme de lo que en realidad me está desgarrando. En el fondo, alguien en el que pueda confiar. No tú, que parece no importarte nada de lo que sucede. Ni tampoco tú, en quien confié para luego decepcionarme. Ni menos tú, en quien confío, pero temo hacerte daño.

En el fondo, para muchos es simple. Es algo sencillo, que debería solucionar sin tanto alboroto. Pero nunca será simple para mí. ¡Sí, ya sé qué es lo que piensas! ¡Sé que crees que me falta valor! ¿Acaso me conoces? ¿Acaso sabes qué he vivido cada segundo, sabes qué siento justo ahora? ¿Por qué piensas que algo de lo que estás diciendo puede servirme? No lo hace. Solo me estrangula un poco más fuerte.

Después de todo, ¿por qué habría de importarte? Solo otro de esos días de alguien que es solo otro más entre muchos de esa nebulosa de conocidos más allá de la distancia, cuya ausencia terminarías sin siquiera notar. No es como si debieras hacerlo, por cierto. Es como debe ser. Pero no me ayuda. Y necesito ayuda. La necesito demasiado… Pero no hoy. Fue ayer ¿sabes? Ese es el problema. Que cuando trato de tender mi mano para coger la tuya, no percibe nada. Nada. Durante horas y horas. Hasta que finalmente la tuya toma la mía, cuando ya no la necesitaba. Cuando se acostumbró solamente al viento a su alrededor.

Es cruel.

Pero, en el fondo, sé que no puedo confiarle esto a muchos. Y es triste, porque me gustaría hacerlo, porque yo siempre trato de dejar de lado mi propio vacío, mi propia amargura y dolor para insistir en un cortés “como estás”. Porque realmente quiero saber si están bien. Realmente quiero ayudarles si no lo están. Pero cuando es su pregunta la que me enfrento…

“¿Cómo estás?”

… pienso. Pienso en decirles la verdad y romper una letra tras otra para soltar algo de mi sangre. Pienso en sus reacciones, en lo que me dirán, en los propios problemas que sienten y en las propias preocupaciones que ya acumulan. ¿Por qué molestarles con lo mismo? Después de todo, es mi problema. Yo he de solucionarlo.

Y así es siempre.

“Todo bien, ¿y tú?”

Porque es solo otro de esos días.

Lo que no significa que duela menos.

Del baúl XVI

 El Chico de los Naipes

                El metro de las diez de la mañana en un día de semana solía estar bastante desocupado, en especial en la estación en la que me encontraba. La magia de tener solo una clase en la mañana era que podía volver a casa sin ninguna de las incomodidades propias del mediodía o la tarde. Y cuando me refería a incomodidades, estaba pensando en la cantidad de gente que se acumula en los vagones. Apretados, como si estuviéramos en Japón, mis cosas se apachurraban contra los cuerpos y se me hacía difícil respirar.

                No era como si me quejara demasiado, en cualquier caso, porque aquello era preferible a tomar el autobus, que por lo general iba igual de lleno, era mucho más lento y costoso y el que siempre olía intensamente a bencina. Siempre el olor me revolvió el estómago, por lo que prefería soportar los pequeños inconvenientes del metro y volver a casa con apetito.

                Aquella mañana, la estación se encontraba bastante vacía. Observé el tablero que indicaba cuánto tardaría el próximo tren y solté un suspiro de resignación al ver que faltaban cerca de diez minutos. Prendí mi mp4 y subí el volumen a casi lo máximo de su potencia, cuidando de que no hubiera nadie cerca que pudiera molestarse, ya que no era de mi agrado el que el resto escuchara lo que yo.

                Me concentré en la música durante largos minutos, ajena en cierto modo a la gente que me rodeaba y solo preocupada de que el tren llegara lo más pronto posible y poder imaginarme de mejor forma las imágenes que la música formaba en mi cabeza. Era un momento bastante íntimo para mí, por lo que, pese a todo, me era bastante desagradable ir con alguien conocido de regreso a casa, pues implicaba menos música y más atención a una conversación.

                Con todo, aquel era mi día de suerte, porque no me había topado con nadie. Sonreí para mis adentros al pensar lo antisocial y extraño que era aquel pensamiento, pero desestimé la idea de inmediato, pues no me apetecía hacer filosofía existencialista a aquella hora de la mañana y con tan buena música en mis oídos.

                No obstante, luego de algunos minutos me di cuenta de que ya no estaba sola en aquella sección de la estación. Otro muchacho, de aproximadamente mi edad, estaba allí, parado con la usual mirada perdida del universitario fatigado, con sus audífonos puestos en sus orejas, la mochila al hombro y esperando con expresión aburrida. Fruncí el ceño, incómoda durante un instante —la gente de mi edad no suele ser muy agradable cuando no quiere serlo— y lo miré con discresión.

                Es increíble como todas las personas siempre condenamos lo superficiales que es la sociedad actual y cómo todos se dejan llevar por los prejuicios y las apariencias, pero que no tuvieran clara una cosa: si no conoces a una persona, tu mente automáticamente utilizará la apariencia de dicha persona para formular un juicio que permita una reacción de adaptación, ya sea de rechazo o de simpatía. Esta reacción era la única que cambiaba de acuerdo a la experiencia personal de cada uno, pero no por ello deja de existir.

                Y cuando vi a aquel muchacho, mi primera impresión fue de desagrado. Un típico chico en las últimas etapas de su adolescencia, vestido con ropa oscura, seguramente desdeñoso y seguro de sí mismo, que probablemente pasara los fines de semana borracho como una cuba, en compañía de sus amigotes. No alcanzaba a verle los ojos, pero la postura no indicaba nada fuera de lo normal. Estudiante. Ingeniería tal vez. Quizás agradable, bromista solo entre sus amigos, pero serio y tal vez tímido con extraños. Con todo, había algo que me producía... incomodidad.

                Desvié la mirada, un poco temerosa de que él me descubriera mirándolo —contacto visual incómodo—, procurando alejarme unos pasos, sintiéndome especialmente reticente a cualquier tipo de compañía en aquellos momentos. Otra canción comenzó a sonar en mis oídos y procuré ignorar todo tipo de estímulo externo. ¿Qué había pasado? Había sido una reacción del todo infantil ¿no era así? Sí, demasiado aprensiva.

                Pasaron algunos minutos y de reojo volví a observar al muchacho que continuaba allí, escuchando música. Sin embargo, algo había cambiado y que me hizo alzar las cejas con cierta extrañeza y sorpresa: tenía un mazo de cartas clásicas en la mano. ¿Por qué me causó tanta sorpresa? Porque las barajaba y las manipulaba de forma sistemática, como si estuviera buscando alguna carta en específico, sin conseguir hallarla.

                No era de lo más común encontrarse con algún muchacho con cartas en las manos o por lo menos yo no me había topado con demasiados. Como fuera, volvió a llamarme la atención y no pude despejar los ojos de sus manos, que continuaban jugando entre las cartas de forma continua. A veces sacaba alguna carta en particular —un tres de pica, una jota de corazones— y hacía un extraño movimiento con la mano como para voltearla. Como si estuviera haciendo algún truco de magia.

                ¿Qué podía decir? Sí que me llamó la atención, evidentemente. Era extraño, peculiar, diferente. Me atrajo de una manera muy extravangante. Eso es todo cuanto podía decir. Parpadeé cuando la puerta del vagón del tren que ya había arribado comenzó a pulsar frente a mí y la gente me arrastró hacia el interior. ¿Cuándo se había llenado la estación? ¿cuándo había llegado el tren?

                Entré algo desconcertada y quizás un poco avergonzada de mí misma por aquel lapsus, ubicándome en el rincón de la entrada, que siempre solía ocupar. Sí, él se colocó justo en frente, en un espacio que quedaba en paralelo a donde yo me encontraba. En ningún momento apartó la vista de sus manos, sin dejar jamás de barajarlas y pasarlas de una mano a otra. Ni siquiera parecía estar distraído con su música, era como si simplemente aquellas cartas fueran demasiado importantes para quitarles la vista de encima.

                —¿Me puede dar permiso? —preguntó una señora que quería ubicarse a mi lado y que por mi postura algo ladeada, le resultaba difícil. Nuevamente, aturdida, asentí con la cabeza, esbozando una cortés sonrisa y la dejé pasar. Observé con cierta paranoia la estación donde nos encontrábamos —no sería la primera vez en que me pasaba por andar algo distraída—, pero me tranquilicé, mirando que todavía quedaban muchas para mi destino.

                —Perdona, ¿me puedes pasar eso?

                Era el chico. Su mirada inexpresiva y quizás algo irritada, indicando una elegante jota de diamantes que, aparentemente, había salido de las manos del muchacho y había ido a parar bajo mi pie, consiguiendo que el cartón se doblara un poco. ¿Cómo había ido a parar ahí? ¿Cómo no me di cuenta? Debo admitir que si cualquiera hubiera creído que aquello podía ser el inicio de un romance al estilo de Romeo y Julieta era porque no podían ver la mirada furiosa y claramente oscura del muchacho. ¿Alguna vez han visto una mirada oscura? Realmente oscura, profunda, hundida, peligrosa, intimidante. Ese tipo de expresiones que te cautivan en una novela, pero que te aterrorizan en la vida real.

                Recogí la carta como una autómata y se la pasé sin decir una palabra, tragando saliva disimuladamente y tratando de parecer serena y no nerviosa. En cualquier caso, siempre podría interpretarse como timidez ¿no? El muchacho ni siquiera me dio las gracias, pero en lugar de volver a su original puesto, se colocó a mi lado, continuando con su ahora sicótica tarea con las cartas.

                No estaba segura de si estaba más asustada o fascinada. Analicé mis propias emociones, entendiendo que era una mezcla de ambas, ya que temía la extraña reacción del desconocido, pero me atraía muchísimo su comportamiento. Era absolutamente diferente. ¿O quizás era yo la que buscaba interpretaciones donde las simplicidad era la regla? Tal vez el muchacho simplemente era un freak que no le gustaba verse interrumpido. Tal vez soloera un chico aburrido y antipático. No precisamente había un significado distinto ¿verdad?

                —Elije una carta —ordenó el muchacho, acercándoseme de nuevo, con grave seriedad. Nuevamente, su mirada hundida y agresiva me hizo tragar saliva, pero esta vez también su hostilidad me hizo fruncir el ceño con cierta irritación. ¿Qué se creía? ¿Que podía venir y empezar a dar órdenes sin ton ni son? Por un segundo, consideré negarme y simplemente apartar la vista con dignidad, pero inmediatamente después me pareció que aquello podía ser una pésima y quizás desagradable idea.

                Alargué la mano y saqué una carta al azar, sonriendo irónicamente al ver que me había tocado la jota de diamantes. Era obvio que había trucado la baraja de manera que eligiera aquella de forma obligatoria. La miré durante algún rato, como buscando algo que la distinguiera de cualquier otra carta que hubiera visto antes, pero parecía común y corriente.

                —¿Qué pasa? —inquirió él, nuevamente en el mismo tono crudo—. ¿Por qué la sonrisa?

                ¿Qué? ¿Ahora no puedo sonreír? ¿Era delito acaso? Mi boca se movió en una expresión de molestia, pero no expresé más que eso. Después de todo, ¿qué tal si el tipo aquel no era algún tipo de sicópata? ¿O un esquizofrénico? ¿Y si lo hacía enfadar y me atacaba? Tal vez aquello no había sido una buena idea, después de todo. Debía ser precavida y cuidadosa. Era un desconocido, no debía olvidarlo. No era un viejo amigo o un compañero de clases.

                —Nada, solo me pareció gracioso que me saliera... —comencé con naturalidad.

                —¡¡No me digas cuál carta te ha tocado!! —ordenó con furia. No subió el volumen de su voz, que no era más alto que un susurro, pero su dureza y frialdad expresaban igual o mejormente la cólera. Me corté en seco, mirándolo con ya abierto temor y rechazo. Me mantuve en silencio, observándolo directamente a los ojos y tratando de esbozar una sonrisa nerviosa y casual.

                Él, ajeno a mi evidente reacción de aversión y miedo, abrió el mazo de naipes en la mitad, indicando que colocara la carta en medio. Así lo hice, viendo inmediatamente cómo barajaba maestralmente el mazo completo, sin vacilar un segundo y sin hacer contacto visual conmigo en ningún momento. Era como si entrara en trance cada vez que sus manos manipulaban las cartas. Aparté la mirada, observando si el resto de los pasajeros nos observaba, pero no era así. Todos parecían ocupados en lo suyo, como era usual, lo que me sumió en una sensación aún más profunda de irrealidad.

                —¿Es esta tu carta? —preguntó el muchacho, volviendo a atraer mi atención, colocando una carta en frente de mis narices con muy poca elegancia.

                Por supuesto lo era. La jota de diamantes, nuevamente, parecía burlarse de mí en aquel momento. Asentí con la cabeza, sonriendo, tratando de expresar mi admiración por el truco, pero el muchacho no parecía complacido. Al contrario, parecía más bien preocupado y quizás frustrado. Gruñó algo ininteligible y se alejó de mí, sin agradecer ni hacer ningún comentario.

                —Hey, pero qué...  —comencé a decir en voz baja, pero procurando elevarla para que me escuchara.

                —Estación Chorrillos —dijo la voz en vagón, anunciando que aquella era mi parada. Tragué saliva nuevamente, con un sabor amargo en la boca y me dirigí hacia la salida, muy confusa. Continué mirando al chico, ya incapaz de quitarle los ojos de encima o de ser discreta y deseando con todas mis fuerzas el no tener que bajarme del tren todavía. Qué ridiculez ¿no? Supongo que la ruptura de la rutina simplemente me había emocionado de una manera bizarra, porque no me explicaba ese repentino interés de mi parte.

                La gente me arrastró hacia la estación, bloqueandome la visión del joven, que había quedado tapado por otra avalancha de pasajeros que entraban. Suspiré, intentando verlo cuando le vagón pasara, pero fue inútil. Solo era una masa de personas, era imposible distinguirlo allí. Después de todo, no era como si fuera algo demasiado especial. Solo un poco raro. Esquizofrénico, como había pensado. Seguramente con alguna clase de síndrome. O simplemente un freak con una forma de ser muy hostil.

                Con todo, estaba seguro de que el chico —¡de quien ni siquiera sabía el nombre!— continuaría rondando mis pensamientos durante algún rato. Había sido una experiencia diferente, después de todo, aunque tampoco tan especial. No. Quizás debería pensar en otras cosas. Tenía asuntos pendientes. Asuntos más importantes a los que dedicarle atención. Sí, definitivamente. Una anécdota bizarra del metro, nada más. El chico de los naipes.

                Sonreí para mí misma, un poco aturdida aún por el choque de realidades y pensamientos que creía experimentar y me dirigí hacia la salida del metro, donde debería pasar mi tarjeta para continuar. Rebusqué entre mis cosas, mi billetera donde guardaba la tarjeta, ya decidida a transformar aquel incidente en algo interesante que contar cuando preguntaran. Pero cuando abrí la billetera, mi corazón se saltó un latido y fruncí el ceño, entre horrorizada, fascinada y sorprendida.

                Dentro, entre mi cédula de identidad y la tarjeta del metro, estaba una carta.

                La Jota de Diamantes. Y en ella, con una letra elegante y seductora, estaba escrita solo una pequeña frase, que consiguió hacerme sonreír, a la vez que sentía cómo un escalofrío bajaba por mi espalda.

                “Un recuerdo del chico de los naipes”.

Del baúl XV

 Estoy Viva

¿Esto es realmente tan sorprendente? No debería serlo. Se supone que siempre debí saberlo. Todos tenemos nociones quiénes somos ¿no? De cómo somos. De cómo nos ven. Quizás sean nociones equivocadas, pero están allí. Pero, ¿qué pasa cuando realmente nos damos cuenta de cómo somos? ¿Y que esa cualidad no solo siempre ha estado allí, sino que seguirá estándolo? ¿Y qué sucede si es una cualidad que nadie querría consigo?

Muchas veces me han dicho que soy fría. Jamás lo he creído. No porque sea muy emotiva, sino porque siempre he asociado la frialdad con la crueldad, con ser cortante y tajante, con ser desdeñoso y, en el fondo, no creo que yo sea esas cosas. Pero estaba equivocada. Soy fría. Soy fría con el mundo, con mis compañeros, con mi familia, conmigo misma. Sí, sonrío. Sí, lloro. Pero solo cuando estoy sola.

¿Será que siento que solo conmigo misma puedo ser quien soy? ¿Tendré miedo? ¿Por qué tengo que ser tan cobarde? Es doloroso. Duele mucho, saber que nadie querría a su lado a alquien como yo. Pero es tan natural, tan lógico. Yo no me querría conmigo. ¿Quién desearía tener a alguien que no sabe expresar su felicidad, que no acepta su tristeza, que no sabe como manejar su ira? Que parece simplemente aburrida de la vida y de sí misma, lo que quizás sea verdad.

Y no, no he sufrido traumas. No tengo grandes cicatrices en mi alma. Solo... tengo todo dentro. Y me he dado cuenta de cuánto hay allí, dentro, arrastrándose entre mis costillas. ¿Será orgullo? ¿Egocentrismo? ¿Qué es lo que está mal conmigo? ¿Por qué tanta vergüenza de lo que siento? ¿Por qué no puedo dejar que mi corazón lata como todos?

Hay tantos pensamientos en mi cabeza en este momento. Quiero ordenarlos. Quiero expresar esto de forma que pueda entenderlo, pero todos se arremolinan, retorciéndose entre mis recuerdos. Y tengo miedo. Tengo mucho miedo. ¿Qué pasa si es todo lo que hay en mí? Esto. Solo esto. ¿Qué pasa si es esto todo lo que puedo dar? ¿Lo que puedo sentir? Siempre ha sido así. Siempre. Y no ha cambiado. ¿Qué sucederá si no cambia nunca?

Desde pequeña, ensayaba cómo agradecer los regalos queme hacían. Sonreía con sinceridad, pero no lograba abrir mis brazos para abrazar a nadie o agudizar mi voz para demostrar emoción. Y todos comentaban lo “madura” que parecía, lo seria que siempre me mostraba. Mi propia familia dijo que yo había nacido sin hormonas, porque jamás había gustado de algún cantante, actor, celebridad o nada. Nada me emocionaba. Nada lograba encenderme. Sí, me río un poco, porque hormonas tengo. Tengo sangre en las venas y a veces hierve. Pero eso es otra cosa ¿no? Es físico.

Ya un poco mayor, todas mis amigas tenían alguna especie de encaprichamiento con los chicos mayores. Es natural. Siempre las pre adolescentes se fijan en los muchachos de cursos superiores, aunque sepan que, muchas veces, es solo un amor platónico e imposible. Yo ni siquiera sabía que muchos de ellos existían. ¿Qué fue lo que hice? Inventé que estaba enamorada de uno. Tenía novia, lo que le daba más drama a todo el asunto, pero a mí ni siquiera me importaba, aunque convencía a todos de lo contrairo.

Recuerdo rayar todo mi pupitre con sus iniciales y dibujos clichés. Recuerdo sonreír con nerviosismo cuando me señalaban donde estaba y fruncir el ceño con tristeza cuando le veía con su novia. Jugué bien mi papel. Incluso me ruborizaba y el corazón me latía con fuerza cuando me acercaba a él. ¿Aprendí a quererlo, de tanto fingir? No, simplemente era el nerviosismo de que me descubrieran lo que aceleraba mis latidos.

Qué asco ¿verdad? Y ahora tengo verdadero miedo de que siga siendo así. Siempre he pensado que ciertas emociones deberían ser intensas. No importa si infantiles, falsas o distorsionadas, pero intensas. Y mis emociones son tan tibias... tan suaves, tan efímeras. Solo el dolor parece estremecerme. ¿Y qué tal si no hay nada más? ¿Si jamás siento la pasión ardiente? ¿La felicidad desbordante? ¿La alegría espontánea? ¿La tristeza? ¿La emoción? ¿Qué tal si sigue siendo... lo mismo?

¿Por qué soy esto? Es despreciable. Repugnante. Y ¿sabes qué es lo peor? Que sí me emociono con lo que no es real. Series. Películas. Libros. Música. Puedo llorar con un capítulo y celebrar un final feliz. ¿Qué clase de monstruo soy? ¿Qué está mal conmigo? ¿Por qué tiene que ser de esta manera?

Y no importa cuanto lo intente, no puedo. Solo consigo fingir. ¿Qué me ha abandonado? ¿Mi corazón? ¿Mis sentimientos? ¿Tengo realmente sentimientos? Sí, obvio que sí. Siento dolor ¿no? ¿O es solo vanidad? Hay tantas preguntas. Sí, ninguna respuesta, como es usual. Pero tampoco sé si quiero respuestas. Tengo que cambiar. ¿Por qué? ¿Por qué yo? Y en el fondo ¿vale la pena?

Mis palabras son mis emociones. Y ahora entiendo por qué, cada vez que escribo, describo cada emoción, cada sentimiento, cada sensación. Porque los siento. Están ahí, aunque nadie los note. Son importantes. Deben ser importantes. Deben serlo, pese a que nadie los vea. Pese a que estén enterrados. Siento cuando escribo y lo demuestro. Mis palabras siempre son genuinas.

Y quiero que todos lo sepan. Mi sangre corre. Mi corazón late. Mi boca sonríe. Mis ojos lloran. Sí. Siento como todos, aunque sencillamente no pueda demostrarlo. ¡Estoy viva, maldita sea! ¡Estoy viva! ¡Entiéndanlo! ¡Soy como tú! ¡Como todos! ¡Estoy viva! ¿Lo escuchas? ¿lo sientes? Por favor...

Estoy viva.

Por favor...

Siéntelo.

Siéntelo.

Del baúl XIV

 Querida tú:

                Espero realmente no terminar por espantarte. Eso es lo que suelo hacer ¿sabes? De un modo u otro. Porque estoy muy poco o porque estoy demasiado; porque no entienden lo que soy o porque lo entienden más de lo que deberían; porque las palabras terminan agotándose o porque nunca lo hacen. Pero sabemos que simplemente la gente se marcha. Sí, claro que lo sabemos. Es duro, cruel, lógico, tonto, injusto, natural, sencillo, complejo, duro, obvio. Es muchas cosas.

                Sí, soy de esas que disfrazan con muchas palabras emociones y mensajes muy simples. Creo que ya lo sabes. Es realmente gracioso como puedes saber tantas cosas de mí por signos tan simples. Y quizás nunca sea suficiente. Uno nunca termina de conocerse a sí mismo. ¿Cómo podría aspirar a conocer a otro? Pero lo intentamos de todas maneras, porque eso es lo que somos.

                Realmente odio cuando me pongo “filosófica”, pero supongo que todos tenemos nuestros momentos. Este momento lo dediqué para ti. Porque quiero decir cosas. Las he dicho, pero me gusta repetirlas, ya que, como todos, tienes la tendencia a olvidar las cosas más obvias. Cosas que nadie debería olvidar. No importa, aquí estaré para recordártelas todas las veces que sea necesario.

                ¿Hace cuántos nos conocemos? Dudo sea demasiado tiempo, aunque para mí es el suficiente. Para entender que hay algo único en ti. Todos los somos por supuesto:diferentes e irrepetibles. Pero hay algo más. Esa certeza de que, pese a las diferencias, hay algo que podemos compartir. Quizás no sea lo mejor, quizás no sean nuestras sonrisas, ¿pero por qué las lágrimas no serían un buen modo de encontrar una compañía?

                Durante mucho tiempo he estado sola. No me he dado cuenta, he fingido que no me importa, tal como seguramente has hecho tú. Pero tarde o temprano el saberte, el sentirte sin nadie más a tu alrededor, duele.  Amarga. Te hace desear que fuera diferente. Quisiéramos que eso cambiara, retroceder hacia esos momentos en que no era así o avanzar hacia aquellos en que cambiará.

                Pero no es de eso de lo que quiero hablarte. Quizás debo terminar con los rodeos. Estoy aquí. Y tú estás allá. Pero siempre que pueda estaré contigo. Siempre que quieras. Siempre que me lo permitas. Aquel día en que no lo necesitas, no lo quieras o no me lo permitas, sonreíré y daré un paso atrás, auque también me cause dolor. Después de todo, la amistad también es cosa de dar. Y no quiero  convertirme en una carga para ti.

                Espero que ese día no llegue pronto. Espero que no lo haga nunca. Pero quiero hacerte esa promesa. Estaré hasta que todas esas condiciones cambien. Te presionaré para que confíes en mí, pero no demasiado. Respetaré tus silencios y trataré de llenar esos vacíos. No puedo hacerlo. Estamos tan lejos… nunca será suficiente cada cosa que intente hacer. Pero intentar es de amigos ¿no?

                No te juzgaré nunca. Seguro que muchos te han dicho lo mismo y terminan haciéndolo. ¿Cómo podría yo hacerlo? ¿Quién soy yo para juzgarte? Quizás no entienda. Quizás me cueste llegar a tus pensamientos. No te mentiré. Diré lo que me parece mal y lo que me parece bien. Pero jamás pretenderé decirte qué es lo que debes hacer, cómo debes sentirte o cuáles acciones debes seguir. No soy tú. No siento como tú. No actúo como tú. Y mientras eso siga así, no tengo ningún derecho a pretender que soy algo más. Nunca temas ser sincera conmigo. ¿Está bien? Nunca. No importa lo raro, extraño, doloroso o particular que sea. Siempre la verdad será mejor que la mentira, aunque parezca que no es así. Tal vez me cueste entenderlo muchas veces y te diga que “prefiero no saber”, pero nunca será así. Al final del camino, es mucho mejor herir con la verdad que matar con el silencio.

                Nunca podré ayudarte, eso lo sabes. ¿Qué puedo hacer desde acá, con mi vida, mi experiencia, mis palabras? Nada. Pero, nuevamente, puedo intentarlo. Poner mi esfuerzo. Suena tonto ¿no es así? Tanta distancia, tanta separación. ¿Te estoy asustando? ¿Crees que es demasiado para tan poco? ¿Para alguien que apenas llegas a conocer? Perdóname. Sabes que realmente suelo ser aprensiva. Protectora. No sé si entregada, porque muchas veces me verás actuar con egoísmo. Espero me disculpes cuando eso pase.

                ¿Qué más puedo decirte? Supongo que muchas más cosas. Que me alegro enormemente de haberte conocido. ¿Cómo puedo no creer en algo ―lo que sea― si ha permitido la vida juntarte en mi camino? Quizás yo no sea lo suficiente, pero sin duda que tú eres más de lo que merezco. ¿Exagero?Tal vez. Sabes que soy así. Pero mis palabras nunca han sido más sinceras. Simplemente quizás sean demasiado… temerosas. Sí, esa es la palabra. Temo perder lo que se ha ido construyendo.

                Temo que el tiempo devore esto. Has sufrido decepciones. No quiero ser quien te de otra. No necesitas nada de eso. Mi tarea es ayudar, construir. Espero poder lograrlo, solamente. ¿Quién dijo que las barreras existían actualmente? Mira, la distancia, el tiempo, todo es diferente. Y aún así, las palabras consiguieron lo imposible. ¿Cómo no creer en el poder de ellas? ¿En su magia?

                Bueno, espero no haberte aburrido. Ni asustado. Ni nada parecido. Me disculpo, pero realmente quería escribir esto. Se lo prometí al cosmos. Dios. Azar. El destino. Y he cumplido. Te quiero. Esas palabras son tan diferentes para cada uno, pero en mí encierran una promesa: prometo estar siempre allí. A menos que no me necesites. O no quieras. O no me lo permitas. Ya lo sabes. Pero estaré allí, sin importar qué. ¿Estamos solas? Tal vez. Tal vez no. Pero una breve luz puede deshacer mucha oscuridad.

                Espero poder ser al menos una parte de esa luz.

Yo.

Del baúl XIII

 Magia

                  “¿Tú crees en la magia?”, podría preguntarme alguien algún día. Sus ojos quizás muestren incredulidad, paz, desdén, burla, amistad, curiosidad.

                  “¿Cómo podría no creer en algo que he visto?”, le respondería. Se reiría sin duda. Y quizás no sería capaz yo de realmente explicarle a qué me refería cuando dije eso. Porque quizás tampoco lo entiendo.

                  ¿Qué es la magia para muchos? Fantasía, ilusión, ese imposible que se ve en las película, que une Romeos y Julietas, que salva héroes, que hace alzarse a los reinos, que hace vivo lo inexistente. Lo que vemos en las películas de Disney, lo que leemos en las letras de J.K Rowling. Esa ilusión de que lo imposible puede ser real.

                 Para mí es diferente. La magia es real. Y no, no veo unicornios voladores ni grandes guerreros élficos. Tampoco vivo en un mundo rosa ni todo es perfecto en cada rincón de mis pensamientos. Quizás es todo lo contrario y, justamente por eso, sé qué es lo real. Hay tantas formas de energía, de magia, de poder dentro de cada uno de nosotros, fluyendo eternamente, sin que apenas lo notemos.

                 Nuestra mayor fuente de magia son las palabras.

                 He visto la magia, porque escribo. ¿Alguna vez te has sentado simplemente a imaginar cómo sería un mundo distinto al tuyo? ¿Has deseado tener el poder de cambiar las cosas, de que de pronto algo suceda y rompa los esquemas de tu rutina? ¿Te has descubierto simplemente soñando con lo diferente? Soñamos con lo imposible. ¿Acaso no ves la magia fluyendo por tus ojos cuando te sumerges en ese mundo mago solo tuyo?

                Siento la magia derramarse por mis letras cada vez que la plasmo en una hoja en blanco. Va tomando forma, color, textura, aroma. Va creándose lentamente, invadiendo con su fuerza y su energía cada fibra de mi ser. ¿Nunca te has enamorado? ¿Nunca has sentido tu corazón latir con fuerza y tus pensamientos brillar con más fuerza? ¿Nunca has sentido que tus pasos cobran sentido?

                Siento la magia cada vez que cierro los ojos y siento las espadas chocar en un campo de batalla, la caricia de los amantes en la oscuridad, los ojos chispeantes y azules del héroe que sacrifica su vida por la justicia, la sonrisa torpe de un niño pequeño jugando en el pasto. Prueba soñando. No importa cuál sea el material de tus sueños, cuán brillante, cuán oscuro. Deja que tu sonrisa derrame magia y que tu dolor llore ilusión cada vez.

                Siento la magia cada vez que recibo un mensaje de una persona querida u oigo el saludo de alguien que aprecio. No importa si mi corazón está helado o mi sonrisa parece extenderse como una mueca extraña e incómoda, a través de mis ojos realmente siento la alegría de ese calor extendiéndose por mi interior. ¿Acaso una sonrisa, una mirada, una emoción no son la magia de nuestra especie? ¿Acaso no son lo más puro e intenso que tenemos para regalar?

                Siento la magia cada vez que la música inunda mis oídos y me siento desplazar a lugares inexistentes, cuando las voces de rostros que jamás he visto enlazan melodías alrededor de mis pensamientos. Siento el fuego en mis venas ante la seducción de esa guitarra, la tristeza en mis manos ante el violín danzante, la valentía ante la batería a toda potencia, la solemnidad del camino solitario de un héroe.

                Siento la magia cada vez que mis pasos solitarios y libres caminan por las mismas calles que recorrieron en compañía. El aire es nuevo. La brisa es diferente. Las hojas entorpeciendo mi paso adquieren la textura de la fantasía. Los rostros ocultan historias que hacen vibrar mi alma. Los secretos parecen revelarse en el sol iluminando mi rostro. El dinamismo de un chico que corre al alcanzar el bus y cuya agitación parece arrastrar la fuerza de todo un mundo.

                Siento la magia en la vida. La vida es dura, cruel, amarga, pero también mágica. Nuestros ojos están tan acostumbrados a la oscuridad, a la crudeza, a la decepción que somos incapaces de reconocer la luz. Y no, la magia de esta vida no está en la ciudad, no está en los ojos de otros, no está en las películas. Está dentro de cada uno de nosotros, derramándose en palabras, miradas, expresiones, sueños. Especialmente en sueños.

                Siento la magia cada vez que escribo, pese a que la mía es una magia torpe y nueva. Salta con timidez y muchas veces se oculta debajo de mis letras, demasiado atemorizada para atreverse a salir. Intenta volar, pero sus alas son inexpertas y termina dando botes en el suelo, con una sonrisa boba en su rostro. Ríe con dificultad y llora sin que nadie la vea. Fluye a través de mis venas con lentitud, como si supiera que apresurarse es demasiado riesgoso.

                Pero siempre está allí y, aunque a veces su silencio helado e inseguro, me hace dudar, siempre reaparece, agitando sus manos, saludándome con las mejillas encendidas de temor y emoción. Cada vez que escribo, danza a través de mis palabras, hundiéndose en los mundos que voy creando, mundos tan torpes y extraños como ella.

                “¿Te gusta escribir?”

                “No puedo vivir sin hacerlo”

                Porque la magia es lo único que da sentido a mi vida. Mis sueños son mi realidad. ¿No lo entiendes? No importa. Quizás lo hagas alguna vez, como yo también alguna vez entender tu propio mundo. Cada uno tiene el suyo, quizás más o menos parecido a aquellos que llamamos vida real; y no hay más mérito en uno ni otro. Dejemos de pensar en mejores o peores. Somos diferentes. Nuestros sueños son distintos.

                Y nuestra magia nunca será igual. Pero lo importante es que la sintamos. Porque está allí. Contigo. Conmigo.

                Es solo cuestión de sentir.
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