Hay una sombra en mí. A esta hora, teclea que teclea, aturdida en el silencio. Hace frío, dicen. Allá afuera. ¿Qué será sufrir? En cursivas, con un énfasis, casi un paréntesis, en la mente. Sin esperanza. Floto en un calor de serenas ilusiones, a la deriva, fingiendo entender. Me reconozco en ese vibrar, esa presión vacía, ese estar y ser aire amargo. ¿Dónde está la rabia? Desaparecida entre lágrimas, entre perdones inmerecidos, asfixiada en un amor que odia el silencio, que llora en la ducha. Duerme. Oye las llantas, sueña al despertar con palabras sin mensaje. Puntitos lila, ecos de ayer, burlas ahogadas. Y no temas. Eres algodón y cenias, leña mojada en invierno. Mejor pretender que nadie más sabe mirar las lucecitas anaranjadas en el anochecer.
Al menos tenemos salud...
domingo, 23 de abril de 2017
Empieza siempre igual. Un dolorcito, una
molestia y altiro dipirona, aspirina, un ibuprofeno y se olvida. Otro día más,
en las mismas calles y con la misma gente. Sigue ahí la molestia, así que toma
dos pastillas de una y hasta el otro día parece bien. Sin Fonasa, sin soñar con
Isapre, con una platita ahorrada, con los pies libres de consultorios eternos,
llenos, que nunca te dirán nada, el miedo a que pase algo, a morirse esperando
que te digan que estás resfriado, el miedo de la mami a parecer indigente. Así
que un día tomas la tarjeta de cuenta RUT y sacas cuarenta lucas. Quizás
cuarenta y cinco y vas a un médico.
Consulta privada. ¿Previsión? Ni una,
porque eres estudiante, pero sin seguridad, demasiado rico para hospitales,
demasiado pobre para clínicas. Que te revise un médico una vez y ya, quedas
listo. Pero no funciona, el doctor no encuentra nada, tres exámenes más, y de
dónde sacamos la plata, bueno, algo ahorramos y se hacen los exámenes. No hay
nada y uno se va a Google no más y descubre todas las enfermedades que puede
sufrir y empieza a tener miedo, empieza a dolerle la oreja, los pies, el
estómago, ¿será el completo que te comiste o es que tienes un parásito?
Y así pasan meses. La molestia inicial sigue
ahí. Cuesta dormir, te duele un poco la cabeza al mover el cuello, estás viendo
menos. Otro médico. Otras cuarenta lucas, porque tampoco atiende por Fonasa ―y
da igual, que tampoco tienes. Y se pone seria la cosa, menos mal que bajamos de
peso, porque si no, sería peor. Le pides plata a la familia y te haces el
examen. El caro, el grande, el peligroso, porque a veces mejor no saber. Sí, mejor
no saber, pero igual te molesta, no duermes, te duele saltar, así que te lo
haces.
Y aparece el miedo. Buscamos en el celular,
sentados en la clínica, qué significan todas las palabras. Y se me aprieta el
estómago, el pecho, la boca, al leer Oncología,
pero es falsa alarma, casi casi, es solo una masa en el cerebro creciendo y
empujándolo todo como los que suben del metro sin dejar bajar. El camino de
vuelta es silencioso. Nadie caza Pokemons y solo intentamos pensar qué hacer.
Cómo decirlo. Y de dónde mierda vamos a sacar la plata.
Al otro día vas a Fonasa. Olvidada ya la
noche durmiendo apenas unas horas, después de haber googleado todo, todas las opciones, operaciones y remedios que en
realidad no entendemos, de habernos sentados todos a conversar, qué hacer, qué
hacemos. Mejor pagar 18 lucas mensuales y que quizás todo cueste menos a la
larga. A la larga que cada vez se hace más extensa. Pero da igual, porque el
doctor está de vacaciones y no vuelve en un mes más. ¿Y qué hacer mientras?
¿Qué hacemos mientras que la masa crece, que el miedo es también un tumor en la
boca y en los ojos, en los números que no cuadran?
«A Santiago». La capital, reina de todo,
donde hay más cómics, más médicos, más centros de todo, donde el mundo se
escapa en verano. Allá sabrán decirlo. Allá sabrán qué hacer. Y más plata
adeudada. Pasajes al amanecer para llegar a las diez y veinte a la consulta.
Doscientas lucas más para “aprovechar”, que todos vean médicos, porque allá
está lo mejor, ¿no? Oculistas, fonoaudiólogos y el que va a ver la masa en la
cabeza. Vamos todos, como si fuera panorama de verano, a controlar el miedo, a
seguir sin respuestas.
Y no vayamos a parecer turistas, todos con
las bocas cerradas, los ojos cansados, la pinta de ser de allá. Nadie pida
indicaciones, nadie ande mirando los mapas en los metros, sigue al resto, finge
que eres de ahí, que no eres un pobre diablo, un mierda de provincia, que tiene
miedo, que tiene el amargo en la cara y en los bolsillos.
¡Qué bonito es todo! Calles limpias,
avenidas amplias, árboles enmarcando los pasos, un sol vacío, ya que todos
veranean en otros lados, semáforos viejos pero erguidos, en cuadras y cuadras
de centro médicos con cruces en la entradas y médicos sin barba y sonrisas
blancas tomando café con sus nombres pintados en los vasos. Investigaciones,
centros, consultas, edificios nuevos, con vidrios, de pinturas viejas, con ascensores
bonitos. No aceptan Fonasa, así que dan igual esas famélicas lucas que dejaste
en casa, todo es privado, con sillones cómodos y paredes blancas, puertas de
madera pintada, recepcionistas con pantallas planas, cafeterías y minerales a
dos mil.
Nos sentamos en un rincón a esperar. Qué
tontera llegar tan temprano, una hora antes, por el miedo a estar muy lejos,
que al bus le pasara algo, que los pasajes no fueran los buenos. Así que nos
sentamos y esperamos. Hay poca gente, pero no para de llegar y de salir. Todo
huele a limpio y a acomodado, a que cada paciente vale cincuenta mil por diez
minutos, y siguen llegando. Altos rubios y nativos, de piel morena, de ojos
morados, de huesos frágiles, de haber llegado en el auto del año, de haber
viajado sin tarjeta Bip. Los que van a un chequeo y los que tiemblan. Gotea
sufrimiento. Gotea ganancia.
El doctor es joven y experto. Afuera
aprendió sobre la masa que presiona el cerebro y se ríe, porque es cosa de
todos los días, como un resfrío, como una dipirona comprada en la calle.
Explica lo mismo que hay en Internet y suena oficial, suena bien, suena a
formularios recién impresos y escáners, a doctores de televisión donde solo
importan las vidas y nunca las deudas. El nudo se suelta un poco. Y luego
empieza a apretarse de nuevo. Tres médicos más, un equipo debe decidirlo,
cuatro exámenes adicionales. Ahí mismo los hacen todos, para su comodidad,
señora, señor, en el edificio del frente, mientras antes mejor.
Y da igual que justo ahorraste para Fonasa,
porque solo cubre un examen y ni siquiera hay cajeros cerca. Reuniendo los
billetes como la mesada de luca de un niño, con las mejillas encendidas, y las
miradas que parecen decir muerto de
hambre, pero que en realidad son solo miedo, son solo paredes blancas y
batas holgadas. Vamos a perder el pasaje de vuelta, así que esperamos. Exámenes
nuevos y es viernes, así que nadie se apura en atender.
Ya ni siquiera me acuerdo de qué siguió.
¿Otro médico? ¿Una consulta por mail? El segundo, sin examen, solo consulta,
solo otras cincuenta lucas extra por diez minutos de sonrisas. Más exámenes,
pero esta vez en provincia, en el pueblo, se pueden hacer allá, este
laboratorio es re bueno, hágaselos y luego me dice por correo cómo le va.
Joven. Sonriente. Comprensivo. Otra semana de ayuno. La risotada familiar con
las cuarenta y ocho horas de abstinencia sexual ―¡te imaginas fuera de comida,
qué horror!―, y más pastillitas, jeringas, muestras de sangre, todo suma y
suma, suena la caja de todo el país, treinta, cuarenta, y dónde quedó el Estado
y la ayuda, pero nadie vaya a creer que somos indigentes y vamos a consultorios
al amanecer.
Y la confirmación. Las lágrimas, porque no
hay que operar, pero casi que peor, porque las pastillas cuestan un ojo de la
cara y cómo las vamos a pagar. No importa, porque nadie tendrá que pasarse una
semana con cosas metidas en el cráneo con riesgo de quedarse sin ojos, sin
pensamientos, sin dinero, solo en la capital, perdido en las manos frías de
expertos de veinte años. Y se explican muchas cosas, cosas que no me dijiste
nunca, porque qué vergüenza, pero todo calza, todo calza y genes malditos que
provocan esas cosas. Nos metemos a Internet. Cuarenta lucas mensuales podría
costar. No es tanto. No es tanto, nos convencemos, sabiendo que podría ser el doble,
el tripe, incluso más, pero soñamos en que en realidad pueda ser bueno, puedan
ser buenas noticias.
Nadie piensa en realidad que somos
afortunados, que tenemos techo en la cabeza, educación en la cabeza, comida en
el estómago. Que hay un auto en la casa y un gato mañoso. Que tenemos libros y
sabemos inglés y quizás seamos millonarios algún día, en profesiones exitistas
que todos nos venden. Que alguna vez nos compraremos esos lujos, podremos
montar ese negocio, tenemos camas suaves y nunca antes habíamos sufrido de
verdad. Pero a todo el mundo le aterra el mundo blanco, el mundo de formularios
y cajitas con nombres tontos y cápsulas coloridas, el mundo de las sábanas
negras donde miran la cabeza, el corazón, donde respirar es demasiado caro, es
demasiado, y qué podemos hacer, ¿morirnos?
Semanas de espera, porque las horas siempre
son en dos semanas más, tres, cuatro, un mes. Así que olvidarse del tema,
esperar que el tiempo pase, temiendo que sea una bomba en la cabeza que explote
en cualquier sonido. Además, hay otras preocupaciones, otros gastos, deudas en
el banco, ya van a empezar las clases, la universidad, la plata para el metro,
volver tarde y cansado a seguir trabajando. Así que nos olvidamos un momento.
Mejor ver una peli ―que no sea de médicos― y reírse un rato, soñar a que no
vivimos aquí y que tenemos miedo.
Llega Marzo y llega la hora final. El
último médico de una colección de ocho desde el año pasado, que te felicita,
porque qué buen diagnóstico, el mejor dentro de todo, el que debería sacar
sonrisas. Esto saldrá bien. Solo unas pastillitas a la semana y podrás estar
mejor. De por vida, eso sí. Nunca más pasar una semana sin tomarla. Y el
jovencito experto sonríe. Hace la receta, pero nadie se atreve a preguntar de
inmediato.
«Y más o menos, ¿cuánto cuesta?». Con cara
de que da igual, de que ya lo sabes, de que no importan los ceros que tenga esa
cifra, porque ¡hey! Es un buen diagnóstico, no vamos a quejarnos, ¿verdad? Solo
es importante que todo saldrá bien y que tendremos
salud. Pero él sabe, quizás lo sabe por las miradas huidizas, por la ropa
que no es de marca, por la aprensión en los gestos, en la forzada indiferencia.
Y lo reconoce, siempre sonriente, es caro, caro aquí, en Chilito, porque así
son las cosas. Pero nada de qué preocuparse, porque es una patología GES ―GES,
GES, lo repites en la cabeza para ver cómo suena y es una bolita de esperanza
cálida dentro del pecho―, así que no saldrá nada.
Lo explica. Los trámites que deberás
realizar, la inscripción en un consultorio ―¡¡¡un consultorio!!! Te dice la
mamá por Whatsapp con hartos signos de exclamación, porque la idea la espanta,
las filas al amanecer, pedir hora a las cuatro de la mañana para que después la
cancelen por un paro. Nadie piensa en por qué la gente tiene que matarse para
poder mejorar o por qué nadie hace algo para mejorarlo―. La hora que deberás
pedir para confirmar diagnóstico y empezar todo. 35 días hábiles. ¿O eran
corridos? Luego los medicamentos que te van a entregar. Estás en Fonasa, así
que todo bien. No hay necesidad de pagar 160 lucas al mes si puedes acogerte,
¿no? Explica y explica. Igual en Argentina están más baratas. Te pegas un pique
y traes varias cajas, que te duran todo el año.
Igual ojo. Complicaciones. Náuseas,
vómitos, comer bien en la noche ―y a la mierda la dieta―, estar pendiente. Si
la cabeza te explota de dolor, a urgencias altiro, así que vamos reuniendo
contactos de amigos, por si algo pasa cuando estás en la U, para que estén
pendientes, para que sepan a dónde ir. Así que se van acumulando los miedos
envueltos en blanco.
Y al final eso es. Ahora nadie hace nada.
Ninguna comida rara. No ejercicios exigentes, no vaya a ser que nos torzamos
algo y otra sarta de formularios y lucas y batas blancas. Y si algo te duele,
pues ignóralo, ignóralo que se viene otro mes y no hay para más. Y al final eso
es siempre. Que no vaya a pasar nada, porque no hay plata. Da igual enfermarse
o caerse o morirse, lo esencial es no tener que pedir hora nunca, porque ahí
empieza el infierno blanco.
Pero al final todo sale bien. La cajita de
pastillas microscópicas es roja y cara y sangra, pero sana, duele al principio
―la cabeza, los músculos, la nariz―, pero ya después es como tomar agua y todos
nos reímos, cómo subir esos kilitos esos días martes y jueves cuando hay que
tomarla ―¡con comida, dijo el doctor! Vas a control, con una niña matea,
tranquila, simpática, que dice que todo va viento en popa y quizás en un año
hasta no tengas que seguir tomando nada. Más médicos, eso sí, nuevos exámenes,
porque hay que estar ojo avizor, no vaya a ser que algo salga mal en el camino,
que ese refrío no sea resfrío y que no sean mocos, sino el cerebro chorreándote
por la nariz. Nos reímos y morimos con las 160 lucas, porque, y nos miramos
todos con vergüenza, mientras podamos pagarlo, aleluya. Y tratamos fuerte de no
pensar en cuántos ―¡cuántos!― no podrán pagarlo y estarán con miedo en la
noche, pensando qué hacer.
Y hubo final feliz, pero casi ni se siente,
casi ni se recuerda.
Entonces, ¿qué nos queda? Qué nos queda de
todos esos formularios, esas sonrisas perfectas, esos comerciales de gobierno,
esas series donde todos luchan por salvar al pobre paciente, que, parece,
siempre era rico, nunca le importaba el dinero que se gastaba en todos los
millones de exámenes y horas de cama por los cuarenta y cinco minutos que
duraba el capítulo. Ahora nos sabemos siglas nuevas y conocemos caras nuevas
que quizás no sepan nunca lo que es tener miedo. Tener miedo a comer, a salir,
a un dolorcito de cabeza, a estar en el computador, a tomarse un trago, a
cargar una caja, a resbalarse por las escaleras. Nada, nada, quietos y
estáticos, porque si algo pasa, si algo pasa, ¿qué vamos a hacer?
¿Qué vamos a hacer?
Y por eso sé que todos mienten. Mienten los
poetas de mierda que dicen que el dinero no da la felicidad. Que la verdadera
vida, la plenitud, está lejos de lo material, en los sueños de selfie de
Facebook, en los viajes, en “descubrirse uno mismo”. Todos los idiotas que se
burlan de los consumistas, de los que solo viven para su trabajo y juntar las
lucas. Todos los privilegiados que nunca saben que el miedo es blanco y tiene
forma de receta.
Mienten los que andan de «iluminados», y
que el loco mundo de hoy, y que la conexión con la naturaleza, olvidarse de la
tecnología, de la modernidad, y volver atrás. ¿Qué mierda saben ellos? Todos
los que creen que tener plata es vestir chalecos en V y tener autos en la
capital. Los que no saben que vivir es un lujo, un capricho de unos pocos.
Todos los que creen que los demás son flojos y quieren todo gratis. Que todos
se preocupan mucho por el dinero, que somos egoístas, que nos perdimos en lo
actual, locos por consumir, por acumular, por tener.
Y los idiotas que se burlan, de que «al
menos tienen salud», como si tuvieran problemas reales. Como si tener salud no
fuera tan precioso, no fuera tan vital, tan hermoso, que dar todo a cambio
parece poco. Los que no saben lo que es tenerle miedo a un resfrío, los que se
mojan en la lluvia porque “ellos sí viven”, pero que luego no tienen ni puta
idea de lo que es aguantarse la neumonía, el frío, con necesidad, en silencio,
porque no hay para pagarle a un médico. Todos esos… Qué saben y qué sé yo de
sufrir.
Pero algo sí sé. Sé que el que dijo que el
dinero no hace la felicidad… nunca vio los sillones mullidos de una consulta
privada en la capital, porque ahí atiende el único especialista. Nunca se tuvo
que tomar una pastilla que costaba un sueldo mínimo, ahí mismo, con una Coca
Cola de tres lucas. Nunca tuvo que juntar y juntar para un examen que después otros
cuatro médicos tenían que ver. Nunca se pasó las tardes buscando información en
Google, no de los síntomas que llevan a la muerte súbita porque duele un dedo,
sino de financiamiento, si hay grupos de apoyo, si en realidad es tan malo, si a lo mejor no me lo
puedo aguantar y ya. Nunca tuvieron que vender los caprichos para poder ir a
dormir sin miedo.
Porque el ignorante que dijo que el dinero
no hace la felicidad… nunca ha estado enfermo ni nunca ha entendido que a veces
lloramos de alegría solo porque todos en la familia tienen salud.
Conoceremos los ojos de los dioses
Participación para "Proyecto Remolacha"
Fuerte,
fuerte, fuerte. El pecho de Pies Descalzos sonaba y dolía con cada paso. La
arena fría entre sus dedos dejaba decenas de huellas en el suelo. Apenas
distinguía rostros. Apenas notaba su cuerpo. Caminaba junto al resto con los
ojos congelados. Los túneles hacían eco de las pisadas y hacían retumbar los murmullos.
Afuera.
Afuera, esa era la palabra que le retorcía el estómago a Pies Descalzos.
Afuera, donde las bestias desgarraban la carne, donde no había paz oscura para
los ojos, sino un fuego que quemaba los huesos. Afuera, donde se respiraba
muerte y olvido en un blanco eterno, en ruidos que hacían explotar los oídos.
Afuera, afuera, afuera de los túneles.
Pies
Descalzos se frotó el pecho tres veces como su artia le había dicho para tener valor, pero solo notó la piel
agrietada de sus manos contra el pecho pegajoso. El agua del miedo. El agua que
salía del cuerpo y marcaba a las presas atemorizadas.
«Son
solo leyendas». La respuesta, parca y sencilla, era como el sabor de las raíces
en agua. Desabrida y terrosa, se pegaba en su lengua y llenaba el estómago con
una pesadez que apagaba sus rugidos.
Golpe.
Golpe. Golpe. Pies descalzos sintió el eco dentro de sí mismo y cerró los ojos,
pisando y pisando mientras avanzaba. La laguna parecía muerta y congelada
cuando el chico llegó, junto con el resto de la multitud, hasta su lugar en el
Círculo. Los oídos le retumbaban y no se atrevió a mirar más allá del agua
opaca que apenas brillaba en la oscuridad.
―¡Guanarterme!
¡Guanarterme!
El
Luok, el jefe de la tribu, caminó sin
prisas hasta el centro del Círculo, donde se encontraba el gigantesco reloj de
arena. Los ojos de Pies Descalzos se clavaron en el enorme aparato y en los escasos
granos que se deslizaban sobre el montón.
Guanarterme
se detuvo junto al reloj y enfrentó a la multitud hasta que los murmullos
terminaron por apagarse. Pies Descalzos notó las pantorrillas congeladas y se
preguntó si el luok, con su imponente
altura y la mirada hosca y gris, alcanzaba a distinguir el miedo que inspiraba
su silencio en ese momento.
―Ha
terminado otra espera y ahora elegiremos a un nuevo explorador. ―comenzó a
explicar el jefe y su voz hizo eco en la piedra. Hablaba con calma, en un tono
ronco y seco, intercalando si mirada entre el reloj y la multitud―. Muchos me
preguntan por qué tenemos que seguir aterrados con cada grano de arena que cae,
por qué tenemos que salir.
Pies
Descalzos cambió su peso de un pie a otro. Tenía entumecidos los dedos de las
manos. El silencio parecía hacerle cosquillas en el estómago y en la garganta.
Apenas podía mantener la espalda erguida. «Pies Descalzos, para que nunca
olvide cómo es la tierra, cómo es el suelo». Allí, en la oscuridad, era dónde
debía estar siempre…
―Y
respondo siempre lo mismo, porque imperturbable es el propósito que creó este
ciclo ―dijo Guanarterme―. Nuestros ancestros salieron en búsqueda del saber que
se oculta tras las puertas. Allá afuera nos aguarda el futuro de todos nuestros
clanes. Sí, nadie ha regresado… Pero no nos rendiremos. Alguien debe salir. Alguien
debe volver. Por eso hoy elegimos a un nuevo heraldo que nos traiga el conocimiento
perdido más allá de esta oscuridad.
Fuerte,
fuerte, fuerte. De nuevo el pecho de Pies Descalzos golpeó una y otra vez
mientras las piedras con los nombres eran repartidas en el suelo y los ancianos
arrojaban guijarros de arena sobre ellas. Lenguas de fuego arañaron el estómago
del chico.
―Has
sido elegido para llevar nuestra esperanza más allá de la tierra y la piedra. Hoy
juras ante los dioses que volverás con su regalo. ¡Te honramos este día! ¡Ven…
Pies Descalzos!
«Ven…».
El sonido se apagó en los oídos del muchacho. Alzó la vista y miró alrededor
para ver si alguien repetía el nombre del elegido que no había alcanzado a
escuchar. Fuerte, fuerte, golpeaba su pecho, cada vez más rápido, más ronco. En
ese momento el chico sintió las manos ardiendo, las piernas de fuego, como si
una llamarada se le hubiera colado por la garganta. El cuerpo le tembló y miró
alrededor con los ojos borrosos. Otros ojos lo miraron de regreso. «No…»
―No
―susurró Pies Descalzos, tan bajito que no alcanzó a escucharlo ni él mismo―.
No…
«Te
honramos este día». El muchacho tenía la espalda empapada de agua. Retrocedió
un paso. Luego otro. Los ojos le ardían como si estuvieran cubierto de humo.
Apretó los puños temblorosos e intentó recordar el camino de regreso a sus
túneles y a las pieles que lo cobijaron durante la noche. Una mano le tomó el
hombro. Sus pies estaban congelados como trozos de piedra. Se zafó de la mano
intrusa y trató de darse vuelta. La multitud lo rodeaba por completo.
―¡No!
―gritó―. ¡No!
Pies
Descalzos vio el humo en los ojos que lo miraban. El miedo oculto detrás de la
rabia que desfiguraba los rostros que se acercaban cada vez más. Golpe, golpe,
el retumbar en su pecho, el silencio ensordecedor que lo sometía. Quería
correr. Correr, pelear, desaparecer en la tierra.
―¡Ya
basta!
Guanarterme
se hizo paso entre la multitud que rodeaba a Pies Descalzos. El chico bajó la
cabeza de inmediato, sin dejar de apretar los puños. Aún temblaba.
―Vuelvan
a sus tareas. Se honrará la tradición de este ciclo. ―La voz del luok era dura y seca. Piedra contra
piedra―. Que los soldados preparen el camino y las provisiones.
Pies
Descalzos permaneció en su lugar, con la cabeza agachada y la respiración
entrecortada. Sentía el cabello empapado, apenas sujeto por el moño que usaba,
y el cuerpo tembloroso, ligero como el polvo, sin huesos. Afuera, afuera. El
miedo era frío y duro. «¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer…?».
―Eres
del clan del humo, ¿verdad? ―preguntó el jefe y Pies Descalzos alzó la vista.
El chico asintió con la cabeza, pero permaneció callado―. ¿Sabías que fue tu
ancestro, Ojos Oscuros, el primero en salir más allá de los túneles?
Pies
Descalzos no lo sabía. No le importaba.
―Piensas
que nadie ha vuelto, ni siquiera él. Ni siquiera mi hermana Alantea, que se
marchó hace diez ciclos atrás. ―Pies Descalzos abrió los ojos un poco. El jefe
se rio suavemente―. Sí, ella también fue elegida y tenía miedo, igual que
todos… Pero honró nuestras tradiciones y cruzó las puertas. ¿Alguien sabe acaso
lo que hay allá? ¿En el silencio tras el fin? ¿Cómo sabemos que no es el
paraíso que hemos soñado?
―Nadie
ha vuelto ―susurró Pies Descalzos. Las manos ya no le temblaban, pero estaba
empapado en agua y no podía mirar a los ojos al luok.
―Es
cierto. Pies Descalzos, eres nuestro elegido este ciclo. Esta vez, tú eres
quien lleva nuestra esperanza. Y… tú… Tú puedes ser el que regrese.
Guanarterme
apoyó una mano en el hombro del muchacho y le sostuvo la mirada. Solemne.
Impertérrita. Gris como las cenizas. De piedra. No dijo nada más. Permaneció en
silencio con su mano pesada apoyada en el hombro de Pies Descalzos. El chico
cerró los ojos. «Dioses, ayúdenme, ayúdenme». Un sollozo se quebró en su
garganta, que lo expulsó como un jadeo pesado. Asintió con la cabeza y apretó
más los ojos.
―Vuelve
―dijo el jefe y se retiró.
Apenas
distinguió los rostros de los soldados que le pasaron las armas ceremoniales.
El hacha y el garrote. Eran armas nuevas y pesadas, que se sentían extrañas en
sus manos. Pies Descalzos se cruzó la bolsa de piel y notó en la cadera el peso
de las raíces y la carne seca que lo alimentaría en su viaje. «Afuera», pensó
mientras caminaba. Fuerte, fuerte, su pecho volvía a sonar, rápido, ronco,
tocando hasta sus huesos.
Se
abrió una puerta y desaparecieron los primeros rostros. Sonaban a tierra y
olían a piedras desnudas. Pies Descalzos caminó otra vez y notó la boca seca,
agrietada como el barro, y saboreó la piel salada. El pasillo que conectaba el
túnel con lo desconocido era largo, pero se empequeñeció en tan solo unos pocos
segundos. Resonaron las puertas en su espalda y, por un segundo, el muchacho
quiso voltear y suplicar que lo dejaran volver. Cerró los ojos y esperó a que
se abriera la última puerta. «Afuera, afuera. Dioses de mi pueblo, ayúdenme…».
El
dolor lo alcanzó en los ojos. Pies Descalzos tropezó y soltó un grito de dolor
cuando el fuego le arañó la vista. Cayó al suelo, sin dejar de gritar, y olió
la tierra mojada en el rostro. Las lágrimas le rodaron por las mejillas,
calientes, y se perdieron en su boca.
―Por
favor… por favor…
Pies
Descalzos se tocó la cara, pero no sintió la podredumbre en sus dedos ni el
dolor de las tinieblas tragándolo por completo. Intentó abrir los ojos, pero no
podía ver con las lágrimas que se acumularon en ellos. El mundo era una mancha
desenfocada que dolía con cada parpadeo. El pecho le apretaba fuerte, pero
notaba su golpe en la piel, sentía el tacto familiar de la tierra en sus
piernas.
«Afuera…
Estoy afuera y no puedo ver…». Allí no había oscuridad. Cuando Pies Descalzos
pudo abrir un poco más los ojos, su cuerpo pareció volverse una voluta de humo,
apenas a la deriva. No conocía los colores que estaba viendo en la tierra y
arriba, sobre su cabeza, en el infinito donde debían vivir los dioses. Nada
oscuro, nada cubierto, la vegetación le arañó la piel y el muchacho soltó un
grito desesperado, casi una carcajada. Aferró sus armas con fuerza y las notó
frías y grises, como marchitas en comparación con el infinito que estaba junto
a él.
Se
arrodilló en el suelo y lloró con una sonrisa temblorosa.
Se
levantó y arrancó algo del suelo, de un color indescriptible, que no era gris, no
era marrón, no era negro ni claro. Era más débil que las raíces. Era frío al
tacto. El chico vio rojo a lo lejos. Rojo del fuego, pero sin llamaradas,
colgando de enormes estructuras como piedras rugosas. El aire era limpio y
frío, y Pies Descalzos respiró profundo. Sintió el aire dentro de sí mismo,
llenándole el cuerpo entero.
Quiso
echar a correr, pero se detuvo. Se le congeló la risa en el rostro y volteó
sobre sí mismo.
«Vuelve»,
le dijo Guanarterme.
«Tú
puedes ser el que regrese». Pensó en sí mismo, hace solo unos minutos,
impotente y aterrado, e imaginó a un desconocido, sonriendo y hablando de
colores que no existían y de olores extraños, de infinitos hacia arriba que no
se podían tocar, de cosas que no tenían nombre y un aire que cubría hasta los
huesos… Y recordó la oscuridad de los túneles, encogidos en la tierra. Los ojos
hundidos. Cómo las palabras de Guanarterme sonaban como golpes en la piedra.
«Vuelve».
―¿Y
si… y si no vuelvo a salir? ―preguntó en voz alta y su voz se escuchó amplia.
Grande. Ocupando espacio sin fin, pero desapareciendo al instante, sin rebotar.
«Nadie
ha regresado jamás». Pies Descalzos bajó la cabeza y empezó a reírse. Arrancó
más cosas del suelo y se las llevó a la nariz. Le picaron la piel e invadieron
sus sentidos. Afuera. Afuera. Aquí. Aquí. Pies Descalzos miró a su alrededor,
pero no distinguía más que tierra y arriba y colores salpicando cada rincón.
Abajo estaba su pueblo, encogido en la oscuridad. Afuera estaban… todos. Todos
los demás. Los que habían salido antes. «Nadie ha regresado nunca».
Pies
Descalzos cerró los ojos y siguió caminando. Sus pisadas resonaban. Crujían y
desaparecían.
«Vuelve».
―Lo
haré ―prometió en un susurro y se frotó el pecho tres veces―. Lo juro ante los
dioses, ante los dioses que viven aquí. Volveré… cuando los encuentre.
«Tu
nombre es Pies Descalzos, para que nunca olvides cómo es la tierra, cómo es el
suelo». Sus dedos se perdieron en la vegetación. El muchacho sonrió.
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