Provocaciones

lunes, 30 de diciembre de 2013

—No vas a decirme qué hacer. —Sus ojos no brillaban con furia o siquiera indignación. Pero su voz sí demostraba una humillante tristeza—. No vas a decirme quién soy.

—Solo te estás engañando —replicó con una sonrisa indiferente.

Qué sabría. Qué sabría sobre todo o sobre cualquier cosa. El aroma alrededor le recordaba un poco al nudo familiar en su estómago que siempre había recibido con una sonrisa ansiosa. Ahora, al verle… solo podía sentir una profunda herida en el borde de sus ojos. Le devolvió la mirada con una mirada dura y arrogante, que también era una mentira. Era cólera y desilusión al mismo tiempo. Era la mirada del traicionado.

Pero no le había traicionado.

—No pretendas conocerme —dijo sin derramar una sola lágrima. Para su sorpresa, sonrió.

—Hecho. Si tú haces lo mismo. —Se cruzó de brazos—. Merezco la misma cortesía, ¿no?

Eso era condenarlos al silencio y quizás lo sabían. O quizás los indultaran. Eso nunca era seguro. Suspiró y le vio alejarse de ese lugar. Se apoyó contra la pared y suspiró. El aire en su garganta era frío y amargo. Sonrió y pensó que vengarse no era tan difícil. Después de todo… era solo un segundo. Un solo segundo en la eternidad.

—¡Hey! —gritó para llamar su atención. Cuando volteó, sonrió con arrogancia. Ya había sacado el arma de su bolsa y lo apuntaba directamente. Al ver la palidez de su rostro y la confusión en sus ojos ardientes, volvió a sonreír y suavizó su mirada—. Era broma —dijo.

Le vio sacar el seguro, pero, especialmente, se preocupó de que viera la bala reventarle la cabeza. Lástima que solo pudo ver el horror en sus ojos y escuchar el grito agónico de su garganta por un solo instante.

«No vas a decirme quién soy», pensó. Pero, por supuesto, ya era imposible.

Círculos de dolor

domingo, 29 de diciembre de 2013

Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que había quedado ciega o de que la oscuridad que la rodeaba era absoluta. Caminó algunos pasos y se tropezó con algo pegajoso que la hizo retroceder de inmediato. Luego de unos segundos de confusión, se dio cuenta de que se trataba de una masa sanguinolenta, del tamaño de su puño, sin forma ni definición.

Lo tomó entre las manos con algo de asco y lo apretó casi sin darse cuenta. La sangre le saltó a la cara y gritó de sorpresa. Sin embargo, también de su interior salió un reguero de polvo blanco que no reconoció de inmediato. Al tocarlo y llevárselo a la nariz —aunque eso no tenía mucho sentido— se dio cuenta de que era un analgésico. ¿Qué hacía ese polvo en el interior de esa masa? «No tiene sentido», concluyó, pero no sabía qué podía hacer con eso.

Aun sosteniendo esa cosa en la mano, continuó caminando en la oscuridad. No avanzó demasiado pasos cuando el aroma a sangre que despedía la masa se transformó en un fuerte olor a bencina quemada. La familiar sensación de mareo, opresión, náuseas y dolor atacó de inmediato, como si estuviera esperando una señal. Soltó la cosa y se tapó la boca un momento. Necesitaba aire fresco, pero allí solo había oscuridad.

Siguió avanzando, con las manos en el estómago y dando tumbos contra una pared que no podía existir. No llegó muy lejos. Súbitamente ese dolor maldito y mucho más familiar se abalanzó sobre ella. Cayó al suelo y se revolvió, pero en un silencio absoluto y estúpido. El calor no hacía sino empeorarlo todo. Cada punzada de dolor en su cráneo enviaba oleadas de náuseas a la boca de su estómago, pero sabía que tarde o temprano tendría que desaparecer.

Había aspirado todo el polvo y ya no recordaba cuántos analgésicos se había tomado, pero debían ser suficientes. La masa sanguinolenta de su cerebro palpitaba en el interior de su cabeza y sus ojos ardían como si tuvieran fuego. «Hace calor», pensó con resignación. Cada sonido era como un grito en su mente. Cada latido era como un germen que se abría paso en el interior de su cuerpo.

Lo peor es que no podía saberlo. No podía saber si algo extraño y sanguinolento, alguna cosa estaba creciendo en su interior en la forma de algún ente maligno dicho en latín por un hombre de bata blanca y título enmarcado. No podía saberlo, así que se arrebujó en la delgada sábana que la cubría y rogó que las pastillas hicieran efecto. O sería otra noche de insomnio, con colores que explotaban y nostalgia que dolía con cada pensamiento.

Maldito verano.

Carta a un futuro millonario

sábado, 28 de diciembre de 2013

Querido hermano y futuro magnate: 

Quizás sea baladí comenzar esta carta con una explicación, pero bien valdrá para colocar un contexto. Escribir siempre ha sido más fácil para mí, más ordenado y más preciso, por lo que prefiero, en definitiva, escribirte estas líneas antes que balbucear incoherencias en medio de un clima demasiado caluroso para pensar con claridad. Además, tú ya sabes de qué voy a hablarte, ¿no? Y precisamente por eso es importante.


Aunque el apelativo con que me dirijo sea casi una broma privada ya entre nosotros, puede que no esté muy alejado de la realidad. Después de todo, la rentabilidad de un profesional de la ingeniería nunca es muy baja —aunque, en ocasiones, puede ser inestable. Sin embargo, me gustaría ir un poco más allá. Porque muchos hablan de futuro, ahorro, ganancia, porvenir, carrera, beneficios y dinero… pero pocos hablan de otra cosa. Pocos hablan de sueños. Pocos hablan de servicio. Pocos hablan de realidades. Pocos hablan más allá de su propia nariz.


Muchas veces me pregunté qué sentiría cuando vivieras este momento, cuando te declararas, inexorablemente, como el mejor. Quizás un título pretencioso para un chico que apenas inicia su vida, pero que quizás no sea tan alejado de nuestro mundo. Y muchas veces temí que sintiera envidia de tu éxito o resentimiento contra tus logros. Me alegra comprobar que, ante tu pequeño puntaje en negrita y las llamadas persistentes en tu celular, cargadas de felicitaciones y ofertas, solo siento alivio, alegría y un extraño orgullo.


Un orgullo porque veo que frunces el ceño ante las felicitaciones y rehúyes esas vanas intenciones por mostrar tus laureles frente a todo el mundo. Orgullo, porque sé que sabes que, aunque tu logro s innegable y tu esfuerzo es admirable, un puntaje no hace a una persona y después de la una de la tarde del día 27 de diciembre de 2013, sigues siendo el mismo torpe jugador de videojuegos y fanático de los computadores de siempre. Quizás con algo de alivio. Quizás con algo de cargas. Pero sabedor de que una persona es más que un número y un talento es mucho más que una prueba. Porque sabes que no eres mejor que nadie, aunque estés —qué duda cabe— en la cima.


Pero no es solo eso lo que quiero decirte esta vez. A riesgos de generar una sonrisa burlona en ese rostro mal afeitado, quisiera ir un poco más allá. Porque en este mundo parece que se han olvidado las cosas importantes. Aquellas cosas por las que vale la pena tomarse unos minutos para pensar. Qué quieres estudiar es casi irrelevante. Sé que elegirás bien y que caminarás los siguientes años, liviano y confiado, pues superarás todas las dificultades. Solo me gustaría que te tomes un segundo para preguntarte para qué.


«¿Para qué quieres estudiar?». No, no solamente porque es la manera en que este país funciona, porque para eso estudiaste duro o porque con ello ganarás dinero. El verdadero para qué. ¿Qué quieres lograr? Puede que ya tengas la respuesta o puede que la estés buscando, pero es esencial preguntársela. 


Es posible que te encuentres con compañeros que te sonreirán orgullosos y dirán que solo están allí, en el mismo lugar que tú, por el dinero que ganarán y por el respeto que conseguirán de ello. Quieren crear grandes imperios y nunca volver a ser pulgas en un mundo demasiado grande y demasiado cruel para considerarlos. No te dejes seducir por su derrotismo. Que por amor solo cantan las aves y todos tenemos que comer. Todos vivimos en este sistema y todos nos aprovechamos de él. No juguemos a las revoluciones en esta carta, porque nos conocemos. Pero no te dejes encantar con ellos.


Dirás: «¿Yo? Nunca lo haría». Pero el tiempo cambia a las personas. El tiempo, las experiencias, la distancia, el silencio, los pensamientos. Todo cambia, varía, se transforma y muta. A veces para mejor. A veces solo es un retroceso. Pero busca siempre ese para qué. Aunque sea una sola palabra, imprecisa y vaga. Busca ese para qué. ¿A qué dedicarás tu energía e innegable talento? Sea cual sea esa respuesta, que sea sincera y auténtica. Muchos pensarán y te dirán que no hay alternativas. Que este mundo no tiene solución y que todo está tan mal que ni siquiera vale la pena intentar algún cambio. Que es mucho mejor rascar la espalda propia, concentrarse en el futuro de uno —su casa, su auto, sus cosas— que mirar hacia otro lado. Pero es mentira. Y quieren que la creamos, porque mientras más personas la crean, menos intentarán buscar la verdad.


Sí, son palabras que suenan muy bien, pero que pueden ser una realidad si chicos como tú las siguen. Busca ese para qué. Mientras otros llenan sus bolsillos y los de aquellos que ya están muy abultados, tú sigue buscando. Mientras otros escalen hasta la cima y aplasten con sus pies a lo que alguna vez fueron, tú sigue buscando. Mientras otros olvidan que también fueron jóvenes e idealistas, tú sigue buscando. Porque esa búsqueda no terminará nunca, pero asegurará que esa persona en la que te conviertas —sea quien sea— , podrá mirarse al espejo con el orgullo de haber hecho lo correcto y de haber ayudado a quienes lo necesitaban.


Digo esto con la confianza de que ya no le estoy hablando a ese niño arrogante y malcriado que rompía sus juguetes y creaba balones de papelitos arrugados, sino con el adulto mal peinado y con una sonrisa tonta que sabe quién es, dónde está y quiénes lo rodean. Ese que ya dejó de repetir lo que le decían y empezó a pensar por sí mismo. Que abrió los ojos. Que sabe escuchar y que tiene voz.


Serás universitario y en unos meses volverás a estar rodeado de horarios, de tareas, de décimas que contar y de equis que encontrar en algún lugar perdido. Pero no olvides su sentido. Y no olvides que si no quieres cambiar el mundo, si no sueñas con cambiar el mundo… nadie va a hacerlo por ti. No te dejes abrumar por la rutina y busca en cada prueba, en cada clase, en cada minuto de terco aburrimiento el rostro de la persona que ayudarás con ese esfuerzo, el granito de arena que dejarás en este país y la sonrisa del trabajo bien hecho al final del día. 


Y recuerda que no todos tienen tus privilegios ni tus talentos. Que no todos tienen la fortuna de tener una casa cómoda, de tener varios computadores en casa, de tener libros que leer a todas horas, de tener agua caliente con la que ducharse o medicamentos con los que sanar. Recuerda que eres privilegiado, tal como lo soy yo. Recuerda en qué lugar vivimos, pero no te avergüences. Si alguna vez sientes vergüenza, siéntela por el mundo en que nos tocó vivir, con sus profundas oscuridades y sus crueles injusticias. Y luego camina. Cámbialo. No lo harás solo, porque ni el más grande genio puede cambiar el mundo.


Pero descuida. Yo voy a estar ahí. Y con nosotros, espero que también muchísimos más que, justo en este momento, piensan en la decisión de su futuro. Sacan cuentas y revisan folletos y panfletos, de esos que seguramente tienes acumulados por cientos. Y, en especial, no dejes que las palabras solo sean palabras. Que no se pierdan en las bromas de un segundo o en el pragmatismo en que siempre estamos sumidos. No te dejes encantar por las flautas ni te dejes derrotar por las cadenas. 


Eres libre de elegir tu camino. Más libre que muchos otros. Y no olvides ser feliz. Que, después de todo, de eso se trata la vida, ¿no? De ser feliz, amar, aprender y dejar huella como decía Coco Legrand. Ya has empezado a dejar la tuya. No te rindas. Que esa huella puede cambiarlo todo. Y que cuentas conmigo para sacarte de prisión cada vez que metas la pata. Para qué más puede servir una hermana abogada, después de todo. 


Empieza a caminar, comparte tus millones, aprende a afeitarte, déjame jugar en tu computador y nunca olvides al resto y a aquellos que te rodean. Seas grande, pequeño, poderoso o humilde, no olvides usar tus conocimientos para su servicio, para ayudarles y, en definitiva, para hacer de este mundo un mejor lugar. Y que nadie te diga que es imposible. 


Te quiere


Tu hermana «Pau».

Nubes de tormenta

Era como si todo aquel ambiente viviera en un degradé de penumbras, desde el abismo absoluto hasta unos grises tenues que no alcanzaban a iluminar del todo. Todo era completa oscuridad en el rincón izquierdo de la celda. Lo oyó moverse en aquella negrura, pero no dijo nada. Sabía que no podía decir nada. Comenzó a caminar hasta la salida y apoyó una mano en los barrotes. Casi podía ver el suelo iluminado.

—Me traicionaste —dijo él.

La niña se quedó quieta en la puerta de la celda y pensó durante un segundo. Podía salir y marcharse de ese lugar, pero no quería hacerlo. No del todo. Miró a su alrededor y esperó a que alguien dijera algo más. «Podemos cambiar», pensó ella, pero, por supuesto, no era posible. Bajó la cabeza y abrió la puerta de esa cárcel.

El niño en la oscuridad apretó los dientes. Lágrimas se resbalaban por sus mejillas al verla marcharse. Lo había dejado solo. Se había quedado muy poco tiempo y nunca se había acercado del todo hacia su lado de la celda. Hubo un momento en que casi pudo sentir el roce de su mano, pero quizás solo habían sido ideas suyas. Ella siempre estuvo más allá. Y ahora lo había dejado solo.

—Nunca fuiste como yo —murmuró, pero sabía que ella ya no podía escucharla. Era mejor así. En el fondo, sabía que eso iba a pasar. Sabía que tarde o temprano ella podría salir de esa cárcel, porque siempre había estado en el sector más luminoso. No pertenecía allí. No pertenecía a las sombras, aunque lo hubiera parecido. Le había prometido que estaría allí junto a él, pero mentía. Como todos, mentía. Pero quizás era mejor… Ella podía salir. Ver la luz. Y estar con otros niños que no conocieran ese lugar. Mejores. Que sonrieran como ella.

Sin embargo, no podía evitar odiarla. Odiarla, porque eso era todo lo que podía hacer. Odiar el espacio vacío que había dejado su sombra. Apenas podía ver los barrotes desde allí, pero el niño caminó hacia ellos, envueltos en aquella asfixiante oscuridad. Hubo un tiempo en que conocía mejor el lado derecho de la celda. Donde todo era más gris, más plateado. Pero era mejor estar en la oscuridad. Así, cuando se marchaban… apenas podía verlos.

—Acércate.

Su voz lo sorprendió. Siguió caminando hacia los barrotes y tocó el metal frío con la yema de sus dedos. Se apartó cuando notó su mano —su mano— aferrar la suya a través de esos mismos barrotes.

—No apartes la mano, tonto —rio la niña. Él no podía verla, pero adivinaba la sonrisa burlona en sus facciones invisibles—. Ven, acércate. —Al ver que el niño no se movía, murmuró—: Estoy aquí, acércate. No pasará nada.

—¿No te habías ido? —preguntó él—. Me traicionaste.

—No. —No podía verla, pero la pausa lo hizo imaginarse un avergonzado titubeo—. Tenías razón. Somos diferentes. Somos de lugares distintos de la misma celda. Ahora yo estoy afuera, aunque… —Se rio por lo bajo—. No sé si vaya a durar. Quizás vuelva allá adentro. Pero ahora estoy afuera —repitió—, pero no voy a irme. Estaré aquí.


—¿Por qué? ¿Para qué? —Eso no tenía sentido.

—Porque todavía no puedes salir —respondió ella como si fuera evidente.

El niño volvió a sentir cómo un volcán de rabia y desilusión espesaba aún más su oscuridad y se alegró porque ella no pudiera ver sus lágrimas.

—Lárgate. No quiero que estés aquí. —Se enjuagó las lágrimas con el dorso de la mano—. No voy a salir nunca.

La niña sonrió. Él no podía verla y, en cierto modo, era mejor así. Porque así tampoco podía ver las lágrimas de tristeza de su rostro. Suspiró y se sentó en el suelo de ese pasillo intermedio. Afuera, los rayos de luz acariciaban su espalda. Adelante, las nubes de abismo no la dejaban ver nada. Se asomó por los barrotes y tomó sus manos. Las sujetó con fuerza, para que él no se soltara.

—Entonces me quedaré aquí. Y cállate. Eres un tonto. —Su tono se quebró, pero no permitió que él lo notara—. Eres un tonto y no me dirás qué puedo hacer. Si no quieres hablarme, vale. —Sonrió con cierta malicia—. Pero yo me quedaré aquí. Y te aburrirás si no hablas. —Su lógica le parecía incuestionable.

—No puedes ayudarme —dijo el niño y fue apenas un susurro. Ella sonrió.

—Lo sé.

—¿Por qué te quedas entonces? Es inútil. No quiero que estés aquí.

—Yo sí quiero estar aquí. —Sí, era una verdadera fortuna que él no pudiera verla llorar. Porque su rechazo también dolía, aunque fuera en aquel mundo de extraños grises. Pero él no tenía por qué saberlo—. Y se acabó.

«Porque te quiero». No, claro que no. Eso era ridículo. ¿Qué podía querer de un niño oculto en la oscuridad que no había visto nunca? Eso era lo que él pensaba. No se había soltado todavía del agarre de esa niña tonta y traicionera. No podía salir de esa celda, ¿por qué seguía allí? ¿Acaso no veía que prefería estar solo? Sin embargo, él no se soltó.

La niña sintió cuando él apretó un poco más fuerte sus manos. No sabía cuánto duraría la cooperación del niño, pero no importaba. En ese solo instante, dejaban de estar solos. Aunque estuvieran en lugares muy distintos y ambos supieran que un instante era solo un pestañeo. Él seguiría en el sector izquierdo de su celda. Ella seguiría sentada fuera de ella.

—¿Y… de qué quieres hablar? —preguntó el niño después de un rato.


Y las lágrimas se empañaron con una sonrisa. Aunque fuera un solo segundo.

Escritor es el que escribe

jueves, 28 de noviembre de 2013



¿Quién dijo que no se podían escribir cincuenta mil palabras en un mes de solemnes y examenes universitarios? ¡Sí, logré llegar a la meta de NaNoWriMo! Pese a que Word me marca doscientas palabras más de las que el validador de la página oficial cuenta, es todo un logro para una "procastinadora" como yo. Lo único problemático es que solo llevo la mitad de la trama de la novela escrita. Así que sospecho que diciembre será igual de desafiante. 

Como siempre, si estuvieras aquí, fantasma, te dedicaría este desafío con una sonrisa ansiosa. Algún día tal vez.

Susurro: Llegó tu época

domingo, 17 de noviembre de 2013

Llegó tu época.

Llegó el milenio del calor, del trópico chileno, llegó el tiempo de las sandalias con tímidos calcetines, de las poleras viejas y de las quejas por un verano que se disfrazó de primavera. Llegó tu época, junto con la vanidad, el miedo, el ocio y el trabajo… Y todavía no sé dónde estás.

A veces me dueles en sueños y en vigilias y un abismo crece en el interior de mis dedos. Otras veces me ríes y me burlas, porque estás en todas partes, pero no me devuelves mi sonrisa. Los quizás se acumulan, las canciones se repiten y las palabras mueren y resucitan. 

Sopla viento caliente que me tortura, pero que recibo con anhelo, alegría y nostalgia. Porque quizás tú también lo sientas con tus mejillas hoy, ayer o mañana y lo compartimos en silencio. Y quizás algún día sea el mismo.

Por ahora, solo me conformo con tu esencia en el reflejo del sol en el mar y en las inevitables burlas que las paredes, en tu nombre, parecen dedicarme. Me niego a contar los días. ¿Lo harás tú? O es solo una vida que se multiplica, usa, acelera, duerme y me olvida.

Incluso hoy me río. ¡Cuántas cosas han pasado! Cuántas páginas no escritas de nuestro mundo, cuántas opiniones cercenadas, cuántas noticias ya lejanas. ¿Qué me contarías este verano con traje de primavera? Yo te hablaría de nuevos desafíos, de viejos miedos, de lágrimas más saladas y pequeñeces gigantescas. De cómo me persigues sin saberlo, de las apuestas que gané y los juramentos que he honrado.

Te contaría que te quiero y te entiendo.

La realidad es amarilla a mi alrededor, con trozos de azul. Está empapelada en blanco y de falta de tiempo. Temo escribir y temo no hacerlo. Pero allí estás, aunque no realmente, susurrando, doliendo, riendo, inspirando, recordando, ideando, estando y no estando.

Casi puedo ver los rastros de te extraño y no te olvido marcando los pasos en el asfalto. Y, como siempre, en cada rostro busco el reflejo de tus ojos y el eco de tu sonrisa torcida. El movimiento trae palabras que no he dicho y sensaciones que quisiera reencontrar.

Llegó tu época, porque el calor trae consigo la promesa de interminables conversaciones en un cementerio. Tae la fuerza que debilita la música. Resuena, resuena y no es tu voz.

No mucho ha cambiado, ¿ves? Sigo disfrazando con pomposa poesía la miel que a veces no puedo retener. Pero también tengo más rabia y he aprendido a apagar las llamas del odio con silencio y dolor. Es mejor enfrentar la soledad de un techo agrietado que rendirme ante la mediocre oscuridad, sin soñar aunque sea en secreto. Pero sí, odiar es más fácil.

Y, sin embargo, todavía no he aprendido a odiarte, como tú querías. ¿Cómo podría? Oscura e inútil odisea en un barco que no existe.

Ven. Sí, ven. Sumérgete en un cofre de papeles. ¿Qué ves? No me esperes, yo ya estoy ahí. ¿Me recuerdas? La que sonríe con una chaqueta con olor a cigarros y frunce el ceño ante la palabra “revolución”. La que se atrevió a escribir como tú.

Hoy huele a verano. Huele a novela. A espera, a esperanza, a miedo, a gratitud, a rabia, a nobleza, a palabras, a promesas.

—Y te sigo esperando y te sigo queriendo —digo.

¿Lo haces tú?

Susurro: Desilusióname otra vez

martes, 5 de noviembre de 2013

Grita. 

Grita hasta que ya no tengas aliento.

O al menos inténtalo algún día. 

Sé que nunca lo harás. Porque estás encerrada entre tus propios barrotes. Además sé cuál es esa mirada. ¿No sería perder definitivamente? ¿No sería darle la razón a aquellos que odias? «Odias». ¿Lo haces acaso? No, es solo una hiel amarga, un ácido en tus labios que cultivas solapadamente con cada acto, con cada sonrisa, con cada genuina muestra de nobleza.

Atrévete a detestarlos, aunque sea por un segundo. Por romper las cenizas que te rodeaban. Por volver a encerrarte en la celda que tú misma construiste. Por atreverse a jugar cuando no era un juego. Por hacerte querer gritar y… No. No vuelvas ahí.

Pero tampoco te atreves a culparlos, porque el sentido de la justicia —bastarda palabra a la que te prendaste tan luego—, te hace entender que no debes buscar sombrar de culpa. Tienes alma de defensora. De oveja que protege lobos. De idealista que cobija indignados. De suicida enamorada de alguien que le teme a la muerte.

Mereces cada tropiezo. También yo lo hago. Ahora mira a tu alrededor. Húndete. Sumérgete. Aprieta los dientes hasta que tus pesadillas los rompan. Cierra los ojos y teme. Ahora ríete. Ríete de tu estupidez, de tu frivolidad, de tu egoísmo, de tu vanidad, de tu imperfección, de tus cicatrices, de tu sangre, de tu muerte. Ríete de todo y vuelve a comenzar.

Pero mientras rías, no olvides saborear la calidez de tus lágrimas. Lágrimas inútiles y lastimeras, de niña rota. De fracasos ardientes. No, no aprietes los puños ni te tientes demasiado. Sabes cuál es tu lugar. ¿Acaso ya lo olvidaste? 

Claro que no. No podrías. Es medianoche y no duermes, no por gallardos alardes de rebeldía, de normales revoloteos, sino en un vano intento de escapar a tus esperanzas. Es repetitivo, pero, ¿sabes? Es necesario. Decepción. Él se enamoró de una chica que escribía. Que escribía de verdad y que tocaba con sus palabras. 

Ahora no eres más que un manojo de letras pulcramente puestas una detrás de otra. Vacía. Cáscara inutilizada. Pero no llores, pequeña, no reabras tus heridas, no grites. Escribe. Escribe. Escribe. Escribe.

Y olvida que le has fallado.

Microcuentos a 40 años de 1973 [Concurso]

lunes, 4 de noviembre de 2013

¿Qué sociedad construimos?

***

Recuento con ojos de futuro


―Estamos mejor ―dijo el economista.

―No es cierto ―rebatió el trabajador.

―Lucran con nosotros ―gritó el estudiante.

―Hay más inclusión ―mencionó el político.

―Falta justicia ―alegó el torturado.

―Necesitamos dignidad ―expresó el profesor.

―Al menos están vivos ―suspiró el abuelo.

―Hemos avanzado ―reconoció la emprendedora.

―Pero no lo suficiente ―dijeron a coro la lesbiana y el homosexual.

―Merecemos respeto ―aseguró el religioso.

―Pero no privilegios ―advirtió el ateo.

―La alegría no llegó ―se lamentó la artista.

―Pero puede llegar todavía ―aseguró el idealista.

El niño miró aquellos rostros tan distintos y sonrió. Mientras hubiera camino, él podría caminar.

***

El rastro del arcoiris


Los gritos remecían su pecho, pero él cerró los ojos. Eso era todo lo que bastaba para salir de aquel cuartel, olvidar los uniformes y volver a su casa, donde nadie habría quemado sus libros. El muchacho tembló y al abrir los ojos, su reflejo viejo y cansado le devolvió la mirada esa mañana de día lunes.

Iba tarde para su oficina, su gastado traje estaba arrugado y no tenía dinero para libros. A su lado, su hijo le sonrió, somnoliento, al despertar. Los ojos se le llenaron de lágrimas y los gritos se acallaron por un instante.

***

De manos magulladas y gargantas orgullosas


Cuando avancé por la calle, pude ver los rostros sonrientes de máquinas de Photoshop colgadas del poste y las miradas de día nublado amontonándose en un paradero silencioso. Me froté las manos y maldije ese nuevo día, igual al anterior, idéntico al siguiente. Sin soluciones, sin cambios, sin respuestas.

―¡Por dignidad para estudiantes y trabajadores! ―gritó de pronto una anciana. Sin notarlo, se había producido una manifestación por los jóvenes trabajadores de una empresa multinacional. La anciana me miró y le sonreí con timidez. Sin dejar de mirarla grité también y noté que el sol se asomaba entre las nubes.

Susurro de Halloween: ¿Cómo matar un fantasma?


Nota de autora: Porque los fantasmas nunca mueren... ¿O esperabas algo diferente?


***

Subió las escaleras con el corazón palpitándole con furia y emoción en el pecho. Llevaba la ropa manchada de sangre y, aunque por un segundo, disfrutó del aroma metálico que impregnaba su cuerpo, sonrió con resignación al pensar que aquello era poco apropiado para su encuentro, por excitante que sonara. 

Un leve e irónico dolor de cabeza amenazaba con dificultar la velada, por lo que se apresuró a subir a la cocina en busca de un vaso de agua y una aspirina. No era todavía medianoche y el frío que entraba por la vieja casona de madera provocaba escalofríos en su espalda. Se dedicó unos minutos a admirar el paisaje nocturno por la ventana de la cocina, solitario e impaciente, antes de dirigirse a su habitación.

―Tengo que cambiarme ―se dijo a sí misma con una sonrisa bailarina y un tono de voz más o menos alegre. No obstante, no alcanzó a terminar de arreglarse el peinado, que ahora llevaba descuidado y atolondrado sobre sus hombros, cuando una mano fría se apoyó en su hombro, provocando un dolor cálido en su estómago. ―Llegaste tarde.

El agarre se hizo cada vez más fuerte y ella no tuvo otra opción que voltear. Sus ojos, aun más oscuros que los suyos, le sonreían junto a sus labios pálidos. Durante un segundo, ella se quedó sin aliento al verlo allí, luego de tanto tiempo de espera, de tantas noches aguardándolo con un regalo nuevo y tantos años de odio y devoción. Tragó saliva y apoyó ambas manos en su pecho.

―¿Por qué tardaste tanto?

El fantasma desapareció al instante para volver a materializarse a un costado de la puerta. Vestía de forma desordenada, con ropas de adolescente, pese a que su rostro era mucho más maduro y quizás algo más cruel que cuando había sido solo un muchacho. No obstante, el aroma a nicotina barata que llenó rápidamente su habitación con cada calada de su cigarrillo, le recordó que, pese al paso del tiempo, algo en él nunca había cambiado.

―Nunca fui puntual. ¿Por qué empezaría ahora? Además, me gusta que me esperes… ¿Quieres? ―preguntó él, acercándole el cigarro, y ella negó con la cabeza―. Nunca entendí eso, ¿sabes? Siempre te encantó que oliera a tabaco, pero nunca quisiste probarlo. Siempre fuiste algo loca, ¿verdad?

―Dice el espectro aparecido de la nada en medio de la noche.

―Me perturba un poco lo alegre que suenas con todo esto.

―Siempre fui algo loca, ¿verdad? 

Ambos se rieron con ganas. Ella terminó de arreglarse el pelo ante la mirada burlona y juzgadora de él, quien terminó su cigarrillo e inmediatamente prendió otro, colocándolo en ocasiones en su oreja para mantener las manos desocupadas. Era una costumbre insana que ella jamás había entendido del todo, pero que tampoco iba al caso cuestionar. Finalmente, ella se sentó en el borde de la cama y se encogió de hombros.

―¿Y ahora qué? ¿Tenías algo más en mente? ―Su tono de voz juguetón no daba cabida a demasiadas dudas, pero él negó con la cabeza con una sonrisa―. Oh, vamos, ¿qué pasa? ¿Una última noche en la tierra?

―Has jugado esa carta demasiadas veces, querida. No caeré esta vez. Esta vez Ryagar tiene el control absoluto.

―Siempre tuve curiosidad sobre él, ¿no? Quería estrangularme si no mal recuerdo. ―Ella sonrió y se mordió un labio, apenas conteniendo una risa―. Pero también seducirme. Quizás podríamos profundizar esa parte.

Antes de que ella pudiera continuar con aquel juego, un golpe la interrumpió de improviso. Él se había movido muy rápido como para notarlo y ahora una de sus manos, grandes, duras e irreales, apretaba su garganta con una fuerza inusitada. Ella no se resistió, pero lo miró a los ojos fijamente, como retándolo a terminar su tarea. Una tarea que le había tomado demasiado tiempo.

―Podría terminar todo ahora… ―Aflojó un poco su agarre, pero no dejó de someter el resto de su cuerpo con su posición y la mano que le quedaba libre―. La verdad, me siento más que tentado.

―Pero te tienta más continuar, ¿no es así? ―Tomó algunas bocanadas de aire y sonrió―. Además, te tenía un regalo. No vas a ser un maleducado, ¿verdad? No en mi casa…

Él la soltó y acarició sus hombros cuando ella se abalanzó a besarlo. Había algo equivocado en todo eso. Quizás no prohibido, pero sí bizarro y anormal. Nunca había querido ser un fantasma o un espectro o siquiera un amante furtivo. Siempre se había aferrado a la vida. Cuando murió, juró cumplir su juramento aunque le costara cada trozo manchado de su alma. Y, sin embargo… el problema de amarla era precisamente ese. Que ansiaba tenerla consigo y destruirla con la misma fuerza. Y ella lo sabía perfectamente.

―¿Una copa de vino? ¿O quieres que te muestre mi regalo antes? ―ofreció ella luego de separarse de él. Sus ojos reflejaban los suyos con dolorosa igualdad. Sin embargo, su sonrisa también contagiaba sus labios y ladeó la cabeza.

―¿Me vas a sorprender, pequeña romántica?

―Como nunca…

 
El dolor era indescriptible y, sin embargo, lo único que intentaba repetirse una y otra vez era que probablemente pronto la medicina fuera a hacer efecto. Sin embargo, los segundos pasaban y con cada gemido ahogado, la esperanza se iba marchitando en su interior y, con ello, la desesperación comenzaba a surgir en su pecho en forma de un desconocido alarido de agonía.

Intentó arrastrarse a través del piso de su celda, pero sus rodillas, rotas y astilladas, solo enviaron más gritos a su garganta. La sangre comenzó a manchar sus manos mientras tosía y se arañaba las mejillas con ahínco. Luego de cinco minutos, se obligó a sí mismo a calmarse. ¿Qué era realmente lo que sentía? No quería pensar en eso, pero…

Contó algunos latidos antes de darse cuenta de que tenía los ojos cerrados. Los abrió lentamente y nuevamente el dolor en su cabeza ―donde ella había intentado arrancarle un trozo de cráneo con sus propias manos― lo abrasó completamente. Sin embargo, esta vez estaba preparado. Controló el ritmo de su respiración y se apoyó en la pared apestosa a cadáver para descansar. Solo tenía que dormir un poco. Dormir sería suficiente para ayudarlo a combatir el dolor y el miedo. Solo una pequeña siesta…

Sin embargo, ningún dios respondió a sus plegarias, porque en aquel preciso momento… la puerta se abrió. Y aquel demonio disfrazado de mujer le sonrió. Acompañada del mismo diablo.


―¿Me extrañabas ya? ―preguntó ella bajando por las escaleras del sótano. Del brazo, llevaba a un hombre algo mayor que ella, pero que miraba a su alrededor con una divertida admiración. Se acurrucó en el fondo de su celda y volvió a rezar nuevamente―. Te aseguro que eso no va a ayudarte, pero, vamos, ¿quién soy yo para negarte un último deseo?

Él comenzó a balbucear con desesperación y los sonidos guturales que salieron de su boca mutilada no consiguieron más que hacerla reír. Ya había perdido la dignidad. El orgullo. No era más que un muñeco mutilado y humillado. Un fantasma roto.

―Debo admitir, pequeña, que esta vez me has sorprendido ―dijo aquel demonio con una sonrisa orgullosa en su rostro―. Sabía que eras capaz, pero nunca creí…

―¿Qué realmente lo iba a hacer? ―terminó de decir ella. Una mirada intensa se adivinaba en sus ojos. Una mirada de años de espera y de ansias incontroladas―. Debo admitir que también tenía mis dudas, pero nuestro anfitrión fue muy cooperador ―Sonrió para sí misma y acarició el brazo del fantasma―. Tenías razón. Cada grito… cada mirada de miedo… Si hubieras estado aquí lo habrías disfrutado conmigo.

Él entendió de inmediato a qué se refería, pero ya era demasiado tarde para jugar con fuego. Si se acercaba más a esa tentación monstruosa, a esa retorcida forma de placer suya, a esa máscara caída y venenosa… no podría cumplir su juramento. Miró a la masa de carne mutilada que estaba allí y rodó los ojos.

―¿Quién es?

―¿Es eso importante?

―Siempre fuiste noble. ¿Qué pasó con esa ingenua sedienta de justicia que amaba a los superhéroes?

Ella no respondió de inmediato. Se acercó a su presa y parpadeó un par de veces. Aquel individuo no era más que un miserable viajero cualquiera sin ningún tipo de relación con ella. Podía ser un criminal o un santo, un padre de familia o un torturador de la milicia. Era precisamente el azar, la exquisita sensación de la suerte en acción, lo que la había impulsado a elegirlo. Nadie más anónimo que él. Anónimo como en los libros. Sin embargo, era agradable, por una vez, estar de parte de los ganadores. Porque nadie llegaría a salvarlos.

―Supongo que no pudo resistir la curiosidad de olvidarse de sí misma ―terminó por decir ella―. No pudo resistirse a lo que ocultaba en su propio interior.

Él se acercó a ella y una oleada de ternura y melancolía lo invadió de pronto. Recordaba su mirada dulce y sus palabras ardientes, su corazón puro y sus palabras tristes. Y lo mucho que lo había esperado, día tras día sin obtener respuesta. El apelativo cariñoso obtenido a través de la distancia se convirtió en una realidad y lentamente ella se transformó en lo que había hundido en el fondo de su vergüenza y miedo. No por él. Quizás era una forma de vengarse. De morir como él había soñado que muriera. Como un perdón rencoroso de su parte por haberla abandonado. Le acarició la mejilla y sintió que su corazón se encogía de dolor en su pecho.

Y en ese preciso instante, el prisionero con un alarido de agonía se abalanzó sobre ella, arrancándole un grito cuando el metal oxidado atravesó la carne. El fantasma rugió de cólera y aplastó a aquella bola de sangre contra la pared, derritiendo su vida con cada temblor de sus manos. Pronto, de su regalo no quedaron más que cenizas.

Corrió hacia ella, que se apoyaba contra la pared con una mirada de dolor en su rostro y le sonrió.

―Ironías, ¿verdad?

―No puedes morir ―dijo él con absoluta certeza, casi con desprecio en su voz. Ella rodó los ojos al apoyarse en su pecho y asintió con la cabeza―. Mantén los ojos abiertos. ¿Me escuchaste? No vas a morir sin que yo sea el asesino.

―Lo sé… Y lo he estado esperando durante años.

La tomó en brazos y la llevó escaleras arriba, lejos de ese apestoso lugar de torturas y sueños rotos, de sangre y locura. El fantasma sabía que debía apresurarse, por lo que no perdió tiempo y la cargó hasta su propia habitación, donde pronto las sábanas se mancharon con sangre. Terminó el cigarrillo que llevaba guardado en la oreja y se acurrucó a su lado con una mirada de remordimiento, aferrándola, sosteniéndola, estrechándola. Como siempre había soñado.

―No tenía que ser así…

―No hubiera querido que fuera de otra forma. ―Él abrió los ojos con sorpresa y ella sonrió, con los ojos entreabiertos―. Es mejor morir ahora por tu culpa que pasar el resto de mi vida ocultando lo que siempre quise ser.

―Nunca fuiste un monstruo. Yo sí. Yo…

―Cállate. Dijiste que me matarías para amarme… ¿Dónde quedaron tus promesas?

El cuchillo de su propia cocina la pilló desprevenida. Lo enterró con furia contenida, con desprecio y dolor acumulado, atravesando su piel, su carne y su vida hasta perforar el órgano vital. No gritó, pero sí cerró los ojos. Él continuó con las manos alrededor del arma, profundizando la herida sin dejar de mirarla a los ojos.

―Perdóname…

―Lo hice hace mucho… 

El fantasma se acercó a besarla y por primera vez en muchos años sintió que las lágrimas corrían por sus mejillas. Ella, en cambio, agonizando lentamente, parecía morir con una sonrisa en los labios. Porque sabía que lo estaba perdonando. Porque sabía que se estaba vengando. 

―Feliz Halloween, Ulises ―susurró ella. No logró escuchar lo que él respondió, pero podía saborearlo en sus lágrimas y en su sonrisa. Ella siempre adoró verlo sufrir. Y él siempre sufrió gustoso. Ambos sabían que era una combinación peligrosa. Él le había quitado la máscara. La había arrastrado consigo hacia la oscuridad a la que ambos pertenecían. Aquel anónimo y desafortunado cadáver que ahora reposaba en lo profundo de su sótano no era más que el recuerdo de lo que ella siempre había sido. Una asesina que escribía para poder matar. Para poder matarlo cada noche.

Finalmente lo había logrado.

Porque ese era el problema de ser un fantasma. Morir era tan fácil para un masoquista como matar a una sádica. Morir era tan fácil como matar a quien lo amaba y a quien amó, pero a quien también había odiado con todo su corazón por haberlo amado. Por mantenerlo vivo eternamente en su memoria.

El reloj dio las doce. Ya no quedaba nada.

―Feliz Halloween, jefa…

Susurro: Años que recuerdan a letras

domingo, 20 de octubre de 2013

Alan nunca había sido un hombre temeroso, pero debía admitir que la tensión en sus tripas no podía deberse al almuerzo. Después de todo, un trozo de pollo a la plancha y un par de papas cocidas ―más encima, sin mayonesa―, no podía realmente llamarse “almuerzo”, por mucho que ese médico recién salido de la facultad y mal afeitado se lo insistiera cada vez que su mujer lo obligaba a ir a la consulta.

No, definitivamente su problema no era la comida. Tocó con sus manos ya arrugadas el contorno de la silla y, luego de adivinar la mirada burlona de Sara en su espalda, se apresuró a sentarse con una posición erguida que le dolería más tarde. Tragó saliva y se frotó las manos de nuevo, aunque tampoco hacía frío.

―Siempre fuiste exagerado ―dijo Sara con su risa demasiado suave. Le acercó una copa de vino tinto y le masajeó los hombros por un segundo―. Vamos, la máquina no te va a morder. Tú fuiste su amo durante veinte años. Seguramente ya te extraña.

―¿Esto es una especie de chantaje? ―señaló la copa de vino y notó el brillo malicioso en sus ojos ancianos―. Trajiste ensalada, ¿verdad?

Sara se encogió de hombros con una amplia sonrisa delatora, lo besó en la frente y se alejó del escritorio, no sin antes agregar:

―Espero ese trabajo en no más de dos horas, fantasma. O te espera el pasto.

―Eso significa que trajiste…

―¡A trabajar, a trabajar!

Cuando quedó a solas, volvió a sentir el apretón en su estómago y apuró el vino de un solo sorbo. Tocó distraídamente el polvo acumulado en la cubierta de la máquina y estornudó cuando la suciedad de sus bolígrafos alcanzó su nariz. Limpió todo cuidadosamente y se enfrentó a la primera decisión. ¿Qué iba a elegir para trabajar? ¿Qué era más fácil para comenzar a caminar nuevamente?

―Bolígrafo será ―dijo finalmente, luego de veinte minutos en que intentó vanamente inventar alguna excusa para levantarse de allí y darse finalmente por vencido. El tacto del lápiz, igual a muchos otros que usaba diariamente, pero completamente distinto, lo intimidó, por lo que debió combatir el impulso de escapar. Pensó en Sara y en la primera vez que la vio. Sonrió. En la primera vez que la había leído. Cómo se había enamorado del tacto de sus trazos y de la sonrisa en sus letras, del dolor en sus oraciones y del aroma en sus secretos.

Lentamente, casi con dramática agonía, escribió la primera palabra.

«Cuando…»

Se detuvo al instante. De inmediato, dudó de aquel inicio y pensó en arrugar la hoja y comenzar de nuevo, pero decidió que aquello sería demasiado apresurado. No sabía qué estaba haciendo, por lo que simplemente comenzó a agregar trazos temblorosos uno detrás de otro, en busca de su significado. Pensó en fantasmas, samuráis, lobos, gatos, vino, cementerios, guerras, batallas, rollos de papiro, mensajes grabados, siluetas mal dibujadas, agencias de espionaje, disfraces. En ella. En el inicio.

Dos horas más tarde, las lágrimas cayeron por su rostro anciano cuando ella se asomó en el borde de la puerta con una mirada que conocía demasiado bien.

―Te lo dije, ¿no?

El viejo escritor se enjuagó los ojos y negó con la cabeza.

―Es horrible. Es lo peor que he escrito ―dijo Alan con una sonrisa. Se volteó hacia ella y estiró su brazo para aferrar su mano―. Peor que aquello que escribía cuando tenía diecisiete y era un chico estúpido y triste.

―Eras melancólico, intenso, contradictorio, único e idiota. No es lo mismo ―corrigió ella con la risa en el borde de su nariz. Ninguno de los dos dijo nada. Las hojas escritas se acumulaban en el escritorio desaliñado y casi olvidado junto a las de ella, que, desordenadas, se apilaban en un rincón más tímido, demasiado inseguro para poder esparcirse. Ella apoyó su mentón en su cabeza cana. Alan tragó saliva y se acercó nuevamente al escritorio. ―Solo necesitabas volver a empezar.

―Ser idiota nuevamente.

―Ser escritor.

―¿No es lo mismo?

Sus risas se transformaron pronto en letras juntas bajo un título. Cada uno sentado en su lado del escritorio con una sonrisa enmarcada por gafas y manos cansadas. Desde el comienzo había sido lo mismo.

―¿Seguimos la competencia? ―preguntó Sara con provocación. Alan sonrió con malicia y se ajustó los lentes.

―Nunca terminó, jefa. Esa novela será mía.

―Oh, ya veremos eso, fanfarrón. Si pierdes, te toca la lechuga.

El viejo escritor miró a la vieja escritora. Ambos sonrieron. Y ambos comenzaron de nuevo, como la primera vez en que la arrogancia de un chico inseguro tomó la mano de la inseguridad de una chica arrogante y ambos habían empezado a caminar en medio de letras con sonido a vino, aroma a fantasma y sabor a promesa.

Y se amaron. Él, ya sin miedo, con la energía del adolescente sin experiencia que había sido y con la sonrisa retadora de la que siempre fue su rival. Ella, con la serenidad de una vida fragmentada en historias y recuerdos y con la mirada melancólica de quien fue siempre su inspiración.

Escribiendo. Como si nunca hubieran dejado de hacerlo.

Prisionero para ser libre [Fanfiction]

sábado, 28 de septiembre de 2013

***

“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida.” El Quijote de la Mancha.



Cuando me recuperé del golpe que me había dado ese muchacho vestido de azul y luego de algo que parecieron meses, abrí realmente los ojos y me di cuenta de que no estaba en ninguna parte. Era una peculiar manera de pensarlo, pero aquel firmamento oscuro en que flotaba no podía ser definido de ninguna otra forma. Era como si todo el mundo se hubiera oscurecido y el sueño me hubiera envuelto con fuerza en su brazo, ahogándome hasta la rendición.

Y cuando pude volver a despertar sabía que ya nadie estaba a mi alrededor. Podía recordar vívidamente lo que había ocurrido hacia tan solo un segundo ―o quizás más― y los ilusos combatientes que se habían reunido para luchar. Recordaba haber atacado y luego… el cielo negro. Aquello era, sin duda, otra dimensión. Había sido “vencido” con bastante facilidad, aunque lo cierto era que no sentía ni la más mínima lealtad por aquellos que me habían liberado.

Y sin embargo… Al fin era libre.

Gracias a ese chico trompetista, gracias a las ambiciones absurdas de una organización tan ridícula como su nombre. Gracias a la paciencia y a la conspiración. Gracias a corazones rotos y gracias a ideales olvidados. Al fin era libre. No me di cuenta de que estaba gritando de alegría hasta que mi propia voz hizo eco en medio de aquella negrura. ¿Cuánto tiempo había pasado?

Aun transformado en un dragón, parpadeé un par de veces y observé las dimensiones fluir a mi alrededor. El poder me daba un conocimiento superior sobre dónde me encontraba ―una de las tantas encrucijadas que encadenaban nuestro universo― y observé mis posibles destinos con curiosidad, con una ansiedad desbordada.

Sin embargo, la elección no fue al azar. Algo me llamó desde una de ellas y obedecí ese instinto, derramándome en esa desconocida dimensión con una llamarada de fuego. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Cuánto tiempo desde que recordaba haberme sentido con vida?

«Demasiado».



Cuando volví a parpadear algo había cambiado. Mis sentidos gritaron de dolor y tuve que cerrar los ojos un momento para adaptarme a aquella brusca realidad de un solo golpe. Cuando volví a abrirlos, la luz chocó contra mis retinas como un relámpago y los sonidos atravesaron mis oídos como el martillo forjando una espada. Fueron largos segundos de dolor, pero mi cuerpo terminó por adaptarse.

Observé mis manos ―humanas, quizás demasiado― y sonreí para mí mismo al sentir el frío del viento chocar contra ellas. Miré a mi alrededor y me di cuenta de que estaba en la azotea de un edificio de gran altura. Me acerqué al borde y entorné los ojos.

―Soy libre ―susurré y mi voz sonó tal cual la recordaba. Era como si no hubiera pasado un solo día desde el momento en que desperté en mi prisión. Sin embargo, el metal, los ruidos, los aromas, el humo en aquella ciudad indicaban lo contrario: habían pasado siglos. Me llevé una mano al pecho y sonreí nuevamente.

Los eones podía destruirse en aquel mismo instante. Las civilizaciones podrían desaparecer. Los universos podrían explotar en aquel preciso segundo. El Equilibrio podría romperse. Nada de eso era ya importante.

Mi corazón latía. Y eso era suficiente.



¿Segundos? ¿Minutos? ¿Horas? No sabía cuánto tiempo estuve en esa posición, en el borde del edificio, simplemente absorto ante la realidad misma de la existencia. Cuando esa ilusión se rompió y ya todo mi cuerpo se hubo adaptado a la vida nuevamente, mi mente comenzó a funcionar rápidamente. «¿Dónde estoy? ―pensé con curiosidad. «¿Qué es este lugar?»

Se me hacía extrañamente familiar y comencé a preguntarme por qué habría sentido el impulso de elegir este lugar como mi primer destino. Era la Tierra, de eso no cabía duda. ¿Pero qué parte de ella? ¿Qué ciudad? ¿Qué me habría llamado? Todas esas preguntas comenzaron a rondar en mi mente, pero no tenía prisa por responderlas. Luego de comprobar, complacido, que la magia continuaba siendo parte de mí, simplemente me transporté hacia la calle que veía junto al edificio.

―¡Hey, quítate de en medio, chico!

Volteé la vista a tiempo para ver como un sujeto vestido de traje trataba de apartarme para pasar. Algo hirvió en mi interior, pero lo acallé con rapidez y, en lugar de reaccionar, lo tomé del hombro con cierta fuerza y lo obligué a mirarme.

―¡Eh! ¿Qué diablos haces…?

―Discúlpeme, caballero… ―La ironía se destilaba en el énfasis de mis palabras―…,¿podría decirme, si fuera tan gentil, en qué ciudad me encuentro? ―Apreté un poco más su hombro, lo suficiente para provocarle una mueca de dolor―. Apreciaría profundamente su buena disposición.

―¡Suéltame, fenómeno! ―Entorné los ojos y el individuo pareció entender que mi amenaza era seria. «Cómo han cambiado las cosas» ―me dije con cierta amargura. Antes, mi sola presencia hubiera intimidado incluso a emperadores―. ¿Acaso no tienes ojos? ¿No ves el enorme cartel allá arriba?

Dirigí mis ojos hacia donde apuntaba su dedo y algo se congeló en mi interior. En efecto, un enorme cartel de metal en la cima de un edificio cercano anunciaba el nombre de esta ciudad. «Jump City, paraíso de los héroes. ¡Cuidado, villanos!» La amenaza era irrisoria, pero la fotografía de cinco adolescentes junto a dicho mensaje me dijo mucho más que él mismo.

Porque entre esos cinco chicos disfrazados estaba… ella. ¿Por qué había elegido este lugar? Solté al hombre que mantenía sujeto con mi mano y, luego de dedicarme un par de insultos, se alejó ofendido de aquel sitio, murmurando sobre la insolencia de la juventud. No pude evitar una sonrisa automática. Si supiera que era más viejo que su tatarabuelo quizás opinaría diferente… «La ignorancia siempre es atrevida».

―Jump City ―susurré con la mirada aun clavada en aquella imagen―. ¿Por qué este lugar?

No sentí remordimientos por mis acciones pasadas, pero sí me sorprendía que algo me hubiera impulsado a volver a este lugar. ¿Sería alguna treta mental? ¿Algo en mi interior me obligaba a volver para pagar por mis pecados? Me reí por lo bajo y negué con la cabeza. Volví la vista y miré a mi alrededor; varias personas me observaban con cierto disimulo y curiosidad y, aunque la indiferencia era la principal emoción que sentía en ese momento, nunca había sido demasiado aficionado a ser el centro de atención. Prefería estar entre las sombras.

Solo que en esa ciudad no había demasiadas. Comencé a caminar en dirección contraria, sumido en mis propios pensamientos y preguntas. No había caminado más de veinte pasos cuando sentí que algo me tiraba del brazo. Mi primera reacción fue de ataque y todo mi cuerpo se tensó ―una sensación maravillosa, no puedo negarlo― para repeler una amenaza y contraatacar al instante. Sin embargo, quien me devolvió la mirada no fue un oscuro enemigo, sino un niño tímido… de pelo blanco.

Fruncí el ceño, confundido y algo receloso.

―Disculpe… ―El chico se rio un poco ante mi silencio―. Señor. ―Carraspeó―. No quería molestar ni nada, pero… Me fijé que tiene el pelo como yo. Bueno, no como yo… ―Se sacó una peluca, pues eso era, después de todo, y volvió a ponérsela con una amplia sonrisa―. Supongo que el suyo es natural. ¿O es un disfraz también? Sería un estupendo disfraz, ¿sabe? ¡Me encantaría tenerlo! Aunque si es natural… ¡Sería aún mejor! ―El chico se llevó una mano a la nuca y sonrió con nerviosismo―. Perdone. Supongo que si fuera ya un supervillano, me habría evaporado o algo parecido, así que debe ser un héroe. Me gusta la armadura… ¿Puedo preguntarle algo? ¿Cuál es su nombre?

Había escuchado su perorata con paciencia y cierta simpatía. Abrí la boca para responder cuando algo sucedió.

―¿Cuál es tu nombre, niño? ―gritó el guardia, tirándome del brazo con fuerza. Las lágrimas se agolparon en mis ojos por el dolor, pero intenté evitar que se derramaran―. ¡Tu nombre, mocoso! ¡O vas directo al patíbulo por ladrón!

―¡Yo no soy un ladrón!

―¡Acabo de verte sacando un trozo de hierba en el camino! ¡Eso está prohibido!

―¿Y cómo iba a saberlo?

―¡¡Tu nombre!! ¡O te mato aquí mismo!

―Lord Abel, suficiente.

Levanté la mirada con rebeldía, aun sujeto del fuerte agarre de hierro del guardia para ver quién había hablado. Me soltó y pude ver mejor que mi «salvador» era un anciano de ojos oscuros, delgado y más alto que el guardia, con una gran barba rubia. Vestía de forma extraña, con una túnica de colores vivos que destilaba riqueza. Fruncí el ceño e hice el amago de correr, cuando el guardia volvió a atraparme.

―¿A dónde crees que vas?

―Jovencito, si intentas escapar, este buen soldado continuará atrapándote. ¿Por qué no respondes mi pregunta en su lugar? Nadie va a hacerte daño.

―No les tengo miedo ―gruñí con desafío, pero, en el fondo, mentía. El anciano rio suavemente y con una mirada le ordenó al guardia que volviera a soltarme, lo que hizo de mala gana. Esta vez no traté escapar. No era estúpido. Sabía que eran más fuertes que yo… «Por ahora».

―Se ve que no, joven dragón. ―Debí lucir confundido, porque agregó―: Los dragones son los más desafiantes y tercos, ¿no te lo han dicho? Iguales a ti. Yo soy Sir Alek Nuriam y tengo a cargo un par de cosillas por aquí. ¿Cuál es tu nombre?

«¿Cuál es mi nombre?»

―Malchior ―respondí y traté de pararme lo más derecho posible, como recordaba que me habían dicho para mostrar orgullo y valentía. Sin embargo, mis ojos insistían en ver el suelo, pese a todos mis esfuerzos.

―¿Malchior cuánto? ―Esta vez fue Lord Abel quien habló. Algo tembló en mi espalda al escucharlo, pero hice caso omiso a esa provocación―. ¿Cuál es tu apellido? ¿Dónde están tus padres?

Apreté los puños y los dientes, negándome a contestar. Sin embargo, cuando el anciano… Sir Alek insistió en la pregunta, no tuve más remedio. No podría salir de allí si no respondía. Y lo último que quería era volver a estar en una celda.

―No tengo padres. No los necesito. Soy Malchior y punto.

―¿Un huérfano?

―¡Yo no dije eso! ¿Acaso dije que mis padres estaban muertos? ¡Solo no los necesito! ―grité.
En contra de cualquier pronóstico, el ancian… Sir Alek sonrió con compasión en lugar de golpearme como debió haber hecho y como hubiera preferido. Luché contra los impulsos que me gritaban que le arrancara esa mueca de piedad del rostro, pues era obvio que el soldado atrás me haría pedazos si siquiera lo intentaba y guardé un silencio poderoso. Impuesto.

―Déjelo en mis manos, Lord Abel. No le causará problemas. ―Intenté protestar, pero la prudencia me aconsejó no hacerlo. Volví a callar y acepté con cierta resignación aquel mudo pacto―. Vamos, sir Malchior, te mostraré la ciudad.

«Sir Malchior». No podía negarlo. Sonaba bastante bien. Sin embargo, si algo era imposible en esta existencia era que un chico como yo pudiera ostentar ese título. Miré encima del hombro al soldado que ya había volteado para seguir con su patrulla y me pregunté qué significaría que fuera «Lord». ¿También sería un título? ¿Acaso yo era el único con un solo nombre?

―¿Por qué me salvó?

―¿Salvarte? ―Sir Alek volvió a reírse―. Es un soldado de Nol, muchacho, no un monstruo sediento de sangre. Solo te ahorré un par de problemas. Supongo que ya estarás harto de líos.

―¿Y cómo lo sabe…?

―Calla un momento. Quiero mostrarte algo.

Obedecí con rabia y acepté caminar a su lado por esa ciudad. Miraba a mi alrededor con desconfianza, pero al darme cuenta de que todos me observaban ―¿O era al anciano?―, me crucé de brazos y traté de ocultar mi cara lo más que pude. Finalmente, nos detuvimos en una pequeña colina al este de la puerta principal por donde había intentado entrar.

―Aquí es. Dime, muchacho, ¿qué ves?

Abrí la boca para responder cualquier cosa con rapidez, cuando me di cuenta de lo que me estaba mostrando. Una enorme ciudad se alzaba a mi alrededor, llena de colores, montañas y valles que parecían no terminar. Los edificios eran de fina piedra pulida y las aves y los mercaderes se mezclaban en medio de los guerreros y los hechiceros vestidos de brillantes colores.

El cielo era de color púrpura y cambiaba a medida que daba cada parpadeo. En el fondo y en la cima de todo, estaba un enorme castillo azul, lleno de esculturas de piedra y adornos que se movían sin que nadie que los impulsara. Una gran cascada caía desde lo alto de sus almenares hasta el fondo de una piscina calipso llena de espuma.

En el horizonte un frondoso bosque lleno de verde, rojo, azul y naranja se alzaba como una gigantesca enredadera cubriendo la mirada. Las aves se mezclaban con puntos brillantes que se movían al unísono con ellas. Todo rebosaba vida, color y magia. Y nunca había visto nada igual.

―Hermoso, ¿no es así? ―Sir Alek me palmoteó suavemente la espalda y sonrió―. Bienvenido a Nol, Malchior.

―Nol ―repetí―. Nunca lo había escuchado nombrar.

―Tampoco habíamos escuchar nombrar de ti, muchacho, pero aquí estás. ―Me miró con ojos que solo podía calificar de sabios y me sentí encoger un poco más―. ¿Qué edad tienes, Malchior?

―Once años ―respondí en un susurro.

―Ningún chico de once años puede decir que no necesite a sus padres. ―Antes de que pudiera rebatirle, intervino―. Tienes que ser un hombre valiente para vivir solo en este mundo. ¿Tienes un hogar?

«No necesito un hogar», era la respuesta que siempre daba. Las mismas preguntas recibían siempre las mismas palabras. «No necesito padres». «No necesito un hogar». «No necesito que me digan lo que tengo que hacer». Sin embargo, esta vez, las palabras se me atoraron en la garganta y solo negué con la cabeza, sin mirarlo.

―¿Y por qué no construyes tu hogar aquí? ―dijo el anciano alegremente―. Tienes el cabello blanco y el corazón de un dragonzuelo. Sin duda perteneces a un lugar tan peculiar como este, ¿no? ―Soltó gruesas carcajadas a la vez que comenzaba a caminar colina abajo―. ¡Malchior de Nol! ¡Acompáñame, te mostraré tu nuevo hogar!

Parpadeé y el chico de pelo blanco me sonrió con cierta timidez. Entorné los ojos e incliné la cabeza.

―Mi nombre es Malchior de Nol. A tus órdenes.

Al chico se le iluminó la mirada e imitó mi postura con una amplia sonrisa. Era como ver un doloroso reflejo del pasado. Le dediqué una mirada, me despedí con serenidad y continué caminando, mientras el chico corría hacia su madre, que lo estaba llamando y empezaba a narrar su aventura. Pude escuchar claramente sus palabras, aun desde la distancia:

―¡Me encontré con un héroe llamado Malchior de Nol! ¡Tenía el pelo blanco, pero de verdad! ¡Apuesto a que yo podría ser como él!

Algunos comenzaron a observarme desde la distancia con miradas que eran completamente erróneas. Miradas de admiración y reverencial curiosidad. Conocía esas miradas muy bien. Durante mucho tiempo quise recibirlas, incluso mediante la fuerza. Ahora simplemente me parecían vacías y no tardé en voltear y continuar caminando.

―Yo no soy…

―… un héroe. ¡Y nunca lo serás, Malchior! ¡Perdiste ese privilegio cuando alzaste las armas contra tu gente! ¡Contra los que te recibieron cuando no tenías nada! ¿¡Acaso no tienes honor!?

Pero su voz se perdió en medio del fuego de mi poder. Cerré los ojos y volví a ver la sonrisa iluminada de aquel niño disfrazado. Había pasado mil años convenciéndome de que no estaba arrepentido, gruñendo el orgullo y el odio en medio de mi soledad. ¿Por qué ahora iba a ser la excepción?



Dos horas después, me encontré a mí mismo en mitad de uno de aquellos «parques». Había logrado agenciarme una larga capa gris de una tienda cercana y, cansado de lidiar con la curiosidad de la gente, había intentado alejarme del centro de la ciudad. Sin embargo, por ahora me resistía a alejarme demasiado. Algo me mantenía allí. Detenido. Clavado. Y tenía que entender por qué.

Era casi mediodía y el ambiente era otoñal a mi alrededor. Algo en mi interior ardía de nostalgia, pues los colores que lograban percibir mis ojos, aunque fueran artificiales y superfluos como todo en esta época, también llevaban en ellos el alma del pasado. Recordaban tiempos antiguos más llenos de vida, más pequeños y violentos…

… El patio de entrenamiento también parecía encendido con colores, aunque esos eran mucho más apagados que los del resto del castillo. Grandes espadas y hachas estaban colgadas en la pared oeste y los arcos brillaban con elegancia en la estantería junto al pilar de piedra. «Algún día seré lo suficientemente fuerte como para usar todo eso» ―pensé.

Miré de forma distraída mi brazo izquierdo, cubierto por la capa y la armadura que traía. Podía adivinar, sin tan siquiera levantar mi manga, la forma de siete cicatrices en mi antebrazo. Algunas ya casi borradas y otras aún frescas y rojizas, que nunca desaparecerían. Otras que no querría ver desaparecer.

Me levanté de ese lugar solitario y tomé una decisión. Necesitaba un lugar menos silencioso, pero que no fuera concurrido. Un lugar en que no hicieran preguntas indiscretas ni murmuraran en los rincones, pero que aliviara un poco esa tonta nostalgia que me invadía. Si aquello duraba demasiado, no dudaría en abandonar esa ciudad. No tenía nada que me atara allí. Mis pensamientos rápidamente volvieron al enorme cartel que había visto esa mañana y al desagradable sujeto que me había dicho el nombre de la ciudad.

Y ella…

―Si vuelvo a encontrarlo, lamentará haberme mirado a los ojos ―susurré para mí mismo, acariciando la ira mientras me frotaba las manos por una inesperada ráfaga de viento. Sin embargo, mis amenazas no sonaban sinceras para mí mismo. Hacía mucho tiempo que no usaba mi poder para… nada. ¿Era eso lo que extrañaba? ¿El poder? ¿La sensación de la victoria? ¿O era otra cosa? ¿Otra forma de usar ese poder? ¿Eran los recuerdos del niño desafiante ante el guardia, deseoso de demostrar su potencial?

«¡Mamá, me encontré con un héroe llamado Malchior de Nol!»

¿Realmente quería que eso fuera verdad? ¿O quería que siguiera siendo solo un recuerdo?



La librería «In lux» en el centro de Jump City era un local pequeño, en penumbras y silencioso. El aroma a libros nuevos era desconocido para mí y por un instante, me quedé en el umbral de la puerta, aturdido por aquella nueva sensación. Durante mi prisión ―que era demasiado larga para querer recordarla demasiado―, lo único que pude hacer fue leer, leer hasta consumirme por completo y revivir con cada nueva página.

Perfeccioné mi magia sin poder practicarla demasiado, conocí los descubrimientos de cada década sin poder presenciarlos, leí las más grandes y pequeñas novelas de la historia de la literatura humana tan pronto terminaban de escribirse. Cada paso que la civilización daba yo lo conocía desde la distancia del tiempo en mi cárcel a través de las páginas eternas de la historia. Sin embargo, nunca viví nada de ello. Fui un observador encerrado, marchitándose en la soledad y el conocimiento.

Sabía de todos los avances de Occidente que me habían llevado a poder entrar cómodamente en un local lleno de libros a la venta, oliendo a tinta industrial y rodeado de personas que apenas si miraban las coloridas portadas. Qué diferente era todo. Entré con cierto recelo y sin hacer contacto visual con nadie en particular, sabiendo que mi atuendo y apariencia ―capa larga, armadura, cabello blanco― podían llamar la atención. Sin embargo, nadie pareció reparar en mi presencia.

―¿Buscas algo? ―preguntó de pronto una chica vestida con un uniforme.

«¿Por qué canté victoria tan rápido?». Se trataba de una muchacha corriente, joven, con unos enormes ojos oscuros y una sonrisa algo nerviosa. Entorné un poco los ojos y desvié la mirada.

―Solo estoy observando ―comenté con un tono de voz que pretendía ser cortante. No estaba de ánimo para esa clase de conversaciones banales. Tampoco quería imponer mi distancia por la fuerza, por lo que realmente esperaba que la chica interpretara correctamente mi frialdad. «Te estás ablandando, Malchior», casi parecí escuchar en el fondo de mi mente. Quizás lo más preciso sería decir que mi ego y soberbia ―que destilaban y se derramaron a través de la sangre, el fuego y la muerte de un sinnúmero de personas― habían sufrido durante mil años de soledad. Llamar la atención había perdido gran parte de su brillo.

―¿Eres… eres un titán? ―Sonrió ella.

No pude evitar apretar un puño y observar fijamente un punto indefinido en medio de los lomos de varios libros como si quisiera fulminarlos con mi mirada. ¿Qué significaba eso? ¿Por qué insistían continuamente con lo mismo? ¿Acaso no podían verlo? ¿Acaso… no podían ver lo que era realmente?

―¿Qué te hace pensar que soy de los chicos buenos? ―murmuré sin mirarla. No valía la pena hacerlo. Continué pasando mis dedos sobre los libros, tratando de distraerme con su extraña y nueva textura. Luego de unos segundos, la miré de soslayo. Con cierta molestia, comprobé que ella soltaba una suave carcajada.

―Veo mucha gente rara pasear por la ciudad ―admitió, encogiéndose de hombros―. De todas formas, colores y tamaños. Ya pronto los normalitos seremos la minoría. Y realmente, amigo, una cara tan triste como la tuya…

―… nunca podría ser malvada, ¿sabes? ―Rorek se rio y se encogió de hombros. Se miró en el reflejo del lago y su rostro de once años le devolvió una mirada risueña. Muy diferente a la mía que, pese a tener la misma edad, lucía mucho más seria y desconfiada. Como la de una rata acorralada en medio de un callejón. ―Siempre has sido un buen tipo, Malchior.

―Yo no estoy triste ―le rebatí con cierto orgullo―. Y tampoco soy un buen tipo.

Rorek se volvió a reír. Había pasado muy poco tiempo y aquel chico noble y de alta alcurnia me había elegido como su compañero sin que siquiera yo pudiera decir mucho al respecto. Rorek Atianza. Era rápido, furtivo, bastante manipulador y experto en meterse en líos. Sin duda, era una especie de maestro para mí, que anhelaba tener esa capacidad para hablar ante todos sin titubear. Sin embargo, seguía sin entender por qué nos habíamos hecho amigos.

―La bondad y la maldad son cosas relativas ―reflexionó él sin darle demasiada importancia. Cortó unos trocitos de ramas y comenzó a lanzarlos al fondo del lago, molestando a las pequeñas sirenas de tranque que se paseaban por allí. Hizo una pausa un momento y luego dijo―: Algún día seré el primer hechicero de la Corte. ¿Cómo se sentirá ser un héroe?

No respondí de inmediato. «Héroe» era una palabra que apenas había aprendido y que seguía sin tener un significado para mí más allá de esas ilusas conversaciones con Rorek.

―Supongo que es necesario entrenar mucho. Tienes que ser muy poderoso y… valiente, creo. Probablemente puedas hacerlo ―agregué con una sinceridad que me avergonzó al instante. Sin embargo, la sonrisa decidida de Rorek me sorprendió―. ¿Crees que yo… pueda ser un… héroe? ¿O un asistente?

Nuevamente se rio fuertemente. Se acercó a mí con un temple y una resolución impropias en chicos de nuestra edad ―y que solo demostraba la educación que había recibido y el orgullo de su apellido― y sonrió:

―Malchior, hermano. ―Asintió con la cabeza―. Jamás pensaría en dejarte atrás. Serás un héroe y yo estaré a tu lado. Nos convertiremos en leyendas, ya lo verás…

―¿Dije algo malo acaso?

Parpadeé y los colores vivos de la fuente de Los Doce Nenúfares se apagaron de golpe para ser remplazados por las suaves y artificiales tonalidades de una librería en pleno siglo XXI, un milenio más tarde de aquella conversación. Tenía un libro en las manos que llevaba por título «Los gritos del pasado» de Camila Lackberg. Lo volví a dejar en su lugar casi con violencia, como si quemara. La mirada de la chica, arrepentida y preocupada, continuaba sobre mí, pese a mi insistente silencio.

―No. ―Me volteé y comencé a caminar hacia la salida. Antes de marcharme, miré por encima del hombro a la joven decepcionada y agregué―: Realmente no deberías juzgar un libro por su tapa.

Tan pronto pise fuera de aquel local cuando sentí una profunda rabia hervir en el fondo de mi pecho. Conocía esa sensación. La sensación de la cólera contenida de un dragón enjaulado en un libro mágico. La impotencia teñida de desesperación y furia ensangrentada. Los deseos de venganza, de herir, de destruir, de destrozar todo el universo para acallar aunque fuera un segundo las voces de soledad, injusticia y dolor que se escuchaban en mi mente. La nostalgia por volar sobre los conquistados… Y, sin embargo… también era nostalgia por el puño alzado en batalla y el de la mano herida estrechando la de un moribundo, agradecido por haberlo salvado. La rabia por no ser ya el destructor. La ira por no ser ya el salvador.

Sentía mi soberbia resurgir por instantes y ser ahogada rápidamente en medios de aquella ciudad de cemento y luces parpadeantes. Cuán fácil sería dominarlos… Cuán fácil sería forzar su admiración. ¿Por qué esos juramentos de libertad y venganza que murmurase durante siglos ahora parecieran sin sentido? ¿Por qué ahora simplemente paseaba en esa ciudad con los ojos tristes, con el alma pesarosa? ¿Qué había pasado con el fuego en mi interior?

―Mi legado será grabado en los huesos de los caídos. ¡Mi furia será leyenda!

―Ofrece tu corazón al bien del pueblo y tu nombre se convertirá en leyenda.

«Nos convertiremos en leyendas, Malchior, ya lo verás…»

¿Y qué había pasado con esa narración legendaria? Sí, ya mi nombre estaba en perdidos libros de historia y en ocultos libros de magia. Mi vida era una leyenda. ¿Y ahora qué podría hacer? Había sido un héroe y había ofrecido mi vida y mi sangre para salvar a la gente que me había dado un hogar. Por mi pueblo. Había sido un asesino, un tirano y un traidor y había negociado mi cordura y mi alma por la sed de conocimiento que me consumía. Asesiné a mis compañeros y aniquilé a mi gente. Pagué con creces cada pecado. ¿Qué seguía ahora? ¿Qué me quedaba luego de un sueño tan largo, luego de un deseo tan intenso? ¿Cuál era mi propósito?

―Malchior de Nol… a tus órdenes ―susurré casi por inercia y comencé a caminar nuevamente por la ciudad. Como si en algún rincón de aquel lugar tan diferente a mí mismo, tan superfluo y normal, estuviera esa respuesta.




―¡Te vas a arrepentir, cabrón! ―rugió uno de los individuos cuando su amigote fue a estrellarse contra la pared contraria―. ¡Eres un hijo de..!

―¿Sabes? Es curioso lo que dices, porque realmente debo darte una concesión: no sé si mi madre fue lo que insinúas o no.

No puedo decir que no disfruté cuando su rostro deformado por una mueca de rabia y arrogancia se transformó en un aullido retorcido de dolor cuando su cuerpo acompañó al de su amigo en la pared y el fuego blanco de mi magia comenzó a quemarlo lentamente. Mi bajo perfil no había durado demasiado, pero en aquel preciso instante, mientras simplemente los veía retorcerse y gemir, pasar desapercibido en ese lugar era la última de mis prioridades.

―Bas…ta… ―Las lágrimas comenzaron a brotar del rostro del primero de esos sujetos. El alcohol en su sangre al parecer ya se había evaporado y ya solo podía ver en sus ojos el velado y familiar brillo del miedo―. Por favor…

Era pasada la medianoche y el frío comenzaba a traspasar mi ropa, pese a todo el ajetreo que se había producido. No era la mejor zona de la ciudad y precisamente por esa razón la había elegido como destino de mis pasos en aquella noche. Pese a todo lo que pudiera pensarse, siempre se me había dado bien el adaptarme a territorios hostiles y bajo todas las capas de serenidad y educación, aun reposaba el espíritu feroz de aquel chico huérfano, insolente y sin miedo que alguna vez había sido.

Era casi un reto entrar en los sectores más marginados de esa ciudad. Mi apariencia, en un comienzo, fue una ventaja, ya que nadie se atrevió a levantarme la voz mientras no demostrara mis intenciones. Cuando simplemente me quedé allí, en un rincón de aquel lugar atestado de humo, licor y murmullos, algunos parecieron darse cuenta de que no era tan peligroso como pensaban. Errar es humano, después de todo.

Un tipo ebrio, de cabello corto y ojos enrojecidos por algún tipo de sustancia fue el primero en levantarse e insultarme con poco ingenio mientras el resto de sus compinches se reían. La provocación era tan infantil y burda que no pude evitar una sonrisa bajo la capucha que cubría mi rostro. Ni siquiera reaccioné. Mirándolo en retrospectiva, quizás si hubiera noqueado de un puñetazo a ese hombre, probablemente lo habría librado del dolor que ahora sufría. Con todo, la rapidez nunca fue mi estilo cuando se trataba de castigar.

«No es precisamente el lugar ideal… oculto en las entrañas de un ciudad hipócrita y dándole una lección a un par de desperdicios sociales… Pero siempre podría ser peor». Y reafirmaba fehacientemente mis sospechas: la ira que llevaba guardada solo necesitaba de la chispa adecuada para explotar. Un hilo de sangre se escapó de la boca del primero de ellos y una voz femenina a mis espaldas gritó.

―¡Déjalo, monstruo!

Fue inevitable para mí no apreciar la ironía de aquella súplica.

―Siempre fuiste un monstruo. Lo supe desde el día en que te vi ―masculló Lord Abel. Su cara sucia y sus miembros cercenados solo volvían la escena aún más grotesca. Sin embargo, mis ojos rojos y afilados no miraban más que un cuerpo roto. Una masa de carne sin ningún tipo de importancia―. Debí matarte cuando te conocí, Malchior.

―Oh, ¿qué sucede…?

―… ¿Acaso no puedes apreciar algo de venganza poética…?

Murmuré un sencillo hechizo en voz baja y los cuerpos de esos infelices cayeron al suelo como marionetas con los hilos cortados. El daño corporal era bastante insignificante ―no más de algunos huesos rotos y un par de moretones―, pero la verdadera delicia había sido lograr usar la magia para poder convencer a su mente de lo contrario. La mujer que me había gritado hacía un segundo corrió hacia ellos, junto con un par de personas más que ―podía sentirlo― ardían en deseos de hacerme pagar lo que había hecho.

Pero eran lo suficientemente listos como para tenerme miedo…

Sir Alek Nuriam me observó con una infinita tristeza en sus ojos cansados. Hacía solo un par de años, esa mirada me hubiera causado una angustia y un remordimiento fuera de toda imaginación, pero ahora solo me llenaban de un extraño júbilo e, incluso, de un inexplicable desdén. Mis ropas estaban manchadas de sangre que no me pertenecía, pero mi rostro continuaba siendo impertérrito y casi insolente.

―No tengo nada que explicar, Sir Alek.. ―Su título salió de forma siseante y provocadora de mis labios. Esa clase de honores eran indignos en la época en que vivíamos. Separaban a los hombres en honorables y parias cuando solo había una cosa capaz de hacer esa división: el mérito―. Ejercí la justicia que vos me enseñásteis.

―Siempre fuiste hábil con el lenguaje, muchacho, pero ni siquiera tú puedes disfrazar con bellas palabras y rimbombante poesía el hecho de que intentaste matar a un hombre. Y casi lo conseguiste. ―Bajó la cabeza con pesar―. Podrías haberlo hecho si hubieras querido.

―Se merecía eso y mucho más.

―¡No te corresponde a ti decidirlo!

―Acordemos en disentir, maestro.

Sir Alek me sostuvo la mirada por largos minutos hasta que finalmente asintió con la cabeza. Se levantó del asiento de su estudio y se acercó hasta solo quedar a centímetros de mí. Mi corazón se aceleró con anticipación y apreté los puños, desconfiado.

―¿Cuándo empezaste a mirarme como un enemigo, hijo mío?

Parpadeé, con cierta confusión. Sin embargo, algo en su tono de voz y en mi propia rigidez indicaban que tenía razón. Decidí no pensar en ello en aquel momento. Rorek estaría esperándome para nuestro entrenamiento semanal y no podía ocupar toda la tarde en sermones que no me interesaban. Ya no era un crío perdido, deseoso de un hogar.

―No, claro que no, Malchior. Ahora eres un hombre ambicioso. ―No me inmuté al notar que me había leído el pensamiento―. Siempre anhelaste el conocimiento. Sin embargo, ese mismo saber te está arrastrando a lugares de los que luego no podrás salir.

―Hice lo correcto ―mascullé, ya irritado―. No iba a asesinarlo. Solo quería castigar su crimen. Sé que no soy yo quien decide sobre la vida y la muerte. ―Lo fulminé con la mirada―. No soy un necio, Alek Numian. Sé cuál es mi lugar y sé cuál será por siempre: el de un hijo marginado de Nol. Pero me entrenaste para aspirar a más. Para ser un héroe. ¿Cuándo dejaste de confiar en mí?

Estaba usando sus propias palabras en su contra y ambos lo sabíamos.

―Nunca he dejado de confiar en ti, Malchior.

―De Nol. Mi nombre es Malchior de Nol. ¡Tú me lo diste!

―Rorek Atianza está jugando con fuego ―advirtió de pronto, como si la conversación hubiera cambiado abruptamente―. Manipular el espíritu de Draco se paga muy caro. Esa rabia que ahora sientes. Ese poder que ahora detentas. Esas ideas que ahora tienes en tu cabeza ya no son tuyas. Nunca creí que te tomaras el apodo de “joven dragón” tan en serio, muchacho…

Me crucé de brazos y tragué algo de saliva. No quería demostrar mi sorpresa ante sus palabras, pero, ¿cómo sabía qué estábamos haciendo Rorek y yo? ¿Cómo sabía que intentábamos despertar y estudiar el espíritu de Draco? Me tragué mis impresiones y guardé un silencio delator que comenzó a corroerme. Sir Alex Numian sonrió y colocó una mano en mi hombro. Ya no era aquel hombre imponente y solemne que me había mostrado el reino desde una colina de maravillas. Solo era un viejo cansado y temeroso, con un pupilo demasiado díscolo, demasiado insolente, demasiado decepcionante para poder admirar.

―Ten cuidado, por favor. Fuiste un regalo para este pueblo. Has dado mucho por nuestra gente y ella sabe apreciarlo. No necesitas que te teman. No te conviertas en el monstruo que alguna vez juraste combatir…

―Solo me temerán aquellos que busquen el mal. Lo juro, Sir Alek.

«Nunca juréis en vano», pensé con una sonrisa amarga mientras me alejaba del callejón de Jump City bajo sus faroles parpadeantes. Si lo reflexionaba detenidamente aquella ciudad no era muy distinta a mi hogar. Sus calles eran más grises, pero sus hombres eran igual de ruines y traperos. Traidores y cobardes, se escondían en el vicio para esconder sus defectos en lugar de intentar superarlos. El fuerte siempre terminaba dominando al débil. Y cuando un débil se alzaba para defenderse, inevitablemente, terminaba por convertirse en fuerte, repitiendo el ciclo. Yo lo sabía perfectamente. Quizás ya no fueran espadas las que se clavaran en el pecho de los opresores, pero la lógica era la misma. Y no podía evitar… un tinte de tristeza en mis pensamientos.

―¡Alto ahí!

La voz me paralizó por un instante. No porque fuera autoritaria, intimidatoria o siquiera demasiado grave, sino porque creía ya haberla escuchado. Mis recuerdos más antiguos estaban luchando y fragmentándose desde que había recuperado la libertad y era sumamente duro definir qué era memoria y qué simplemente no era más que una intuición.

No obstante, mis sospechas se confirmaron al instante mismo en que cinco figuras me rodearon. Logré distinguirlas con facilidad y por primera vez desde que escapé de esa prisión infernal… deseé desaparecer y no regresar jamás. Mi primer impulso fue escapar de allí al instante. No porque temiera que pudieran vencerme ―nada más lejos de la realidad―, sino porque sabía que cualquier conversación desataría recuerdos que se asomaban cada vez con mayor dolor. El problema de la inmortalidad, sin duda alguna, era la incapacidad para poder olvidar.

Un rayo de luz blanca golpeó el pecho de uno de ellos. No me arrepentí en lo absoluto, al ver su piel de color verde y reconocer de quién se trataba. «Payaso insoportable», murmuré para mí mismo mientras pasaba por sobre él y trataba de correr lejos. No fue difícil para mí concluir que, a menos que los atacara a todos y los dejara inconscientes, no había forma de que, en un espacio tan reducido y con poca visión, pudiera zafarme con facilidad.

―¡Fin del camino, chico misterioso!

―No te muevas…

―¿Alguien anotó la patente? Eso sí que dolió…

Entorné los ojos y barajé mi última posibilidad. Sería romper con el tácito compromiso que me había hecho de intentar pasar desapercibido, pero me libraría de tener que enfrentar esa situación. No obstante, tan pronto terminé de hilvanar ese pensamiento lo deseché rápida y categóricamente. «No soy un cobarde que ande huyendo de invisibles fantasmas». Me detuve, relajé mi postura y me paré derecho a la espera de mis enemigos. Sonreí ante el drama que destilaban esas ideas.

―Muéstrate ―ordenó el chico más colorido de todos y quien había dado la primera instrucción. No debía tener más de quince años, pero intentaba hablar como un adulto. Era una situación bastante risible, pero guardé la compostura, más por un respeto autoimpuesto que por cualquier otro tipo de consideración―. ¡Ahora!

Rodé los ojos y sin mayor ceremonia me bajé la capucha y los miré con frialdad. La mayoría no reaccionó en lo absoluto, pero sí una de ellos. «Por supuesto». Ella abrió los ojos con una sorpresa que se parecía mucho al dolor y la cólera y yo simplemente le sonreí. Durante un par de segundos, simplemente ambos nos miramos como reconociendo y asumiendo que esa no iba a ser una conversación fácil.

―Me alegra comprobar que no te has olvidado de mí ―dije con una ironía y también un dejo de galantería que, pese a todo, se me hacía natural―. Un placer encontrarte de nuevo… dulce Raven.

Esta vez sí hubo mayores reacciones. El chico verde que seguía bastante aturdido, pareció despabilarse y me señaló con el dedo con una mirada recelosa e infantil.

―¡Tú! ¡Tú eres ese tipo! ¡El tipo del libro! ¡La momia de papel!

Era imposible no apreciar la exquisita sutileza de su ingenio, sin duda alguna. Yo no le quité los ojos encima a Raven, que tragó saliva y me fulminó con sus ojos color violeta. Un color exótico, no podía negarlo. Sonreí para mí mismo con cierta resignación cuando ella susurró:

―Malchior.

―Malchior de Nol ―le corregí con elegancia.

Ahora el círculo se cerraba mucho más alrededor mío, pero no me preocupé por ello. Sabía que, llegado el momento, podría contra ellos si decidían atacarme. Sin embargo, estaba casi cierto de que no lo harían. O de que tardarían en dar el primer movimiento.

―Escapaste de la Hermandad del Mal ―siguió diciendo Raven. El resto de ellos no parecía estar muy seguro de qué hacer a continuación―. Herald te envió a otra dimensión.

―¿Realmente creías que eso sería un problema para mí?

―¿Por qué volviste?

―¿Acaso está prohibido?

―Suficiente. ―El líder había vuelto a tomar la palabra―. Estamos aquí porque se activó la alerta. Alguien atacó a dos personas en esta zona de la ciudad. ¿Tuviste algo que ver?

―Averígualo por tu cuenta, muchacho. No esperes que otros hagan el trabajo por ti.

Pensaba que allí acabaría todo. Quizás en un par de comentarios sarcásticos más, pero que tarde o temprano podría marcharme de allí con la misma facilidad y calma con la que había llegado. Pero me equivoqué. Le di menos crédito al payaso de lo que debía en un comienzo y tan pronto intenté dar la vuelta, me topé con una masa peluda de color verde que me devolvió la mirada con salvaje resentimiento. Pronto el muchacho volvió a su forma humana, aunque su expresión continuaba siendo la misma.

―Tú lastimaste a Raven ―acusó y pude notar de inmediato cómo la hechicera intentaba intervenir e impedir que abriera la boca―. Destruiste nuestra Torre. Mentiste. Nos atacaste. No creas que te dejaremos ir tan fácilmente, lagartija.

«Esa es nueva».

―Perteneces en prisión ―terminó por decir.

―¿Según quién, pequeña sabandija? ―Mi tono amenazante debió ser la gota que rebalsó al vaso, porque el ambiente de tensión se transformó rápidamente en uno de hostilidad y todos alzaron sus armas y activaron sus poderes a mi alrededor―. Vaya, creía que estaba en una nación donde la libre expresión era tolerada. ¿Ahora es un crimen hablar con honestidad?

―No juegues con nosotros, Malchior. ―Esta vez quien usó la palabra fue el tipo robot. Su ojo cibernético me observó con cuidado, pero yo sabía de primera mano que era sencillo engañar a las máquinas, aunque pareciera paradójico―. Nunca pagaste tu participación del pasado. Es hora de rendir cuentas…

―¡Tus pecados no serán perdonados, dragón! ¡Pagarás por lo que has hecho!

―Heriste a nuestra amiga. Nadie puede salirse con la suya luego de haber jugado de forma tan deleznable y terrible con los sentimientos de una persona.

―Participaste en la Hermandad del Mal. Fuiste parte de una organización criminal que intentó dominar el mundo. No pienses ni por un segundo que eso quedará sin castigo…

―Además…

―Si aprecian su vida se callarán en este preciso instante.

Miré a Raven por un segundo, quien se había mantenido en silencio hasta ese momento. Fue solo un segundo antes de que levantara una mano, obligándolos a callar. De mis manos comenzó a surgir energía plateada casi por inercia. La cólera y la indignación fluían por mi cuerpo como veneno de serpiente, corroyéndolo todo a su paso. No dudé ni por un segundo que podría haberlos eliminado en ese preciso momento. Sería sencillo. Su poder era insignificante en comparación al mío y ya mi arrogancia no sería una carta a jugar. Ya nada podía sorprenderme. Y, sin embargo… en lo profundo, solamente sentía amargura. Y aburrimiento.

―No tienen idea de lo que están hablando. Sí, utilicé y manipulé a Raven. ―La miré fijamente mientras decía estas palabras y vi cómo palidecía levemente y de su puño surgía una energía más oscura, pero similar a la mía―. Nunca lo negué. Y no, no me arrepiento. Hice lo que debía para obtener mi libertad. Y antes de que sus insignificantes bocas digan una sola palabra… Piensen en qué harían si hubieran estado encerrados durante un milenio, sin oportunidad de escapar, sin posibilidad de salir… Sin poder morir, recordando y viviendo eternamente una existencia reseca como una cáscara. Y ahora díganme que eso era menos importante que las emociones pasajeras de una chica adolescente.

>>No pueden hacerlo y nunca lo harán. Son solo niños con trucos. Vienen aquí a interrogarme y a armar una vendetta personal provocada por los celos ―miré directamente al payaso de color verde que, pese a su cara de enfado, se sonrojó― como si tuvieran algún derecho a hacerlo. Sí, Raven, te mentí para poder liberarme de mi infierno. ¿Acaso tú no les has mentido a tus amigos para escapar del tuyo, hija de Trigon?

―Cómo te atreves ―murmuró la chica alienígena y sus ojos brillaron amenazadoramente de verde. No pude evitar una carcajada.

―Ni siquiera me conocen y creen tener derecho a juzgarme. No tengo por qué darles explicaciones. Si insisten en comportarse como ratas mezquinas, los trataré como tales. Luego no vengan a quejarse de la sangre que derramarán. ―Mis amenazas eran claras, pero mi voz seguía estando en calma―. Apártense de mi vista, Titanes. Ni siquiera son dignos de ese nombre…

―Trabajaste en la Hermandad del Mal ―intentó el líder nuevamente, pero lo interrumpí rápidamente.

―Otro títere. Sirvió para mi propósito. Sus ilusas ambiciones son irrelevantes para mí. Ya he dominado y conquistado un mundo antes. Ese botín ya fue mío y no es tan brillante. Destruir a los héroes del mundo o imponer un régimen mundial eran metas que me parecían y siguen pareciéndome irracionales y dignas de mofa. Al final, fue uno de esos «héroes» quien me resultó más útil que todos esos gusanos…

El silencio fue el que se apoderó del ambiente por un segundo. Había hablado más de la cuenta y con gente que no era digna de mis explicaciones, pero ya todo eso era irrelevante. La tensión en mi cuerpo estaba al límite y sabía que volvería a reaccionar con violencia si no lograba descargar el veneno que me estaba dañando. Veneno de memorias e injusticias.

Los Titanes no supieron reaccionar o no lo hicieron de inmediato. Se miraron de reojo, con incomodidad, sin saber muy bien cómo interpretar lo que yo había dicho. Podía sentir la suspicacia y el recelo en sus movimientos. El chico verde era quien más intentaba encontrar razones. Razones para atacarme. Para castigar. Para reivindicar. Para vengar. Y, sin embargo, se mantenía quieto en su puesto, listo para atacar, pero sin decidirse a hacerlo.

Raven era la única que me interesaba. En el fondo, entendía perfectamente el rencor que me tenía y la amargura que sentía ante mis palabras. La había usado y había manipulado su afecto para mi propio interés. Era algo detestable. Sabía que su indiferencia no era más que una máscara defensiva contra el dolor que le provocaban los recuerdos, breves quizás, pero significativos. No podía sino entenderla.

Era como yo. Quizás no demasiado, pero era un ser retraído, dañado y marginado de su propio círculo. Acogido en un lugar distinto que había llamado su hogar y que había defendido incluso con su vida. Esperaba que su historia terminara diferente a la mía, pero tampoco conservaba muchas esperanzas. El destino no era benevolente con la oscuridad.

Mis pensamientos debieron reflejarse en mi expresión, porque segundos después, ella habló:

―También modificaste el libro, ¿verdad? Nunca fuiste un héroe. ―Ya esa conversación había avanzado a otro nivel. Pude notar la incomodidad y la indecisión de sus compañeros al escucharla hablar, pero no se inmutó―: Rorek fue el que…

―Rorek fue un sucio traidor. ―Apreté los puños y los dientes―. Fue él quien…

―Traicionaste a tu pueblo. Logré romper el hechizo de sus páginas, ¿sabes? Ahora conozco la historia. Tú fuiste quien los asesinó, quien les volvió la espalda luego de que te lo dieron todo. Rorek murió intentando detenerte.

Era suficiente.

―¡¡Eso es mentira!! ¡Fue él quien me traicionó a mí! Yo solo…

―… quiero entender. ¿Por qué hiciste esto? ―Aunque mi orgullo ardía de rabia en su interior, simplemente el dolor que sentía en aquel momento, el asco y la impotencia eran demasiadas. Las lágrimas se agolparon en mis ojos y cayeron por mi rostro como caminos de lava, destrozándolo todo a su paso―. Íbamos a conseguirlo. Los dos. Juntos.

Rorek no lucía cómo debían lucir los antagonistas de las canciones de los trovadores. Su rostro no era frío ni cruel y su tono de voz se quebraba a momentos, demostrando que se sentía tan profundamente decepcionado como yo. Estábamos de pie en medio de la cueva de Draco. Podía escuchar cómo el ejército se acercaba, preparado para ejecutarme en cuanto pusiera un pie fuera de la caverna. Él los había guiado hasta aquí y les había dado las instrucciones. Mi “hermano” había pedido que me mataran.

―Cometes un error, Rorek. Soy tu amigo. ¡Tu hermano! ¡Te salvé la vida más de tres veces! Íbamos a ser leyendas…

―No, Malchior. Tú rompiste las reglas. ¡Te advertí que no usaras el hechizo! ¡Está prohibido!

―¿Por qué? ¿Por qué está prohibido? ¿A qué le temen todos? Es energía, Rorek. Energía pura. Poder. Podemos usarlo para proteger a nuestra gente. Podemos evitar que mueran en más guerras. Podemos evitar que sufran la miseria y que sean oprimidos por caudillos ambiciosos.

―Quieres gobernar por sobre todos, Malchior. Tu sed de poder…

―¿Qué sed de poder? ¡Fuiste tú quien me mostró cómo hacerlo! ¡Fuiste tú quien me dijo que usara este conocimiento! ¡Fuiste tú quien quería ser el primer hechicero del reino de Nol! ¡Fuiste tú quien le dijo a un niño abandonado y solitario que podría ser una leyenda si se esforzaba lo suficiente! Te creí, Rorek. Creí en ti. Siempre supe que iría a tu sombra y no me importaba. Eras mejor. Eres más fuerte y más virtuoso. Tu apellido es noble. Siempre supe que estaría con una rodilla en el suelo ante ti. Pero no me importaba, porque creía en tu causa. ¿Por qué me hiciste esto?

Rorek bajó la cabeza y apretó los dientes. Alzó una mano y envió con magia la señal para que el ejército entrara a atacar.

―Prefiero verte morir ahora, hermano, que verte convertido en un monstruo.

―¡¡Traidor!! ¡¡Te juro por Nol que pagarás por esto!!

Tragué saliva y bajé la mirada.

―Me convertí en un criminal nuevamente por culpa de quien luego se autoproclamó héroe. ―Sonreí con sarcasmo―. Quiero creer que lo hizo porque realmente estaba convencido de que era lo correcto. De que realmente temía que me convirtiera en un asesino. Je. Se cumplió su profecía, pero por su culpa. Por su culpa, fui perseguido y atormentado durante años. Y mi odio se transformó en venganza. Sí, volví mi poder contra la gente de Nol, porque ella me traicionó. Di mi vida, sangre y tiempo por cada uno de ellos. Habría dado todo por defenderlos. Y así me pagaron…

―Eso no te da motivos para asesinar gente ―intervino la chica alienígena que, sin embargo, tenía una mirada compasiva en su rostro. Solo me hizo desdeñarla más―. Nada justifica…

―Y pagué por ello. Ustedes son “´héroes”, ¿no? Creen que encerrar criminales es el castigo adecuado. Yo pasé encerrado mil años en un libro. Mil años en que vi morir a quienes amaba sin poder evitarlo, en que me consumí entre mis recuerdos, en que intenté escapar, en que intenté quitarme la vida y planear mi venganza. Mil años. Olvidaron mi nombre, pero yo no puedo olvidar lo que me hicieron. Ustedes juzgan lo que pasó antes de que siquiera pensaran en nacer… Yo lo viví. Lo recuerdo. Y no puedo olvidar ―repetí―. Simplemente no puedo.

Había dicho suficiente. Había hablado demasiado y había dejado que mis propios conflictos dejaran al desnudo secretos que solo me pertenecían a mí. Esos niños no tenían por qué entender nada más. Ya sabían demasiado. Me subí la capucha nuevamente y murmuré:

―Si siguen tratando a todos cuanto se les oponen como parias, solo conseguirán crear parias. Traten a sus enemigos como ratas y los convencerán de que lo son. No olviden que quien llega al fondo de su propia oscuridad ya no tiene nada que temer. Alguien solo puede ser peligroso. Intenten destruirlos y los volverán invencibles. ―Hice una pausa antes de comenzar a caminar―. También fui un hombre. Un muchacho como ustedes. También creía que moriría como un héroe. ―Me dirigí a Raven y suspiré―: Lamento, dulce doncella, que nos hayamos encontrado de esta manera. Quizás en otra era, en otro momento y otra oportunidad, hubiera sido diferente. Guárdame rencor. Pero ten en cuenta que no mentí sobre todo. Sí fuiste lo mejor que me pasó en mil años…

No podía decir otra palabra. No quería escuchar lo que ellos tenían que decir. No quería saber de este mundo ni del anterior. Bajé la cabeza y un rugido de dolor y libertad se escapó de mi garganta al mismo tiempo que mis ojos enrojecieron y mi cuerpo estalló en un momento de agonía para transformarse en aquella bestia que impedía que mi vida acabara como la de cualquier hombre. El dragón observó a los Titanes un momento y gruñó por lo bajo.

―«El pasado es la única cosa muerta cuyo aroma es dulce»

―Eduard Thomas ―susurró Raven, reconociendo la cita. Por supuesto que ella lo haría.

Sonreí. Un sonido atronador se escuchó en mi entorno cuando alcé el vuelo con una fuerza infinita. El viento en mi rostro ―aunque fuera tan diferente y tan duro como el del dragón que ahora me cobijaba―, las alas extendidas, el cielo eterno en el horizonte, poblado de posibilidades y librado de remordimientos, simplemente conmovió algo en mi interior. Me alegré de que nadie viera el bizarro espectáculo, porque el orgullo era más intenso en esta forma que en mi forma humana. Un dragón llorando, quién lo hubiera dicho.

Vi a los Titanes, pequeños y lejanos, comenzar a moverse en ese laberinto gris que era la ciudad. Casi podía ver los ojos profundos de Raven y su decepción y su dilema. No buscaba su perdón, pero quizás también pudiera sanarme. Sin embargo, tampoco sabía si quería redención. Solo anhelaba la libertad.

La libertad que también defendía la alienígena ―porque los registros de Asdorea, la Vidente, narran la dominación de los gordonianos y la esclavitud de la princesa de Tamaran. Libertad que disfrutaba el payaso verde de cicatrices nostálgicas. Libertad que desafiaba el robot, porque los límites no existían para quien sobrevivió a un accidente y fue reconstruido. Libertad que usaba el líder, porque la muerte de sus padres había roto la luz en su interior y había encendido un fuego nuevo. Libertad que también añoraba Raven, que ahora miraba el cielo por el que surcaba y que soñaba cada noche con librarse de la herencia demoníaca de su padre. Seres de oscuridad. Incomprendidos con frecuencia, ¿no? Y especialmente solitarios. Porque la libertad era así.

―Algún día serás un hombre libre, Malchior ―sonrió Sir Alek mientras caminábamos por el jardín del palacio de las Siete Llaves. Era curioso cómo solo tenía seis cerraduras. Lo miré con desconfianza y me sacudí el pelo―. Solo tienes once años, pero algún día tendrás la capacidad y la sabiduría para entender realmente lo que es la libertad. Siempre has querido eso, ¿verdad?

―Sí, señor ―respondí como un autómata. Estaba algo aburrido, en realidad―. ¿Es muy duro ser libre?

Sir Alek se rio y me tomó por el cuello con fraternidad. Su túnica olía a incienso y pócimas mágicas mezclado con un toque de tabaco de encina. Sonreí por lo bajo al pensar que el humo de la encina siempre me hacía toser cuando robaba alguno de sus puros.

―Es lo más difícil del mundo, muchacho. Pero algún día lo entenderás y será el día más feliz de tu vida.

¿Qué hacía en esta ciudad? Era siempre la misma pregunta. Quizás no tuviera respuesta. Quizás solo fue una corazonada, una intuición irracional que terminó con miles de recuerdos entrelazados y rotos en mi mente. Quizás eso no tuviera remedio. ¿Cuál era mi propósito? No lo sabía. No sabía si debía continuar, volver o quedarme. Era irrelevante. Era innecesario.

Una bocanada de fuego salió de mi garganta y quemó las nubes a su paso mientras algo en mí gritaba. Gritaba. Porque era libre, aunque me hubiera costado mil años entenderlo. Siempre fui un estudiante testarudo, pero limitado. Un discípulo complicado y rebelde, que necesitaba tiempo para comprender las enseñanzas. No, no bastaba un instante de reflexión en un jardín para sentir lo que ahora sentía en cada fibra de mi cuerpo. Se habían necesitado lágrimas, sangre y soledad para comprenderlo. Habían hecho falta mil años de prisión para liberarme. Ser libre al fin, aunque las cadenas, ahora rotas, de mis muñecas insistieran en rasguñar mi piel y en arrastrarme hacia el pasado. ¿Era feliz? Quizás. Quizás no. Pero no importaba. Porque era libre.

Porque mi corazón latía con fuerza en mi pecho. Y eso era suficiente.
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