La libertad huele a bosque

domingo, 5 de marzo de 2017

Participación para la "Antología Aquelarre"



―Ten cuidado al regresar ―dijo la vieja al pasarle las tres monedas de cienfuego―. Ya viene la tormenta.

Numeria guardó el dinero dentro de uno de los bolsillos de su capa y asintió. Los dedos de la vieja le habían apretado fuertemente la mano y todavía los notaba entumecidos. Dedos callosos y ásperos, con olor a tierra. En el fuego, el cazo empezaba a humear y a impregnar la sencilla habitación con el aroma ácido de la medicina. 

―Sabe dónde encontrarme si me necesita ―dijo la chica y sonrió a pesar de que la anciana no podía verla.

―Espero no necesitarte ―respondió y lanzó una carcajada ronca.

 Numeria abrió con cuidado la puerta de madera y se despidió. Había algo de luna en el cielo, pero su luz era especialmente tenue por las gruesas nubes oscuras que se acercaban desde el mar. Por encima del crujido de sus pasos sobre la tierra húmeda, la joven alcanzaba a escuchar las olas furiosas chocando contra las rocas de la bahía. La vieja, por supuesto, tenía razón. Hace días que los lugareños anunciaban la tormenta. 

La curandera metió las manos en la capa y sintió el peso de las monedas entre sus dedos. Con eso alcanzaría a comprar hilo y leña. Se frotó los brazos y se pasó la lengua por los labios resecos. Tiande no tendría problemas en venderle algo de leña seca a cambio de unas de las monedas. La muchacha no hacía preguntas y raramente la miraba a través de la capucha. Aceptaba el dinero sin rechistar. Sus manos eran tan duras como las de la vieja, pero olían a metal y astillas, a granja y bosque. Siempre tenías las uñas sucias, y se despedía con las mismas palabras corteses. «Que tenga un viaje seguro».

Lo del hilo iba a ser más complicado. Solo el comerciante Vantor traía suficiente cada mes y la última vez le había cobrado cuatro monedas por un carrete manchado de carbón. A diferencia de la niña granjera, el comerciante le exigía que se sacara la capucha y se la quedaba mirando con una desagradable sonrisa que nunca disimulaba. Cada mes le cobraba algo distinto. Una moneda de cienfuego por dos carretes. Tres por un carrete. Cuatro por dos carretes, pero no vendo por separado. ¿Y para qué necesitas esto? ¿De dónde eres? ¿Eres una de esas… poseídas? Siempre con los ojillos mirándola, aunque pocas veces a los ojos. Le tomaba la muñeca para recibir las monedas y le rozaba la mano. Eran manos grandes y velludas, y Numeria tenía que tomar el camino del arroyo para sacarse el olor a desperdicio y sudor de las suyas.

Una llovizna suave le mojó la cara y Numeria se arrebujó algo más en la capucha. Las nubes habían terminado de tapar la luna y no alcanzaba a distinguir el camino con claridad, pero no necesitaba ver para moverse por allí. Había realizado el mismo viaje docenas de veces y conocía las raíces que debía evitar, y el mejor lugar para poner los pies sin hundirse en el barro reseco. Al llegar al borde del sendero, donde comenzaba una explanada rocosa que la llevaba hasta el bosque, escuchó la voz.

Un murmullo como de alguien siseando entre dientes. Numeria se detuvo solo un segundo y miró hacia atrás, pero sus ojos solo distinguían figuras conocidas en la oscuridad: tierra, arbustos, piedras. A lo lejos la choza oculta de la vieja ciega. Sacó la mano de la capa y buscó con los dedos el cuchillo de hueso en el cinturón de su ropa. Las monedas tintinearon al moverse y Numeria se volvió a relamer los labios. Se pasó una mano por la cara para sacarse la lluvia del rostro. Siseos. 

Agrimonia. Soltó un bufido por lo bajo. Quizás tendría que prepararse un té o comerse una de sus bayas para calmarse. Notaba las manos pegajosas. Olían a miedo. Volvió a tocar la empuñadora del cuchillo y contó cuatro veces hasta veinte antes de volver a meter las manos en la capa y seguir andando.

―Numeria… Numeria…

La curandera tragó saliva y no miró atrás. Apretó el paso y se hundió un poco más en la capucha. La voz de la vieja se filtró entre el chocar de las olas y el crujido de sus pisadas en el barro. «Ten cuidado al regresar. Se acerca la tormenta». La lluvia había espesado y notaba la ropa húmeda pegándose a su piel. En los oídos le retumbaba el eco de su corazón latiendo con rapidez, subiéndose por la garganta. «Si no miras atrás, los demonios a veces se aburren». ¿Quién le había dicho eso? 

Numeria… Jijiji.

Era la voz de un hombre. La risa era grave y profunda, fría, parecía hacer eco dentro de su propia cabeza. Numeria ―ese era su nombre, su nombre, no le pertenecía a nadie más― cerró los ojos y siguió avanzando. Si no miraba atrás, quizás la voz perdiera interés. No alcanzaba a distinguir pasos, pero quizás era un borracho. Un vagabundo. Un errante. Un bandido. Que conocía su nombre, que se arrastraba en la oscuridad acechándola. ¿Y si se devolvía y lo enfrentaba? Sabía usar su cuchillo. El hueso era firme y afilado, y rebanaba con la misma facilidad que el hierro. Había pensando en clavárselo a Vantor cuando le pasaba las manos por el cuello para apartarle la capucha. Con él cortaba raíces. Intentó recordar el aroma familiar del agua hirviendo y de los frutos dando sabor a las hierbas agrias que curaban la fiebre. Sin embargo, solo olía barro, lluvia y miedo, y el cuchillo le parecía pequeño en sus manos temblorosas.

¿A dónde vas? Ven conmigo.

Era una sombra. Se recortaba en la negrura como una mancha brillante en el aire. Una sombra retorcida como un hombrecillo líquido y pegajoso de brazos anchos y manos de dedos deformes. El hedor a podredumbre la hizo taparse la nariz y no pudo resistir una arcada que casi la hizo vomitar. La cabeza de la sombra era pequeña y con cabellos puntiagudos y largos como raíces o helechos. Una masa negra que avanzaba con una enorme sonrisa. 

Ven conmigo, Numeria. Ven a jugar conmigo.

―¡Aléjate de mí! ―gritó ella. El miedo le congeló las piernas. Apretó el cuchillo en la mano con más fuerza para que no se le resbalara y retrocedió varios pasos. «Sombra. Una sombra que sabe mi nombre. Que me persigue»―. ¡Regresa a tus sombras, demonio!

La cosa se rio. Numeria no llevaba nada más encima que el cuchillo y las monedas. Ni siquiera iba con un puñado de hinojo o de mirto, porque no había llevado el morral para dejar la medicina a la vieja. No tenía leña para hacer un fuego ni tiempo para armar una fogata. No había santos que apartaran la tormenta y desdentaran las serpientes. Cuando algún viajero o campesino pasara de camino a la bahía se encontraría con su cuerpo tirado en mitad de la nada, y se llevaría las monedas. «La curandera», dirían. «¿Qué hacía sola en este lugar después de la caída del sol?». «Eso pasa con las brujas», murmurarían otros, quizás los mismos que le habían rogado cataplasmas y brebajes para sanar a sus hijos. «Así terminan todas, porque son engendros del demonio». «Y tan bonita», dirían los muchachos. «Qué desperdicio, qué desperdicio». «Así terminan las mujeres sin un marido, eso no es natural», aleccionarían las madres a las chiquillas de la aldea, las mismas que le pagaban con huevos y ojos tristes las hierbas que le pedían en secreto. 

La curandera apretó los dientes. «¡No! ¡No!». La sombra se acercaba bamboleándose, chorreando en la tierra goterones negros y podridos, con la misma sonrisa ancha que le dedicaba el comerciante de los hilos. Numeria guardó el cuchillo en el cinturón a toda velocidad y, sin mirar atrás, echó a correr. 

¿A dónde vas? ¿A dónde vas? Quédate conmigo, Numeria… Numeria… ¿A dónde vas, bella Numeria?

Ella corrió y corrió mirando fijamente hacia la silueta tenue que era la hilera de árboles que abría el bosque. Escuchaba el siseo y su respiración. Las olas a lo lejos y la lluvia sobre la tierra. Escuchaba su nombre en el aire, una y otra vez, como una burla. Mía, mía, creía escuchar, pero siguió corriendo, porque eso no era verdad. Le ardía la garganta. El estómago se le había apretado en un nudo que le dolía en el pecho. La lluvia le corría por la cara y la capucha se deslizó, exponiéndole el rostro y el pelo oscuro, que ahora se pegaba a su cabeza en mechones mojados. El barro le aprisionaba los pasos, pero siguió corriendo. Mía, mía, Numeria, se reía la cosa.

«Ten cuidado al regresar», sonó la voz de la vieja, y parecía que lloraba en su mente. Los pensamientos se le enredaban como ramas en el camino. Si llegaba al bosque, si alcanzaba a llegar, si tocaba los árboles… la cosa no podría seguirla. Numeria soltó un grito de rabia que le rasgó la garganta cuando el olor podrido pareció tocarle la espalda con dedos grandes y fríos. Una mano le envolvió una de las piernas, pero se deshizo de inmediato. «¡No! ¡No!» y la lluvia ya era torrente detrás de ella. 

Tres pasos y tocó la madera agrietada y familiar de un abeto. Le hizo daño en la mano mojada, pero no la apartó.

―¡No! ―gritó Numeria y el cuerpo le temblaba al pisar el bosque. 

La cosa chilló. Un chillido que le arrancó un grito de miedo a la curandera. Era como si alguien hubiera aplastado el corazón de la tierra o arrancado a tirones los espíritus del suelo, como los ancianos decían que pasaba con las plantas prohibidas. La sombra chilló tres veces y se retorció en el aire. El hombrecillo gritó bajo la lluvia hasta que se deshizo en el barro mojado. 

¡Mía! ¡Bruja! ¡Mía! Numeria… 

La curandera se quedó mirando el sendero hasta que dejaron de dolerle las piernas. Estaba empapada de lluvia y el agua le corría por la espalda y las mejillas. Se llevó una mano a la boca mientras sonreía y el alivio le supo a gotas de agua en la lengua. Retrocedió un paso sin dejar de mirar el sendero. Apartó lentamente la mano del abeto y avanzó hacia su hogar con los ojos muy abiertos, escudriñando la noche. Solo luego de unos minutos se atrevió a dar la espalda a la entrada del bosque y a caminar frotándose ambos brazos. 

Cuando divisó la puerta escondida entre las enredaderas, el cielo rugía en mitad de la tormenta. Tiritaba de frío y apretó el paso a través de las rocas hasta alcanzar la madera. El bosque llovía y llovía con un estruendo de salpicaduras y el murmullo de los animales. Cuando entró, su mundo se ensordeció un segundo y la curandera se dejó caer en el rellano con un cansancio que le pesaba en todo el cuerpo. 

Jadeó un par de veces y los ojos se le llenaron de lágrimas que enjuagó junto con el resto del agua. Su casa olía a hogar, a agrio y ácido, a dulce y penetrante, a verde y a tierra, a bosque y bichitos. Con una sensación de vacío en el estómago, se dirigió hasta su estantería y encendió algo de aceite en la lámpara. Se sacó la capa empapada y escuchó caer las tres monedas de cienfuego al suelo. Dos maullidos quedos la sobresaltaron, pero no pudo evitar un sollozo al sonreírle a Caerci que se refregaba contra sus piernas mojadas con un ronroneo ronco.

―Ya estoy aquí, pequeña ―le dijo y le acarició las mejillas negras con los dedos. La gata se apartó al notar el frío de sus manos, pero le pasó el lomo por el brazo sin dejar de ronronear. 

Numeria pensó en la sombra, en la vieja ciega de la choza, en la tormenta que martilleaba la tierra, en las tres monedas, en el hilo y la leña, en las aldeas, en los cuerpos sanando, en el cazo hirviendo, en el miedo que era igual al frío que tenía en el cuerpo. Y se inclinó a darle un beso en la cabecita de la gata, que la miraba con un par de enormes ojos negros y mudos.

―Ya estoy aquí. 

Las lágrimas se perdieron en sus mejillas. 

Sus manos al fin olían a hogar.
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