Los colores que intentan matarnos

domingo, 8 de mayo de 2016



 Participación para "Revista Argonautas"


Como todo lo malo, eso comenzó un día de verano.  La verdad, eso era todo lo que Luna recordaba, porque todo lo demás se lo había llevado lo blanco, lo rojo y lo verde —y lo negro y lo negro y lo negro— y ya no quedaba más que hojas y tiras de palabras e imágenes que formaban gotas de pasado. Ni siquiera sabía si Luna era su verdadero nombre —lo que sea que eso significara, tonto— o si solo se le había quedado pegado cuando la arrastraron hasta allí.

Había un niño. Cuando se la llevaron, había un niño allí. No sabía quién era, pero recordaba que tenía los ojos pequeños, oscuros y muy brillantes. Tal  vez lloraba o tal vez estaba cantando o tal vez era solo un peluche. Pero recordaba que había gritado, como si fuera importante. Ya no lo era.

Luna abrió los ojos. O quizás los cerró. Delante de ella todo era blanco, como siempre. Estaba a salvo en el blanco. O no. Podía ser que no. Que no. Que no. Que no estuviera a salvo en ningún lugar. Todos la estaban mirando. El niño peluche también estaba ahí y sus ojos de monstruo felpudo le cubrían parte de toda la cara. La nariz y la boca apenas cabían con esos enormes ojos marrones enrojecidos. 

Luna gritó y se hundió y volvió a gritar. 

—¿Dónde estás, mamá?

Y ahí estaban esas palabras. Las palabras siempre la seguían. Aunque no estuviera segura de dónde estaba, las palabas le pinchaban la planta de los pies. Incluso cuando era pequeña y adoraba los días lluviosos. Recordaba haberle dicho a él que…

Ves cosas, Luna. Ves demasiadas cosas interesantes, pero no está bien que las cuentes. El rojo a veces se tomaba esas libertades. A codazos, empujones y gruñidos arrebataba el camino que tenía en la cabeza y se dedicaba a arruinarlo todo. A arruinarte. A arruinarme. El rojo dolía muchas veces, pero alguien le había dicho que no estaba. Y mentían, ¿verdad? Porque yo estoy aquí y tú, no solo lo sabes, sino que puedes verlo. Puedes escucharlo en los golpes de batería y en las lluvias de rosas. Y también en tus gritos y en los huracanes de rasguños y miradas tontas. Todos son bastante imbéciles. 

El rojo nunca esperaba su turno o buscaba una voz. Siempre usaba la voz de Luna, porque así era mucho más fácil pasar desapercibido. Era como usar ropa vieja y conocida para poder sentirse a gusto. Cuando hacía calor, Luna se tendía en la cama y recordaba cómo era el rostro del rojo. A veces distinguía los ojos y parte de la nariz, pero siempre se equivocaba en las orejas. Y cuando se equivocaba en las orejas, ya no había forma de completar el rompecabezas. Siempre alguien venía, hablaba y rompía todo. Y el rojo volvía a desaparecer para poder matarla de nuevo.

—¿Cómo te sientes hoy, querida?

Cuando hacía frío, el verde la acompañaba. Allí me sentía muy bien. Volvía a sentirme como yo misma, lo que sea que eso significara. Podía volver a escuchar mi propia voz. Mi propio eco de voz. Siempre he creído que la gente realmente no se escucha a sí misma cuando piensa. Escucha más bien a un eco tenue, familiar, demasiado inofensivo como para significar algo. Cuando el verde llegaba, llegaba con una sonrisa. Llegaba con música. 

Con lluvia de verdad, esas de gotas que rebotan contra el piso y hacen que la gente prepare sopaipillas y se arrebuje debajo de paraguas y capuchas. La lluvia que escuchaba durante la noche y que me hacía preguntarme si mi mamá decidiría que era mejor no enviarme al colegio. La clase de lluvia que había explotado en una tormenta ese día de verano.

El verde saludaba y traía dulces amargos.

—Te sentirás mejor.

—Verás que puedes pensar con más claridad.

—Podrás recordar algunas cosas.

—Será progresivo.

El verde hablaba muchísimo. Me hacía sonreír y, en ocasiones, se sentaba a mi lado y me acariciaba las muñecas. Nunca entendí por qué, pero dolía cuando lo hacía. Todo el antebrazo me dolía cuando lo hacía y, en ocasiones, el dolor se deslizaba bajo mi piel hasta llegar al hombro. No podía moverme, pero sabía que el verde estaba allí mientras hiciera frío. Luego ya… No. No est-aba. No. no. nadie piensa en mayúsculas, ¿verdad? nadie piensa con letras. la gente no…

—Déjame ayudarte, por favor…

Ese había sido Víctor. No lo había vuelto a ver desde que había entrado en lo blanco. Quizás no le gustara el color. Luna sonrió para sí misma y bajó la cabeza. El pelo desgreñado le estorbaba en la cara. Sabía perfectamente por qué Víctor no había regresado. El problema no era el color, ni el lugar. El problema era ella. Ella, los colores, la tormenta, todo .Todo ella. Ella en sí misma. Ella en todo ser. Víctor era un buen chico, de todas formas. Era mejor que no estuviera ahí. Era mejor que ya se le hubiera olvidado un poco cómo era el trazo de sus letras cuando escribía cartas. Era mejor que se enamorara de alguien con los colores fuera de sus ojos.

Y lo negro. Lo negro… El dolor, sangre, silencio. Lo negro atacaba solo cuando hacía calor, pero Luna nunca podía predecir cuándo. Se pasaba las noches temblando de miedo y cada sombra que veía pasar a través de la pequeña ventana de su habitación la hacía gritar. Se encogía. Se encogía. Se pegaba a la pared y se estrechaba contra ella para que la pared pudiera acogerla aún más. Cuando empezaba a escuchar los golpes—

Bum.

Bum.

Bum.

Golpes de batería. Bum. Bum.

Crecían. Crecían. Cada vez más rápidos. Luego lentos y pausados. El sudor se reía en su cara. Se ahogaba, aunque lo negro todavía no llegaba. Todo estaba oscuro, pero lo negro aun no llegaba. Luna sentía cómo su corazón le arañaba el pecho y gritó, porque se le iba a salir y la iba a matar. Pero nadie escuchaba. Nadie venía. Quizás había gritado demasiadas veces. Quizás ya no les importaba. Ni a Víctor ni al niño peluche ni a ninguno. Pero seguía gritando, porque ahora eran las venas de las muñecas las que querían salirse de su piel y escapar por la ventana. Querían dejar de ser tan verdes, tan azules, tan flacas, querían salir. Lo negro lo sabía, porque cantaba y conocía a su corazón y a sus venas. «Estoy loca», pensó Luna esa noche cuando todo volvió a empezar. Hacía calor. El sudor se reía. Bum. Bum.

Bum. Sus uñas se apretaron contra su carne y gritó. 

—¡Por favor! ¡¡Por favor!! ¡Por favor!

Esa era ella. Siempre lo sabía, porque era como si las palabras, que se escondían cuando escuchaban acercarse a lo negro, le dieran un manotazo en la cara y le hicieran darse cuenta. Darse cuenta de que era una puta idiotez, ¿en qué estaba pensando? En qué pensaba cuando creía que podía escapar, que la música no existía, que los colores sonaban o que no vendrían todos todos a ver el espectáculo. Todos todos que no era lo mismo. en minúsculas, porque ya era muy tonta para pensar nada más.

Se abrió la puerta de un golpe. Luna dejó de gritar. Siempre tenía la esperanza de que desgarrarse la garganta, de algún modo, haría que lo negro se compadeciera. Pero lo negro era solo agua. Un agua que rugía y que hacía temblar sus huesos y todo el edificio. Empezó a gotear en el umbral de la puerta.

Pero luego explotó. Explotó en oleadas de gritos y rayos de dolor. No había ya espacio o suelo o arriba, sino una masa negra que chorreaba por todos lados y que gritaba y se abalanzaba sobre ella. Parecía agua contaminada. Lo invadió todo y Luna sabía que no tenía más opción que ahogarse en esos gritos y chillar en su mente, porque no podía abrir la boca, no podía abrir los ojos, no podía moverse…

—Quizás tenga que estar aquí un tiempo, pero…

Pero lo negro no venía solo. Cuando Luna consiguió abrir los ojos, todo volvía a estar en su sitio, aunque una niebla gris y pegajosa la envolvía. No estaba en su celda. No estaba en donde debía estar. Reconoció el lugar como una habitación limpia y vieja y el corazón la golpeó tanto que vomitó sobre su propia ropa. Esa era su habitación. La habitación que había tenido cuando vivía en una casa y tenía comida abundante y libros que leer. Cuando podía ver las manos. 

Algo goteaba de sus muñecas, pero no quiso ver qué era. Sabía que si no se movía, ellos vendrían. Venían con lo negro, porque a lo negro siempre le gustaba escucharla gritar. La niebla gis comenzó a dar vueltas a su alrededor como si estuviera bailando. No. No. No podía ser. Esa no era ella. Su nombre no era Luna Esa no era su habitación. Nada. nada, nada, solo pequeño, sin mayúsculas, susurrando, para que no la vieran, por favor, por favor, para que no la vieran, por favor… iba a doler mucho, iba a doler…

—¿No quieres jugar?

No… no quiero. Luna temblaba.

No… 

            No…

                        No…

                                    No…

                                               No…

—Abre los ojos, pequeña.

¡No! 

—Ábrelos o… Nosotros entraremos a ellos. Ji ji ji ji.

Lo negro. Ellos. No… No iba a abrir los ojos. Si los abría… si los abría, ellos iban a entrar. Iban a entrar de verdad y no se irían nunca. Nunca se iban. Si abría los ojos, ellos iban a entrar de verdad. Algo estaba llorando. Luna pegó un salto —¿estaba sentada? ¿en serio?— cuando una mano, ardiendo, le tocó el brazo. La mano le hacía cosquillas, hormigueaba. Lo negro se reía. Se reía. Se reía. Algo le tomó la mano. 

Lo negro estaba ahí, pero ella no quería abrir los ojos. No podía. Algo goteaba. Algo se reía. Lo negro, lo negro…

—… su hijo está aquí.

La enfermera la miraba con una inquieta serenidad que Luna nunca había entendido. Sentía los ojos pesados y el cuerpo ligero y vacío. Todo a su alrededor era de un blanco soso con plantas artificiales blanduchas y unas cortinas color crema que nunca se habían lavado. Luna estaba sentada en una silla incomoda; tenía las piernas adoloridas y la espalda algo encorvada. La cama estaba impecable y el suelo no estaba manchado de vómito o sangre. Podía notarse el calor abrasador más allá de la ventana. No sabía dónde había estado antes, pero ahora estaba ahí. Lo negro se había ido. Todo había pasado. 

No sabía quién era el joven pálido de barba mal cuidada que lo estaba mirando a un par de pasos de distancia, pero no dijo nada. Era bastante alto y tenía los ojos oscuros, como ella, como todos. Como el niño peluche. Era evidente que no sabía qué decir. Era solo un chico todavía. No debería estar en ese lugar. Luna podía ver cómo se enredaba los dedos con las manos, notaba que se rascaba la barba con frecuencia. Se limpió las gafas dos veces con la punta de su camiseta.

—Ella probablemente no diga nada, pero sabe quién es usted —mintió la enfermera con una sonrisa, pero no era la primera vez que lo hacía, así que, como siempre, Luna guardó silencio.

—¿Está…? —El joven se detuvo un momento y bajó la vista—. ¿Está tranquila? ¿Se… siente bien?

—Su mente está algo desconectada todavía, pero está siempre muy serena —volvió a mentir la enfermera. Esta vez, Luna la perdonó, porque ella —¡nadie, nadie, nadie!— lo entendía—. Ya no tiene ataques como antes ni sufre de episodios violentos o traumáticos. Va avanzando.

El muchacho asintió. No parecía estar prestando demasiada atención. Luna quería volver a cerrar los ojos, porque se sentía sin huesos. Transparente. Si se tendía un momento, su cuerpo volvería a estar entero y podría recordar quién era ese chico. Él se acercó y le tomó la mano. Dijo algunas cosas, pero Luna ya no estaba escuchando nada. Sentía que algo le acariciaba los dedos e incluso que algo le apartaba un mechón de pelo de la cara. 

No existía nada antes que ese lugar. No existía nada más que esa silla, donde había estado sentada siempre. El niño de ojos oscuros, el niño peluche, el niño del comienzo de todo, no existía. Quizás había muerto en lo negro o quizás era lo negro y no era más que un grito entre todos los demás. Luna sintió que una brisa helada le recorría la espalda, pero no reaccionó. Ya no tenía caso hacer nada. Todos creían que su vida era solo gris y silencio, que era paz, pero distancia, que era serenidad, pero sin azúcar, sin vida. No sabían lo que se escondía detrás de sus ojos. No sabían que todo explotaba en colores ni sabían que querían matarla detrás de su expresión plácida No sabían que eso no era calma. Era un terror tan grande que no se atrevía a salir.

Luna finalmente cerró los ojos y dejó que las caricias del muchacho desconocido fueran todo lo que existía.

—Abre los ojos, por favor.

No debió hacerlo. El calor la envolvió y empezó a sudar. Luna volvió a abrir los ojos, pero ya nada era blanco y el muchacho ya no estaba allí. O quizás sí, quizás estuvo allí todo el tiempo. Lo negro siguió acariciándole la mano. Su boca ocupaba casi toda su cara, de mejilla a mejilla y entre los dientes chorreaba sangre. Tenía los ojos oscuros y pequeños. Lo negro sonreía, porque eso era todo lo que podía hacer. Allí estaba la tormenta que había comenzado en verano.

—Te extrañé, mamá.

Luna gritó. 

            Y gritó.

                        Y gritó.

                                    Pero no había nadie ahí.
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