Hastío (I)

viernes, 30 de enero de 2015

Sucedía cada verano. Por supuesto, comenzaba con la alegría del tiempo libre y la promesa de un año diferente, de nuevos proyectos y de resistencia. De prometerse que sería distinto y que no tendría que recurrir a lo mismo para combatir. Como siempre, esa resolución duraba hasta finales de enero, cuando los pocos días nublados, engañosos, dejaban paso a abrasadores días de sol y terribles dolores de cabeza que lo dejaban postrado en una cama, sudoroso, enredado en sábanas húmedas e irritantes.

Y siempre Alejandro se repetía que no era para tanto. Que el verano y el calor siempre empeoraban un poco su ánimo, pero que no tenía que significar nada más. Pero empezaban las palpitaciones en el fondo de su pecho. El sudor que ya no se debía al calor. La sensación de que algo estaba allí adentro y que bastaba con gritar y pegar alaridos para sacarlo de su garganta. Algo que quería salir y que lo destrozaba por dentro. Pero siempre comenzaba con una suerte de triste aburrimiento durante las tardes de sol, una apatía tranquila que se transformaba en desesperación cuando el dolor y los gritos ya no solo parecían alojarse en su cabeza o en su garganta, sino en todo su cuerpo.

Y era como si todo el cuerpo de Alejandro gritara y quisiera salir y doliera y se mareara. Esos eran siempre los días previos. Alejandro había aprendido que cuando se sentía así, era mejor no hacer absolutamente nada. No encender la televisión o la radio. No levantarse a comer. No revisar su correo. No recibir ni hacer llamadas. Así que se quedaba tirado en la cama, sudando como perro y con la vista fija en el techo, con los dientes apretados, reprimiendo el vómito incomprensible que se le acumulaba en la boca.

Era asqueroso. Y era inevitable. Los días a partir de ahí se repetían. Ni siquiera sabía cuándo dormía, pero seguro que lo hacía en algún momento cuando dejaba de sudar tanto o cuando se daba vueltas en la cama deshecha. A veces Alejandro ni siquiera sentía dolor, pero tampoco intentaba levantarse. El grito de su cuerpo era profundo. Nada era más importante que estar allí mirando el techo. Nada más existía. O si existía, podía irse a la mierda, porque Alejandro no iba a moverse. No iba a moverse en lo absoluto, porque no tenía ganas de hacer más que estar ahí.

Esa etapa duraba una semana. Si el verano era especialmente caluroso o las noches eran poco reparadoras, podía durar más. Alejandro sabía cuándo terminaba ese ciclo, porque se arrastraba afuera de la cama y vomitaba, por lo general antes de alcanzar a avanzar más de un par de metros de la cama. Y se quedaba dormido en el charco de vómito, sudando, con la boca con gusto a mierda. Ese verano en particular, vomitó más de la cuenta, quizás por culpa de las papas fritas vencidas que había dejado junto a la cama, pero se despertó mucho más lúcido.

—Mierda —gruñó casi a medio camino. La mitad de su cara estaba justo encima de su vómito, aunque la idea ya había dejado de repugnarle un par de años atrás—. Mierda…

Alejandro se levantó con dificultad. Ya no tenía la vista borrosa ni le pesaba la cabeza ni la habitación giraba alrededor suyo, pero el cuerpo le dolía, apestaba a sudor y a mugre y no había comido bien en varios días. Una vez de pie, se pasó una mano por el pelo y se tambaleó hasta la ducha. El tacto frío de las baldosas contra la yema de sus dedos le dio un escalofrío y sonrió. Ya extrañaba esa sensación. Se quedó un momento de pie, con la mano aun en la pared del baño. Se tomó la pechera de la camisa e inhaló su propio olor podrido. Todo tenía que hacerse paso a paso.

La ducha fue rápida. No duró más de dos minutos, pero fueron suficientes para que Alejandro se lavara por completo y saliera con una sonrisa descansada. Se vistió despacio. Primero los calcetines y los zapatos. Luego la camiseta. Al último los pantalones vaqueros, desgastados y manchados, siempre los mismos. Se peinó con las manos frente al espejo roto en tres partes y se echó desodorante. No ordenó nada. Dejó la toalla tirada en el piso, la esponja aun con jabón dentro de la tina y la ropa sucia arriba del váter.

Se hizo dos huevos revueltos en la misma sartén de siempre. Les faltaba sal y estaban algo desabridos, pero Alejandro se los comió con las ganas de un niño consentido. Como todos los veranos desde que había cumplido los diecisiete años, jugueteó con la idea de hacer trampas. Se sentía bien. Volvía a comer sin sentir náuseas. No sudaba. Los gritos parecían haberse callado y no le dolía el cuerpo con esa urgencia por escaparse de sí mismo. Pero sí sentía punzadas de dolor en la nuca. Alejandro terminó los huevos y se dijo que quizás el próximo verano. Quizás el próximo sería diferente. Quizás el próximo año volvería a ser normal y Alejandro no tendría que pasarse los primeros días de febrero limpiando grasa, sangre y cabello arrancado. 

Pero lo dudaba.

Aspirantes a tormenta

miércoles, 21 de enero de 2015

En el fondo, eres destrucción. Pero no en el sentido misterioso e intrigante que lo concibes, sino del modo patético y silencioso que a veces notas. Lo puedes casi sentir en el modo en que tus ojos se entornan solo un poco al leer cómo otros expresan sus tormentas o en el aleteo frenético que percibes en el estómago cuando una idea especialmente desagradable aparece en el fondo de tu cabeza. En las oraciones largas. En las metáforas que nadie entiende.

Ese es el estilo ahora, ¿no lo crees? Enredarse en palabras y palabras que nadie comprende, en poesía disfrazada de reflexiones y de pensamientos de  cartón que solo sirven para parecer profundo y torturado cuando están publicando tan solo en una vitrina ante ojos desconocidos. En el fondo, los desprecias. Pero no eres diferente, aunque la sola idea te irrita, ¿no? Claro, eso de parecerse al resto es solo interesante cuando son cosas que quieres. Cuando se trata de ser enigmático y oscuro… todos son diferentes

Palabras. No son más que palabras. Le dan una importancia sublime a los disfraces que crean con ellas y los juguetes que construyen con su ayuda. No son más que palabras. Valor incalculable. Más bien, pobre intento de aparecer y parecer. Tristes imitaciones de la vida. Tristes formas de gritar que sí, estamos aquí y a nadie le importa.

Retuércete de dolor en palabras de frío, nubes, huracanes, sangre y soledad. Deja que el resto vea cómo sufres y chupa su atención y su maravilla. Bebe. Y luego sonríe, pero no demasiado. No vaya a ser que alguien piense que eres feliz. Trata de embellecer una tristeza patética y cotidiana, de frituras y amigos lejanos. Viste tu historia con finos hilos de palabras que cubren una desnudez vulgar y corriente, una cara torpe tras una máscara de inexistentes luceros mustios. Una vida cómoda pintada un poco de gris para las masas anónimas que también buscan un poco de dolor. Un poco de exquisita agonía para enredarse. Y todos justifican su patética maraña de fantasías.

Pero lo notas. La obsesión en tus elecciones. Las fantasías, que todo el mundo tiene, patética criatura. No creas que tu oscuridad es especial. Es solo una nube en tu cabeza. Una nube gorda y negra de esas que amenazan lluvia y truenos, pero que nunca hacen nada. Las que de verdad mojan son los cielos grises. Y tú tienes demasiado color, aunque trates de pintarlo con lápiz grafito. Quieres destruirlos a todos. Pero no sabes quiénes son todos ni lo que significa destruir. Solo quieres jugar con metáforas, como todos los demás. Eso es profundo y elegante y artístico. Pero son solo simplezas adornadas. 

No son más que copias y copias de copias. Como tú. Sigue escribiendo y hundiendo todo en recursos literarios, en repeticiones, revisa la ortografía de tus pensamientos, los referentes en tus emociones, las hipérboles de tus fantasías, cuida la redacción de tus desvelos, no vaya a ser que alguien eche un vistazo y vea que a tu oscuridad le falta ritmo o estructura. No vayan a descubrir sombras de personajes sin desarrollar. Destrúyelos a todos, allí en tu mente, donde todo siempre llueve y es siempre de noche y dónde tienes valor para desangrarlos. 

Y piensa en él. Como siempre. Y sonríe. Sonríe con tus recuerdos y tus promesas y en las palabras que fueron verdad y fueron mentira. Recuerda su voz y la forma de sus burlas, imagina el aroma de sus cigarrillos o la textura de su pelo. Luego ríete de ti misma y sigue extrañándolo. De la forma en que sabes, con memorias y letras. Con palabras. Esas que no valen nada, pero que son tuyas. Y son de él. 

Pero solo por un momento. Luego piérdete otro rato en nubes negras, que siempre hay páginas blancas que rellenar. Mira a tu alrededor, esa vida cómoda y rutinaria, esa vida normal, común, corriente como la maleza y apacible. Invéntale gritos y lágrimas y baila con esas metáforas tan bonitas y repetidas. Luego destrúyelo todo y siente la incomprensión del mundo. Porque eres especial. Diferente. Eres tormenta y eres destrucción. Eres poesía en prosa y violencia en un latido.

Sigue creyéndolo y deja que te admiren los que también aspiran a ser penumbra. 

Luego intenta olvidar que le temes a la oscuridad.

Lo ardiente de la soledad

sábado, 17 de enero de 2015

Apretó los puños. No sentía la sangre resbalando entre los nudillos o las punzadas de dolor que debería sentir en la mandíbula y en las costillas. Apretó los puños y siguió corriendo. No había nadie en el sendero que atravesaba el parque. La idea de que no hubiera nadie en ese lugar, cuando el resto de las noches siempre había alguien que molestaba e irritaba y perturbaba la soledad que buscaba, era abrumadora. Dónde estaban, se preguntaba, mientras hacía crujir los dientes al presionarlos unos con otros. El fuego era impaciente. 

Iván se sacó la capucha de la sudadera y se arremangó. El sudor le empapaba el cuello y la parte posterior de las rodillas. Se detuvo junto a la banca que estaba junto al farol, un poco a la izquierda del sendero principal y entornó los ojos. Se quedó observando el paisaje desierto por un par de jadeos hasta que finalmente apareció alguien. 

Un muchacho. Gritaba  y se tambaleaba y se reía. Era evidente que estaba borracho o drogado y que ni siquiera sabía dónde estaba. Iván lo observó. Se pasó una mano por el pelo, mojado por el sudor y descansó las palmas en su nuca. Se sonrió. El fuego querría arrancarle la vida y los gritos, pero solo era esperar un instante más. El chico borracho se apoyó en la farola y miró a Iván con el semblante borrado y una sonrisa boba. Abrió la boca para hablarle, soltó una carcajada y un par de balbuceos y volvió a mirarlo.

—¿Tienes fuego? 

Iván no le respondió. Claro que tenía fuego. Sonrió y asintió. El chico borracho se enderezó y sacó un cigarrillo de un bolsillo. Apenas notó cuando Iván le cruzó la cara de un puñetazo. Claro que tenía fuego. Fuego que quería estallar y que podía quemar más que un puto cigarrillo. Iván pudo notar cómo los nudillos le ardían. A su alrededor, todo era negro, azul y amarillo. El amarillo saltaba sobre sus ojos y se mezclaba con el rojo de sus manos, el rojo del cabello del idiota que se retorcía en el suelo, quizás sobrio, quizás notando cómo lo hacía mierda con cada golpe.

Terminó de rodillas, con el pecho en llamas y la boca reseca. Los brazos le pesaban y el viento que empezaba a correr en el parque apenas le alborotaba el cabello. El chico borracho estaba a un lado, con la cara ensangrentada y el cuerpo machacado, inerte, durmiendo. Iván podía ver su pecho subiendo y bajando y estaba seguro de que cuando despertara, le dolería hasta respirar. Pero la verdad no le importaba.

El fuego lo quemaba por dentro. Comenzaba en sus ojos y se metía por dentro, alrededor de su garganta, en medio de sus costillas, subía y bajaba por sus brazos hasta sus nudillos. Golpe. Golpe. Golpe. Era bueno, en ocasiones, sentir el fuego de vuelta. Golpes. Más golpes. Caer al suelo, en la tierra y retorcerse. Defenderse, alzar los brazos, soportar la tierra, el dolor y la sangre entre los dientes y hundirle el hígado a alguien sin rostro. Pelear como demonio para ganar. No sabía qué ganaba, pero el fuego lo sabía. Y eso bastaba. 

Era la mejor forma de estar solo y de destruirse por completo. De hacerse mierda, de sudar, de sentir la sangre y las nubes en la cabeza. Solo. Derrotado. Y todo ardiendo a su alrededor. Él mismo ardiendo hasta estallar, hasta arrastrarlos a todos a su misma derrota. Y reírse. Reírse con los dientes machacados, los nudillos enrojecidos y el cuerpo deshecho. Caer. Ver caer. Devorados por el fuego que era su pecho.

Iván se levantó, se acomodó la ropa y se subió la capucha. Recogió el cigarrillo que se había caído y lo prendió con su encendedor. El humo dio vueltas un rato alrededor de su boca. Mañana tendría que tomarse una aspirina, porque tenía que estudiar y más tarde estaba ese almuerzo con su hermana. Tendría que correr para poder comprarle una rosa a Gabriela. Iván sonrió ante el recuerdo. Su novia siempre había sido una romántica encubierta. 

El chico tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie. Llamó al SAMU y siguió caminando por el parque rumbo a su casa. El fuego se había convertido en una suave llama de vela en el fondo de su cabeza. Los nudillos empezaban a dolerle. Esperaba que su madre no notara la sangre que le había manchado la camiseta o armaría un escándalo de proporciones. No, tenía que ser cuidadoso como siempre. 

La vela titiló en su retina e Iván soltó una risa ronca y atragantada. Volvía a estar solo.

El fuego se rio con él.

El paraíso de los silenciosos

Estaba nervioso. O tan nervioso como podía estarlo, sabiendo que solo tenía unos minutos más de vida. Cada segundo era una eternidad. Una eternidad extraña, dolorosa, rodeada de niebla y veneno. Se preguntó si había alguna oportunidad de hacer algo distinto. De no ser como las docenas o cientos de compañeros con los que nacía cada verano y que desaparecían en un suspiro. Supuso que no. No tenía modo de saberlo. No tenía pensamientos. Solo tenía una meta. Una meta que tenían todos.

La luz.

Desde que nació, allá atrás, hace una eternidad que para los gigantes de dos patas debía ser solo un instante, supo cuál era su propósito. No lo enorgullecía, porque todos sus hermanos, todos sus ancestros y todas las criaturas que vendrían después de que él fuera ceniza, compartían la misma búsqueda. La luz lo era todo. La luz era su sentido. La luz era su razón para vivir y para morir. La luz era el modo en que existían.

Él había sido más paciente que el resto. Todo su pueblo nacía solo una vez al año y desaparecía cuando llegaba el frío. Nacían en lugares húmedos, cálidos, donde había agua y árboles. Otros pueblos con alas presentaban sus respetos y honraban el calor, pero no entendían su fascinación con la luz. Había pueblos que buscaban alimento —la sangre extraña y apestosa de los gigantes de dos patas o las semillas tóxicas que caían de las ramas de los árboles—, otros que buscaban aparearse. Su existencia era fugaz y por eso las enemistades no existían.

Los pueblos zumbantes, los más antiguos, los bebedores de sangre, que siempre cazaban de forma solitaria pocas veces les prestaban atención, aunque congratulaban su presencia en el calor. Él nunca lo había entendido, pero admiraba a sus cazadores. Sus alas eran fuertes y su cuerpo escurridizo. Pero los Zumbantes nunca entendieron la luz. 

Él movió un poco las alas y el miedo se apoderó de su cuerpo cuando sintió que una de ellas se rompía un poco en su espalda. El dolor fue inmediato, pero reprimió cualquier sonido. Su pueblo era silencioso. Sentía que la tristeza y el terror subía por su cuerpo y se quedó quieto un segundo, aguardando a que su ala herida volviera a su lugar. Había esperado demasiado para volar. No podía fallar ahora.

Sabía, sin embargo, que muchos morían sin conocer la luz. Eran débiles. Sus alas eran frágiles y apenas un leve roce o el más sutil movimiento las arrancaba de su cuerpo. Y un Silencioso sin sus alas era solo un punto en medio de la nada. Era polvo. Ceniza. Nada. Un patético cuerpo oscuro arrastrándose, mutilado, como un gusano inmundo. La muerte era preferible. Por eso él había esperado. A diferencia del resto, que apenas al nacer se lanzaban, enceguecidos, en busca de la luz, él esperó unos días antes de atreverse a volar. 

Los jóvenes morían más rápido. Eran presa fácil para el veneno en la madera y el suelo y no lograban afirmarse en el género que cubría las casas. Caían al suelo y rara vez volvían a volar. Morían sin ver la luz, con el cuerpo cubierto de polvo. La estrategia era fundamental. Los jóvenes volaban solos y, aterrados porque sus alas fallaran en mitad del aire, usaban todas sus fuerzas en llegar a alguna superficie. Desde allí, trepaban, se arrastraban por las paredes, la madera, la cerámica, en busca de la luz. Solos. Desesperados. Perfectamente visibles para los gigantes de dos patas.

El comportamiento de esos asesinos siempre lo había asombrado. Se había pasado algunas horas observándolos aplastar a sus hermanos, pero ahora entendía que ellos también sentían miedo. Cuando uno de sus compañeros más jóvenes, aparecía en el radar de los monstruos, él podía notar que temían. Se alejaban. Buscaban cómo matarlos sin acercarse demasiado. Rociaban el veneno y huían cuando los veían volar. 

Por eso la mejor opción era volar en grupo. Volar sin una ruta definida, como saltando de un lugar a otro, porque eso confundía a los gigantes de dos patas. El pueblo de los Silenciosos había desarrollado esa técnica durante los últimos veranos. Lo esencial era no dejarse ver hasta que todos pudieran salir a la vez. Eso los confundía y los aterraba, pero también muchos hermanos morían forzando sus alas frágiles al máximo.

Probó una vez más su ala. Estaba lastimada y quizás se le cayera en el proceso, pero podría seguir volando. La emoción y el miedo se esparcieron entre el rincón donde aguardaban cuando la luz apareció en la pared blanca. La luz los llamaba. Vengan, vengan, ya no tienen que sentir miedo, hijos míos. Los llamaba. Él miró a sus hermanos y ellos también movieron sus alas. Había una enorme gigante de dos patas junto a la luz, pero él ya la conocía. Les tenía miedo. Sonrió y dio la orden. 

Volar dolía. Su ala lastimaba le ardía, pero mantuvo la formación. Se ocultó detrás de una madera y se aferró a la pared. La luz le rozaba el rostro. Si hubiera podido llorar, como las leyendas decían que los asesinos hacían, en ese momento no habría podido contenerse. Estaba tan cerca. Su alegría era agridulce, sin embargo. Vio a uno de sus hermanos más pequeños caer detrás de la madera y revolotear sin éxito con sus alas, que acabaron por caerse. No quiso mirar. 

Solo un poco más. La gigante ya los había visto. Se asomó solo un poco y la vio retroceder en dirección opuesta a la pared. Él sonrió. Era su única oportunidad. Sin esperar más, se lanzó con todas sus fuerzas en dirección a la luz. Vio a algunos compañeros que bailaban alrededor de ella y casi lanzó un grito de alegría. Su ala lastimada terminó por romperse. La desesperación le recorrió todo el cuerpo al ver que perdía altura. 

No podía morir en la oscuridad. No podía morir allá abajo, en el cementerio podrido y oculto de polvo y pelusas, rodeado de los cadáveres putrefactos y mutilados de sus hermanos y hermanas. La luz estaba tan cerca… Casi podía sentir su calor, el brillo que borraba todo su mundo y lo convertía en el paraíso para el que había nacido. Se aferró al borde de papel que envolvía a la luz y se desplomó, agotado. Ya había llegado. 

Tres hermanos lo miraron. Sonreían. No podían hacerlo, pero él sabía que estaban sonriendo. El calor aumentó. Se levantó con dificultad. Un hermano joven, de los pocos que alcanzaban esa cima, lo ayudó a avanzar. La luz estaba frente a ellos. Era grande y lo envolvía todo. Ardía como un sol blanco y parecía palpitar. 

Por generaciones ese había sido su meta. El pueblo Silencioso era el pueblo de la Luz. Había muchas luces y muchos propósitos. Muchos caminos para llegar al paraíso. Él había encontrado el suyo. Ya nada más importaba. El genocidio masivo a manos de los gigantes de dos patas era ya cosa del pasado. Sus amigos habían muerto, pero él viviría para siempre y ellos vivirían con él, en espíritu, en polvo, en ceniza, en nada.  En una nada brillante, en el corazón blanco de la luz.

Se acercó un poco más con el cuerpo cansado. Solo un poco más hasta que la luz se lo tragó todo. Hubiera gritado al sentir el ardor terrible y la muerte blanca acunándolo con una feroz ternura. Sintió que la fatiga lo vencía. Su ala descansó, lánguida, muerta, sobre su cuerpo de gusano. El pueblo asqueroso, patético, mudo, mutilado, insignificante. Ya todo eso era olvido. Miró la luz por última vez y dejó que ella se lo llevara. A su lado, sus hermanos murieron también. 

Habían alcanzado la Luz. Estaban ya en el paraíso.

A unos metros de distancia, la gigante de dos patas frunció el ceño al ver otros cuatro bichos asquerosos cayendo como moscas sobre su escritorio, sin sus alas. Otros trataban de acercarse a su lámpara y se quedaban dentro del cono de papel que la rodeaba, sin volver a moverse. Su tía, seguramente, había dejado la ventana abierta otra vez y ahora estaba lleno de esos gusanos con alas que se caían muertos —vaya asco— por todo el lugar y volaban como enfermos alrededor de cualquier luz.

Sin embargo, en medio del asco que sentía al verlos arrastrarse desde el suelo, las cortinas y la pared, no más de cinco o seis, repartidos por su habitación, se preguntó qué estaban haciendo. Todos se arrastraban y volaban hasta la lámpara. Y morían allí adentro. El suelo siempre estaba lleno de ellos y de sus apestosas y patéticas alas. Definitivamente prefería los zancudos. Siempre aparecían solos —o en parejas, a lo más—, zumbaban, se podían matar con facilidad de un sopapo adormilado y no se les caían las alas. 

En el fondo, era casi poético. Aparecían, luchaban por alcanzar la luz de las lámparas y morían al alcanzarla. Vivían para morir rodeados de luz. La chica no dejó ver una trágica ironía en ese comportamiento. Quizás todos no eran más que esos insignificantes y patéticos seres, arrastrándose por la vida, buscando una luz que terminara por matarlos. Frágiles, pero determinados. Pequeños puntos en el universo que nacían para morir. Para morir en un paraíso que no era más que un foco artificial y vivir respirando veneno todo el día. Para desaparecer cuando la luz se apagaba y renacer cuando volvía a encenderse, desafiándolos a todos a acercarse a su abrazo. Y arder en él.

La gigante de dos patas desechó esos absurdos pensamientos y se quedó a una distancia prudente mientras veía a las patéticas criaturitas aparecer y morirse sin motivo alguno. Esperaba que pronto llegara el invierno pronto y todos esos putos bichos asquerosos desaparecieran de su vista.
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