Infancia de colores deslavados

martes, 15 de noviembre de 2016

Es el niño de la página doce del diario, el del reportaje tan popular, el de las cifras, el que se arranca, el que se muere y nadie se entera. Para qué un abrazo, para qué una sonrisa, si basta una habitación blanca, un arrullo de pastillas.

Es la niña de la denuncia, una niña con los muslos morados y la mirada rota, que salta el muro del centro y se pierde en colores falsos hasta olvidarse del "tío" y sus manos pesadas. La niña de las terapias, la niña del archivador enorme de horrores callados.

Abajo, arriba. Son los niños transparentes, en ninguna parte, en todos lados. Solo otro informe, otro cajón, hasta que son manchas de pintura, cuerpos reventados, adultos de diez años en carpetas amarillas. 

Allá van todos ellos, chorreando desde los cerros hasta las calles grises, perdiéndose y perdiéndose y nadie... nadie se vuelve a mirar.

Desde la raíz

jueves, 20 de octubre de 2016

 Participación para la "Antología 4 Islas"


«La misma orilla de siempre», pensó mientras notaba la neblina escurrirse entre su ropa. Apenas notaba el sonido del mar bamboleando entre los roqueríos. Quizás un rumor tenue un poco más allá de la orilla, la frontera del mundo, la línea que no los iba a separar por mucho tiempo. Nila se metió las manos a los bolsillos y miró a un punto indefinido del horizonte. Con la bruma matinal apenas se notaba la silueta de las olas. La arena estaba fría y quebradiza y la enorme roca en la que se sentó estaba congelada y dura. 

Nila se removió incómoda en la superficie de la piedra y hundió la boca en su bufanda. Esa era una postal que le hubiera gustado conservar. La mañana solitaria y ella allí, congelándose hasta los huesos, intentando limpiarse de la tristeza, envuelta en silencio, una nostalgia dramática que acariciaba su vanidad. No estaba sola. Nila escuchó los pasos de la isla que se despertaba. Las mismas pisadas arrastradas, las botas que se hundían en la arena y hacían ese fup fup fup de la suela con cada zancada. Carraspeos, carritos con arbustos, el frotar de las manos, el chispazo de un encendedor, el estornudo de un perro. 

—Y, sin embargo… —dijo Nila en voz alta y se interrumpió sin sonreír. Se le enrojecieron un poco las mejillas, pero no volteó a ver si alguien la miraba. Nadie lo hacía nunca como ella tampoco volteaba a ver a nadie cuando se envolvían en silencio. «Ahora todo es silencio». 

Quiso reírse con la forma en que las palabras se formaban en su mente. No era espontáneo. Era un monólogo sostenido que tomaba forma de repente y luego desaparecía para dejar solo un vacío frío dentro de su cabeza hasta la espera del próximo, como un libreto. Quizás como las olas, porque siempre el mar era un buen pozo de metáforas. La orilla fría donde nadie se acercaba era un buen lugar para estar triste, había decidido, al igual que todo el mundo. O quizás era un buen lugar donde intentar mirar más allá del agua y recordar las masas de tierra, como fantasmas confusos, que se escondían detrás. 

—En Raíces siempre hay gente sentada en la orilla mirando al horizonte —le dijo una vez a Jol y su hermano no respondió de inmediato. Se la quedó mirando un rato hasta que apartó los ojos e hizo un gesto de resignación con la boca apretada.

—Todos echan de menos… —Jol siguió ordenando las tazas en las que habían bebido té sin mirarla directamente—. Pero nadie quiere volver. 

—Ya. 

Nila recordaba ese monosílabo que había salido de su boca como un bufido. Si a su hermano le pareció extraño que dejara el asunto hasta ahí, no lo mencionó. Continuó apilando las dos tazas con sus respectivos platillos y guardando las cucharitas en el cajón con la mirada clavada en sus propias manos. Quiso decirle «estás pensando en ellos», quizás incluso añadir un no vale la pena, un no te preocupes, y decir algo en otro idioma, alguna estupidez que lo hiciera soltar las cucharitas y el paño mugriento con el que estaba secando, y doblarse en risotadas, pero se quedó allí observándolo. Pensando en ellos, aunque no valía la pena y notaba que se le congelaba el pecho y que el té se le amargaba en el estómago. 

—¿Vas a estar aquí todo el rato? 

Ella no se sobresaltó. Había escuchado las pisadas amortiguadas del pescador viejo, pero no le sonrió cuando levantó la mirada. El mar seguía callado y la niebla avanzaba un poquito más a través del aire. Nome chasqueó la lengua y le dio una palmada suave en el hombro. Llevaba un chaleco grueso que le cubría todo el cuello y que le quedaba largo de mangas, pero iba con pantalones cortos y sandalias.

—A nadie le hace bien estar tanto rato en el frío —dijo él y se frotó las manos—. Siempre puedes dramatizar en tu casa, abrigada y con un café en la garganta. 

—Quería estar un rato aquí. Nadie intenta hacer conversación —mencionó ella y se rascó la cabeza. Tenía pajizo el pelo rizado y los dedos se le enredaron al deslizarlo entre los mechones. Le sostuvo la mirada al viejo un segundo. No mencionó que en casa tampoco había nadie para conversar, no ahora—. Además... el frío se siente… bien aquí.

—Más como frío que como si te estuvieras ahogando en silencio. Más como mañana y menos como miedo, un miedo profundo y terrible, que es el que sentimos todos. —Nila no respondió. Se frotó los brazos casi sin darse cuenta, pese a que apenas corría viento. Apretó los dedos contra la tela, contra su piel, sin dejar de mirarlo—. También dejaste alguien atrás, ¿verdad?

Asintió. El viejo sonrió. No era la sonrisa de arrugas en la cara que aparecía todas las mañanas en sus buenos días. Era una sonrisa de ojos caídos, de recuerdos ahogados en el océano. Nila parpadeó varias veces y notó que los ojos insistían en humedecerse. Apartó la vista y carraspeó, porque la garganta le había empezado a picar. Volvió a frotarse los brazos, esta vez con más fuerza. 

—¿De nuevo? —preguntó en voz muy baja. Clavó la mirada en la arena irregular, llena de piedrecitas—. ¿Va a empezar…?

Nome le apretó el hombro con suavidad y ella se sobresaltó con el contacto. Se miraron de nuevo y Nila se preguntó cuán viejo sería el pescador realmente. Si acaso detrás de las manos agrietadas por la sal, las sandalias estropeadas y el chaleco demasiado grande no habría también otra anciana con problemas de vista, quizás que tejía chalecos enormes para que nadie pasara nunca frío, si tal vez se perdió también en un remolino, como se perdieron todos…

—Ve a casa, Nila —dijo el pescador y ella volvió a hundir la boca en la bufanda para no tener que mirarlo mientras luchaba por no llorar—. Hace frío. 

No sintió los pasos sobre la arena mientras se alejaba de la roca. El mar continuaba mudo, apenas moviéndose, y la neblina se espesaba por las calles. Nila hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta ligera y tragó saliva varias veces. También dejaste alguien atrás… Todos, todos allí eran fugitivos que nadie perseguía, con el alma rota en dos, tres, cuatro, decenas de partes, en cada lugar donde había alguien que hubieran abrazado con lágrimas en los ojos, en donde hubiera alguien que les deseara buenas noches al dormir, en donde hubiera alguien con la mitad del recuerdo de una risa, de un secreto, de una travesura, de un beso en la oscuridad. 

Raíces… Y esas raíces atravesaban la isla hacia abajo y se extendían por el mar en miles de direcciones, a donde estuvieran todos esos que quedaron al otro lado del agua. Firmes garras de tierra en la costa, rocas imperturbables en el invierno, pero intentando alcanzar siempre al océano y más allá. «Ve a casa», le había dicho Nome. ¿Se preguntaban también los demás cuál era su casa? ¿Dónde estaba su hogar? ¿O sabían, al igual que ella, que ya eran sal, arena rojiza, que ya eran silencio en la orilla, que ya eran juguetes compartidos aquí y allá, pero sin nunca volver? Desde allá y desde acá. Una sola raíz, un solo pedazo anclándose en la arena… y estirándose por el agua.

Nila se detuvo en mitad de la plaza rumbo a su casa. La ciudad despertaba, la Isla bostezaba y estiraba los brazos lentamente. Se encendían luces, se barrían calles, se saludaban vecinos, se desempolvaban las ganas de levantarse y no volver a la cama y perderse en los sueños. Entornó los ojos y pensó en la misma plaza, pero ahora desierta, con las bancas destrozadas y las cenizas que nadie podría barrer, en el olor del humo y de la madera podrida, en la fuerza de un silencio interrumpido apenas por el dolor.

No cerró los ojos para imaginarlo mejor. Alcanzaba a ver las puertas trancadas y las ventanas tapadas. Sombras acercándose a través del mar y pisando la arena blanca hasta teñirla por completo. Sombras que tenían los ojos pequeñitos de su padre y la nariz de gancho que avergonzaba a su madre. Que tenían manos fuertes y regordetas como los de ella. Que tenían piernas delgaduchas y pies frágiles como los de él. Que tenían voces como los de sus amigos. Que tenían el cabello del color del pasado. Y cómo se detenían frente a ellos para arrasar la Isla. El mar seguiría igual, quieto, vibrante, temeroso.

Y allí estarían también todos, confundidos, con los ojos muy abiertos, preguntándose de dónde venían esas sombras que se parecían a todos los que querían. Hasta que todos fueran sombras y nadie recordara nada más que los gritos. ¿Dónde estaban todos esa vez? ¿No entendieron acaso que todos tenían las mismas raíces, uniendo el océano, tocando la punta de todos los rincones, que el mar no los convirtió en sombras irreconocibles, enemigos de sal y roca? El peso en la balanza. Quizás alguien, una niña, un muchacho, romperían las filas y darían la espalda al enemigo para intentar detener a sus amigos. A sus amigos para detener a otros amigos. Hasta que alguien les atravesara la espalda y el mar rugiera en un torrente que azotara la costa hasta desangrarla. Y todos fueran solo uñas rasgando la piel, hasta que fueran solo llantos en la oscuridad, con las manos manchadas y el cuerpo temblando.

Nila se llevó una mano al pelo cuando el viento sopló desde su espalda, desde el mar, revolviéndole el cabello ya enmarañado. Tenía los dedos congelados de frío y la garganta le ardía como si hubiera tragado agua salada. Apretó el paso para volver a casa. 

Jol no la miró cuando entró. Estaba de espaldas en la cocina, sacando las tazas de la alacena, colocando los platillos, acomodando las cucharitas, calentando un poco de agua para el té. Silencio. Silencio. No la quieta serenidad de una costa melancólica o de una tarde perezosa bajo un sol frío. Silencio amargo, vibrante, que le marcaba la piel a cada segundo. Silencio chillón, de tazas viejas, de hermanos asustados, de una historia antigua que volvería a teñir la arena de rojo, de negro, de dolor.
Nila tomó la taza que su hermano había sacado, la dejó con cuidado a un lado y lo abrazó, rodeándolo con sus brazos. Jol se rio al principio. 

—¿Qué pasa? 

Ella no respondió. Lo siguió abrazando, apretándolo fuerte, con los ojos cerrados hasta que dejó de reírse y la abrazó de vuelta. Hasta que lo sintió temblar también y apoyar la cabeza contra su hombro. Hasta que ambos se echaron a llorar con sollozos apagados que rasgaban el silencio con pálpitos furiosos de terror y de pena. Las historias decían que los guerreros rotos lloraron hasta que el mar creció… Quizás el mar solo había intentado abrazar la isla y perdonarlos a todos, quizás también había llorado con ellos durante las noches, mudo, impotente, atravesado por la tristeza. Nila apretó fuerte los ojos y trató de olvidar el frío que venía del mar.

Afuera, en la misma orilla quieta de siempre, una ola rompió contra las rocas en un rugido ronco.

No se escuchaba nada más en el silencio.

Abajo, en sueños

lunes, 19 de septiembre de 2016

Participación para "Antología Havsströmmar"



Siempre era el mismo. Constante. Susurrando. En sueños o tras la ventanilla del bus o bajo un sol de verano. Rugía salado, pero en realidad solo era silencio. Silencio y oportunidad, porque en realidad, ¿qué era, sino la salida más fácil de una imaginación demasiado niña, demasiado nublada?

A menudo pensaba cómo sería. Escaparse a la hora de almuerzo con la falda demasiado larga, el cuerpo demasiado ancho, la cabeza demasiado enmarañada. Escaparse sin mirar atrás con una moneda nueva, subirse a un bus con el corazón desbocado, con el estómago contraído, y sentarse junto a la ventanilla hasta llegar… Y bajarse en el mirador. Nunca se imaginaba saltando o encaramándose en los fierros, tratando de mantener el equilibrio. Ni siquiera se imaginaba cayendo, porque la idea de las rocas debajo, visibles y dolorosas, le quitaba un poco las ganas. Y volvía a pensar en las clases de manualidades con sus cuchillas para cortar cartón y tonterías.

Cuando soñaba, siempre soñaba que corría. Alguien la perseguía, así que corría, pero como en todas esas traiciones que crea el cerebro, nunca era suficiente. Quizás era algo subconsciente. Algo realista, ya que siempre fue una pésima corredora y empezaba a jadear con poco esfuerzo. O quizás era algo que les ocurría a todos, nadie podía escapar lo bastante rápido ni lo bastante lejos cuando soñaban. Nadie ganaba en sueños. Así que corría, pero era un correr torpe, lento, como avanzando en un pantano (¿bajo el agua?), y podía sentir los demás corriendo detrás de ella, en silencio, por calles que conocía bien, pero que no tenían sentido… Demasiado cerca, demasiado cerca, casi rozándola… 

Y luego el borde. No importaba qué borde o si existía o si había algo debajo. Ni siquiera disminuía la tonta velocidad que llevaba. Era el borde y luego saltar. Caer duraba un solo instante, pero su cuerpo se recogía en una sensación absurda, como sentir que toda ella era un puño entumecido que intentaba apretar, sin éxito, fofo, blandengue, hormigoso. Y abajo el agua, siempre el agua. Sus sueños terminaban siempre ahí, mirando desde abajo como ella se hundía, como si fueran dos personas diferentes, tan iguales son todos los sueños. Y se hundía y se hundía y se hundía en la oscuridad… 

Nunca se atrevía a decir que esos eran bonitos sueños, con finales felices. Que allá abajo era donde quería estar, en silencio, en la oscuridad, ahogándose lentamente, como solo podía suceder en sueños. No el caos doloroso de gargantas ardientes y desesperación por respirar, por un cuerpo estúpido y traicionero que pataleaba contra hundirse, que no entendía y que dolía entero como un músculo sangrante. En los sueños las profundidades eran frías y amables y nadie la alcanzaba nunca.

Abajo nunca había nada. Era solo agua infinita, agua oscura, agua congelada, sin piedras, sin olas, sin ruido, sin aroma, casi muerta, y nadie más la acompañaba. No soñaba con sirenas ni con barcos rotos ni con corales grises ni tesoros viejos. El mar abajo solo era una quietud en penumbras, un día nublado sin ser invierno, era soñar que se hundía y se hundía y no despertaba.

Cuando caminaba por la orilla, el resto desaparecía. Siempre estaba lleno, soleado, los sonidos nunca cesaban, la gente no desaparecía. La ciudad brillaba y gritaba, pero luego estaba el mar, como una fotografía vieja frente a sus ojos. Las olas le mojaban las suelas de los pies, el olor salado, penetrante y denso, la envolvía como envolvía a todos los demás. El mar chocaba y chocaba contra sus barreras, saltando y salpicando, soplando una brisa que la hacía desaparecer por completo. 

Sin embargo, sin importar lo azul que reflejara o los rayos del sol que se quebraran en su superficie, ella siempre veía el mar en un día nublado, apoyada en el mirador, observando las rocas, imaginando abajo. Profundo abajo, triste abajo, eterno abajo. Sin hacerse preguntas, sin dar explicaciones, sin encogerse de hombros, solo con la mirada fija y los pensamientos desdibujándose, deshaciéndose en el agua. 

Le gustaba llamarlo “mar” cuando se perdía en sus laberintos, allá adentro, en su cabeza torpe y enredada. Nunca “océano”, que sonaba a calipso y a lápiz celeste y a playas repletas. Océano era largo y ancho y siempre en superficie, era pájaros rozando sus plumas contra el horizonte, era verano y lánguidas tardes de recordar el frío. El mar era pequeño, solo ese trozo de rocas fuertes, de choques y choques, de furia profunda, de saltar y caer. El mar era un capricho, era palabras bonitas con sueños peligrosos, sueños grises. 

No dejó de soñar con hundirse ni con sombras que no la alcanzaban. No aprendió a nadar. Un día puede que ya no piense en bajarse en el mirador y empiece a hablar de océanos. Quizás crezca y deje de apoyarse contra la ventanilla y sonreír, fingiendo que todo lo gris está adentro y que nadie más puede verlo. Quizás, niña tonta, te pierdas en las profundidades del agua, abajo, y te quedes a gusto, en la oscuridad, y cierres los ojos, cayendo, cayendo… y olvidemos despertar.

Hoy somos primavera

lunes, 12 de septiembre de 2016



Nuevamente es hoy. ¿Lo recordaste? ¿Pasaste las semanas contando cuánto faltaba, cuántos días, cuántas palabras? Hoy somos silencio como lo fuimos antes, como lo fuiste tú, somo lo soy yo. Un silencio cómodo y sereno, a veces amargo, solitario, sencillo, un silencio hacia dentro, siempre hacia adentro.

¿Lo extrañas? ¿Extrañas la primavera y los pétalos rosados que nunca existieron? Cuando la vida eran solo susurros y juegos, cuando solo había sueños de máscaras y cofres que no se encontraron. Yo sí echo de menos. Echo de menos ese instante de apoyarse en la ventana y sentir la primavera en el viento, en el rumor de la ciudad, en el correr de las hojas y sentirse pequeña… Y saber que lo entenderías. Que jugaríamos a ser los únicos que podían entender las luces en la noche y el frío en la oscuridad. Sentirse mudo y conmovido por la niebla, por la brisa, por el amanecer, por tantas cosas iguales.

Nuevamente es hoy y quizás cuánto ha cambiado y cuánto sigue igual. ¿Qué sigues siendo y qué cambié yo? ¿Qué historias se interrumpieron, cuáles volvieron a empezar? ¿Se te habrán borrado ya mis palabras? Como fantasmas borrosos… Quizás se acumularon las canciones, los libros, las peleas, las historias y se quedaron allí, amontonados todos, apretados adentro, esperándome, esperándote. ¿Olvidaste ya o sigues amigo de tardes de sol mirando la calle, pensando en tormentas? 

Qué superfluo parece todo a veces, ¿no? Arenas de palabras en donde hundirse un poco y creer que el cosquilleo es solo nuestro. Que puedo enredarme en bonitas cintas y vueltas hasta perder el silencio, hasta parecer que no existo, que soy solo ideas flotando, recuerdos que desaparecen, días y días sin provecho, de sentir que el cielo es cerrar los ojos y soñar, que la desilusión es despertar al otro día. Pero me gusta recordar sonrisas y juegos, incluso mentiras, incluso tristezas. Carcajadas ridículas y lágrimas que nunca creíste, y sí, también silencios. También ausencias. 

Así que déjame ser primavera esta noche, soñar con madrugadas antiguas, risueñas, prohibidas, de mensajes tontos y eternos. Prende un cigarrillo. ¿Todavía te ocultas entre el humo? Siéntate un segundo. Seamos palabras una vez más, solo un momento, y pensemos en la niebla, en los acertijos, en las ilusiones. Cuéntame sobre tus enemigos y yo te contaré de mis miedos. Olvidemos el silencio solo un instante. No pienses si fuimos extraños o compañeros de un capítulo. Quizás solo fuimos secundarios en el fondo de otra historia o protagonistas que no cabían en un mismo párrafo. Quizás nos quisimos a nuestra forma, como solo lo hacen los que no existen, los de los cuentos, como tontos bufones, como amigos en bandos opuestos. Olvida lo que esperabas y las desilusiones que guardas en páginas en blanco, déjame olvidar las palabras que no dejé salir. Miremos las lucecitas en la noche, esas bolitas anaranjadas que fuimos a ratos en una ciudad, al anochecer, casi en secreto, como vanidosas estrellas. Hínchate de una risa burlona y deshazte de las metáforas y las amarguras. Resiente, niño malhumorado, exigente sin derecho, y ríamonos de esos fracasos, de nuestras conquistas, de toneladas de mensajes que siguen allí, pululando en nuestra memoria. ¿Sigues andando por las mismas calles? ¿Sigues soñando con los mismos finales?

Y me río, porque qué maraña de pensamientos. Vueltas y vueltas en ideas, en imágenes, en sensaciones, en recuerdos, en mentiras y peleas, en sueños y fantasías, en máscaras y verdades, en palabras y más palabras. En fantasmas. Vueltas que no terminan, chispazos que de pronto me traen tu eco y pienso si habrás olvidado, si habrás dejado de correr (¿alguna vez pudiste?), si aúllas en la nieve o ya todo se convirtió en un recuerdo de muchacho, en un instante de modernidad y espejos mágicos que se deshicieron con el tiempo, si ya eres el viejo mago del bar o quizás recorres las calles, real, resuelto, y no volviste a mirar atrás.

Así que suspiro en un rincón, el mismo de siempre, adentro en mis pensamientos, con una sonrisa hecha de palabras. Y es la sensación del viento en la ventana y el frío de la oscuridad. ¿La recuerdas? Ser pequeño, estar solo, quieto, en silencio, observando la noche, recordando risas perdidas, con ojos distintos, con los mismos fantasmas. Y continuará... o quizás sea solo imaginación y un eco en el vacío. 

Pero nuevamente es hoy y esta noche es primavera.
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