Susurro: Lo que siempre sabemos

jueves, 27 de junio de 2013

Ella sabía que él no iba a llamar. Lo sabía como lo saben las mujeres enamoradas, por lo que no pudo evitar un suspiro. Se quedó junto al teléfono con un vaso de leche y un cigarrillo encendido en el velador que empezó a consumirse sin que lo hubiera tocado.

Dolía parpadear y dolía contar lo segundos, pero tenía que hacer ambas cosas. Se levantó para preparar el almuerzo y volvió a sentarse con el plato en las manos. Se comió todo, pero que apenas saboreó la comida. A las seis de la tarde, bajó la cabeza, tiró el cigarro al basurero ―no sin antes aspirar todo el aroma que había dejado― y limpió el vaso de leche.

Solo lloró cuando el reloj marcó las doce. Cómo odiaba tener razón.

Susurro: ¿Qué es ser individuo?

Javier se subió al metro exactamente a las 7.43 de la mañana del día lunes. Aunque no tenía más utilidad que la de evitarse malos ratos, se había memorizado prácticamente todos los horarios de los trenes hasta las seis de la tarde. Siempre sabía cuándo llegaría a tiempo o cuándo tendría que correr para marcar tarjeta.

Tres adolescentes lo acorralaron contra la puerta al intentar subirse apresuradamente y quedó entre una señora llena de bolsos con papeles y un muchacho sentado en el suelo que iba semidormido. El resto del vagón iba atestado de gente, de esa manera desagradable e ineficiente que a esas horas no le hacía gracia a nadie.

Javier se demoró un rato en levantar el brazo izquierdo para ver la hora y se sonrió al darse cuenta de que iba con el tiempo perfecto para pasar a comprar un café antes de subir a la oficina. Sus pensamientos se llenaron con todo lo que tendría que hacer durante el día y no se dio cuenta que se acercaba una estación. Debido al frenazo que hizo el metro, tropezó con el chico dormido del suelo y se pegó contra una de las barras. Murmuró un garabato entre dientes, molesto con él, pero no le dijo nada. 

El resto de la gente continuaba apretándose unas otras como si fueran sardinas en lata. Mientras Javier intentaba abrirse paso hacia el centro del vagón, que parecía más vacío, no se dio cuenta de que su terno recién comprado comenzaba a desteñirse. El calor y el silencio acompañaron como siempre ese proceso diario e indetectable. Nadie dijo nada ante lo que pasaba. Todos iban con la cabeza gacha y los ojos distraídos, sin querer mirar a nadie.

Primero dejó de tener un color. Luego dejó de tener un puesto. Antes de llegar a estación Hospital, había perdido su vocación y nada más salir de Estación Miramar se desprendió de su voz. Toda la ropa de la gente a su alrededor perdió su color en aquella masa de cuerpos apretados y ocupados y los ojos se apagaron. 

Todos perdieron sus nombres antes de llegar a su destino. Alguno no lo recuperarían hasta que alguien lo volviera a mencionar. Otros simplemente salían al exterior con una sonrisa, felices de volver a ser individuos. Javier no se preocupó en lo absoluto. Se arregló el terno sin color antes de salir y sonrió. 

Iba con tiempo.

Susurro: ¿Quieres ver un truco?

domingo, 9 de junio de 2013

Gabriel cerró los ojos y, colocó su sonrisa nuevamente en su rostro, dio un paso adelante y escuchó el aplauso atronador del público. Hizo tres reverencias ―siempre tres, siempre tres― y se tomó un segundo para poder acostumbrarse al aire enrarecido, las luces taladrando sus ojos y el golpeteo de su nerviosismo en el pecho.

―¡Bienvenidos! ―gritó―. ¡Bienvenidos todos a este humilde espectáculo! ¡El mejor del mundo!

Las risas no se hicieron esperar y Gabriel, cuidando de no tropezarse con la capa, extendió su brazo izquierdo hacia la audiencia con una mirada penetrante. Sus ojos azules siempre le habían servido para mantener la atención del público distraída y en no pocas ocasiones ese mismo «truco» le había resultado útil en ocasiones más… interesantes.

―¿Quién quiere ver un poco de fantasía? ¿Quién quiere ver el mundo romperse en un suspiro y reconstruirse en una mirada? ¿Quién quiere ver maravillas? ¿Quién quiere ver mag…?

Las luces se cortaron en ese mismo momento y Gabriel no pudo evitar dejar escapar una sarta de palabrotas mientras se arrancaba la capa de los hombros. Respiraba con dificultad, rodeado de penumbras, mientras todo a su alrededor se volvía silencio. Las butacas vacías le devolvieron la mirada y el mago no tuvo más remedio que acercarse a un rincón y luchar nuevamente con los cables para que las luces volvieran a encenderse.

Sin embargo, sabía que ya era en vano.

Cuando la electricidad regresó, se quedó sentando junto a los enchufes con los ojos oscuros, los verdaderos, tristes y vacíos. No había nadie a su alrededor y estaba seguro de que Pablo Torson, el dueño de ese desvencijado edificio, volvería a amenazarlo con la policía y las penas del infierno si se enteraba de que estaba usando nuevamente la sala de ceremonias para sus «prácticas». «Como si sirviera para otra cosa», solía pensar Gabriel «Joudini» Mardónez. El apodo siempre le había parecido gracioso, aunque sus amigos lo escribieran mal y aunque nunca hubiera hecho trucos de desaparición.

Se sacó el sombrero lleno de polvo y suspiró. En ocasiones se entretenía imaginando a alguien que entraba por la puerta trasera de la sala y lo sorprendía allí, triste y solitario como una figura romántica y misteriosa. Pasaba largos minutos fantaseando en lo que se dirían, en lo que harían, en lo que podría ocurrir.

Pero nunca sucedía.

―El show debe continuar ―se dijo con una sonrisa rota y desafiante. Se levantó del suelo, se limpió algo del polvo y las pelusas que se habían pegado a su ropa, recogió la capa, se enfundó el sombrero y apagó las luces―. Eso sí, nadie dijo nada sobre cuándo.

Pablo Torson querría su cabeza disecada en su estante de trofeos, pero Gabriel no se sentía preocupado. Cuando escarbara en sus bolsillos y le tendiera un par de billetes, el viejo veterano le daría un golpe en la sien y refunfuñaría sobre la juventud perdida y los políticos corruptos, pero no le diría nada más. Siempre era así. Esa era su vida y su rutina y nada cambiaría.

Nada cambiaría hasta que alguien entrara por la puerta trasera en medio de su espectáculo y le sonriera. Tal como ella lo había hecho hace tres años. Él sonreiría. La besaría. Y esta vez no la dejaría ir, aunque las lágrimas corrieran por sus mejillas pálidas o su boca temblara para romperlo en pedazos.

Lo único que hacía falta era ella. Lo único que hacía falta era que se asomara por la puerta trasera y lo devolviera a la vida.

Gabriel suspiró y se tocó el ala del sombrero a modo de saludo. Hizo tres reverencias ―siempre tres, siempre tres― a su «audiencia» y salió de la oscuridad al frío de la calle en silencio. «El show siempre continúa», se dijo a sí mismo y chasqueó los dedos, sonriendo ante su pena. Era verdaderamente mágico poder convertir un recuerdo en una lágrima.

Y él siempre había sido un gran mago.
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