Es la misma vanidad de siempre

jueves, 28 de enero de 2016

Es la misma vanidad de siempre. «Hola», saluda con indiferencia, porque nunca ha dejado el puesto que ha tenido siempre. Cerca de la puerta, pero tras una suave cortina, casi un velo, para disimular sus vergüenzas, para fingir que no está ahí. Pero sonríe y saluda y aparta el velo y desparrama las palabras a través de la página, casi regurgitándolas de una maraña de bolas de pensamientos pegajosos. Como si esos trozos quebrados de ideas, como si cualquier cosa que pensara fuera lo bastante valioso como para gastarlo en palabras. Como si significara algo en lo absoluto que en un rincón del mundo, casi a las once de la noche, con el estómago rugiendo en un dolor merecido, con la luz encandilándome los ojos, bombilla cubierta con un calendario viejo, con las paredes blancas como sábanas o cómo camisas de fuerza… yo esté escribiendo esto.

Quisiera ordenar el lío de cosas encima de la mesa que tengo junto a la cama. El lío en mi cabeza de libros, autores, citas, preocupaciones, tonterías, emociones, bochornos, papeles arrugados como emociones marchitas. Ordenarlo todo como los archivos en mi computador. En carpetas frágiles. El orden de los fines de semana que se corrompe para el miércoles. Pero no hay consonancia. Al cerrar los ojos solo hay muchos puntitos de colores e ideas que saltan, que se esconden, que gritan, que se rompen unas con otras. Ideas que arden. Que sangran. Que duelen y que no terminan por desaparecer. Un caos de ojos somnolientos, que se desmayan por la barranca. Y se cierra todo, pero el escritorio sigue desordenado. Y la vanidad bosteza conmigo, pero ya despertaremos mañana. De nuevo. Las dos.

Y es siempre la noche, ¿no es verdad? Quizás el cansancio, los últimos estertores del día, cuando solo quedamos yo y la vanidad. El creer que si nadie nos ve, de algún modo importará más. Que todo esto significa algo más que los tontos alardes de a la que nadie leerá. El caos se agita un poco más en verano, con el calor pegajoso en el cabello, el sudor tibio en la piel. La vanidad se abanica, pero aparece siempre puntual a la cita. ¿Qué quiere decirme? ¿Qué quiero decir, con ella de la mano?

«Hola, estoy aquí, pienso esto». ¿Y a quién mierda le importa? Quizás a mí. Las voces en mi cabeza toman muchas formas, se transforman en otras voces, incluso de idiomas que no son el mío. Y todo se transforma mientras veo aparecer los puntitos, los pixeles formando palabras. Pensar. Aturdirse durante el día, desafiando la monotonía, ahogándose en la sangre de los que no existen, en su dolor, en su sufrimiento, en su victoria… y olvidar todo lo que existe. Y luego renacer y escribir y volver a recordarlos que allá afuera, más allá de la noche de las luces anaranjadas y los gritos en los auriculares, alguien recorre las calles tirando de su vida, amontonándose en un patético cúmulo de huesos, miedo e injusticia. Que más allá de mí hay muchos. Y que la vanidad, en realidad, no tiene más tarea que matarse ahora antes de que la maten ellos.

Esta es quizás una introducción. El latigazo en la espalda, la bofetada en la cara, las uñas clavándose en la carne. Un recordatorio, vanidoso, como todo, pero finalmente una advertencia. Aunque todos los días escupa la sangre en esta pantalla y me sostenga las costillas, aunque todas las noches y mañanas y tardes ociosas de verano zumben las ideas en mi mente como un asqueroso enjambre… nada de eso significa nada. Que no es más que el mañoso pasatiempo del que puede moverse en una cama cómoda, bajo un techo firme, con un ventilador tirando aire, con el estómago demasiado lleno, con la mente cubierta de privilegio, con el cuerpo sano del que no ha pasado frío ni ha llorado a la intemperie, con el corazón encogido en un mundo oscuro y grande, un agujero indiferente que pisotea a todos, pero a algunos con más saña. 

Pero aún así me importa. Porque la vanidad es una compañera fiel y la memoria es caprichosa. Deja que se entretengan como viejas. Desenreda la maraña de esos pensamientos punzantes. Y miremos qué queda luego. Quizás es solo un hilo demasiado largo, demasiado fino, que no se convierte más que en un fideo lánguido y sin color. Quizás es una cuerda que terminará estrangulándome. Quizás es un nudo firme, irrompible, que resiste a las noches.

Por ahora, silencio. Abre un libro, tiernas manos regordetas, y descansa. Mañana veremos, en otra noche como todas las demás. 

Junto a la misma vanidad de siempre.
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