Es
la misma vanidad de siempre. «Hola», saluda con indiferencia, porque nunca ha
dejado el puesto que ha tenido siempre. Cerca de la puerta, pero tras una suave
cortina, casi un velo, para disimular sus vergüenzas, para fingir que no está
ahí. Pero sonríe y saluda y aparta el velo y desparrama las palabras a través
de la página, casi regurgitándolas de una maraña de bolas de pensamientos
pegajosos. Como si esos trozos quebrados de ideas, como si cualquier cosa que
pensara fuera lo bastante valioso como para gastarlo en palabras. Como si
significara algo en lo absoluto que en un rincón del mundo, casi a las once de
la noche, con el estómago rugiendo en un dolor merecido, con la luz
encandilándome los ojos, bombilla cubierta con un calendario viejo, con las
paredes blancas como sábanas o cómo camisas de fuerza… yo esté escribiendo
esto.
Quisiera
ordenar el lío de cosas encima de la mesa que tengo junto a la cama. El lío en
mi cabeza de libros, autores, citas, preocupaciones, tonterías, emociones,
bochornos, papeles arrugados como emociones marchitas. Ordenarlo todo como los
archivos en mi computador. En carpetas frágiles. El orden de los fines de
semana que se corrompe para el miércoles. Pero no hay consonancia. Al cerrar
los ojos solo hay muchos puntitos de colores e ideas que saltan, que se
esconden, que gritan, que se rompen unas con otras. Ideas que arden. Que
sangran. Que duelen y que no terminan por desaparecer. Un caos de ojos
somnolientos, que se desmayan por la barranca. Y se cierra todo, pero el
escritorio sigue desordenado. Y la vanidad bosteza conmigo, pero ya
despertaremos mañana. De nuevo. Las dos.
Y
es siempre la noche, ¿no es verdad? Quizás el cansancio, los últimos estertores
del día, cuando solo quedamos yo y la vanidad. El creer que si nadie nos ve, de
algún modo importará más. Que todo esto significa algo más que los tontos
alardes de a la que nadie leerá. El caos se agita un poco más en verano, con el
calor pegajoso en el cabello, el sudor tibio en la piel. La vanidad se abanica,
pero aparece siempre puntual a la cita. ¿Qué quiere decirme? ¿Qué quiero decir,
con ella de la mano?
«Hola,
estoy aquí, pienso esto». ¿Y a quién mierda le importa? Quizás a mí. Las voces
en mi cabeza toman muchas formas, se transforman en otras voces, incluso de
idiomas que no son el mío. Y todo se transforma mientras veo aparecer los
puntitos, los pixeles formando palabras. Pensar. Aturdirse durante el día,
desafiando la monotonía, ahogándose en la sangre de los que no existen, en su
dolor, en su sufrimiento, en su victoria… y olvidar todo lo que existe. Y luego
renacer y escribir y volver a recordarlos que allá afuera, más allá de la noche
de las luces anaranjadas y los gritos en los auriculares, alguien recorre las
calles tirando de su vida, amontonándose en un patético cúmulo de huesos, miedo
e injusticia. Que más allá de mí hay muchos. Y que la vanidad, en realidad, no
tiene más tarea que matarse ahora antes de que la maten ellos.
Esta
es quizás una introducción. El latigazo en la espalda, la bofetada en la cara,
las uñas clavándose en la carne. Un recordatorio, vanidoso, como todo, pero
finalmente una advertencia. Aunque todos los días escupa la sangre en esta
pantalla y me sostenga las costillas, aunque todas las noches y mañanas y
tardes ociosas de verano zumben las ideas en mi mente como un asqueroso
enjambre… nada de eso significa nada. Que no es más que el mañoso pasatiempo
del que puede moverse en una cama cómoda, bajo un techo firme, con un
ventilador tirando aire, con el estómago demasiado lleno, con la mente cubierta
de privilegio, con el cuerpo sano del que no ha pasado frío ni ha llorado a la
intemperie, con el corazón encogido en un mundo oscuro y grande, un agujero
indiferente que pisotea a todos, pero a algunos con más saña.
Pero
aún así me importa. Porque la vanidad es una compañera fiel y la memoria es
caprichosa. Deja que se entretengan como viejas. Desenreda la maraña de esos
pensamientos punzantes. Y miremos qué queda luego. Quizás es solo un hilo
demasiado largo, demasiado fino, que no se convierte más que en un fideo
lánguido y sin color. Quizás es una cuerda que terminará estrangulándome.
Quizás es un nudo firme, irrompible, que resiste a las noches.
Por
ahora, silencio. Abre un libro, tiernas manos regordetas, y descansa. Mañana
veremos, en otra noche como todas las demás.
Junto
a la misma vanidad de siempre.