Las sombras que no conocemos - IV

jueves, 12 de noviembre de 2015




—¡Dulce o travesura! —chilló una niña.

Llevaba las coletas rubias amarradas con cintas rojas, tenía la cara pintada de blanco, colmillos de plástico y una linda capita roja que le colgaba de los hombros. Un vestido negro le hacía juego. Jerome se rio por lo bajo y sacó unos dulces de su canasta para echarlos en la calabaza de la chica.

—¡Feliz Halloween, señor! —dijo la niña y en menos de un segundo ya estaba corriendo hacia su siguiente víctima.

Jerome se rio un poco más y la miró perderse un poco más allá. Aunque ya se estaba haciendo tarde —ya pronto sería medianoche—, todavía quedaban niños pequeños pidiendo dulces en las calles. El hombre tomó uno de los caramelos que había comprado —un dulce envuelto en plástico de color rojo— y, luego de quitarle el envoltorio, se dedicó a chuparlo mientras caminaba de regreso a casa.

Volvía con casi las mismas cosas que había salido: las hamburguesas se habían perdido, pero aún conservaba la ficha y el anexo. Lamentaba lo del cuchillo, porque era su favorito, pero era una mala idea tener en la cocina un utensilio manchado de sangre, por muy bien que lo lavase. Era mejor que se quedara allá. 

Lo que sí lamentaba de verdad era no tener nada qué comer. No le apetecía pasar a esa hora al supermercado, así que tendría que esperar al otro día. Aún no se decidía por un plato en particular. Quizás unos fondos de alcachofa («Fonds d’artichauts au beurre», página 525, el aroma suave de una piel pálida, muy cocida, de una mañana de primavera y brisa). O tal vez pescado, unos filetes de atún con vino, tomate y hierbas. Un delicioso y aromático thon à la provençale (Página 281, el graznido de las gaviotas y el rugido del mar en la risa de Ann, en su mirada abismal).

Jerome lamentaba no haber creado una nueva ficha esa noche. Era Noche de Brujas. Era 31 de octubre y no había invitado a Ann. Habría sido mejor. El cuerpo torpe y desquiciado de la mujer-sombra del número 567 se quedaría ahí mismo, entre toda la inmundicia, con los fideos pegoteados en el sillón y las colillas de cigarrillos esparcidos, con la cabeza algo lastimada —por haberse tropezado y dado contra la mesa rota, claro, pobre mujer— y las venas cortadas temblorosamente con el cuchillo que descansaba entre sus dedos. La escopeta era una lástima, pero era un arma demasiado grande para una mujer tan menuda. Quizás habría querido matarse con ella, pero solo los escritores eran tan ingeniosos como para volarse los sesos con un armatoste como ese. No, quizás la madre infeliz había querido guardar la escopeta del marido que la abandonó, pero luego había decidido usar el cuchillo de cocina, el mismo con el que había trozado la carne para unas hamburguesas que luego tiró por todo el piso de la sala.

—Evidentemente, era una mujer con problemas —dijo Jerome mientras metía la llave en la cerradura de su casa—. Jamás la había visto, pero es una situación terrible. Algo horrible debe haberle ocurrido.
La gente siempre veía lo que quería ver. Especialmente cuando se trataba de gente marginada, desagradable y triste. Gente sombra. También él era un hombre sombra, pero muy distinto. Era un hombre sombra con hambre y una sonrisa. 

Jerome encendió la luz y se sentó en el sillón. No tomó el volumen de Julia, porque ya tenía todas las ideas que necesitaba en la cabeza. Todas las ideas que quería tener. («Fuiste tú», repitió la mujer, con la voz rota y la mirada trizada de por qués y de maldiciones. «Fuiste tú. Me lo quitaste. Me lo quitaste… Fuiste tú… Fuiste... tú...»). 

—¡El informe! —dijo el hombre de repente y se rio un poco de sí mismo. Se apresuró a dirigirse a su habitación. Ya había perdido el tiempo gran parte de la noche y Bernardo no iba a creerse su excusa de que se había pasado el día anterior limpiando el desastre en que se habían convertido unas hamburguesas perfectamente inofensivas. 

De camino, tomó la ficha y el anexo que había sacado de casa, más un puñado de caramelos que se metió en los bolsillos de los vaqueros, y volvió a dejar las cosas en su lugar, en las dos cajas correspondientes. Su colección le sonrió al abrir el clóset. Jerome le dedicó las buenas noches. (Quizás pronto llegara otro inquilino, pero todavía no, todavía no, todavía tenía calzoncillos para ponerse).

Al llegar a su escritorio, se sentó y sacó otro caramelo. Sabía a frutilla y a treinta y uno. A niños fantasmas y mujeres sombras, monstruos durmiendo bajo las camas. A Ann con su incomprensión, con su profundidad, con su penumbra. No, Ann, esa noche no. Quizás mañana. Y le mostraría la cajita. Quizás mañana sí. No necesitaría ya los calzoncillos, pero Jerome no estaba seguro. Nunca iba a poder estar seguro.

Sin duda, al otro día, la invitaría a almorzar. Thon à la provençale. Jerome sonrió y siguió chupando el caramelo. Prendió el computador y se puso a trabajar. 

Esa noche, las sombras se tragaron la luz.

Las sombras que no conocemos - III




La casa era un desastre. Ese fue el primer pensamiento que se deslizó por la mente de Jerome mientras entraba en el número 567 con el cañón de una escopeta presionándole un riñón. Había platos de comida encima del sofá, envases de plásticos sobre el suelo, colillas de cigarrillos encima de los estantes y muchos papeles tirados por doquier, como también libros, fotografías y ropa. Jerome volvió a hacer la mueca al reconocer el terreno del dolor y de la inestabilidad. Allí jugaba bien. Se detuvo un momento y miró de soslayo por su hombro.

—Es difícil encontrar un lugar para sentarse —dijo con sencillez, intentando obviar el tono complacido que quería asomarse en su voz. 

—El sofá —gruñó la madre del Niño. Tenía una voz arrastrada y aguda, pero el hombre se limitó a encogerse de hombros. No veía botellas de alcohol. Avanzó unos pasos hacia el sofá y sacó algunos platos sucios. Arqueó una ceja al ver algunos fideos cubiertos de salsa chorreando hasta el suelo, encima de uno de los cojines—. ¡Ahora!

Apenas apoyándose en una punta del sillón, la única que estaba limpia, Jerome obedeció y dejó los paquetes en el suelo. Observó cómo la madre del Niño daba la vuelta alrededor de la mesa, enredándose con los papeles y desperdicios del suelo, para luego derrumbarse en una silla que crujió bajo su peso. Todo estaba completamente a oscuras, pero el hombre no necesitaba luz para verla.

—Voy a matarte…  

Jerome le sostuvo la mirada a la mujer en la oscuridad. Era una mirada hundida y ensangrentada. Sus ojos estaban enrojecidos y parecía que todo el resto de su cara sudara. Su pelo oscuro estaba desgreñado y respiraba con rapidez. Jerome contó tres oportunidades en que la mujer tragó saliva y acomodó sus manos sobre el arma. Se preguntó si sabría usarla o si estaría cargada. Se preguntó si realmente se había preparado para enfrentarlo. Jerome esperó un poco más, saboreando el sabor ácido del valor inflándose y reventándose en el rostro de la madre un par de veces. Luego el hombre suspiró y bajó la vista.

—No quiero que estas se enfríen —murmuró y se encorvó para levantar la canasta con las hamburguesas. No necesitó mirarla. Pudo escuchar el temblor de sus manos al aferrar con más fuerza la escopeta y el tintineo de los anillos—. Comeremos primero. Ehm… —Jerome dudó y tomó algunos platos plásticos con solo migajas—. Parece que no tenemos servicio. Tendrá que ser con las manos. Bon Appetit.

El hombre no estaba acostumbrado a comer esas hamburguesas solo con las manos. Estaban jugosas y al dar el primer mordisco, algunos trocitos se desgranaron. Las manos rápidamente le quedaron impregnadas a cebolla y ajo. La mujer no tomó su plato.

—Puede matarme luego de comer. Es una receta francesa. Me quedan estupendas —insistió Jerome con una sonrisa—. Recuerdo que al chico le gustaban mucho las hamburguesas —mencionó mirando al techo, como si se esforzara por recordar—, aunque su preferido era mi Reina de Saba. Puro chocolate.

La mujer saltó como un resorte y disparó. Jerome no se movió y se demoró en parpadear al notar que la carne había saltado por los aires y se había despanzurrado por toda la sala. Solo quedaron unas astillas de madera en mitad del agujero. Jerome se terminó su propia hamburguesa, que tenía en un plato en su mano y se cruzó de manos.

—Habría sido mejor que se las comiera. Me debe al menos diez dólares. —Jerome se pasó una mano por los pantalones y se encogió de hombros—. La comida no se desperdicia. —La voz del hombre ahora parecía un susurro apagado y arrastrado y no levantó la vista—. Podría haber dañado el otro paquete. No querrá eso, ¿verdad?

Jerome volvió a encorvarse. La mujer, tensa como un nudo apretado, le seguía clavando sus ojos hundidos. En la oscuridad que los rodeaba, la madre del Niño parecía confundirse con las paredes. Solo existía el arma y sus ojos trastornados, la sombra de la pena, el mutismo estrangulado con olor a zanahoria. El hombre cogió el segundo paquete y sacó de adentro la ficha. Tenía una fotografía a color del rostro del Niño. Sonreía con sus dientes pequeños y torcidos. Los ojos verdes le brillaban. 

La mujer soltó un grito ahogado, como si alguien la hubiera quemado con un soplete. Pareció doblarse un segundo, pero luego volvió a su posición original, temblando, sin dejar de mirar la fotografía del pequeño, pero aferrando la escopeta con las manos sudorosas. Jerome entornó los ojos en la penumbra. Ambos se movían como sombras, pero la de la mujer parecía estar deshaciéndose, desmigajándose como un pastel demasiado harinoso. Ese enorme fierro que tenía en las manos parecía demasiado grande. Demasiado pesado. 

—Todavía conservo todo —explicó Jerome como si fuera un detective exponiendo el caso a una de las víctimas. Su tono suave y desenfadado resonó como un gruñido en el silencio de la habitación—. Incluso esto.

No necesitaban ya luz para mirarse. Ella se dibujaba perfectamente ante sus gafas. La expectación, como la primera vez que se prueba una receta nueva, el miedo a que sepa a crudo, que sepa a quemado, que algo haya salido mal. Y luego solo un instante de verdad.

—Es bonito, ¿no? —Jerome volteó el caleidoscopio en sus manos, haciendo sonar los trocitos de plástico que estaban dentro del cono—. Lamento habérmelo llevado, pero siempre me ha gustado coleccionar cosas. A él también, ¿no? Adoraba los tazos. —El hombre sonrió. Dejó el artefacto encima de lo que quedaba de la mesa y se ajustó las gafas. Luego se cruzó de brazos y relajó los hombros y las piernas—. ¿Ahora qué? No va a quedarse con ninguna de mis cosas —señaló tanto la ficha como el cono— y despreció mis hamburguesas. Planeó cuidadosamente este momento. —Señaló la ventana oscura que daba a la calle—. Es Noche de Brujas. Mi mensaje decía que me contactara solo el 31 de octubre. Los niños piden dulces. Sabía que estaría esperando. Envió sus paquetes. No llamó a la policía. Pensó que matarme sería como beberse un zumo de manzana. Y sin embargo… —Bajó la mirada y suspiró—. Y sin embargo, esto es una completa pérdida de tiempo. Le faltó sal a su dolor. Creo que voy a marcharme, si no le importa.

Las palabras siempre habían sido una herramienta sencilla para Jerome, o eso siempre pensaba. La gente les daba una importancia excesiva y las reacciones que obtenía de hilar vocablos uno detrás de otro siempre era un experimento interesante. El hombre vio La Sombra que era la Madre del Niño y notó la evolución que sufría a medida que hablaba. Era como el aceite que empieza a calentarse. Al principio no se nota nada. Pero luego empieza a chisporrotear, a crujir un poco. Para cuando se coloca el filete crudo, todo el infierno ruge, ardiente, efímero.

No sabía si la mujer iba a gritar o disparar o las dos cosas a la vez. O quizás derrumbarse y echarse a llorar. Pero ella no reaccionó. No dijo nada en lo absoluto. Lo siguió mirando y Jerome con un chasqueo de la lengua, entendió lo que ella estaba diciendo.

«¿Y por qué?» Rota de dolor. Rota por dentro, por fuera, rota de incomprensión, rota, rota, rota, porque no entendía, porque la rabia era solo un fósforo encendido en un enorme fuego de pena.

«¿Y por qué no?», le habría gustado responder, pero ninguno de los dos dijo nada. El por qué, la arrogante y tonta pregunta que todos hacían primero, porque el sentido —ese concepto escurridizo como la mantequilla ablandada— era lo único importante. Aunque todo fuera agonía y miedo, siempre era por qué. ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Por qué haces esto? ¿Por qué quieres hacerlo? ¿Por qué? 

Y cada vez era una respuesta diferente.

Porque quise, le dijo al Padre.

Porque tenía que pagar, le dijo al Jefe.

Porque me engañaste, le dijo a la Mujer.

Porque me hiciste daño, le dijo al Amigo.

Porque te metiste donde no debías, le dijo a La Intrusa.

Porque justo pasabas por ahí, le dijo al Aleatorio.

Familia o capricho. Resentimiento. Celos. Venganza. Necesidad. Justicia. Injusticia. Y así tantos otros… Sufrimiento. Libertad. Compulsión. Locura. Piedad. Devoción. Todavía le quedaban muchas etiquetas, muchas fichas vacías, muchas razones, muchos por qués. Siempre algo nuevo. Siempre una nueva etiqueta, un nuevo sabor, una nueva página de recetas. 

Y luego había llegado El Niño. 

—Porque quería ser cruel —dijo Jerome en la oscuridad de la habitación y se encogió de hombros.

Las sombras que no conocemos - II



Durante unos instantes, Jerome se quedó a oscuras con el paquete encima de la mesa, todavía con la sonrisa bailándole en la boca. Se llevó una mano a la nuca y se rascó el cabello de manera distraída. El aroma de las hamburguesas recién hechas todavía inundaba todo el departamento, aunque empezaba a predominar el olor penetrante del aceite para freír. Seguro que sus bitokes à la russe —y le gustó cómo sonaban las palabras en su mente «bitoc e le gus»— todavía estaban calientes, tanto como sus propias manos en ese momento. Sin embargo, tenía las palmas secas. 

Con movimientos lentos, casi solemnes, o eso le pareció, se acercó al paquete. Ahora le parecía más liviano incluso. Sacó con parsimonia la hoja de papel con las burdas letras rojas (¿crayón?) y la dejó a un lado, cuidando de no arrugarla. Siempre había tratado sus colecciones con mimo, nadie podía decirle lo contrario. Tenía las fichas organizadas con todos sus anexos. 

Al abrir la caja, cuya tapa se separaba completamente del cuerpo principal, lo primero que vio fue la fotografía. Jerome entornó los ojos e inmediatamente notó que la boca se le torcía en una mueca de nostalgia. En la foto estaba El Niño: un muchachito de cabello oscuro, dientes blancos, pero algo torcidos, y los ojos de un brillante color verde. Le gustaban los caramelos y, especialmente, los que le pintaban la lengua de color. Todavía conservaba en el anexo de su ficha —la numero veinticinco— varios de esos dulces. 

Detrás de la fotografía, había un nuevo mensaje escrito en crayón rojo. «Lo hiciste tú». 

A Jerome le impresionó un poco menos la elección de palabras. El resto del contenido de la caja era mucho más caótico. En su mayoría, eran recortes de periódicos sobre la desaparición del Niño y todas las teorías que los medios de comunicación elucubraron sobre su suerte. También había fotocopias de reportes policiales y de declaraciones. Jerome se fijó especialmente en ellos, porque no todo el mundo tenía acceso a ese material. Aunque, por supuesto, cualquiera que hubiera encontrado su dirección y que quisiera enviarle un mensaje de esa naturaleza, tenía que ser alguien lo bastante cercano al Niño. Alguien que podía acceder a la investigación. Alguien que conservaba los crayones rojos. 

El hombre hizo un mohín al llegar al final de la caja. El fondo estaba cubierto de pequeños trozos de papel celofán de colores; esparcidas sobre ellos, había más fotografías.

—Nada mal —dijo Jerome en voz alta y las palabras parecieron hacer eco dentro de la caja oscura y vacía. Tomó una de las fotografías y la examinó con cuidado. Parecía auténtica. Recordaba la sangre y las manchas que había dejado sobre el sofá. Recordaba también la mirada algo desabrida y pálida del Niño. Y lo que había balbuceado, con los dientes rotos y el cuerpo reventado, mientras se quedaba dormido. —Nada mal —repitió y se pasó una mano por la boca. 

Detrás de una de las fotografías —una donde solo aparecían los pies doblados del pequeño— había una dirección y más letras rojas.

«Esta noche. Llévalo».

Jerome se demoró tres minutos en volver a colocar todos los papeles, fotografías y materiales dentro de la caja. Ya tenía copias de todos los reportes y los originales de las fotografías. Incluso volvió a pegar la hoja sobre la tapa del paquete. El hombre ya no notaba el aroma de las hamburguesas o del aceite. Afuera, ya se habían encendido los faroles de la calle, con su mortecina luz anaranjada, casi amarilla. Jerome cruzó la habitación y sacó el conector del timbre. Ahora tenía una sensación helada entre las costillas, aunque su boca insistía en estirarse en una sonrisa.

—Nada de travesuras esta noche —murmuró para sí mismo. El sonido de su propia voz le causó un cosquilleo en el abdomen. Se detuvo en el umbral de su propia puerta. «Llévalo». ¿Lo haría? Pensó en Ann y en las hamburguesas que podría compartir con ella. Luego pensó en el anexo de la ficha veinticinco y en los crayones rojos. Los favoritos del Niño. En su sonrisa tímida. En lo pequeño que es el cuerpo de un muchachito roto. 

Jerome atravesó la sala de estar y se dirigió a su habitación. En su ropero, justo detrás de las camisetas desordenadas y los calzoncillos, estaban las cajas. Eran mucho más grandes y pesadas que el paquete anónimo. Tomó la más pequeña de ellas y la puso encima de su cama. Adentro estaban todos los anexos ordenados uno al lado de otro, pese a sus diferentes tamaños, con su respectiva indicación escrita a mano. Jerome cogió la número veinticinco y sonrió.

Era un caleidoscopio casero. El Niño le había dicho que lo había armado en clases con su profesora de Tecnología y que ella había traído materiales para todos. («Ella es genial. ¡A veces me da cosas extra para llevar a casa!». Sí, su sonrisa luego se rompió). Estaba hecho de un cono de papel higiénico, tapones y trozos de botellas plásticas de colores. Eso era lo que el muchacho recordaba. Las figuras eran coloridas, de tonos rojos, azules y verdes, y desde el comienzo Jerome sabía que ese sería su anexo. 

Seguía impecable, incluso con las pequeñas gotitas rojas que manchaban la superficie. Jerome solo lo miró un segundo («¡Espera! ¡No! ¡Espera! ¿Qué…? Mami… Quiero irme… No…») y se sonrió. Dejó las dos cajas en su lugar y sacó una tercera, vacía, donde colocó la ficha veinticinco y su respectivo anexo. Lo cubrió con una toalla. 

En cuestión de segundos, armó su nuevo paquete. Colocó las hamburguesas recién hechas en una canasta y una lluvia de caramelos recién comprados. Con ambos paquetes bajo el brazo y sin siquiera detenerse en el umbral, cerró la puerta tras de sí y enfiló hacia la izquierda.

Afuera hacía un poco de frío y, aunque su delgada camiseta dejaba pasar algunas ráfagas de brisa, Jerome volvía a notar el calor subiéndole por las pantorrillas a medida que avanzaba. Los niños ya estaban tocando las puertas. Con una mirada suavizada, los observó corretear a través de los umbrales, disfrazados de fantasmas, vampiros, momias y otras monstruosidades de medio metro, y, en especial, la mirada distante y cansada de sus padres. Jerome sabía que nadie le estaba prestando atención.

El hombre empezó a contar sus pasos a medida que avanzaba. La canasta apenas le pesaba en los brazos y, aunque había tenido el resguardo, a su juicio, de llevar su cuchillo favorito —para servir las hamburguesas, claro—, sabía que en realidad no tenía nada que temer. Volvió a sonreír ante el recuerdo de los crayones rojos y del tubito casero que llevaba bajo el brazo. Era una lástima que no hubiera tenido tiempo para rehacer la Reina de Saba que le había preparado al pequeño. Al Niño le había encantado la mezcla de chocolates y almendras. («Reine de Saba. Página 807).

Todas sus colecciones le producían esa misma sensación. De frío y helado a la vez. De primavera con atardeceres anaranjados. De cerrar los ojos y sentir el viento en mitad de la noche. De sonreír y de ser secreto. La Mujer. El Jefe. El Amigo. La Intrusa. El Aleatorio. El Padre. Todos diferentes. Todos en distintos lugares. Todos una receta en su cajita, todos una nueva pieza de colección entre sus calzoncillos. Jerome se rio.

En varias calles, él era el único que no iba disfrazado. Y era bastante divertido, pensaba. Era muy divertido. Ann se hubiera reído, porque, aunque no lo sabía, lograba intuir la ironía en eso. La broma detrás de su rostro. El gran chiste que era en sí mismo. «La ironía». Sonaba interesante para un nuevo fichero. Jerome se relamió los labios, que empezaban a secársele. Lo pensaría luego.

Llegó al número 567 de la Avenida Hights. Era una casita pareada con un jardín mal cuidado y ventanas oscuras. El farol frente a la puerta estaba roto. Jerome se lo quedó mirando un momento. Seguro no había sido fácil encaramarse para reventar la bombilla. Quizás una piedra... Alrededor del número 567 solo había oscuridad. Jerome esbozó una sonrisa cordial y tocó el timbre. Estaba cubierto de polvo.

La puerta se abrió un segundo después. El cañón de una escopeta le apuntó al pecho. No alcanzaba a ver del todo a la madre del Niño, pero los anillos en sus dedos brillaban sobre el arma. Jerome acentuó su sonrisa y levantó el brazo donde llevaba la comida.

—Traje hamburguesas—dijo con tranquilidad. 

Una bala perforándole el pecho primero le ardería y luego borbotearía dolor con cada respiro. Su sangre le salpicaría la puerta y las manos. Quizás incluso la cara. Jerome ya casi no sonreía. Su mueca amplia y dentuda era una forma de reírse sin soltar una carcajada.

Jerome se quedó en el umbral con la misma mueca ensanchándose en su rostro. El hombre entornó los ojos, relajando los hombros, al notar el temblor en las manos delgadas que le estaban apuntando. El miedo sabía a sufflé de vainilla. (Soufflé á la vainille, página 733. Dulce Julia, dulces recetas. Y el miedo se horneaba, se horneaba incluso en una noche fría de octubre, incluso como ella, la valiente tonta, la valiente de vainilla).

—Lo educado sería invitarme a entrar.

Las sombras que no conocemos - I


Jerome cerró «El arte de la cocina francesa» de Julia Child y notó que estaba empezando a oscurecer. Apenas entraba sol a través de la ventana y los colores rojizos y anaranjados ya habían teñido parte del paisaje. Las sombras se cernían sobre las casas contiguas y ya empezaban a escucharse los gritos de los niños en la calle. 

El hombre dejó el volumen en la mesita que estaba junto al sillón y sonrió para sí mismo. Se ajustó los lentes sobre la nariz, dirigió la mirada hacia la cocina, cuyas luces estaban todavía apagadas, e hizo un recuento mental sobre las cosas que tenía. Tendrían que ser solo unas hamburguesas. Quizás con crema de leche. En su mente, volteó las páginas del libro hasta la 377. Bitokes à la russe. No necesitó abrirlo. 

Cuando llegó a la cocina y empezó a sacar los ingredientes, recordó a Ann. Adoraba sus hamburguesas. Podrían cocinar juntos. Quizás ella podría traer una tartaleta. Quizás unos dulces por la festividad. Jerome tomó la bandeja de carne y se quedó mirándola unos instantes. «Ann». La yema de los dedos del hombre empezó a congelarse. El frío del refrigerador abierto se deslizó debajo de su camisa. Sí, Ann lo haría todo perfecto. Incluso esas simples hamburguesas y ese departamento vacío. Incluso le podría mostrar su cajita de fichas, esa que estaba detrás de sus calzoncillos. No necesitaba calzoncillos, de todas maneras. 

Jerome azotó la puerta del refrigerador y arrancó el plástico de la bandeja de carne. Era 31 de octubre. Eso significaba que necesitaba estar solo. Ann podría venir al otro día, pero no esa noche. Y nunca podría ver la cajita. Aunque Ann seguro lo encontraría horrendo, fascinante y paralizante al mismo tiempo, los riesgos solo se corren una vez. Lorena estaba en la cajita por una razón. Con Ann no podía pasar lo mismo.

Luego de unos minutos de trabajo silencioso —sacar una cebolla algo mustia del estante, alcanzar el salero, elegir un huevo de la bandeja, esparcir harina en el recipiente, siempre lo mismo—, se dio cuenta de que estaba en una oscuridad que se hacía cada vez más densa. La luz le arañó los ojos cuando el fluorescente se encendió. Jerome sacó su reproductor de música del bolsillo y se puso los audífonos.

—El primer síntoma de la locura es hablar contigo mismo —dijo por sobre el volumen de la música—. ¿Qué pensarían si descubrieran que yo escucho DC Talk y que me gusta la cocina francesa? 

Se rio mientras cortaba la cebolla.

Eso siempre le había llamado la atención. Sin importar cómo, a la gente siempre le gustaba ver patrones, hacer asociaciones. Que a él, que a Jerome le gustara algo en particular, significaba que ese algo tenía que estar mal. En ese algo tenía que estar la explicación. En esos algos tenía que haber alguna respuesta. ¿Qué pensarían en la oficina? El hombre se detuvo un momento antes añadir la mantequilla en un cuenco. 

—Tengo que terminar el informe. —Se dio un suave golpe en la frente. Tan pronto terminase de cocinar tendría que sentar el trasero frente al portátil y terminar esa cosa. Luego llamaría a Ann. Apretó un poco más la cuchara de madera que tenía en la mano. La escuchó crujir un poco y se rio. No, Ann, no. Era 31. Hoy no. Pero el informe sí. O al otro día Bernardo iba a gritarle con su aliento pasado a café barato. Gastón se encogería, el pobre chico. Los practicantes que llegaban a la oficina siempre se intimidaban cuando el jefe retaba a un empleado. Jerome siguió revolviendo la mezcla que tenía frente a sí mismo y subió un poco el volumen de la música.

La mayoría del tiempo, Jerome no pensaba demasiado en esa noche en particular. En ocasiones, cuando se sentía aburrido o cuando el grito se despertaba y se desperezaba dentro de su pecho, buscaba la cajita y releía un poco las fichas. A veces las corregía. O las complementaba. La mayoría de las veces solo las miraba y empezaba una ficha nueva, con un título nuevo, y divagaba un par de semanas. No era usual que se decidiera por alguien en particular. «Las grandes decisiones en la vida toman tiempo», decía su padre con un tono solemne y distante que hacía eco en las cortinadas pesadas del living. Por eso a Jerome le tomó más de cuatro años decidirse a incluir al viejo en su cajita.

No obstante, los 31 de cada año siempre se los pasaba con las luces apagadas y leyendo el libro de cocina. No le sudaban las manos ni le latía el corazón rápido. El estómago no se le retorcía con expectación. No azotaba el piso con un repetitivo movimiento de las piernas. Pero las luces permanecían apagadas en todo el departamento. Y siempre cocinaba algo. Y siempre estaba solo. Esperando, quizás. Escuchando a los niños correr a medida que se hacía de noche. Saltando como un gato con los ojos aceitunados ante el sonido de las sirenas. «¿Será esta vez? ¿Será esta la persona?». Ya tenía preparada esa ocasión, aunque sabía que había decenas de variaciones. Pero si involucraba luces rojas chillando en la noche, tenía el mensaje grabado para Ann. Era, sin duda, algo cruel dejarle la decisión a ella, pero… ¿Quién más, si no ella? ¿Quién más, si no?

El sartén empezó a chisporrotear. Jerome hundió las hamburguesas cubiertas de harina en el aceite hirviendo. Unas gotas le cayeron encima de la camisa. Arqueó las cejas y se arremangó. Quemarse, sin duda. ¿Arruinar la ropa que Ann acababa de regarle? Claro que no.

El reproductor de música se quedó sin batería cuando empezó a dar vuelta a las hamburguesas. Lo tiró encima de la mesa e hizo un sonido plástico al chocar contra la superficie llena de harina y restos de cebolla y gotitas de huevo batido. Justo cuando estaba a la mitad de «Out of Control». La cocina se llenó de olor a fritura y carne especiada. 

—¡Dulce o travesura! —Jerome sonrió al escuchar los primeros gritos de la noche. Tenía un cuenco lleno de dulces para repartir si es que era una velada sin novedad. Escurrió las hamburguesas sobre la sartén y las colocó sobre un plato cubierto de papel absorbente. El hombre tragó saliva y sacó la crema para preparar la salsa. 

No se movió cuando escuchó el timbre. Se quedó quieto y en silencio un momento. Ann nunca tocaba el timbre. Los niños se escucharían —sus risas, sus gritos, las voces profundas de sus padres algo fastidiados. Jerome volteó. Tampoco oía sirenas. La verdad, en ese preciso momento, solo escuchaba el crujir del papel donde había puesto las hamburguesas calientes. 

El hombre esperó diez segundos exactos —cómo, si no— y se dirigió hacia la puerta. Apagó la luz de la cocina en el camino y se guardó su cuchillo favorito en el bolsillo trasero. Pequeño, afilado lo justo, con mango de madera, se lo había llevado de casa de su padre. Se pasó la mano por el pelo oscuro y abrió la puerta. No revisó la mirilla. No ensayó una sonrisa.

Afuera no había nadie. Jerome entornó los ojos y se acuclilló para recoger el rudimentario paquete que le habían dejado en el rellano. Cuidó de que no se le cayeran los lentes. El paquete no pesaba mucho. Parecía más bien una caja de zapatos envuelta en papel marrón. Con una sonrisa de soslayo, Jerome agitó la caja. Parecían ser papeles. 

Definitivamente esa noche no podría llamar a Ann. 

Tampoco iba a comerse las hamburguesas. No solo, de todas maneras. Con un súbito calor que empezó a esparcirse por su cuerpo desde la planta de sus pies, se puso la caja bajo el brazo y volvió a entrar. Antes de cerrar la puerta no pudo resistir el tonto e infantil impulso de mirar la calle a través del umbral. En una media hora más se encenderían los faroles. Allí no parecía haber nadie. 

Cerró la puerta con suavidad detrás de sí mismo. La hoja pegada sobre la caja pareció desafiarlo con la mirada. Jerome dejó el paquete sobre la mesa de la sala y se cruzó de brazos. Sabiendo exactamente por qué, pero sin resistirse, empezó a reírse.

«Sé que fuiste tú».

Jerome se siguió riendo. Sí, seguro que sí.
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