Lo que tapa la libertad

lunes, 27 de abril de 2015

Baja la cabeza.

Baja la cabeza y espera a que el ceño fruncido, impasible, juzgador del chico que tiene tu edad, pero que viste con uniforme, te termine de sacar las esposas. Las muñecas te duelen, pero no dices nada. Luego de siete meses, ya te has acostumbrado. Tal como ya te has acostumbrado a los rostros de los demás, siempre con el labio un poco alzado, siempre un poco desdeñosos, siempre con la mano firme en la luma.

Mantén la cabeza abajo. No mires a la fiscal que ahora solo tiene ojos para su celular, cuando antes te atravesaba el cráneo con su certeza y su tecnicismo. No mires al abogado defensor, que, en el fondo, sabe que sin importar lo que hubiera pasado, volvería a su casa, a su cama mullida, a sus hijos bien alimentados, a sus muebles comprados en tiendas. No lo resientes. No lo juzgas. Pero es diferente a ti. En realidad, es como todos.

No pienses en lo que vendrá ahora., porque por ahora solo quieres pensar en tu cuarto estrecho, en la pieza arrendada junto con otros cientos iguales a ti, en tu niñita que no viste para su cumpleaños, en el trabajo que perdiste cargando cajas, en los estudios que no tienes, en los amigos leales que no entienden qué pasó. Eres libre y, sin embargo, no quieres pensar qué significa eso.

El gendarme te libera las piernas y sientes que los músculos te duelen después de tanto tiempo de andar caminando como pingüino, con el brazo adolorido por todos las manos que te agarraron y te arrastraron a todas partes. Pero no corras. No camines. No mires a nadie ni recuerdes que allá a donde vayas, la gente quisiera escupirte a los pies. No pienses en todos los que, al ver la noticia de que ahora eres libre, como siempre debiste serlo, sacudirán la cabeza y maldecirán el sistema. El sistema que los protege, el sistema que te falló a ti, el sistema que todos dicen que es malo, pero que, en realidad, solo es malo para los que son como tú. 

Mira cómo llora tu madre. Llora de alegría, de tristeza, de una pena terrible por ver a su hijo encadenado que ahora puede abrazarla. No llores tampoco. Sonríele a tus colegas, que están ahí tan confundidos y asustados como tú. Sonríeles, demuestra que no tienes miedo. Demuestra que no pensaste, al lado del abogado, de traje, con voz fuerte, en si tu hija te reconocería en diez años. O si volverías a ver a tus amigos. Si, al salir, ya con la mitad de tu vida gastada detrás de las celdas, te quedaría alguien. Por un celular que no tienes. Por unos billetes que nunca tocaste.

No te preocupes, porque nadie entiende lo que sientes. Nadie que no haya estado ahí, que no haya vivido donde tú vives, que no haya escuchado lo que tú has escuchado. Respiras hondo y te ríes con el resto de tu gente. Libre de nuevo. Escuchas el grito de alegría de tu niña y no puedes evitar que un poco de la pena que tienes, esa pena de pobre, eterna, que solo duele cuando hace frío, se te escape. 

Pero no llores. 

Porque la vida seguirá doliendo, pero al menos ya será lejos de la frialdad de esos muros. De las bromas que no entiendes. De los papeles que se juntan y no significan nada, más que otro mes encerrado, donde no perteneces.

Y deja que piensen lo que quieren. Deja que te tachen de lo que quieran. Deja que te vean como un peligro, como un delincuente, como un otro que nadie quiere de vecino. Deja que te juzguen. Deja que hablen. Deja que te miren desde la distancia.

Míralos con la cabeza bien alta. 

Y no olvides abrazar fuerte a todos los que están ahí, temblando, rodeados de normas y procedimientos y carpetas de colores, contigo, celebrando lo que nunca debió pasar, celebrando lo que siempre debió ser. 

Vuelve a ser libre. Y olvídate de que, en el fondo, eso nunca será demasiado.
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