Lo que callan los dioses cuando aúlla el viento - III

domingo, 31 de mayo de 2015


Izbraj soñó con el fuego. Ardía en sus pies, en su espalda, en su rostro. El viento tronaba y soplaba y destruía la cosecha y volaba los caballos, que se perdían en el horizonte blanco. Soñó con las rocas del oeste rodando por un risco. En un cuerpo cortado a la mitad que le sonreía con la mirada de su padre y los ojos de un niño cazador. Pero luego Izbraj sentía frío y un hombro le dolía con cada respiro. Jadeó mientras veía la nieve caer en la estepa. El fuego había desaparecido y no sabía si el dios sueño se había marchado o quizás si todo lo que veía no eran los campos eternos de la muerte. Quizás así fuera, porque había cuerpos destrozados en la nieve por todas partes. Uno de ellos no tenía ojos y estaba rodeado de aves que graznaban con las plumas ensangrentadas. Pero no estaba su madre. Ni tampoco su padre. Solo la muerte pútrida, gélida, presente.

El fuego y la nieve parpadearon mientras un sudor doloroso le caía por la cara. El rostro de un hombre con dos cicatrices en los ojos le sostuvo la mirada. Viejo. Con una barba mal recortada. Algo olía a caballo y a fuego.

—Descansa, cachorro —le dijo el viejo. Sus palabras sonaban demasiado suaves, ponía demasiado énfasis en las eses, pero el niño le entendió—. Si mueres ahora, solo alimentarás a los perros. Y cuando llega el invierno, nunca hay suficiente comida…

Izbraj volvió a soñar con el fuego. Y con lenguas que no conocía, que sonaban ásperas y frías, breves. Y también alargadas, suaves, musicales, como la de los viajeros de piel blanca y ropas oscuras. Gritaban y corrían, pero las flechas siempre los alcanzaban. Sangraban por los ojos y caían al suelo. Los perros luego gruñían con el hocico lleno de carne y de órganos vivos. Izbraj sudaba y gritaba, pero no dejaba de soñar. Un monstruo de piel curtida y ojos oscuros se acercó desde una altura imposible.

—¿Está muerto? —preguntó.

—Todavía no —contestó el viejo y tocó una extraña cruz plateada que llevaba atada al cuello con una cuerda deshilachada.

—Más le valdría —agregó un tercer monstruo de ojos pequeños, rasgados y facciones afiladas. Uno de sus ojos parecía en llamas—. Pero los chamanes lo advirtieron. Nuestras flechas chorrearán sangre sobre la estepa… pero sobrevivirá un cachorro. Y un cachorro será quien destruirá luego los colmillos rancios del enemigo.

—Es solo un niño campesino —señaló el viejo. Parecía cansado y pequeño al lado de los dos monstruos, pero en ningún momento apartó la mirada de ellos—. Si no sobrevive… 

—El cachorro sobrevivirá. Kolyok. Cachorro. —El primer monstruo se llevó una mano a la cintura y giró los ojos. El viejo se estremeció—. Puede entrenar con los escitas y borgoñones cuando se recupere…

Izbraj cerró los ojos. Un perro se asomó en su mente y aulló con un gemido doloroso, pero apenas perceptible. Los labios del niño sabían a aceite, a cereal y a carne quemada. Su padre estaba cepillando un enorme caballo negro cubierto de ojos pegajosos. Los cascos resonaban por toda la cabeza de Izbraj. 

Vive —dijo su padre. Solo había sangre en las cuencas de sus ojos, pero estaba sonriendo—. Vive.

«Vive, vive, vive».

—Veo que ya estás despierto. 

Izbraj apretó los dientes al notar que algo punzante le clavaba la espalda y se removió en el suelo con la vista desenfocada. Un hombre viejo de piel clara lo estaba observando a su lado, pero no hizo ningún gesto mientras el niño intentaba levantarse. El viento soplaba con fuerza e Izbraj notó que estaba nevando. La estepa aullaba y la piel que cubría la tienda se agitaba con el frío que azotaba desde todas partes.

Izbraj logró sentarse y se enjuagó el sudor del cuello y de la cara. Jadeó y notó que un trapo limpio y apretado le cubría el hombro y parte del pecho. Mover el brazo o moverse en general le dolía  y se dobló en una arcada varias veces antes de acostumbrarse a la sensación. Sus pies estaban tibios y alguien le había dado ropa nueva. Olía a caballo.

—¿Quién…?

—Bébete esto —dijo el viejo y le acercó un cuenco brillante lleno de un líquido aromático caliente. El niño pensó en tirarlo al suelo. Algo le ardía dentro del pecho y le apretaba los pulmones. Algo que le daba ganas de gritar y de echar a correr. Pero tenía el cuerpo débil y las manos le temblaban, así que tomó el cuenco y empezó a beber el líquido a pequeños sorbos—. Te lo puedes quedar si quieres. —El niño frunció el ceño, sin decir nada—. El cuenco. Es de plata. Es tuyo si lo quieres, Kolyok.

«Cachorro». El líquido le quemó la garganta. O quizás fue la rabia.

—Mi nombre es Izbraj —espetó y tiró el cuenco vacío al suelo. El movimiento brusco hizo que un dolor cosquilleante se expandiera hasta la punta de sus dedos. Apartó la mirada y se tomó el hombro con la mano libre—. Mi nombre es Izbraj.

—¿Elegido? —preguntó el viejo. El niño bajó la cabeza y no respondió. Se enjuagó las lágrimas con la mano. El viento afuera sopló con más fuerza—. Ya no vives en una aldea en la nieve, muchacho. Igual puedes quedarte con el cuenco. —Hizo una pausa y se rascó la barba—. Si te recuperas, te quedarás con nosotros. —El niño siguió con la cabeza agachada—. Los extranjeros —El viejo se levantó e Izbraj se dio cuenta de que llevaba un enorme escudo de madera y metal. El hombre se dio cuenta y le sonrió—. Es un derecho natural el alimentar el alma con venganza. Eso dice el Rey. Quizás algún día lleves uno de estos y seamos nosotros los postrados en la nieve. Que Dios te guarde, Kolyok.


Izbraj-Kolyok soñó durante dos semanas más con el fuego. El dolor iba y venía, como los cuerpos cortados o los monstruos montados en caballos blancos. Dejó de despertarse con el olor a carne carbonizada y el sabor del aceite. El viejo venía todos los días para ofrecerle el líquido caliente en el cuenco de plata. Luego empezó a traer restos de carne asada y rábanos congelados. Izbraj-Kolyok recuperó el color de su  rostro oscuro y sintió cómo el dolor de la flecha de piedra se trasladaba de su hombro a su pecho y de su pecho a sus ojos. Afuera solo alcanzaba a ver el horizonte infinito de nieve. A veces se quedaba mirando la estepa. La miraba hasta que creía notar el humo junto al bosque. El humo entre las ruinas. El humo que los dioses no habían disipado. El niño se tocaba el hombro y era como si el fuego que había arrasado su lecho y su cosecha quemara en su estómago. 

—Avanzaremos cuando caiga la noche —dijo una voz de pronto. 

Izbraj-Kolyok vio que el monstruo se había acercado a su tienda. Era más alto que el viejo monje y tenía la piel oscura como la suya propia. Una enorme espada colgaba de su cinto, pero en sus vestimentas nada brillaba y su capa estaba sucia y cubierta de nieve. Como todo en el campamento, olía a caballo. También a sangre. El niño lo miró sin saber qué responder. El Rey sonrió y miró el lugar cubierto de tiendas golpeadas por el viento. 

—¿Sabes montar un caballo? —preguntó el Rey sin mirarlo.

—No… 

—Aprenderás.

—Sé cuidarlos —mintió Izbraj-Kolyok y se levantó, aunque mantuvo la cabeza agachada.

—Bien. —El Rey volvió su mirada hacia él y le sonrió. Era una sonrisa fría y feroz. Si un lobo negro pudiera sonreír, el niño estaba seguro de que lo haría de esa manera—. El santo te ha cuidado bien, ¿no? 

El niño asintió, pero esta vez apretó los puños. El Rey lo notó y soltó una carcajada.

—Guarda tu odio hasta que seas lo bastante alto como para matar un hombre, cachorro —dijo y apoyó la mano en el hombro vendado. El niño apretó los dientes, reprimiendo un bufido de dolor—. Cuando hayas tenido sangre en tus dedos, cuando tu caballo aplaste los huesos de tus enemigos… serás capitán de alguna de mis huestes. Y conocerás el verdadero sabor de la venganza. —El Rey hizo girar sus ojos con ferocidad y acentuó su sonrisa. El niño bajó la vista y oyó cómo se alejaba. 

«Aprenderás», había dicho el Rey. No lo había decapitado ni había aplastado sus huesos bajo las patas de su caballo o de su carro de madera.

«Aprenderás». A guerrear. A sobrevivir en la estepa y seguir el aroma de la sangre. A ser un perro de caza. 

«Aprenderás». 

Vive.

Kolyok miró la estepa de nuevo. Un lobo aulló en la lejanía. Y allí no había nada más que un campamento y un cachorro herido mirando la nieve.

Lo que callan los dioses cuando aúlla el viento - II

jueves, 28 de mayo de 2015



Izbraj corrió. En un comienzo, intentó ir en busca de su padre, cuyos gritos aún resonaban en el caos que ahora había estallado, pero  cuando el humo de las llamas se le metió en la garganta y los alaridos fantasmales le atravesaron el pecho, solo corrió. No lograba ver nada, pero sí sentía el calor del fuego en sus mejillas. Tropezó y se embarró la cara de nieve y sangre. Sangre pegajosa y caliente. Se levantó y volvió a echar a correr, sin darse cuenta de que tenía los sollozos atravesados en la boca.

Los caballos relinchaban con tanta fuerza que parecían estar chillando en la oscuridad. Sus cascos azotaban el suelo. Izbraj detuvo el paso doloroso de sus pies cuando escuchó que los huesos de un hombre se rompían bajo el peso de las patas de un enorme caballo blanco y sucio. No identificó al que había caído, pero pronto dejó de gritar. Los dientes del niño chirriaron con el metal de las armas y la voz ronca de los hombres. Izbraj no se dio cuenta de lo que estaba haciendo, hasta que un trozo de madera le lastimó el costado y notó que se había acurrucado en el rincón roto y quemado de lo que antes había sido el hogar de alguien. 

El humo lo hizo toser. Los ojos le ardían, que era una buena excusa para llorar mientras todo seguía sumido en un huracán de sonidos que no entendía. Izbraj levantó la vista y vio que la madera destrozada que lo rodeaba tiritaba y crujía, amenazando con derrumbarse y dejarlo de nuevo sobre la nieve. El viento silbante de las noches se había convertido en un vendaval furioso que, sin embargo, apenas podía oírse.

Cuando una silueta de asomó entre el humo, el niño se encogió.  Izbraj deslizó la mano entre su ropa, buscando el cuchillo de piedra que llevaba escondido. Tenía la cara llena de lágrimas secas y sangre fresca. Le temblaba la mano y el corazón le dolía adentro, pero tomó el cuchillo y guardó un chillido en la boca. Afuera, el fuego rugía con un crepitar apagado y continuo, terrible, tragando cada vida y cada plegaria. Izbraj jadeó, sintiendo que el sudor le bajaba por la espalda y que todo el cuerpo estaba ardiendo. De frío, de calor.

Entre las ruinas, la silueta se acercó y el niño se preguntó si alcanzaría a rozar la piedra de su cuchillo, tan pequeño como su propia mano, antes de que el metal y el fuego le rompieran los huesos. Una vez, Izbraj había visto el costado desgarrado de un jabalí. Gemía con un chillido infinito, potente para la agonía de un bruto alcanzado por alguna flecha o por algunos dientes. Aunque el chico rogó a los dioses del bosque que cubrieran a esa patética criatura entre sus ramas, no vino nadie. Había alzado el cuchillo un par de veces sobre los ojos de la bestia, pero siempre las manos le temblaban demasiado. El jabalí se quedó en silencio antes de que él pudiera recuperar el aliento.

Izbraj sujetó el cuchillo con fuerza y se encogió aún más junto a las astillas de madera. Reprimió un grito de dolor cuando varios trozos rotos de piedra se le clavaron en las rodillas y en la planta desnuda de los pies. Los pasos del desconocido crujieron sobre las ruinas e Izbraj pensó en las rocas del este, que seguro ya no existían. En el chorro de aceite y los cereales que crecía en su huerto. En los dioses que ahora callaban y en que quizás… su madre solo fuera esas rocas que no eran ahora más que cenizas.

—¿Izbraj? ¿Eres…? ¿Niño…? —La voz jadeaba con dificultad, pero el chico no podía ver el rostro del desconocido en la oscuridad. La figura soltó una carcajada rota y estrangulada, demasiado aguda, y los pasos se aceleraron—. Así que los dioses siguen contigo, niño… Siempre contigo… Y el resto…

El desconocido no siguió hablando. Avanzaba tambaleándose. Izbraj no necesitó que el humo se apartara para verle el rostro, porque ya sabía de quien se trataba. Solo era que no había podido reconocer a Damloj sin el tono socarrón y profundo. En realidad, si no hubiera sido por las botas de piel de zorro, esas que solo los de su clan podían llevar, no hubiera podido reconocerlo en lo absoluto. Parecía que le hubieran arrancado parte del cabello. La cabeza le sangraba y lo rojo le chorreaba por la cara, pálida, ennegrecida por el humo, hasta caer al suelo. Tenía los ojos hundidos y enrojecidos y el cuerpo le temblaba como si no pudiera aguantar el frío. Caminaba cojeando y tenía la ropa rota, sucia, como si un potro desbocado lo hubiera tirado al suelo.

Izbraj no dijo nada. Damloj le sonrió, con una sonrisa ensangrentada y temblorosa, pero el niño solo se encogió más sobre sí mismo y aferró el cuchillo con más fuerza hasta que los dedos le dolieron. Izbraj desvió la vista hacia un trozo de madera roto y podrido que estaba a sus pies. Le había caído algo de nieve, pero no tenía sangre y el frío había impedido que las moscas se acercaran. No iba a mirar a Damloj. Los pies le ardían con lo gélido del suelo. No iba a mirarlo. Damloj era el único de los muchachos de la aldea que se internaba en el bosque. Pero no iba a levantar los ojos. No iba a hacerlo…

—¿Escuchas eso? —dijo Damloj de forma brusca, atropellándose con las palabas. Miraba el techo del refugio con los ojos muy abiertos—. Son…

Izbraj también las escuchó, pero no alcanzó a levantarse. Las flechas silbaron a través del humo, el fuego y los gritos y se clavaron en todas partes. En el suelo. En el techo. Junto a la oreja de Izbraj. En mitad de la cabeza de Damloj. El niño gritó cuando el cuerpo roto del muchacho se desmoronó junto a la planta de sus pies, todavía con los ojos muy abiertos, mirándolo. Izbraj gritó y siguió gritando, aunque ya sabía que los dioses no lo escuchaban. Ni los dioses de la niebla y los lobos. Todos callaban mientras el niño de las piedras del este gritaba. Muchos otros gritaron con él, pero cada vez parecía que las voces roncas sobrepasaban a los alaridos en la oscuridad. Izbraj se levantó, tropezando y con los ojos doliéndole con un ardor que también estaba en su estómago, en su pecho, en su garganta, en sus piernas. Echó a correr, pero los ojos abiertos de Damloj lo siguieron. 

Y no quería ver nada. Quería correr con los ojos cerrados hasta llegar al bosque, hasta desaparecer en la nieve. Pero solo había cenizas y humo a dónde quiera que iba. Se tropezó y se levantó. La nieve le raspó la cara cada vez. Los relinchos de los caballos eran cada vez más intensos y fuertes, pero no quiso mirar. No quiso mirar manos, ojos, piernas, ropas, patas de caballos, trozos de trigo, puntas de flechas. No quiso mirar nada, aunque lo viera todo. Se tropezó por última vez junto al centro de la aldea. Se quedó en el suelo, tosiendo, oyendo el fuego subir y apagarse, buscando más y más, más madera, más carne, más viento.

Entonces vio a su padre. 

¡Izbraj! ¡Izbraj! ¡Adentro! ¡Ahora! ¡Hijo! ¡Rápido, rápido!

No, ya no podía gritarle nada de eso. Y ahora el cuerpo cortado, solo las piernas o solo los ojos de su padre no podían ver cómo el niño lloraba. Izbraj tampoco escuchó más gritos, aunque estaba seguro de que algo adentro, quizás cerca de su pecho, quizás cerca de sus costillas, se había convertido solo en dolor. «Tatko. Tatko. Padre. Padre... Padre... Padre...». Quiso levantarse, pero el empujón de una flecha lo tiró de nuevo al suelo. La punta de piedra se le clavó bajo un omóplato y la nieve bajo su cuerpo terminó de volverse roja. Los cascos de un caballo chocaron junto a su oreja.

—Koylok —dijo el monstruo-jinete, pero Izbraj solo podía ver los pies sucios de su padre muerto, tirados sobre la nieve.

El niño gritó también, quizás. Pero ya no había dioses que pudieran ignorarlo.

Lo que callan los dioses cuando aúlla el viento - I

martes, 19 de mayo de 2015


Cuando el sol se asomó entre las colinas cubiertas de nieve, cuando ese blanco intenso empezó a arrasar entre los campos y sobre el hielo de la estepa, el niño se inclinó sobre las rocas colocadas de cara al este y derramó un puñado de cereales aromatizados con oliva en aceite. Tocó el suelo helado con las rodillas desnudas y aguardó a que el ardor le recorriera las piernas. Sin embargo, en ningún momento dejó de mirar las rocas.

Luego de un rato, dejó de pensar en la imagen sonriente de su madre y se concentró en impedir que la piel empezara a ensangrentarse sobre la nieve. Sabía que había hombres que pasaban a caballo hundidos en túnicas gruesas, con la piel blanca, que pronunciaban oraciones en los santuarios de sus muertos. Pero también sabía que las palabras no agradaban a los dioses. El cereal y la oliva eran solo una señal de agradecimiento. Un recuerdo de que seguía vivo y de que su madre había muerto para cumplir con los designios de los dioses lobo y los dioses agua, que lo habían enviado al mundo.

—Izbraj, tu padre te estás esperando en los huertos. —La voz cascada del anciano guardián sacó al niño de sus pensamientos—. Ya has hecho tu ofrenda.

—¿Los dioses saben que estoy agradecido? —preguntó Izbraj, casi por rutina, porque ya sabía la respuesta.

—Vives. Esa es tu verdadera ofrenda. Ahora ve. Corre. ¡Corre!

Izbraj obedeció al instante. Echó a correr a través de la nieve. El niño entornó los ojos cuando la luz del sol naciente le pegó de lleno en la cara. Por supuesto, ya todos estaban en pie, ordeñando las cabras, cuidando del ganado, gruñendo entre dientes de la helada, de la helada que nunca se iba y que retrasaba las escuálidas cosechas en el invierno, cortando higos secos para guardarlos luego en cuencos de piedra y madera. Nadie le prestó atención mientras corría. 

Tatko ya estaba agachado entre unos brotes tiernos de trigo cuando el niño llegó. El padre del chico le hizo señas con las manos para que también se agachara y ambos, sin decir una sola palabra, acomodaron la tierra y sacaron los trozos podridos o congelados que dañaban el resto del cultivo. Apenas podrían comer con lo que allí tenían, pero el hombre nunca se quejaba de los cereales débiles o del invierno crudo. «Nunca seas ingrato con los dioses. Si estás al borde de la muerte, agradece la vida que has tenido. Si tienes hambre, agradece lo que comiste ayer. Recuerda que siempre… siempre debes tener gratitud».

—Yo terminaré aquí —dijo Tatko de pronto y el muchacho sacó las manos de la tierra—. Lávate en el río y ve a cuidar los caballos. Yo te ayudaré más tarde.

Izbraj frunció el ceño y se quedó un momento estático, aun arrodillado en la tierra, como si no hubiera escuchado bien las  órdenes de su padre. Unos segundos después, se pasó las manos sucias por la ropa y se levantó en silencio, aun con una expresión algo inquieta, como si esperara que su padre dijera otra cosa. Cuando no dijo nada más, el niño echó a correr.

Su padre nunca le pedía que cuidara los caballos al amanecer. Era una tarea que solo realizaban los chicos cuando cumplían catorce años y le quedaban más de dos años para eso. Las caballerizas estaban cubiertas de escarcha y la madera vieja crujía casi al ritmo del relincho de los potros. Izbraj puso mala cara cuando vio que Damloj ya estaba ahí, ocupándose de los caballos de su familia. Bajó la cabeza por inercia y mantuvo los dientes apretados, intentando concentrarse en los animales que tendría que cuidar.

—Los dioses me complacen este amanecer, ¿no? —dijo Damloj con tono agudo que solo sabía a burla—. Aunque joven e inexperto, el regalo divino viene a hacerme compañía. —La voz de Damloj, pese a todo, era mucho más grave que la de Izbraj. Era también más alto y fornido y uno de los pocos que se internaban en el bosque del sur para traer liebres—. ¿No eres demasiado joven para estar aquí?

—Mi padre me envió —respondió el niño y se puso de espaldas a él con los dientes apretados.

—Cambiando la cebada y la avena por las caballerizas—siguió Damloj con una risa entre dientes—.  Me sorprende que tu padre haya considerado que…

Izbraj se esforzó por dejar de escucharlo. Damloj era primogénito de la familia de uno de los ancianos y no podía mirarle mal sin recibir un castigo. Entre su ropa, el niño llevaba un pequeño cuchillo de piedra, que usaba siempre para cortar cuerda y fruta cuando encontraba durante el día y esa vez fantaseó con sacarla y amenazar con ella a Damloj. Pensó en las historias que su padre le contaba sobre el castigo de los dioses trueno y lluvia e imaginó que una tormenta caía sobre su arrogante cara. El muchacho se sonrió y siguió cepillando los caballos.

A mediodía, Izbraj fue a sacar algo de agua al río como hacía todos los días. El niño volvió a echar a correr y soltó el cubo de piedra que le había pasado su padre. Se sacó la ropa y se zambulló en el agua. Estaba helada por las corrientes invernales, pero el niño soltó un grito de alegría al sentir que el frío le atravesaba la piel. Apenas había carpas en el agua y se divirtió pescándolas con sus propias manos mientras tiritaba y sentía cómo su pelo largo y oscuro se le pegaba a la espalda. Izbraj se hundió en las aguas del río y cerró los ojos. «Gracias a los dioses…»

No tardó en anochecer. En invierno, los días siempre eran cortos y las noches demasiado largas. Izbraj solía entrar en su choza temprano, porque el frío se acentuaba mucho en la oscuridad y en ocasiones algunas bestias se acercaban a los poblados. Sin embargo, esta vez tardó un poco más en orientarse, porque la fogata central de la aldea estaba apagada. El niño se llevó una mano al cuello y caminó con los brazos abrazados a sí mismo para intentar detener el viento que se escurría por la nieve. Aquello no tenía sentido, pensó el niño mientras se tropezaba por el sendero. La fogata siempre estaba encendida, porque brindaba calor a todos y evitaba que los más viejos y enfermos sufrieran demasiado por el frío. 

No alcanzó a reflexionar sobre ello cuando escuchó la voz de su padre.

—¡Izbraj! ¡Izbraj! ¡Adentro! ¡Ahora! ¡Hijo! ¡Rápido, rápido!

El niño se detuvo de inmediato. La voz de Tatko siempre era grave, serena y melancólica. No gritaba ni siquiera para dar órdenes y cuando lo reprendía, solo bastaba con mirarlo en silencio para que Izbraj entendiera lo que había hecho mal. El muchacho escuchó cómo su corazón se aceleraba y ardía dolorosamente en su pecho al notar el pánico en los gritos de su padre. Pero no se movió. No alcanzaba a ver en la oscuridad. El viento empezó a aullar a su alrededor, pero siguió sin moverse.

Era otro día como cualquier otro. Había honrado a los dioses por haber vivido en nombre de su madre, había trabajado en el huerto, había cuidado los caballos, había traído peces grises y grandes del río, había correteado por la nieve. Pero ese día su padre no había querido que trabajara con los brotes de trigo y esa noche la fogata estaba apagada. La estepa estaba en silencio. No aullaban los lobos, porque las manadas siempre se alejaban hacia el bosque cuando empezaba el invierno. Las lechuzas no ululaban entre los árboles del norte. No se escuchaban susurros.

Los dioses estaban en paz. Al otro día volvería a amanecer y las rocas del este esperarían el chorro de aceite, cada vez más precioso y escaso, y el puñado de cereales. Los dioses esperarían que siguiera vivo. Porque era Izbraj. El que vive. El que surge del sacrificio. 

Pero el niño notó que sus latidos se congelaban y que un sollozo le arañaba la garganta. Siguió sin moverse y, en un comienzo, creyó que el viento le había jugado una mala pasada y que no había escuchado a su padre gritar asustado. Y que la tierra no estaba temblando. 

Sin embargo, la nieve no alcanzaba a disfrazar el galope ronco y terrible de los caballos que se acercaban. Escuchó que alguien gritaba, pero no estaba seguro de si era su propia garganta la que le decía que se moviera. El niño solo se echó a correr cuando el naranja explotó en el negro de la oscuridad. La noche se encendió, aunque la fogata seguía apagada.

Los dioses guardaron silencio. Quizás, pensó el chico mientras las flechas silbaban más fuerte que el viento y los gritos ahora teñían la nieve, así había sido siempre.
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