Si me escribieras

sábado, 25 de julio de 2015

De pie entre la multitud de personas invisibles. Invisibles como yo. Como tú. El vaivén que es siempre el mismo, a veces lento, a veces violento, que se repite todos los días. Y de pie siempre en el mismo lugar, frente a la puerta, con el brazo enroscado alrededor del barandal. El reflejo tosco en la ventana. Y esta vez pensé… y volví a ti. En todas las cosas que fueron y dejaron de ser. En las que siguen siendo las mismas. Y pensé en todo lo que podría contarte si tan solo me escribieras.

Pero luego me di cuenta de que sería mentira. Si me escribieras, sabrías que todo sigue igual, que todo es rutina, como el vaivén del metro andando en las profundidades. Que sigo en el mismo lugar y que mis pasos dejan todavía las mismas huellas. Sabrías que no han pasado cosas maravillosas ni cosas terribles, que solo hay pequeños detalles que se deshacen en el tiempo y que me olvidaría de contarte. Sabrías que el tono de mis palabras es también el mismo rasgueo torpe y agudo, que mis latidos siguen aún el mismo ritmo.

Si me escribieras, no sabría qué escribirte, porque ya te he dicho tantas cosas que quizás las hayas olvidado. Quizás dejaste de creerlas. Podría susurrar las mismas sonrisas y los mismos temblores y seguirían siendo reales. Pero no sabría qué decir para llenar esa burbuja de ideales que rodean tu imaginación, esa soñadora expectación de que estás demasiado lejos, cuando en realidad, a veces es tan solo a una letra de distancia. No sabría qué más decirte, pero querría decírtelo todo de nuevo, cien veces más, hasta que se conviertan en tatuajes entre nosotros. 

Si me escribieras, podrías describirme el aroma del aire por la mañana cuando te despiertas, el respirar de tu pecho cuando tus ojos se pierden en la nada, el sonido de tus pisadas contra el cemento, contra la arena, el sabor amargo del tabaco que ya no es tabaco, que ya es amargura cínica en tu boca, el color de tus sueños y tus pesadillas, la firmeza de tus trazos sobre la hoja, el ritmo de tu risa por las noches, de tu silencio en la madrugada, el eco de tu soledad y de tu fuerza. Podrías contar las hojas que arrastras con los pies y las grietas que ya has memorizado en tu techo, podrías decirme cómo se sienten las hojas de tus libros bajo tus dedos y el viento seco entre tus cabellos. Podrías contarme cómo es una puta calle desierta a las nueve de la mañana y por qué no me has escrito. Podrías balbucear palabras en otro idioma y simular sonrisas torcidas. Podrías pintar tu vida, trazo a trazo, con tus palabras de mago herido, de niño amable, de amigo eterno, de rebelde con banderas rotas, de vagabundo de bolsillos amplios, de caminante sobre cristal. Y leería hasta quedarme dormida, hasta que la sonrisa se grabara en mi reflejo, hasta que tus rincones fueran un día de invierno detrás de mi ventana.

Si me escribieras, invitaríamos a cenar a viejos barbudos con túnicas orientales que gritarían hasta quedarse roncos. Y nos quedaríamos en silencio, esa muda tirantez cómplice, de será o no una broma, de a ver hasta donde llegas. Hablaríamos con bizantinos hasta beber té de hojas y cambiar el mundo en páginas garabateadas un amanecer. Caminaría en silencio argumentando en mi cabeza con tu voz juguetona susurrando risas y provocaciones. Romperíamos la sociedad y la rearmaríamos de nuevo, tiraríamos de nuestros pensamientos hasta que los países desaparecieran y nos quedáramos solo nosotros, en un mar de ideas sueltas, de suspiros que no llegan a ninguna parte, de revoluciones que nacen solo en nuestros rincones. Y el corazón me latería fuerte con cada argumento y cada discusión, porque todo sería un juego y sería lo más importante.

Si me escribieras, volveríamos a los silencios. A esos momentos de ausencia, de estarás ahí o te habrás ido, de cuánto durarán estos mensajes, de amanecerá y seguirás ahí. Y quedará en el aire todo lo que ya hemos dicho y todo lo que fuimos. En silencio, guardado en el fondo en cajones desordenados, en papeles manchados de té. Volvería el juego y la ansiedad, la alegría de cada mensaje, la duda del mañana. Los secretos que ya nos contamos. 

Si me escribieras, sabrías que siento miedo de mis pasos y que constantemente vuelvo al eco de nuestras conversaciones y de todas nuestras expectativas. Sabrías que a veces cierro los ojos y la niebla me envuelve, que me empequeñezco por las noches hasta ser tan solo un círculo de sueños trillados y despertares confusos. Sabrías que dudo y que me gustaría que estuvieras ahí, para sonreír con una seriedad burlesca y encogerte de hombros con el cigarrillo en la boca. Me gustaría que supieras que a veces no sé si mis manos son de papel y saldré volando a dónde no quiero ir. Y sabrías que a veces no sé qué es lo correcto y que podríamos descubrirlo en una partida de ajedrez. Sabrías que me avergüenzo cuando veo las páginas en blanco y las ideas amontonándose en una servilleta vieja. Y quisiera ser una espadachín y un gato deslizándose por la oscuridad. Y ser lágrima y dolor y no solo una taza de leche, y no solo expectativas perdidas, y no solo fracasos silenciosos.

Si me escribieras, fantasma, vagabundo, niño, villano, compañero de primaveras, podría escribirte también y volver a bailar sobre papelitos rosados con aroma a frutillas. Y seríamos de nuevo tú y yo.
Si me escribieras, dejaría de extrañarte tanto y de recordar todo lo que fue y se perdió con tus palabras. Si me escribieras sabría por qué no has escrito y sabría que quizás quisieras olvidar los juegos de niños y las promesas y las palabras que son realidad todavía en nuestras noches. Quizás así sea, ¿no? Quizás ya te cansaste de correr en la misma dirección y ahora observas a la distancia como un viajero cansado que se raspó las rodillas subiendo una montaña. Quizás ya dijiste adiós todas esas tantas veces en que te despediste, quizás te fuiste en uno de esos días en que no regresaste. 

Pero quizás no. Quizás seguimos siendo espectros y sueños rotos y letras bailarinas. Quizás todavía recuerdes esos te quiero que nunca creíste y esas lágrimas que se hicieron sal en tus dedos. Quizás todavía odies de la misma manera y juegues con hechizos que nunca rompiste después. Quizás no olvides todavía que los superhéroes nunca mueren, que los villanos siempre quedan. Quizás todavía sepas que mis te quiero son más que palabras. Y que mis palabras son más que tres minutos frente al ordenador. Quizás me recuerdes. Quizás sepas que yo no olvido. Y que escribir es quererte. 

Y si me escribieras, solo una vez más…

Nos encontraríamos donde siempre. 

Si me escribieras.

Uno bajo días nublados

lunes, 13 de julio de 2015



***
Ya no tenía un nombre. 

Todos los días salía de casa con la mochila en la espalda, somnoliento como cualquiera, tomaba el bus en la parada de la plaza y estaba todo el día en la universidad. Se dormía en algunas clases, se reía con sus amigos, una lista de normalidad que cumplía todos los días hasta volver a casa y quedarse dormido. No soñaba nada en particular. Solo retazos del pasado, miedos infantiles, preocupaciones diarias que a veces se transformaban en grotescas puestas en escena que no tenían ningún sentido.

Eso veían todos. Eso veía también él mismo cuando reconocía su propio cuerpo y su propia mente. Sin embargo, otras veces, la mayoría de las veces, el cielo estaba nublado. Había niebla que bajaba de los cerros y cubría el mar y las calles cercanas a la costa. Esos días despertaba, somnoliento como el otro, como él mismo y salía a la calle con una sudadera vieja y un secreto en el bolsillo.

Esa mañana en particular, amaneció con un sol tímido pero insistente, que se coló entre las cortinas de la habitación del chico. No había nadie en la casa todavía, pero la luz le arañó los ojos. Cuando despertó del todo, se dio cuenta de que el sol en realidad no estaba ahí. Era otro bello día nublado, poblado de una neblina espesa y una brisa helada. O quizás el sol sí estaba, pero eso no era importante.

Cuando se levantó, se llevó una mano al pecho e hizo una mueca de desagrado. Algo le presionaba ahí, por dentro, como una bola de aire y amargura que le presionara las costillas, que le cortara la respiración. Notó los ojos algo hinchados y los brazos adoloridos por los rasguños de sus propias uñas y recordó lo que había pasado la noche anterior.

«Ella»

El muchacho rodó los ojos. Por supuesto. El otro se había quedado dormido llorando, angustiado, hecho una pelota de nervios y estupidez, de conciencias y sueños que ahora no recordaba. Por ella. Y, por supuesto, por eso ahora había amanecido con las nubes tapando el sol. El otro se había escondido, demasiado herido para asomar las narices, se había perdido abajo, bien abajo, entre un constante viento huracanado y le había pasado las riendas. 

El chico terminó de ducharse y vestirse y salió de la casa sin desayunar con las manos dentro de la sudadera. Algo pesaba en el bolsillo derecho, pero no le prestó atención por ahora. Afuera, hacía frío y apenas había gente en las calles. El muchacho escudriñó el rostro de cada persona que se le cruzaba, sintiendo que el pulso se le aceleraba —«¿Ahora? ¿Tan pronto?»—, pero se mantuvo impertérrito, caminando con paso firme, sonriendo a quienes le sonreían e ignorando a aquellos que evitaban su mirada. 

Ella vivía al otro lado de la línea del metro, pero el chico se tomó su tiempo. Jugueteó con el objeto que llevaba en el bolsillo, apartando los dedos cuando el frío de la superficie lo lastimaba y entornó los ojos. Sí, era hoy. Invisible, normal, inexistente. Volvería a casa con el mismo paso resuelto y tranquilo, con el pelo algo mojado por el frío y el sudor y tomaría desayuno con sus padres. Luego llamaría a Héctor y a Sofía para que fueran al cine. Estudiaría por la tarde. Quizás jugara en su computador en la noche. Nadie vería nada más.

La neblina se hizo más espesa a medida que avanzaba. Notaba el latido de su corazón en el cuello, constante, pausado, expectante. Percibió el aroma de las panaderías que empezaban a abrir en las calles contiguas a la plaza y decidió comprarse un batido y una rodaja de jamón de regreso a casa. Se relamió los labios cuando pisó una hoja y esta crujió bajo su peso, como un trozo de pan recién horneado. Su sombra no lo seguía.

Pronto el chico se dio cuenta de que apenas escuchaba el sonido de sus propios pasos. Sonrió. Adentro, esa bola tonta de tristeza que le pertenecía al otro, se había transformado en una tormenta. Era como si sus huesos rugieran. Cada paso tenía un eco terrible, pero, por supuesto, nadie más podía escucharlo. Nadie más podía ver la niebla acercándose y envolviéndolo por completo. Nadie más ver la forma de las sombras que veía cuando soñaba. El otro no las recordaba. Pero siempre volvían. Todo él volvía. 

«Ella».

Cruzó la calle con una sonrisa bailándole en los labios. El viento le azotaba todo el cuerpo, pero nadie más lo percibía. La misma puerta de un color marrón claro lo recibió. Se detuvo antes de tocar el timbre cuando sintió una punzada en el estómago. «Alto». El chico desvió la mirada de la puerta, pero no dejó de sonreír. «Espera… no…». El cielo seguía blanco, de un blanco infinito. No había nadie en la calle. Quizás todos dormían. O quizás él no los veía, pero todo era un de limpio blanco que lo cubría todo. La neblina le rozó la cara, casi como en una caricia, y se hundió en sus ojos, en sus mejillas, con un frío doloroso, pero familiar. 

Cuando tocó el timbre, ella se demoró cuatro bocinazos lejanos en abrir. Su rostro confundido se transformó en uno de resignada tristeza cuando lo vio y pronunció su nombre.

—¿Qué haces aquí? —preguntó. Era aquel tono que siempre usaba cuando las cosas no salían como ella quería. El tono de ‘yo tengo la razón, pero hablemos’. El otro golpeó al chico en el corazón y algo hizo eco adentro suyo. Un recuerdo quizás.  —Ayer ya lo hablamos todo. Eso dijiste.

—Quería hacer algo —susurró con calma. Se sacó la capucha de la sudadera y le sonrió—. ¿No tienes frío? —No estaba seguro de si ella alcanzaba a verle la cara, porque la niebla era demasiado espesa, pero su expresión de extrañeza y, podía notarlo, de miedo, parecía indicar que sí. 

—No hace frío —respondió ella automáticamente. Tenía una mano apoyada en el umbral de la puerta y un pie atrás de la puerta. El cabello negro, alborotado y pajizo, le molestaba en la cara. No llevaba las gafas puestas, pero el chico adivinaba que sus ojos podían verlo muy bien—. ¿Qué estás…?

No pasó demasiado tiempo. No fue que el tiempo se detuviera. Nunca era nada fuera de lo normal. Era siempre la niebla la que lo ayudaba. Su transparencia blancura que le sujetaba el cuerpo para que no se cayera, para que no olvidara nada. No era que un chispazo oscuro activara algo en su cabeza. «¡Espera!». Y esos gritos que no escuchaba, que eran solo ecos, solo eran suyos. Solo un chico normal, sonriendo, con un arma plateada en la mano. 

—Lo siento —dijo con solemnidad, pero ahora no estaba seguro de que ella lo hubiera escuchado—. Pero… —Se encogió de hombros—. Supongo que nunca nos conocimos de verdad.

Ella no gritó cuando la bala la alcanzó. Quizás no tuvo tiempo, razonó él, o quizás siempre había sido de esas chicas que no chillaban cuando algo las asustaba. Disparó de nuevo y adentro suyo todo gritó y todo retumbó. «¡No! ¡¿Qué hiciste?!». Ese fue el último chillido del otro. Fue como un trueno, grave y ronco, profundo, que se alargó hasta que ella se tambaleó y cayó al suelo, jadeando de dolor, con la vista nublada. Ahora ambos estaban en un perpetuo día de invierno, con el frío crepitando desde sus pies y serpenteando por su cuerpo. 

El muchacho se llevó una mano al pecho y sintió el fuerte pálpito de su corazón. Poderoso. Una vez. Otra vez. Se preguntó si ella sentiría lo mismo, si la carrera desesperada de su propio órgano la estaría matando con cada latido, bombeando sangre fuera del cuerpo, manchando la puerta, el escaloncito de piedra, y el blanco que lo cubría todo.

«¿Y ahora a dónde voy?», se preguntó. Ya no eran dos. Solo era el chico con la camiseta blanca, el muchacho invisible. Algunos dedos de la mano derecha, con que había sostenido al escorpión de metal, estaban manchados de sangre. Era BH negativo. Era ella en pequeñas gotitas rojo oscuro. El chico se frotó las manos y empezó a caminar calle abajo, de regreso a casa. «¿Y ahora qué?». Metió las manos en la sudadera y notó el vaho de frío saliendo de su boca. El estómago le rugió y soltó una risa.

—Desayuno —murmuró para sí. Su voz era la voz que todos escuchaban. Recordó que debía llamar a Héctor y a Sofía, que tenía examen el día lunes y que tenía que pasar algunos niveles por la noche, en su computadora. El rostro nublado de ella le cruzó los ojos y volvió a sonreír. «Ella»... Ya no existía. Se llevó una mano a los labios y notó el aroma metálico y penetrante de la sangre. De todas formas tendría que lavarse. Pero no todavía.

No todavía, pensó él. Y era solo uno.

Uno bajo días nublados.
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