Puentes de estrellas

martes, 14 de enero de 2014

Lo vi acercarse con una mirada extraña y una pregunta en las manos. A nuestro alrededor, la música parecía gritar más fuerte que los vasos de alcohol y nada parecía tener sentido. Se suponía que así eran las cosas. Que así era la gente normal. Las luces ya no me molestaban y el aire viciado que me envolvía, aunque en un comienzo fue tan odioso como cada rincón de ese patético lugar, ahora parecía acogedor.

—Típico de ti —Eso fue lo que dijo cuando se sentó a mi lado. Ni siquiera preguntó que hacía allí, cómo estaba o por qué el vaso en mi mano continuaba lleno. No, por supuesto. Tenía que hacer una afirmación estúpida, ya que así era como él hacía que funcionaran las cosas. —No vale la pena, ¿sabes?

No respondí. Apreté un poco más el plástico entre mis dedos, pero ni siquiera levanté la vista para mirarlo. No quería estar ahí. Y, sin embargo, parecía que era lo único que había querido hacer durante toda mi vida. Pero ya era demasiado tarde. Estaba demasiado estropeada. Demasiado ajena a todo eso como para disfrutarlo. En ese preciso momento, lo único que quería era viento fresco, una noche electrizante y aroma a chocolate a mi alrededor. Pero por mi mente solo pasaban rayos fugaces de color rojo. E inconscientemente acaricié la piel de mi muñeca con los dedos.

—¿No vas a mirarme siquiera? —insistió él a mi lado. Tampoco le respondí—. Es una fiesta. Se supone que debes pasártelo bien. —Bufó por lo bajo—. Te lo dije, ¿no? Ya era demasiado tarde para ti. Estás amargada.

Sonreí. Agradecí el uso del verbo en esa conjugación en especial, pero seguí evitando sus ojos. Al final, dejé el vaso encima de la silla y me dirigí hacia la salida. El viento frío de la noche me estremeció por un momento, pero no evitó que cerrara los ojos un segundo. Algo me oprimía el pecho. Sentía náuseas, pese a no haber bebido nada. Sabía lo que era. Era las señales inconfundibles de que simplemente no debería estar en ese lugar.

Alcé la cabeza hacia arriba y recordé aquellas palabras. Era como si alguna vez hubiera existido verdadera sangre en mis venas. De esa que arde en las novelas y en las películas y que hace que todo valga la pena. Ese ímpetu que desgarra por dentro y que convierte todo en algo más grande y que grita con ecos. Sin embargo, yo no tenía nada de eso. Y por un segundo, pensé que quizás hubiera sido mejor quedarme dentro con él. Aunque solo fuera para empeorarlo todo.

—Inteligencia o falta de oportunidad —repetí para mí misma y me arrebujé un poco más en la chaqueta. Tendría que volver a casa. ¿Qué otra cosa podía hacer? Fantaseé en mil posibilidades, como siempre lo hacía, y sonreí al notar que cada una de ellas terminaba en tragedia. No importaba si era la víctima, la villana o la heroína, pero cada una de mis fantasías siempre tenían un toque de esa amargura que sentía ahora. Y volví a frotarme un poco las muñecas, sintiendo esa estupidez oculta que parecía enterrada desde hacía años.

—¿Quieres que te acompañe? —preguntó él. No me eché a llorar cuando lo escuché, pero me reí cuando sentí casi un puñetazo de dolor al devolverle la mirada—. Eres estúpida —me insultó él con una mirada triste—. No tienes por qué estar aquí si no quieres. No significa nada.

—La vida no se detiene por nadie —dije. Bajé la cabeza—. Es solo un mal día. Y una noche demasiado acusadora. —Mi voz se convirtió casi en un susurro cuando empezamos a caminar por esas calles vacías—. Y todo duele demasiado como para pensar con claridad.

—Estás sola —dijo él y asentí—. Es normal. —Ambos nos reímos—. Es algo, ¿verdad?

Pero no era suficiente. Y era una ironía cruel que solo en aquellas cosas tan tristes —oh, qué palabra tan dulce— pudiera ser como los demás, pero la verdad no estaba tan segura. No estaba tan segura de que todo el mundo estuviera solo como yo lo estaba. Sí sabía que muchos se sentían profundamente solos, pero no lo estaban realmente. Y podía apostar a que ninguno de ellos sabía que estaba ocurriéndome. Solo se reirían. Dirían cosas que ya había escuchado antes y se burlarían, porque esa era la única manera que tenían todos.

Seguí caminando y él me acompañó en silencio. No dijo nada cuando las lágrimas empezaron a chocar con el pavimento y a enredarse en mi ropa. No me tomó la mano ni me miró directamente. Sabía que era completamente inútil. Me faltaba el aire a ratos y me imaginé un completo vacío dentro de mi cuerpo. Casi como si solo hubiese niebla. Completamente vacío. No era así, por supuesto. Pero mis lágrimas no parecían entenderlo.

Era estúpido. Lo bueno era que pronto amanecería y todo eso podría desaparecer. Fingiría que nada había pasado y me avergonzaría de cada uno de los temblores que sentía en mis manos. No había luna esa noche y apenas recordaba la canción que estaban tocando en la fiesta o el aroma a tragos que me inundaba la nariz. Anhelé tener un cigarrillo en la boca, pero luego recordé que no fumaba.

—Piensas demasiado —dijo él antes de doblar la esquina.

Yo solté una carcajada, porque eso era mucho más absurdo y más repetido que todo lo anterior. Cada retazo de ese escenario era completamente inútil. Cada uno de mis pensamientos era infantil y repugnante. Así que no podía sino echarme a reír, recordando también otras risas y otros silencios que me dolían más que toda esa noche.

Y todo desapareció.

Pregúntatelo en un día de sol

Todo era como un gigantesco cliché. No llovía ni estaba rodeada de paraguas, pero hacía un calor infernal y la sola ironía de que el sol iluminara con tanta fuerza un lugar tan hundido de tristeza era también otra forma de ser repetido. Algo apretaba su pecho con cada lágrima que caía en el cementerio y no entendía exactamente por qué.

No los conocía de cerca a ninguno de esos rostros. En ocasiones los veía pasar por el pasillo arrastrando los pies o con sonrisas estiradas. Y en no pocas ocasiones imaginaba que cosas horribles podían pasarles. Porque cosas horribles le pasan a todo el mundo, sin distinción, sin piedad ni clemencia. Simplemente suceden. Como si todo no fuera más que la torcida diversión… de un hombre promedio.

Vestía un traje sencillo de color negro y, aunque permanecía en silencio con una mirada distante, a cada segundo se le hacía más fácil seguir allí. Su problema era siempre el mismo: qué decir, qué pensar, qué intentar. Era imposible acercarse a quienes habían perdido a quienes amaban. ¿Qué les diría? Palabras vacías, las mismas que se habían dicho durante generaciones, milenios, segundos. Promesas en las que no creía. Dolores que seguían allí, sin importar qué. Y se descubría pensando como una niña y deseando quitarles el dolor a esas personas y atraparlo dentro suyo. No sentir un dolor impotente y melancólico por no poder hacer nada.

Debería estar prohibido. Prohibido por preocuparse cuando no se podía hacer nada. O quizás precisamente por eso, porque era inútil cualquier cosa, era que se preocupaba. Quizás eso sirviera alguna vez para forzarla a romper su propia cerca de pasividad, de indulgencia. El sol ahora le pegaba de lleno en los ojos y las frases, estúpidas, falsas, de veneno arcaico, del hombre de la sotana empezaban a horadar sus tripas como si algo bullera. No quería escuchar nada más. Y nadie la echaría de menos allí de todas formas, porque nadie la había invitado.

Comenzó a caminar por el pasto recién cortado de vuelta a la entrada del cementerio. Sabía que algunas voces la miraban con una solemne indignación, pero no volvió la vista. Solo quería salir de esas palabras y huir de ese sol tan ardiente.

No sabía por qué estaba llorando, cuando ese dolor no era suyo y apenas los había conocido. Quizás era una tonta incorregible, como habían dicho tantos, una soñadora que insistía en aferrase a trozos de polvo. Pensó en la muerte de los suyos y algo tembló en sus ojos. Al final, enfiló por algunas calles laterales y se perdió en la ciudad, rodeada de sus pensamientos.

—La muerte siempre nos hace reflexionar a todos. —Eso había dicho uno de los asistentes. No sabía su nombre. Pero no era cierto. No era la muerte lo que hace reflexionar a las personas. Era la vida. El sufrimiento, palpable y real, de aquellos que continuaban siendo un cuerpo y una mente. No sabía cuántas veces había pensado las mismas cosas y había estado observando los mismos funerales. Quizás lo seguiría haciendo hasta que lograra comprender por qué le dolían tanto. Y por qué sufría la muerte de alguien que no conocía.

Bajó la cabeza y siguió aminando, rumbo al centro de la ciudad. Comenzaba a correr una brisa más fría y pronto la chaqueta que llevaba no le sería de ayuda. Para entonces, sin embargo, esperaba estar de vuelta en su hogar. Donde el teléfono continuaría en silencio y las paredes siguieran sin pintar.

Y afuera alguien más, alguien que no conocía, hubiese muerto, dejando a su paso estelas de lágrimas. Otro día como cualquiera.

No por eso dolía menos.
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