Peones detrás de una vitrina, I.

martes, 1 de septiembre de 2015

 Iniciativa "Proyecto para Dos"

Hambre, señal, intención, entierro, desafortunado...

—Estás asustado.

Javier sorbió otro poco de su bebida gaseosa y evitó la mirada indiferente, casi divertida, que Diana le estaba dedicando del otro lado de la mesa. Se limpió las manos sudadas en la tela de los vaqueros y siguió con la boca pegada a la bombilla para evitar que ella notara que la saliva se le estaba acumulando entre los dientes. Diana untó una papa frita en su kétchup y sonrió, sin mirarlo.

—Siempre puedes arrepentirte, ¿sabes?

—No dije eso —espetó Javier y la voz se le escapó con una nota agresiva que controló de inmediato—. Solo no tengo mucha hambre

Diana no dijo nada, pero para el chico era evidente que estaba pensando en algo. Se había dado cuenta de que ella siempre hacía ese gesto, como si fuera a sonreír en cualquier momento, cuando una idea particularmente interesante se le cruzaba por la cabeza. Había veces, como aquella, en que Javier dudaba si, en realidad, no era solo otra de las lecciones. «Sonreír a la presa desprevenida». A él siempre le aliviaba verla sonreír. Y quizás por eso ella lo dejaba justo al borde, con la esperanza colgando de su boca.

—Come —ordenó ella con serenidad—. O esto no tiene demasiado sentido. —Diana había tomado la hamburguesa con ambas manos y le había dado un enorme mordisco. La lechuga prácticamente se había salido del pan y los jugos de la carne le resbalaron por los dedos. Javier sintió que le rugía el estómago y tomó otro sorbo de gaseosa—. Come —repitió, con la boca todavía llena de hamburguesa, pero con un énfasis desconcertante, juguetón y demasiado peligroso.

Javier bajó la vista y empezó a comerse sus papas fritas, sintiendo que el estómago se le retorcía de hambre y náuseas. Diana asintió y siguió comiendo en silencio, aunque su postura desenfadada no engañaba al muchacho. Sabía que lo estaba evaluando. Javier apartó la vista del plato y miró a través de la ventana del local, que daba hacia la calle. Los faros apenas iluminaban la calle en penumbra, pero alcanzaban a distinguirse las siluetas más cercanas y todo brillaba con el tono artificial y chillón de los letreros en mitad de la noche. Un perro estaba comiéndose un hueso contra un poste, encorvado sobre sí mismo, con los ojos brillantes. Asustado de que alguien le fuera a quitar ese trozo podrido, ensangrentado, lleno de saliva. Javier apartó el plato de papas fritas, tomó a toda prisa su hamburguesa y empezó a comérsela a rápidos bocados. Diana sí sonrió esta vez.

—La primera vez suele ser algo complicada —comentó la mujer y se echó hacia atrás, apoyando su espalda en la silla plástica, que crujió con el movimiento—. Pero también muy ilustrativa. Caótica. Descuidada. Si vomitas, esta vez te lo perdonaré. —Diana ordenó el vaso de gaseosa, el plato desechable y las servilletas en un solo bulto y juntó las manos sobre la mesa—. Solo te puedes arrepentir ahora. Si después no regresas con tu tarea… te quedas solo.

Javier no respondió. Sentía las mejillas ardientes y le hubiera encantado tirar el montoncito que Diane había hecho con toda la basura y esparcir el desperdicio por el suelo. La idea, infantil, agresiva, tentadora, lo hizo sonreír, y notó que los músculos se le relajaban un poco. La mujer le sostuvo la mirada un momento, seria, en silencio, y luego se levantó. Recogió las cosas y dejó algunos billetes encima de la bandeja plástica donde el mozo había dejado la cuenta. El muchacho se estremeció cuando sintió la mano firme de Diana sobre su hombro.

—Te esperaré leyendo.

Y era su modo de decirle «buena suerte». El chico la vio salir del local y perderse más allá de las ventanas sucias. El rumor de las conversaciones pareció elevarse, aunque Javier sabía que solo era porque ahora estaba prestando atención a su alrededor y que el aparente silencio absoluto que, había creído, los rodeaba hace un segundo, era solo una idea suya. Una buena manera de darse cuenta de que tenía mucho por lo que esforzarse si quería volver a casa.

Javier tomó su mochila, que estaba especialmente abultada, y se subió la capucha antes de salir del local de comida. El frío lo recibió en la calle y hundió las manos en las mangas para evitar que se le congelaran los dedos. A pesar de que ya era tarde, todavía había mucho tráfico en las calles y el ruido, incesante, inundaba el ambiente de manera regular. El muchacho ya sabía a dónde dirigirse, pero aun así sintió que el estómago se le apretaba por la expectación. Resistió el impulso de escudriñar los rostros de cada una de las personas con las que se topaba. «¿Me recordará? «¿Sabrá lo que estoy pensando?» «¿Será como yo?». Eran ideas estúpidas y si había algo que Diana le había recalcado en muchas ocasiones era la necesidad de mantener un perfil bajo, de ser siempre un pequeño zancudo en las orejas de todo el mundo. 

—Si te vuelves demasiado arrogante, de un manotazo te aplastarán contra las sábanas. —Diana siempre lo miraba a los ojos con cierta vehemencia cuando lo decía, como si ya estuviera preparando el puño para aplastarlo. O como si esperara a ver cuán inteligente era su pequeño insecto, su protegido con alas—. Nuestras colecciones son como escribir libros. Siempre se hace, en primer lugar, por uno mismo, porque hay un fuego dentro que quiere arder, porque hay una historia, una necesidad, un trofeo esperando. Primero, siempre es por nosotros mismos. —Ella sonreía, como si ya supiera todas esas cosas, pero no se cansara de repetirlas—. Pero luego siempre aparece la tentación. La tentación del escritor, la tentación nuestra. De que alguien vea nuestra obra, de que vea nuestro fuego, nuestra búsqueda, de que vean el arte que nosotros vimos. Que vean lo que somos a través de cada pieza, de cada paso. Y ahí es cuando la ambición y la arrogancia pierden al artista. Estás cazando por ti mismo. Olvídate de la audiencia. Tenemos una ventaja. Tarde o temprano, la audiencia aparece por sí misma. No la busques. Deja la tentación afuera y mantén tu disciplina. Y, por sobre todas las cosas, sé tú mismo…

A Diana esa última oración siempre le parecía especialmente graciosa y se largaba a reír cada vez que la pronunciaba. Javier estaba acostumbrado a esos monólogos. Al eufemismo. Los llamaba «coleccionistas», aunque él —y el corazón se le aceleró al pensarlo— todavía no lo era. No era todavía él mismo, porque todavía no completaba el primer módulo. El muchacho soltó un poco de aire y apretó el paso. No quería regresar demasiado tarde a casa. 

Javier dobló por varias calles y enfiló hacia el barrio de las discotecas y los bares, que lindaba con la línea principal del metro, cerrada a esas horas. Había pasado mucho tiempo en ese barrio, porque de más niño, sus padres habían tenido que mudarse a los departamentos que rodeaban las calles. Conocía sus ritmos, los gritos de los borrachos, las luces de sus carteles estropeados. Cada noche se quedaba dormido con el retumbar sordo de la música y las peleas que terminaban con las sirenas de carabineros. 

Además, ya había elegido a su primera pieza de colección. Javier entró en una de las callejuelas abandonadas que estaban al lado este de uno de los bares y se sacó la mochila de encima. La dejó junto a unos cartones viejos y aferró el cuchillo que tenía guardado en el bolsillo. Se puso de cuclillas en el suelo, con los músculos de las piernas rígidos y la mandíbula tensa, y esperó. Contó hasta cincuenta y volvió a empezar. Pensó en la hamburguesa que se había comido y a la que le habían echado poca mayonesa. En la mano de Diana que le había aferrado el hombro. En ella leyendo en el comedor de la casa, con un cigarro en la boca y cuatro estanterías llenas de cajitas y cuatro cuadernos. En las ventanas empañadas de frío de su habitación de pequeño, donde el vidrio vibraba y crujía con el ruido de la música. 

—Eh, mierda. Eeeh… Ja ja. ¿Qué haces? Raspa, concha de tu madre. Esto es mío. Míioo.

Javier no se movió. Alzó la vista y se encontró con los ojos borrosos del viejo que siempre acababa tirado en ese callejón. No era mendigo ni vagabundo, porque Javier nunca lo había visto dormir en la calle y en el trozo quebrado de ese pasaje no había colchonetas ni frazadas ni carritos de pertenencias. Solo mierda. Era un pobre mierda desafortunado, un despojo que no conocía nadie, que solo era baba sedienta. Javier notó cómo el viejo borracho avanzaba apoyándose en la pared, escupiendo y murmurando más palabrotas. 

—Salteee de aquí —repitió el viejo y esta vez lo miró directamente. No llevaba nada en las manos, pero el muchacho sabía que quería pegarle. La idea no lo asustó. Seguramente ni siquiera podría darle con una pistola con cien balas—. Marica, saltee…

Javier no reaccionó al insulto. No fue una señal para atacar ni un chispazo de inspiración. No tenía el pulso acelerado ni los puños apretados. Se sentía durmiendo, cansado, extrañamente contento, en una víspera de expectación. Pero tan pronto el viejo se encorvó sobre él y el aliento a vino y suciedad se desprendió de la ropa y la boca del hombre, el chico se levantó y le clavó el cuchillo en la garganta. No tuvo que ponerle la mano en la boca, porque el viejo, ahora con los ojos muy abiertos y las aletas de la nariz inflándose como bulbos, solo lograba mugir y gimotear górgoros y balbuceos incomprensibles. Javier sacó el cuchillo y la sangre tibia le empapó la cara y la ropa. El viejo cayó al suelo y empezó a arrastrarse.

«Violencia sin sentido», pensó el chico mientras tomaba a su trofeo por la solapa mugrienta de su camisa y lo levantaba para ponerlo contra la pared. No contó las puñaladas, pero no perdió el sentido de cada una de ellas. Sin frenesí ni rabia, casi con curiosidad, el cuchillo entraba y salía de la carne podrida con un sonido patoso, casi lastimero. Javier sintió el cansancio en los brazos e hizo un último tajo que le cruzó el pecho al viejo, ya muerto hace bastante rato, y dejó un surco rojo y negro sobre su ropa. «Senseless», pensó en inglés, y sintió ganas de reírse y de tirarse sobre el pasto a ver las nubes de lluvia en el cielo nocturno. Al muchacho la mano no le temblaba. Con un mohín de incomodidad, se acercó a la cabeza de su trofeo ya deslucido y cortó algunos mechones de pelo, los que le parecieron más limpios y los puso dentro de una cajita que llevaba en el bolsillo.

Lo demás fue una rutina poco entusiasta. Se pasó las manos por el cabello y notó la textura pegajosa de sangre ajena en su cabello, en su cuello y en toda su ropa, que ya se había estropeado. Recuperó su mochila y sacó una bufanda, que se puso rápidamente al cuello y un abrigo gris, largo hasta la rodilla que le cubrió todo la ropa. Se cambió las zapatillas y guardó con cuidado toda la ropa sucia en la mochila, nuevamente abultada. 

—Módulo uno —susurró para sí y soltó una risa suave—. Módulo uno. 

Se apresuró a guardar el resto de las cosas y, algo incómodo por toda la ropa que llevaba encima, palpó la cajita de madera que llevaba en el bolsillo. No miró el cuerpo del viejo, que ya no era el número uno de su colección recién inaugurada, sino una cáscara desagradable a la vista, patética en su inmovilidad. Saltó una verja de madera hacia el otro lado del callejón y tan pronto divisó la línea del metro, aspiró el aire frío de la noche. 

Escuchó un grito detrás de él, muy detrás, pero ahora todo el ruido había regresado a la ciudad. Se oía el eco de la música de los bares. Javier se apartó un mechón de pelo, se subió la capucha y tan pronto vio un bus que podía llevarlo a casa, echó a correr. 

Nadie podía verlo, pero debajo de la bufanda, no podía dejar de sonreír.

Continúa esta historia en el blog de mi compañera, la Clavecinista Oscura.
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