Un silencio sin luna

viernes, 31 de octubre de 2014

Quería alejarse del ruido. No era que le molestara en todo momento, pero la ciudad esa noche parecía estridente y sofocante y Lionel quería silencio. Cuando empezó a caminar todavía hacía calor. Para cuando empezó a sentir el crujido de las hojas bajo sus pies, que indicaban el borde de la ciudad, salía un sutil vaho de su boca y se arrebujó un poco en su sudadera.

No había luna llena y tampoco parecía haber nadie a su alrededor. Aun así, casi podía escuchar a los niños gritando «¡Dulce o truco!», vestidos de momias, vampiros y pequeños fantasmas, de la mano de sus padres. Adultos severos con caras de pocos amigos o atrevidos, vestidos también de monstruos horripilantes con sonrisas infantiles, sin saber que el verdadero disfraz era el que llevaban todos los días. Pero esos eran solo pensamientos suyos.

Lionel también se topó con los primeros borrachos adolescentes, con el disfraz mal hecho o destruido, gritando tonterías por las calles o tambaleándose con risas estridentes. Quizás le hubiera gustado estar así, borracho y risueño, con cara de estúpido, pero no se sentía de humor esa noche para fuego en la sangre. Quería estar en silencio. Incluso en su propia mente. Quería estar lejos de tantas luces, máscaras y falsos terrores. 

Le hubiera gustado llegar a un bosque frondoso y oscuro. Pero en aquel lugar solo había caminos de tierra y unas pocas hojas secas esparcidas por el suelo cubierto de mugre. No se sentía rodeado de naturaleza y de silencio, del verde mudo del follaje o de la intimidad penetrante de un lugar completamente vacío. Se sentía expuesto. Incluso tonto por haber cruzado toda la ciudad para no encontrarse con nada más que hojas secas y edificios apagados. Aun así, siguió caminando.

Un perro estaba enroscado junto a una farola, pero ni siquiera se inmutó cuando pasó a su lado. Lionel se detuvo y pensó en arrodillarse junto al animal y acariciarle las orejas. Siempre le habían gustado los perros. Parecía que entendían esa contradicción humana de soledad y compañía y no hacían preguntas con sus ojos. Deseó tener algo que darle de comer y se hurgó los bolsillos con aspecto distraído, sabiendo que no tenía nada más que unas pocas monedas, su celular viejo y un paquete de cigarrillos sin usar. Le dedicó una última mirada al perro y siguió caminando. Creía escuchar las risas estridentes de los borrachos incluso a lo lejos. Pero quizás solo fuera su imaginación.

—Estás enloqueciendo —se dijo de pronto mientras andaba paso a paso, sin ritmo. El pensamiento lo hizo sonreír y se imaginó con una grotesca careta de payaso y una sierra ensangrentada, acechando a los transeúntes en las sombras. Pero allí no había nadie y las farolas del alumbrado público hacían desaparecer las pocas sombras que lo rodeaban. Había demasiada luz a su alrededor y era casi medianoche. Tuvo el estúpido impulso de apagar una de esas luces a patadas, solo para forzar a la oscuridad a tragárselo todo, pero siguió caminando, desechando ese pensamiento. 

Solo podía escucharse a sí mismo e incluso eso era demasiado. No había suficiente silencio. Seguía existiendo ese rumor cómplice de la noche, el gruñido de los vehículos, las voces humanas, los ladridos a lo lejos, la ciudad respirando. Los muertos tampoco estaban tranquilos, decidió, cuando la silueta del cementerio empezó a dibujarse una calle hacia la izquierda.

Afortunadamente, estaba vacío.

Había temido que hubiera una tropa de idiotas acampando en el lugar, jugando a tener miedo y a ser valientes, riéndose como tarados entre las tumbas. Sin embargo, allí solo estaba el viejo Gabo, el guardia de la entrada, medio ciego y roncando una siesta. Como todas las veces anteriores, Lionel estaba seguro de que lo había visto entrar. «Siempre hay que estar atento, no vaya a ser luego salga un finado», solía decirle en broma mientras mascaba un trozo de pan. A veces le convidaba un traguito de whisky. 

Lionel pasó por su lado y le dedicó un saludo de cabeza sin decir nada. El guardia, en respuesta, solo roncó más fuerte. El cementerio parecía más pequeño de lo usual. La tierra estaba yerma y solo las lápidas más grandes, con las grotescas esculturas y el mármol ennegrecido, tenían algunas pocas flores mustias junto a ellas. O la gente ya no se moría o simplemente los muertos ya no eran importantes. El muchacho caminó hasta el fondo del cementerio, con los pies algo adoloridos, y rozó con la yema de los dedos la superficie áspera de algunas lápidas de piedra.

Se sentía solo, acogido, en silencio. No había fantasmas que le susurraran cosas ni vientos fríos que trajeran ecos de muerte. Solo el silencio, la tierra y el vago aroma a piedra y flores de entierro. Encontró la lápida que llevaba su nombre de pila y casi le sonrió al muerto, anónimo y desconocido, que nadie había ido a visitar, salvo él. No era poesía o capricho el que se sentara siempre junto a la tumba de un hombre muerto que también se llamaba como él. Era costumbre. Quizás incluso familiaridad. Era como sonreírle a un viejo amigo que solo había conocido por cartas. Era una sensación algo infantil, pero la llevaba consigo sin hacerse preguntas. Suponía que allí radicaba el atractivo de todo eso. Nadie allí podía responderle, ni fruncir el ceño o siquiera decirle lo tonto que era. Solo podían observarlo, muertos, sin saber que estaba ahí.

Lionel se sentó frente a la tumba y se rasmilló los nudillos contra el suelo. Sacó un cigarrillo, lo encendió y liberó todo el aire y el humo que había traído consigo. Ya no podía escuchar los chillidos de los niños o las risas de los borrachos o los susurros de los adultos. No escuchaba el ladrido de los perros o el rumor de los automóviles. Allí no alcanzaba a escuchar la ciudad. Solo estaba él y la penumbra y, aunque sonara ingenuo, se sentía bien.

Era como estar en un bosque frondoso. No había árboles o demasiadas sombras, pero todo tenía un aura nebulosa, pese a que no refrescaba lo suficiente. Podía escuchar graznar algunos pájaros y escuchar el eco de la nada entre las piedras. Era como estar verdaderamente solo. La idea lo aterraba tanto como lo fascinaba y lo aliviaba, y le dio la bienvenida a esa contradicción. Exhaló y dio otra calada a su cigarrillo y se preguntó, como siempre, si el tal Lionel, el fiambre que siempre lo recibía, aprobaría lo que estaba haciendo. Nuevamente, allí residía la magia de todo eso. No importaba. 

—Feliz noche de brujas —murmuró entre dientes. Tosió un poco mientras se reía con suavidad. Luego se quedó allí en silencio. Pensando. Acallando las voces. La ciudad. Él mismo. Incluso al silencio. Pensó en ellos. Y en ella. Y en sí mismo. Pensó en que le hubiera gustado traer una botella de vino, solo por la elegancia, solo para no tener que reírse como idiota o vomitar en un rincón. Solo para saborearlo un poco, apoyar la cabeza en el homenaje pomposo de otro muerto y quedarse dormido. El viejo Gabo luego arrastraría los pies y lo zarandearía hasta despertarlo, escupiéndole mientras lo insultaba, para luego darle palmaditas en la espalda y desear que lo visitara de nuevo. 

Pensó que tal vez un día debería llevarle algo a ese Lionel, pobre infeliz. Debía sentirse algo olvidado entre tantas piedras en silencio. Luego se imaginaba en lo estúpido que sería caminar por toda la ciudad con flores en la mano para llevarle un regalo a solo un nombre. Porque eso era su amigo de silencio. Solo un nombre. No había nada ahí que lo estuviera observando. Y eso le sentó bien, a un tiempo que lo envolvió en una tristeza conocida. Una tristeza que, decidió, era mejor acompañar con la cabeza revuelta de alcohol y pensamientos.  Se quedó allí sentado hasta que empezó a darle sueño. No sabía qué hora sería, pero ya el silencio se había vuelto penetrante. Un escalofrío le recorrió los brazos y sonrió para sí mismo. Las luces eran tenues y corría el viento de la madrugada. Dejó que la sensación lo atrapara y se sintió pequeño y solo. Absolutamente solo. Encendió otro cigarrillo y se tragó toda esa soledad. Con una sonrisa arrogante y con ojos tristes. 

Se levantó y aplastó el cigarrillo con el pie. Se dirigió hasta la salida y observó que el cielo seguía de ese color azul oscuro, sin luna, repleto de nubes estiradas, espirales en la punta, como la noche misma. «Puta poesía», pensó con una amargura entusiasta y abrió la reja del cementerio.

—Hasta la otra, amigo —le dijo Gabo. 

—No estires la pata, viejo. Te visito luego. —Lionel no pudo evitar sonreír. El guardia le devolvió el gesto y volvió a cerrar los ojos.

El camino de regreso siempre era más agotador. Quizás porque ya estaba cansado o quizás porque ya no era lo mismo. No caminaba hacia el silencio y hacia un imaginario bosque frondoso donde perderse. Caminaba de regreso al ruido. De regreso a sí mismo. De regreso a todo y a nada. Solo. Solo como siempre. Solo como quería. Solo. Solo. Solo. Y eso estaba bien. Y era desgarrador. Y, nuevamente, abrazó la contradicción con un suspiro que se ahogó de camino a su garganta. 

No había monstruos esa noche. No había fantasmas pululando entre la niebla. No había aullidos de hombres lobo. No había vampiros acechando por su sangre. No había esqueletos que le sonrieran desde la oscuridad. Solo personas. Y quizás fuera lo mismo. Siguió caminando y las luces de la noche lo observaron con curiosidad. Como a un espectro que no ha pedido indicaciones. Perdido. Sereno. Solo.

Desapareció mientras caminaba. Ahogado por la oscuridad y por su propia respiración. Tranquilo, sin miedo, aterrado, con una sonrisa. Caminó y caminó. Llegó a casa y terminó de apagarse. El ruido creció en su cabeza y la ciudad volvió a abrazarlo con su pestilencia y su alegría. Con su incomprensión. Con tantas cosas. 

Con monstruos y espectros reales. De esos con sonrisas y corbatas, de arreglos de peluquería y cervezas en la mano, de vaqueros y camisa. De cada día. Lionel sonrió. Miró de nuevo hacia el cielo, pero la noche  seguía sin luna. 

Y él seguía absolutamente solo.

Con una sonrisa arrogante y los mismos ojos tristes.

Esos siempre que son siempre tan relativos

martes, 2 de septiembre de 2014

—Llegas tarde.

La chica sonrió y él solo rodó los ojos con una sonrisa arrogante. Ambos conocían esa sonrisa, porque ella había escrito muchas veces lo extraña que le parecía, lo única que parecía ser en su boca. En realidad, era una máscara particular que solo conocían ellos dos. Una forma de disculparse, también. Y una forma de hacerle saber que nunca se disculparía. 

Él no se sentó a su lado de inmediato. Se detuvo frente a ella y le echó el humo del cigarrillo encima. Ella tosió, apartó el humo y le dedicó una mirada de frustración mientras se reía.

—Buen intento, pero no me matarás tan fácilmente —repuso ella con aquel tono de voz. Él acentuó su sonrisa.

—No intento matarte —respondió y balanceó el cigarrillo entre sus dedos—. Si te murieras, yo me moriría después de aburrimiento y no creo que te guste ser la responsable de un asesinato. —No reaccionó cuando ella volvió a rodar los ojos—. ¿No tienes frío?

Había poca gente a su alrededor y ella había elegido uno de los bancos más alejados, porque a ninguno de los dos le gustaba la gente. A sus espaldas, el viento del mar insistía en silbar y colarse entre sus ropas. La niebla sobre los rieles daba el toque perfecto de invierno que necesitaban. Señaló el horizonte de la línea del metro y se rio.

—Eso es lo que quería mostrarte. Se ve como de película de terror, ¿eh?

—Tú no ves películas de terror —contestó él, pero giró la cabeza para mirar. Sacó su teléfono móvil y le hizo una foto. La miró un segundo y lo guardó en el bolsillo con un gesto—. Tienes razón. Se ve mucho mejor en vivo y en directo.

Él terminó por sentarse a su lado. Nervioso, pero demasiado soberbio y desconfiado como para admitirlo. El pensamiento la ablandó un poco y sonrió para sí misma mientras se inclinaba un poco sobre su abdomen y miraba sus propios zapatos. 

—Te extrañé. Lo sabes. —No era una pregunta.

—Nunca entiendo por qué —repuso él y podría haber salido como una broma, pero su tono de voz esta vez era melancólico y quizás algo juguetón. Solo un poco. Se apartó un mechón de pelo rizado de la cara. Ella sintió deseos de tocarle la mejilla  y sentir la aspereza de su barba mal afeitada, pero sabía que eso era imposible—. Siempre digo que siempre vuelvo. Si es que eso tiene sentido. 

—Sabes que tus «siempre» son siempre relativos —contraatacó ella, pero no quería reprocharle nada. Volvió a toser al sentir el humo en su boca, pero esta vez él solo estaba perdido en sus pensamientos—. ¿Sabías que no se puede fumar aquí? Si un guardia te ve…

—No me verán. Y siempre puedo decirle que no lo sabía. —Él se volvió hacia ella y le sonrió. Esta vez era una sonrisa de verdad. Solo un poco arrogante, solo un poco nerviosa, solo un poco estúpida, solo un poco de él—. Además, tú eres la chica justiciera. Seguro se te ocurre algo para salvar a esta pobre alma perdida de las garras de la opresión de la autoridad. 

—¿Como una buena bofetada? 

Ambos se rieron con ganas. Se sintió bien. Se sintió como si fueran un par de chiquillos despreocupados esperando el mismo tren que los llevaría a alguna parte. Era un poco cruel también, porque el tren llegaría tarde o temprano y no se subirían juntos. Él no había querido llegar, porque siempre tendría que marcharse. Y dos personas podían reírse solo lo suficiente para evitar llorar, pero nunca por siempre. Siempre era siempre relativo. El pensamiento les dolió a ambos, pero él se levantó primero. 

—¿Sigues escribiendo? —preguntó y era increíble cómo todavía le quedaba cigarrillo con el que matarse un poco más. Parecía un desafío que pudiera tomar con tanta facilidad ese cilindro blanco con los guantes puestos.

—Sabes que sí —respondió con ella y le sostuvo la mirada durante un instante—. No querías venir, ¿verdad? Por eso llegaste tarde. 

—No, no quería venir —reconoció—. Pero siempre vengo. No puedo evitarlo. —La miró con esa sonrisa de nuevo. La sonrisa de disculpa que no era una disculpa—. Tú podrías evitarlo.

—Sí, tírame la pelota, viejo. —Él soltó una carcajada y se frotó un poco un brazo. La niebla estaba avanzando con lentitud sobre ellos—. Y sí, tengo frío. Pero esa era la gracia.

No fue un gesto tierno, sino torpe y rodeado de risas nerviosas y carraspeos. Él se sacó los guantes de lana que llevaba en las manos y acercó su mano a la de ella. Se le disparó el corazón de miedo. Le rogó con los ojos que se detuviera, pero él, como siempre, rebelde, idiota, sin notar que las gafas se le resbalaban de la nariz, no le hizo caso y le tomó la mano. La suya estaba tibia y era más grande. La de ella era pálida, más gruesa, sin elegancia, y mucho más fría. Y la aferró con fuerza. 

—Estás helada —le dijo y sonó como un suspiro de satisfacción—. No seas idiota y abrígate. 

Ninguno de los dos apartaba la mirada de sus manos. 

—El caballero no me ha ofrecido su chaqueta —bromeó ella y lo miró a los ojos. Marrón con marrón. Los ojos más comunes del mundo. Y existían solo en él. Y solo en ella. 

—¿Dónde quedó la igualdad? ¡Soy de tierras cálidas! 

—Oh, jódete.

Ambos sonrieron a la vez. Se había acumulado algo más de gente, así que iba a terminar pronto. Esperaron un poco más antes de soltarse. Él dio otra calada a su cigarrillo y se dio vuelta .Se alejó unos pasos hasta quedar al borde de la estación. Como siempre, lucía algo atribulado, indeciso. En dilemas, acertijos, remordimientos y filosofías de tabaco. Se encogió de hombros y soltó el cigarrillo. Sacó otro y lo encendió antes de volverse hacia ella.

—¿Te veré de nuevo? —preguntó ella.

Él se encogió de hombros.

—Sabes lo que pasa cuando prometo algo. —Él sonrió con amargura—. Pero sabes que siempre vuelvo.

—Y que tus «siempre» son siempre relativos. 

—Así que… ¿Hasta la próxima?

Quiso volver a estrecharle la mano. Pero solo sonrió con satisfacción, asintió con la cabeza y se cruzó de brazos. Queriéndolo. Perdonándolo. Pidiéndole que no, no fuera idiota y volviera. Alguna vez, ¿no?

—Hasta cuando quieras.

—Te odio —le espetó él con una sonrisa de verdad y en sus ojos también se iluminó ese sentimiento reprimido que él había soltado entre balbuceos hace ya mucho tiempo.

—Y yo también te quiero.

Fue mucho más largo, pero duró un segundo. Se quedaron ahí, como un par de tarados, mirándose. Con palabras, casi. Pero él odiaba la poesía, así que no hizo más que sonreír. Y era casi de verdad y casi disculpándose. Ella simplemente lo miró y deseó que sus sueños fueran menos borrosos, porque casi no podía verle los ojos. 

—Sigue escribiendo —dijo él.

No alcanzó a responderle, pero no hacía falta. Desapareció y dejó su apestoso olor a cigarrillo barato detrás. Y la tibieza en su mano. Ella se rio y se levantó a tiempo para entrar en el vagón del metro que acababa de llegar. Miró una última vez las palabras que él había dejado en migajas a su alrededor. Se sonrió para sí misma y creyó escuchar su risa burlona antes de que la puerta se cerrara.

Deseó poder ver sus ojos menos oscuros. Menos dolidos. Deseó también poder borrar la niebla a su alrededor y dejar que viera el cielo limpio. O nubes gordas y de colores tormentosos, porque eso también le gustaba. Era arriesgado, ¿no? Pero ella también era una imbécil feliz y egoísta. Y no iba a olvidarlo. No iba a olvidarlo. El tren comenzó a moverse. 

Sonrió. Algún día, él iba a dejarle la chaqueta y ella le quitaría el cigarrillo. Solo para joder. Así sería feliz. Y eso era lo importante. Verlo feliz. Aunque todo fuera endemoniadamente complicado y torpe y frío. Aunque ahora le hiciera daño. Aunque fuera un idiota exagerado y ella una testaruda egoísta. Aunque fueran un par de mensajeros con cartas desordenadas. 

—Te perdono por llegar tarde —susurró por lo bajo y podía sentir la calada del cigarrillo volviendo a envolverla con una mueca de burla infantil. Inexistente. Penetrante.

Y todo valió la pena.

Bajo las luces de la noche

jueves, 21 de agosto de 2014

Sus manos estaban heladas. No había encendido ninguna luz en la habitación, así que la pantalla de su computador portátil le hería un poco los ojos en la oscuridad. No había nadie a su alrededor. Una brisa gélida se filtraba por la ventana abierta a sus espaldas, pero no hizo ningún ademán de querer cerrarla, pese a que estaba tiritando. Le daba la bienvenida al frío, en cierto modo. Era como hacer pasar a un invitado difícil, pero estimado. Un viejo amigo, incluso.

Se rio de sus pensamientos y comenzó a escribir. Sus dedos rozaron las teclas frente a ella. Parecía liviana, aunque no podía ser. Algo en el centro pesaba, sin embargo. Esperó a que las palabras llegaran al otro lado y que alguien respondiera. No tenía ganas de llorar, pero algo parecía haberse agrietado. Lo sabía. 

Como también sabía que esa herida no iba a sanar de esa manera. No había nada al otro lado que pudiera comprender. No porque fuera una grieta compleja o demasiado profunda, sino porque era suya. Y porque no había nadie a su alrededor que pudiera cerrar la ventana tras ella y abrigarla. Arrancar la masa dolorosa y palpitante que estaba en su pecho y hacerla escupir el veneno de su garganta. No había más que palabras en una pantalla. Y oscuridad.

—Apaga eso. 

Se sobresaltó. Una silueta se asomó en la oscuridad, pero desapareció al instante. Tragó saliva y se quedó mirando el marco de la puerta con verdadera pena. No sabía cómo más describirlo. Quizás también era amargura, rabia, dolor, culpa y humillación. Era un enredo de emociones hiladas entre sus párpados, pero no tenía ganas de llorar. La orden llegó lentamente a su conciencia y apretó los dientes. Soltó el aire que sobraba en su cuerpo —y siempre sobraba demasiado, ¡todo!— y escribió un poco más. Del otro lado no hubo respuesta. Esperó un par de segundos más. 

«¿Estás bien?» 

Parpadeó un par de veces. Del otro lado, en algún lugar, en algún rincón, alguien había escrito eso. Probablemente no lo dijera en serio. Lo más seguro que fuera una acostumbrada cortesía, como tantas otras. De esas palabras que todos decían sin pensarlas ni sentirlas, de forma automática, con amigos, enemigos y fantasmas. Sin embargo, se quedó mirando las palabras un instante. Luego sonrió al darse cuenta de que le gustaría que hubiera alguien del otro lado al que no le gustaran las cortesías y los saludos vacíos y realmente se interesara. Era triste y sincero. 

«No». 

Cerró la pantalla antes de que la silueta volviera a aparecer en el umbral de la puerta. El corazón le latía con fuerza y una mueca de desprecio se formó en su rostro. Ordenó el escritorio y se acercó a la ventana. Las luces de la ciudad parecían saludarla, con esa tonta amabilidad a la que estaba acostumbrada. Las ráfagas de viento frío la empequeñecieron y jadeó de dolor y humillación contra el marco de metal. Quería saltar sobre esas luces y envolverse en ese viento. 

Miró el computador apagado un segundo antes de meterse en la cama y esperar a que las luces del pasillo se apagaran. La casa quedó a oscuras. Se encogió entre las sábanas y pensó en las palabras escritas en la pantalla. «¿Estás bien?» ¿Acaso le importaba? Soltó un bufido de desprecio y se dio vuelta. Solo le importaba a ella. Y estaba sola, tenía frío y las luces se burlaban de ella en el azul oscuro y elegante de la medianoche. 

Se encogió solo un poco más bajo las sábanas y cerró los ojos. Esta vez sí sintió ganas de llorar. Y le hubiera gustado que esas palabras del otro lado llegaran y sacaran todo dentro suyo. Le hubiera gustado charlar. Olvidar. Interesarse. Y que a alguien le importara. Sin embargo, había dejado la ventana abierta, como todas las noches de invierno. Y el viento no dejó de entrar y de intentar consolarla. No dejó de lastimarla. Y empezó a deshacerse lentamente.

Se terminó de romper, pero no se dio cuenta. 

Ya se había dormido.

Verano en mitad del invierno

domingo, 17 de agosto de 2014

El chico sin nombre hundió un poco más las manos en sus bolsillos. Torció el gesto de la boca al darse cuenta de que su reproductor de música se había quedado con batería y tuvo el repentino impulso de querer lanzarlo contra el suelo. Sería estúpido, sin embargo, así que siguió caminando bajo la noche de verano.

«En realidad, ni siquiera ha llegado la primavera», pensó, pero el calor que sentía en el cuello y en la espalda lo hacía pensar en enero y en las vacaciones. No tenía sentido en mitad de agosto. Cerró los ojos un momento y sacó un cigarrillo del bolsillo de sus vaqueros. Se detuvo para encenderlo. El humo no enfrió sus pulmones. Se frotó el pecho con la mano, pero sabía que no iba a poder hacer desaparecer el agujero que lo corroía. Ni con humo ni con sus manos. 

Se arremangó la sudadera, pero mantuvo la capucha en su sitio, sobre su cabeza. Dio otra calada al cigarrillo y siguió avanzando. Sonrió cuando pensó que estaba a punto de echarse a llorar. Aspiró con fuerza al notar que la garganta se le cerraba de pena. 

—Mierda —dijo por lo bajo y su propia voz sonaba transparente. Como a muchos, no le gustaba quedarse a solas con sus pensamientos. Por eso se había traído el reproductor. Porque así no tenía que escuchar ni pensar en nada más. No tenía que estremecerse por un frío que no existía, porque solo estaba dentro suyo. No tenía que avergonzarse por estar caminando como idiota en mitad de la noche, sin nada que hacer.

El chico sin nombre siguió avanzando y dobló en la esquina camino a la playa. Terminó sentándose en una banca de piedra que estaba en la plaza de la fuente. No había casi nadie a su alrededor. A lo lejos, podía escuchar la música —bom bom— de un pub y las carcajadas estridentes de los borrachos. El agujero pareció arañarle los huesos, deseoso por expandirse en su interior. Se encorvó sobre sí mismo durante unos segundos. 

Muchas noches eran como esas. Estaba solo. Se sentía dolido. Caminaba hasta que se cansaba. Luego regresaba y el agujero seguía creciendo. Seguía sus estudios, comía con su familia, saludaba a sus amigos y sonreía. No demasiado, porque era un «chico taciturno y serio». Se levantó con brusquedad de la banca y soltó el cigarrillo. Lo machacó con la planta del pie. Luego lo observó consumirse lentamente. El fuego se extendió por toda la superficie que quedaba hasta abrasarlo todo y apagarse a último momento. El chico sin nombre sacudió la cabeza y se llevó las manos a la nuca con una sonrisa rota.

El calor estaba resultado insoportable así que se sacó la sudadera a tirones, como si estuviera peleando contra ella. La camiseta azul apenas se notaba en la oscuridad. Hubiera querido sacársela también. Y sacarse él mismo. La piel y los huesos. Sacarse hasta que no quedara nada. Decidió que las metáforas solo servían para escribir novelitas para críos y simplemente se acomodó la ropa y siguió caminando como un fantasma aburrido.

Llegó al puente que cruzaba hacia el centro de la ciudad y se quedó mirando un momento el agua en el estero que daba al mar. Solo se veía el reflejo tenue del tendido eléctrico. Corría una brisa helad desde allí, pero no era suficiente para atrapar el calor que emanaba de la tierra y del cielo. Se apoyó contra la baranda del puente y se pasó una mano por el cabello oscuro. Cerró los ojos y casi escuchó cuando la garganta se enroscó sobre sí misma, estrangulándolo. 

—No voy a llorar —se dijo y se sintió estúpido. Como un niño. Cuando las primeras lágrimas se le resbalaron por la barba mal cuidada, se las enjuagó con furia. —No voy a llorar. 

Se mordió la mano hasta hacerse sangrar y lanzó un alarido de cólera. No había nadie a su alrededor que lo escuchara, pero estaba seguro que en los edificios contiguos alguien lo confundiría con un borracho escandaloso. La vergüenza le hizo arder las mejillas. Le dolía la mano y seguía llorando. Volvió a apoyarse en el puente, pero las aguas seguían tranquilas. Un auto aceleró en la calle contigua. 

Ya era suficiente. Se enjuagó la cara con las manos y enterró los sollozos en el fondo del agujero de su pecho. Empezó a caminar de regreso a casa como siempre. Soltó un suspiro y pensó que le hubiera gustado que alguien se burlara de sus lágrimas —¡marica! Jajaja— y luego lo abrazara como a un hermano. Tragó saliva y siguió caminando.

El silencio lo acompañó en el camino de regreso. Y luego todo volvería a ser un ciclo sin que nadie sospechara nada, sin que nadie se enterara de lo que pensaba. Quizás era mejor así, pensó el chico. Nadie tendría que saberlo. Era solo una tontería en una noche de verano en mitad del invierno. Se enjuagó las últimas lágrimas.

El agujero latió junto a su corazón, expectante y arrepentido. Algún día lo consumiría como el fuego al cigarrillo. Y no quedaría nada más que unas cenizas negras aplastadas y vencidas. Quizás hundidas en las aguas bajo el puente. No lo sabía. Podía ser mañana. O en un mes. O en tres años. Pero algún día se iba a apagar Y le iba a quitar más que solo el nombre. Más que sus lágrimas. 

El chico sin nombre siguió caminando.

Nadie notó que estaba allí.
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