Desde la raíz

jueves, 20 de octubre de 2016

 Participación para la "Antología 4 Islas"


«La misma orilla de siempre», pensó mientras notaba la neblina escurrirse entre su ropa. Apenas notaba el sonido del mar bamboleando entre los roqueríos. Quizás un rumor tenue un poco más allá de la orilla, la frontera del mundo, la línea que no los iba a separar por mucho tiempo. Nila se metió las manos a los bolsillos y miró a un punto indefinido del horizonte. Con la bruma matinal apenas se notaba la silueta de las olas. La arena estaba fría y quebradiza y la enorme roca en la que se sentó estaba congelada y dura. 

Nila se removió incómoda en la superficie de la piedra y hundió la boca en su bufanda. Esa era una postal que le hubiera gustado conservar. La mañana solitaria y ella allí, congelándose hasta los huesos, intentando limpiarse de la tristeza, envuelta en silencio, una nostalgia dramática que acariciaba su vanidad. No estaba sola. Nila escuchó los pasos de la isla que se despertaba. Las mismas pisadas arrastradas, las botas que se hundían en la arena y hacían ese fup fup fup de la suela con cada zancada. Carraspeos, carritos con arbustos, el frotar de las manos, el chispazo de un encendedor, el estornudo de un perro. 

—Y, sin embargo… —dijo Nila en voz alta y se interrumpió sin sonreír. Se le enrojecieron un poco las mejillas, pero no volteó a ver si alguien la miraba. Nadie lo hacía nunca como ella tampoco volteaba a ver a nadie cuando se envolvían en silencio. «Ahora todo es silencio». 

Quiso reírse con la forma en que las palabras se formaban en su mente. No era espontáneo. Era un monólogo sostenido que tomaba forma de repente y luego desaparecía para dejar solo un vacío frío dentro de su cabeza hasta la espera del próximo, como un libreto. Quizás como las olas, porque siempre el mar era un buen pozo de metáforas. La orilla fría donde nadie se acercaba era un buen lugar para estar triste, había decidido, al igual que todo el mundo. O quizás era un buen lugar donde intentar mirar más allá del agua y recordar las masas de tierra, como fantasmas confusos, que se escondían detrás. 

—En Raíces siempre hay gente sentada en la orilla mirando al horizonte —le dijo una vez a Jol y su hermano no respondió de inmediato. Se la quedó mirando un rato hasta que apartó los ojos e hizo un gesto de resignación con la boca apretada.

—Todos echan de menos… —Jol siguió ordenando las tazas en las que habían bebido té sin mirarla directamente—. Pero nadie quiere volver. 

—Ya. 

Nila recordaba ese monosílabo que había salido de su boca como un bufido. Si a su hermano le pareció extraño que dejara el asunto hasta ahí, no lo mencionó. Continuó apilando las dos tazas con sus respectivos platillos y guardando las cucharitas en el cajón con la mirada clavada en sus propias manos. Quiso decirle «estás pensando en ellos», quizás incluso añadir un no vale la pena, un no te preocupes, y decir algo en otro idioma, alguna estupidez que lo hiciera soltar las cucharitas y el paño mugriento con el que estaba secando, y doblarse en risotadas, pero se quedó allí observándolo. Pensando en ellos, aunque no valía la pena y notaba que se le congelaba el pecho y que el té se le amargaba en el estómago. 

—¿Vas a estar aquí todo el rato? 

Ella no se sobresaltó. Había escuchado las pisadas amortiguadas del pescador viejo, pero no le sonrió cuando levantó la mirada. El mar seguía callado y la niebla avanzaba un poquito más a través del aire. Nome chasqueó la lengua y le dio una palmada suave en el hombro. Llevaba un chaleco grueso que le cubría todo el cuello y que le quedaba largo de mangas, pero iba con pantalones cortos y sandalias.

—A nadie le hace bien estar tanto rato en el frío —dijo él y se frotó las manos—. Siempre puedes dramatizar en tu casa, abrigada y con un café en la garganta. 

—Quería estar un rato aquí. Nadie intenta hacer conversación —mencionó ella y se rascó la cabeza. Tenía pajizo el pelo rizado y los dedos se le enredaron al deslizarlo entre los mechones. Le sostuvo la mirada al viejo un segundo. No mencionó que en casa tampoco había nadie para conversar, no ahora—. Además... el frío se siente… bien aquí.

—Más como frío que como si te estuvieras ahogando en silencio. Más como mañana y menos como miedo, un miedo profundo y terrible, que es el que sentimos todos. —Nila no respondió. Se frotó los brazos casi sin darse cuenta, pese a que apenas corría viento. Apretó los dedos contra la tela, contra su piel, sin dejar de mirarlo—. También dejaste alguien atrás, ¿verdad?

Asintió. El viejo sonrió. No era la sonrisa de arrugas en la cara que aparecía todas las mañanas en sus buenos días. Era una sonrisa de ojos caídos, de recuerdos ahogados en el océano. Nila parpadeó varias veces y notó que los ojos insistían en humedecerse. Apartó la vista y carraspeó, porque la garganta le había empezado a picar. Volvió a frotarse los brazos, esta vez con más fuerza. 

—¿De nuevo? —preguntó en voz muy baja. Clavó la mirada en la arena irregular, llena de piedrecitas—. ¿Va a empezar…?

Nome le apretó el hombro con suavidad y ella se sobresaltó con el contacto. Se miraron de nuevo y Nila se preguntó cuán viejo sería el pescador realmente. Si acaso detrás de las manos agrietadas por la sal, las sandalias estropeadas y el chaleco demasiado grande no habría también otra anciana con problemas de vista, quizás que tejía chalecos enormes para que nadie pasara nunca frío, si tal vez se perdió también en un remolino, como se perdieron todos…

—Ve a casa, Nila —dijo el pescador y ella volvió a hundir la boca en la bufanda para no tener que mirarlo mientras luchaba por no llorar—. Hace frío. 

No sintió los pasos sobre la arena mientras se alejaba de la roca. El mar continuaba mudo, apenas moviéndose, y la neblina se espesaba por las calles. Nila hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta ligera y tragó saliva varias veces. También dejaste alguien atrás… Todos, todos allí eran fugitivos que nadie perseguía, con el alma rota en dos, tres, cuatro, decenas de partes, en cada lugar donde había alguien que hubieran abrazado con lágrimas en los ojos, en donde hubiera alguien que les deseara buenas noches al dormir, en donde hubiera alguien con la mitad del recuerdo de una risa, de un secreto, de una travesura, de un beso en la oscuridad. 

Raíces… Y esas raíces atravesaban la isla hacia abajo y se extendían por el mar en miles de direcciones, a donde estuvieran todos esos que quedaron al otro lado del agua. Firmes garras de tierra en la costa, rocas imperturbables en el invierno, pero intentando alcanzar siempre al océano y más allá. «Ve a casa», le había dicho Nome. ¿Se preguntaban también los demás cuál era su casa? ¿Dónde estaba su hogar? ¿O sabían, al igual que ella, que ya eran sal, arena rojiza, que ya eran silencio en la orilla, que ya eran juguetes compartidos aquí y allá, pero sin nunca volver? Desde allá y desde acá. Una sola raíz, un solo pedazo anclándose en la arena… y estirándose por el agua.

Nila se detuvo en mitad de la plaza rumbo a su casa. La ciudad despertaba, la Isla bostezaba y estiraba los brazos lentamente. Se encendían luces, se barrían calles, se saludaban vecinos, se desempolvaban las ganas de levantarse y no volver a la cama y perderse en los sueños. Entornó los ojos y pensó en la misma plaza, pero ahora desierta, con las bancas destrozadas y las cenizas que nadie podría barrer, en el olor del humo y de la madera podrida, en la fuerza de un silencio interrumpido apenas por el dolor.

No cerró los ojos para imaginarlo mejor. Alcanzaba a ver las puertas trancadas y las ventanas tapadas. Sombras acercándose a través del mar y pisando la arena blanca hasta teñirla por completo. Sombras que tenían los ojos pequeñitos de su padre y la nariz de gancho que avergonzaba a su madre. Que tenían manos fuertes y regordetas como los de ella. Que tenían piernas delgaduchas y pies frágiles como los de él. Que tenían voces como los de sus amigos. Que tenían el cabello del color del pasado. Y cómo se detenían frente a ellos para arrasar la Isla. El mar seguiría igual, quieto, vibrante, temeroso.

Y allí estarían también todos, confundidos, con los ojos muy abiertos, preguntándose de dónde venían esas sombras que se parecían a todos los que querían. Hasta que todos fueran sombras y nadie recordara nada más que los gritos. ¿Dónde estaban todos esa vez? ¿No entendieron acaso que todos tenían las mismas raíces, uniendo el océano, tocando la punta de todos los rincones, que el mar no los convirtió en sombras irreconocibles, enemigos de sal y roca? El peso en la balanza. Quizás alguien, una niña, un muchacho, romperían las filas y darían la espalda al enemigo para intentar detener a sus amigos. A sus amigos para detener a otros amigos. Hasta que alguien les atravesara la espalda y el mar rugiera en un torrente que azotara la costa hasta desangrarla. Y todos fueran solo uñas rasgando la piel, hasta que fueran solo llantos en la oscuridad, con las manos manchadas y el cuerpo temblando.

Nila se llevó una mano al pelo cuando el viento sopló desde su espalda, desde el mar, revolviéndole el cabello ya enmarañado. Tenía los dedos congelados de frío y la garganta le ardía como si hubiera tragado agua salada. Apretó el paso para volver a casa. 

Jol no la miró cuando entró. Estaba de espaldas en la cocina, sacando las tazas de la alacena, colocando los platillos, acomodando las cucharitas, calentando un poco de agua para el té. Silencio. Silencio. No la quieta serenidad de una costa melancólica o de una tarde perezosa bajo un sol frío. Silencio amargo, vibrante, que le marcaba la piel a cada segundo. Silencio chillón, de tazas viejas, de hermanos asustados, de una historia antigua que volvería a teñir la arena de rojo, de negro, de dolor.
Nila tomó la taza que su hermano había sacado, la dejó con cuidado a un lado y lo abrazó, rodeándolo con sus brazos. Jol se rio al principio. 

—¿Qué pasa? 

Ella no respondió. Lo siguió abrazando, apretándolo fuerte, con los ojos cerrados hasta que dejó de reírse y la abrazó de vuelta. Hasta que lo sintió temblar también y apoyar la cabeza contra su hombro. Hasta que ambos se echaron a llorar con sollozos apagados que rasgaban el silencio con pálpitos furiosos de terror y de pena. Las historias decían que los guerreros rotos lloraron hasta que el mar creció… Quizás el mar solo había intentado abrazar la isla y perdonarlos a todos, quizás también había llorado con ellos durante las noches, mudo, impotente, atravesado por la tristeza. Nila apretó fuerte los ojos y trató de olvidar el frío que venía del mar.

Afuera, en la misma orilla quieta de siempre, una ola rompió contra las rocas en un rugido ronco.

No se escuchaba nada más en el silencio.
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