Un silencio sin luna

viernes, 31 de octubre de 2014

Quería alejarse del ruido. No era que le molestara en todo momento, pero la ciudad esa noche parecía estridente y sofocante y Lionel quería silencio. Cuando empezó a caminar todavía hacía calor. Para cuando empezó a sentir el crujido de las hojas bajo sus pies, que indicaban el borde de la ciudad, salía un sutil vaho de su boca y se arrebujó un poco en su sudadera.

No había luna llena y tampoco parecía haber nadie a su alrededor. Aun así, casi podía escuchar a los niños gritando «¡Dulce o truco!», vestidos de momias, vampiros y pequeños fantasmas, de la mano de sus padres. Adultos severos con caras de pocos amigos o atrevidos, vestidos también de monstruos horripilantes con sonrisas infantiles, sin saber que el verdadero disfraz era el que llevaban todos los días. Pero esos eran solo pensamientos suyos.

Lionel también se topó con los primeros borrachos adolescentes, con el disfraz mal hecho o destruido, gritando tonterías por las calles o tambaleándose con risas estridentes. Quizás le hubiera gustado estar así, borracho y risueño, con cara de estúpido, pero no se sentía de humor esa noche para fuego en la sangre. Quería estar en silencio. Incluso en su propia mente. Quería estar lejos de tantas luces, máscaras y falsos terrores. 

Le hubiera gustado llegar a un bosque frondoso y oscuro. Pero en aquel lugar solo había caminos de tierra y unas pocas hojas secas esparcidas por el suelo cubierto de mugre. No se sentía rodeado de naturaleza y de silencio, del verde mudo del follaje o de la intimidad penetrante de un lugar completamente vacío. Se sentía expuesto. Incluso tonto por haber cruzado toda la ciudad para no encontrarse con nada más que hojas secas y edificios apagados. Aun así, siguió caminando.

Un perro estaba enroscado junto a una farola, pero ni siquiera se inmutó cuando pasó a su lado. Lionel se detuvo y pensó en arrodillarse junto al animal y acariciarle las orejas. Siempre le habían gustado los perros. Parecía que entendían esa contradicción humana de soledad y compañía y no hacían preguntas con sus ojos. Deseó tener algo que darle de comer y se hurgó los bolsillos con aspecto distraído, sabiendo que no tenía nada más que unas pocas monedas, su celular viejo y un paquete de cigarrillos sin usar. Le dedicó una última mirada al perro y siguió caminando. Creía escuchar las risas estridentes de los borrachos incluso a lo lejos. Pero quizás solo fuera su imaginación.

—Estás enloqueciendo —se dijo de pronto mientras andaba paso a paso, sin ritmo. El pensamiento lo hizo sonreír y se imaginó con una grotesca careta de payaso y una sierra ensangrentada, acechando a los transeúntes en las sombras. Pero allí no había nadie y las farolas del alumbrado público hacían desaparecer las pocas sombras que lo rodeaban. Había demasiada luz a su alrededor y era casi medianoche. Tuvo el estúpido impulso de apagar una de esas luces a patadas, solo para forzar a la oscuridad a tragárselo todo, pero siguió caminando, desechando ese pensamiento. 

Solo podía escucharse a sí mismo e incluso eso era demasiado. No había suficiente silencio. Seguía existiendo ese rumor cómplice de la noche, el gruñido de los vehículos, las voces humanas, los ladridos a lo lejos, la ciudad respirando. Los muertos tampoco estaban tranquilos, decidió, cuando la silueta del cementerio empezó a dibujarse una calle hacia la izquierda.

Afortunadamente, estaba vacío.

Había temido que hubiera una tropa de idiotas acampando en el lugar, jugando a tener miedo y a ser valientes, riéndose como tarados entre las tumbas. Sin embargo, allí solo estaba el viejo Gabo, el guardia de la entrada, medio ciego y roncando una siesta. Como todas las veces anteriores, Lionel estaba seguro de que lo había visto entrar. «Siempre hay que estar atento, no vaya a ser luego salga un finado», solía decirle en broma mientras mascaba un trozo de pan. A veces le convidaba un traguito de whisky. 

Lionel pasó por su lado y le dedicó un saludo de cabeza sin decir nada. El guardia, en respuesta, solo roncó más fuerte. El cementerio parecía más pequeño de lo usual. La tierra estaba yerma y solo las lápidas más grandes, con las grotescas esculturas y el mármol ennegrecido, tenían algunas pocas flores mustias junto a ellas. O la gente ya no se moría o simplemente los muertos ya no eran importantes. El muchacho caminó hasta el fondo del cementerio, con los pies algo adoloridos, y rozó con la yema de los dedos la superficie áspera de algunas lápidas de piedra.

Se sentía solo, acogido, en silencio. No había fantasmas que le susurraran cosas ni vientos fríos que trajeran ecos de muerte. Solo el silencio, la tierra y el vago aroma a piedra y flores de entierro. Encontró la lápida que llevaba su nombre de pila y casi le sonrió al muerto, anónimo y desconocido, que nadie había ido a visitar, salvo él. No era poesía o capricho el que se sentara siempre junto a la tumba de un hombre muerto que también se llamaba como él. Era costumbre. Quizás incluso familiaridad. Era como sonreírle a un viejo amigo que solo había conocido por cartas. Era una sensación algo infantil, pero la llevaba consigo sin hacerse preguntas. Suponía que allí radicaba el atractivo de todo eso. Nadie allí podía responderle, ni fruncir el ceño o siquiera decirle lo tonto que era. Solo podían observarlo, muertos, sin saber que estaba ahí.

Lionel se sentó frente a la tumba y se rasmilló los nudillos contra el suelo. Sacó un cigarrillo, lo encendió y liberó todo el aire y el humo que había traído consigo. Ya no podía escuchar los chillidos de los niños o las risas de los borrachos o los susurros de los adultos. No escuchaba el ladrido de los perros o el rumor de los automóviles. Allí no alcanzaba a escuchar la ciudad. Solo estaba él y la penumbra y, aunque sonara ingenuo, se sentía bien.

Era como estar en un bosque frondoso. No había árboles o demasiadas sombras, pero todo tenía un aura nebulosa, pese a que no refrescaba lo suficiente. Podía escuchar graznar algunos pájaros y escuchar el eco de la nada entre las piedras. Era como estar verdaderamente solo. La idea lo aterraba tanto como lo fascinaba y lo aliviaba, y le dio la bienvenida a esa contradicción. Exhaló y dio otra calada a su cigarrillo y se preguntó, como siempre, si el tal Lionel, el fiambre que siempre lo recibía, aprobaría lo que estaba haciendo. Nuevamente, allí residía la magia de todo eso. No importaba. 

—Feliz noche de brujas —murmuró entre dientes. Tosió un poco mientras se reía con suavidad. Luego se quedó allí en silencio. Pensando. Acallando las voces. La ciudad. Él mismo. Incluso al silencio. Pensó en ellos. Y en ella. Y en sí mismo. Pensó en que le hubiera gustado traer una botella de vino, solo por la elegancia, solo para no tener que reírse como idiota o vomitar en un rincón. Solo para saborearlo un poco, apoyar la cabeza en el homenaje pomposo de otro muerto y quedarse dormido. El viejo Gabo luego arrastraría los pies y lo zarandearía hasta despertarlo, escupiéndole mientras lo insultaba, para luego darle palmaditas en la espalda y desear que lo visitara de nuevo. 

Pensó que tal vez un día debería llevarle algo a ese Lionel, pobre infeliz. Debía sentirse algo olvidado entre tantas piedras en silencio. Luego se imaginaba en lo estúpido que sería caminar por toda la ciudad con flores en la mano para llevarle un regalo a solo un nombre. Porque eso era su amigo de silencio. Solo un nombre. No había nada ahí que lo estuviera observando. Y eso le sentó bien, a un tiempo que lo envolvió en una tristeza conocida. Una tristeza que, decidió, era mejor acompañar con la cabeza revuelta de alcohol y pensamientos.  Se quedó allí sentado hasta que empezó a darle sueño. No sabía qué hora sería, pero ya el silencio se había vuelto penetrante. Un escalofrío le recorrió los brazos y sonrió para sí mismo. Las luces eran tenues y corría el viento de la madrugada. Dejó que la sensación lo atrapara y se sintió pequeño y solo. Absolutamente solo. Encendió otro cigarrillo y se tragó toda esa soledad. Con una sonrisa arrogante y con ojos tristes. 

Se levantó y aplastó el cigarrillo con el pie. Se dirigió hasta la salida y observó que el cielo seguía de ese color azul oscuro, sin luna, repleto de nubes estiradas, espirales en la punta, como la noche misma. «Puta poesía», pensó con una amargura entusiasta y abrió la reja del cementerio.

—Hasta la otra, amigo —le dijo Gabo. 

—No estires la pata, viejo. Te visito luego. —Lionel no pudo evitar sonreír. El guardia le devolvió el gesto y volvió a cerrar los ojos.

El camino de regreso siempre era más agotador. Quizás porque ya estaba cansado o quizás porque ya no era lo mismo. No caminaba hacia el silencio y hacia un imaginario bosque frondoso donde perderse. Caminaba de regreso al ruido. De regreso a sí mismo. De regreso a todo y a nada. Solo. Solo como siempre. Solo como quería. Solo. Solo. Solo. Y eso estaba bien. Y era desgarrador. Y, nuevamente, abrazó la contradicción con un suspiro que se ahogó de camino a su garganta. 

No había monstruos esa noche. No había fantasmas pululando entre la niebla. No había aullidos de hombres lobo. No había vampiros acechando por su sangre. No había esqueletos que le sonrieran desde la oscuridad. Solo personas. Y quizás fuera lo mismo. Siguió caminando y las luces de la noche lo observaron con curiosidad. Como a un espectro que no ha pedido indicaciones. Perdido. Sereno. Solo.

Desapareció mientras caminaba. Ahogado por la oscuridad y por su propia respiración. Tranquilo, sin miedo, aterrado, con una sonrisa. Caminó y caminó. Llegó a casa y terminó de apagarse. El ruido creció en su cabeza y la ciudad volvió a abrazarlo con su pestilencia y su alegría. Con su incomprensión. Con tantas cosas. 

Con monstruos y espectros reales. De esos con sonrisas y corbatas, de arreglos de peluquería y cervezas en la mano, de vaqueros y camisa. De cada día. Lionel sonrió. Miró de nuevo hacia el cielo, pero la noche  seguía sin luna. 

Y él seguía absolutamente solo.

Con una sonrisa arrogante y los mismos ojos tristes.
Santa Template by María Martínez © 2014