Injusticia roja

sábado, 12 de abril de 2014

En recuerdo del incendio de Valparaíso del año 2014.

*** 

Todo rugía a su alrededor. Todo gritaba y se retorcía y caía y seguía gritando. El calor que le quemaba la cara también le impedía detenerse a pensar. Y, en cierto modo, eso era bueno, porque pensar en lo que estaba pasando, en el horno infernal que se había engullido a Valparaíso, terminaría de quebrarlos a todos. 

Escuchaba tantos tosidos y lamentos que ni siquiera podía distinguir los suyos propios. La tierra ardía. Podía ver cómo la gente corría con los niños de la mano, las mascotas en brazos y los ojos desencajados de pena e incredulidad. Cada persona era un golpe. No quería verlos. No quería pensar en ellos ni en sí misma. No quería pensar en nada. Solo quería alejarse de ese infierno furioso que lo devoraba todo. 

No pensó en «por qué a ellos», ya que, ¿por qué no? La sensación de injusticia la estaba envenenando mientras avanzaba, mientras dejaba que las llamas destruyeran su vida y su historia, pero sabía que no tenía sentido hacer esas preguntarse. Preguntarse por qué la tragedia le toca a uno era, después de todo, desear que le ocurriera a otro. Sentir que otro la merece. Y no, nadie merecía que el fuego consumiera su vida, su familia y sus sueños. 

Se detuvo un momento, porque el humo ya parecía haberse convertido en su segunda naturaleza. Tosió durante unos instantes, tratando de arrancarse las lágrimas del fondo de su garganta. Sus ojos estaban encendidos y tuvo que enjuagárselos varias veces para poder continuar entre la gente. El cielo rugía de negro. Las nubes parecían irreales. Eran masas oscuras que brillaban con una belleza terrible. Negro furioso sobre el rojo abrasador. Consumiéndolo todo. Cubriendo el cielo desde cada rincón.

—Señor mío, ten piedad de nosotros… Señor mío, ten piedad de nosotros…

Se dio vuelta al notar a la mujer arrodillada en el suelo que gimoteaba rezos en medio de la calle. Tenía la ropa manchada de cenizas y las lágrimas le caían por las mejillas sucias sin cesar, en una paciente cascada de terror y resignación. Llevaba bajo el brazo unas cuantas frazadas gastadas, dos libros y una bolsa de arroz. Seguramente, todo lo que pudo tomar antes de tener que salir de su casa.
Pensó en continuar. Vería decenas, si no cientos, de rostros parecidos y de puñaladas similares. Sangraría y sangraría antes de olvidar lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, se quedó quieta, en su lugar, con los ojos enrojecidos por el humo negro y los huesos fríos e incrédulos. 

«¿Nadie va a ayudarla?»

Era una pregunta razonable y sencilla, pero el solo pensamiento la golpeó con una fuerza extraña. Se tambaleó y debió parpadear varias veces para quitarse el mareo del cuerpo. Se odió por dudar. Por pensar en seguir caminando, porque siempre había sido así. Porque tenía miedo, porque estaba perdida y porque siempre había actuado sola. Tragó saliva y cerró los ojos. Caminó hasta la mujer que seguía llorando y rezando y la tomó del brazo, levantándola suavemente.

—Vamos, tenemos que llegar a la parroquia… Vamos —repitió—. Vamos, tenemos que llegar.

—¿Por qué, hija? ¿Por qué? —Tomó un retrato que la mujer había dejado caer y se la puso en la mano—. ¿Por qué? 

No tenía respuestas, así que se limitó a sonreírle. Su sonrisa brillaba con lágrimas. Siguió susurrando y tirándola del brazo y pronto empezaron a caminar en medio del calor y el silencio atronador y furioso. Ambas caminaron y caminaron con los pies adoloridos y la mente nublada, transida de dolor y sirenas que chillaban a su alrededor, desesperadas por hacer algo, cualquier cosa, que terminara con ese infierno. Pero todos eran humanos. Aunque algunos tuvieran uniformes y cargaran mangueras llenas de tierra, todos tenían miedo. Y todos lloraban, aunque no siempre hubiera lágrimas.

—Padre nuestro… —La voz de la mujer a su lado se quebró y sus ojos chocaron con los suyos—. Rece conmigo. Por favor… Rece conmigo.

Ella asintió y comenzó a repetir la oración que había abandonado hacía ya muchos años. La recordaba con facilidad y comenzó a recitarla sin dudar, sin preguntarse dos veces si era sensato o si no sería algo hipócrita de su parte. Sujetó la mano de la mujer que la enredó en la suya y siguieron caminando y repitiendo la oración sin cesar. 

—Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea Tu nombre…

No creía en Dios, pero eso era irrelevante en esos momentos. Rezaba no para ganarse el favor o la compasión de una divinidad que se ocultaba tras las nubes negras en el cielo y que había permitido que su casa y la de esa mujer y la de tantos se quemara en una vorágine de fuego incomprensible. Rezaba, porque esa mujer a su lado lo había perdido todo. Porque solo tenía esa fe extraña e irracional de que alguien podría escucharla. Y ella no iba a quitarle eso. Rezaba, pero sujetaba su mano.

Pensó en su casa y en cada rincón, olor, color, sensación y recuerdo que se había perdido en un solo pestañeo. Con un rugido. Apretó los dientes y trató de ignorar el dolor en su pecho, el retumbar de las sirenas y el humo y el fuego en cada latido y en cada oración. Lloró, porque no podía evitarlo. 

Pero siguió caminando de la mano de la desconocida. Por qué ya no tenía sentido. Echó un vistazo atrás. Los cerros cubiertos de penumbra ya no estaban salpicados de luces, nostalgia y pobreza como todas las noches. Ardían y gritaban en una masa roja y amarilla que serpenteaba entre las casas y estrangulaba los cordones de madera y sueños. Toda la ciudad tenía el grito en la garganta. Bajó la vista y cerró los ojos.

Pero no dejó de caminar.

Pisadas en el cerebro

miércoles, 9 de abril de 2014



Ni siquiera podía moverse. Tenía el vómito en la entrada de la garganta y las tenazas le estrujaban el cerebro con coletazos de electricidad y sudor. Sus ojos eran pozos de lava que hacía erupción cada vez que parpadeaba, pero no hacerlo solo enfurecía más a todo el resto del dolor que había tomado el control.

No sabía si estaba temblando, pero algo en la convulsión de sus labios y el rechinar de sus dientes le indicaba que así era. Las sábanas se le enredaban en el cuerpo, aprisionándolo y estrujando sus músculos. Los mismos músculos, tendones y nervios que gritaban en un alarido silencioso, de jadeos. 

¿Dónde estás?

Era una pregunta ilógica. No había voces. No había susurros ni palabras. Allí no podía haber nada, porque estaba solo en mitad de la penumbra de su habitación. Tragó saliva y ahogó un gemido al notar que algo le arañaba el cráneo desde el ojo derecho hasta el fondo de su nuca. Era como unas garras que palpitaban. Intentó mover los dedos, con un terror resignado y se tocó la cara. Apenas si sentía su propia piel.

Se atrevió a parpadear y la luz le sonrió de vuelta. Era una luz que se parecía mucho a su hermana pequeña. Podía casi notar las arrugas de su camiseta rosada y las manchas de pasto en las rodillas de sus pantalones. Llevaba la coleta desarmada y el cabello enredado entre su nariz y sus pestañas. 

¿Por qué estás tan serio? —Los párpados le pesaban demasiado y las palabras no salieron de su boca. Quería responder, pero si abría la boca, sabía que solo saldría un estertor agónico y fantasmal. La niña se acercó a él y le acarició la mejilla con su mano. Estaba fría. Era como un paño helado en medio de la explosión de fiebre. Soltó un jadeo, pero se arrepintió de inmediato.

Su hermana desapareció cuando volvió a abrir los ojos. Se deshizo en medio de sus pestañas, en medio de una vorágine de huesos y nervios que sangraban desde una estructura desencajada. Su pelo largo y desordenado quedó manchado de fluidos y trozos de carne. Ni siquiera pudo gritar, porque su garganta se había cerrado. Sin embargo, no debía preocuparse.

Su cuerpo gritó por él. El dolor lo barrió en oleadas de electricidad agonizante. Hundió los dientes en la almohada y resistió el impulso de vomitar que subía como espirales por su esófago. Los ojos habían estallado, aunque seguían en su sitio. Recordó que todavía eran las cuatro de la tarde y que tenía que escribir un ensayo, ordenar el papeleo de su escritorio y preparar la cena. Uno, dos y tres, antes de que se olvidara de todo.

Cuando despertó, cuatro horas después, no recordaba por qué se había sentido tan enfermo. Maldijo los genes de la rama paterna de la familia. Sí, claro, podría haberle tocado el don para tocar el piano o la facilidad para aprender inglés o incluso la nariz recta y definida, pero no. Había heredado las migrañas. 

Se levantó con un gruñido entre los labios, se tomó de nuevo la pastilla y decidió que no volvería a leer novelas de terror antes de quedarse dormido. Se tomó la cabeza con una mano y un rugido de miedo se expandió por su abdomen al sentir la presión a un costado de su cráneo. El dolor seguía allí. Estaba esperándolo. Decidió que tomar una ducha era la mejor forma de olvidar la enorme migraña que había tenido y que todavía tensaba las cuerdas de su cerebro.

La niña lo saludó por la espalda, pero él no logró verla. Era una suerte, la verdad.

Porque él no tenía ninguna hermana. Y el dolor nunca había perdonado a nadie.
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