Siempre seremos fantasmas

domingo, 14 de junio de 2015



A veces piensas que olvidaste cómo escribir. Luego recuerdas, claro, que no es cierto, que no lo has olvidado, que solo le agarraste un temor frío invernal que te enciende las mejillas de una vergüenza silenciosa. En realidad, quizás sea solo que has dejado que el silencio, el mutismo intrascendente, ocioso, lo invada todo. Y también es un círculo doloroso que no termina, porque recuerdas y te avergüenzas y la vergüenza te impide avanzar.

Pero sigue habiendo noches en que te quedas con la cabeza apoyada junto a la almohada y piensas en cada una de las palabras, breves, extensas, eternas, tan fugaces, que se quedaron atrás. En cómo todavía te queman y te hielan, en cómo se envuelven junto a ti. Les sonríes, saben un poco a primaveras niponas a imaginaciones homicidas, a vodka en un trozo de papel. Huelen a poesía basura a sonrisas desdeñosas. A palabras que no significan nada para nadie, metáforas sobre el pasto que parecen profundas, que no son más que canciones compartidas por correo. 

Y lo extrañas. Y es una forma de extrañar también lo que eras. Cómo las palabras surgían como carcajadas, como lágrimas ardientes, como miradas de complicidad y no solo caracteres inútiles, sosos, que ya no arden. Y lo extrañas. Más allá de las palabras, más allá de lo que significa recordar. 

Siempre estará la niebla, siempre estarán los bizantinos discutiendo, siempre estarán los nudos en la garganta. Y los juegos de ajedrez que nunca se terminaron, los zombies terroríficos, las susurros en otro idioma, las tensión convertida mensaje, los atardeceres en cámaras robadas, las risas por encargo, los desafíos, la melancolía disfrazada, la emoción tormentosa, las palabras, las palabras, las palabras que siempre serán suyas.

Te frotas las manos por el frío. Sonríes. Y lo extrañas.

Y vuelves a escribir, porque nunca lo has olvidado.

Lo que callan los dioses cuando aúlla el viento - IV

domingo, 7 de junio de 2015


—Avanzaremos antes del amanecer —dijo el Rey. Su capa se agitaba por el viento frío que soplaba en el campamento. Su voz, aunque apenas más fuerte que un murmullo, resonaba en un eco seco y árido. Su caballo soltó un bufido—. Es una aldea pequeña, no parece haber defensas y es poco probable que la avanzada del Ejército enemigo se acerque en su rescate. —El Rey miró a uno de los jinetes de ojos rasgados y asintió—. Será ir y volver.

—Nuestro objetivo son las caballerizas —dijo el jinete. Siempre hablaba como si se estuviera riendo, con una voz aguda y arrastrada. No solía mirar a los ojos de nadie—. Los caballos no deben sufrir ningún daño. Todo lo demás es desechable. No se entretengan. —Echó un vistazo a la patrulla de extranjeros y torció la mueca—. Si pueden traer otras cosas… serán bienvenidas. Como siempre, el Rey liderará el ataque, le seguiremos los jinetes con los lazos y cerrarán los extranjeros. —Aspiró con fuerza por la nariz y fingió masticar algo—. En dos horas volveremos a encontrarnos aquí.

Solo se escuchó un murmullo general antes que el silencio que el Rey había impuesto se transformara en un fragor helado y constante de relinchos, voces roncas, metales y pies hundiéndose en la nieve. Kolyok tocó la cabeza de su caballo, oscuro y algo manchado por la marcha incesante, y entornó los ojos.

—Es una noche silenciosa, ¿no, cachorro? —El viejo monje rengueó hasta su tienda con una enorme sonrisa sucia en el rostro. Llevaba el rostro cubierto por su capucha y arrastraba el escudo de madera por la nieve. Soltó una carcajada cuando el chico lo ignoró—. Ahora debo llamarte capitán, ¿no, muchacho? Te dieron el broche de plata y podrías beber en una copa de oro junto a los escitas. —El viejo escupió en el suelo—. Pero yo todavía recuerdo que vomitaste y gritaste la primera noche que fuiste en una expedición. Cómo pasa el tiempo…

Kolyok levantó la mirada. El viejo pareció sostenerla, pero sus ojos, demasiado blancos y nublados, como la estepa que había adoptado, en realidad no chocaban contra los suyos. El muchacho bajó la cabeza y se frotó las manos. Ya no sentía el frío como antes, pero había muchos gestos, como ese, que realizaba sin apenas notarlo. Como cabalgar. Como incendiar un molino o decapitar a un hombre. O sentir el fuego ardiendo en sus mejillas. O incluso notar el latido frenético de su corazón cada vez que galopaba bajo la nieve.

—¿Qué dicen los dioses? —preguntó el muchacho sin apartar la vista de su caballo—. ¿Qué han dicho los chamanes?

—Que ganará el que lance una flecha primero —dijo el viejo con un gruñido agudo, que se parecía mucho a una risa—. Tengo los dedos manchados de porquerías de pollo. Al menos pude comérmelo. Y los dioses siempre dicen que nos derrotarán. Y mira quién termina pisando la nieve.

El joven no dijo nada. Los guerreros no eran demasiado apegados a las profecías de los chamanes y mucho menos cuando un monje blanco participaba en ellas, pero siempre las tomaban como un reto. Era un honor desafiar el destino de los dioses o morir en ello. Le daba un extraño sentido a algo que, en realidad, carecía de él. Kolyok cepilló con rapidez su caballo y se alejó del campamento. Podía escuchar la risa suave del viejo a través del viento.

Ya había dejado de contar los pueblos por los que habían pasado. Solo a veces recordaba el número cuando veía los animales cubiertos de sangre seca y enviaba a los chicos nuevos, descalzos, con la mirada hundida y fría, a que los limpiaran. Ese amanecer sería solo otra marcha más. Ya pronto se acercarían a las murallas de piedra, las catapultas viejas, las hileras perfectas. Pronto dejarían de perseguir aldeanos que hablaban una legua tan similar a la suya. Kolyok se sacó la capucha de la cara y se apartó un mechón largo de pelo. No se escuchaba nada más que el campamento, el suave fuego crepitando, el silbido del viento, los pasos amortiguados en la nieve. 

Y allí estaba. Como cada amanecer. No aullaban los lobos. Allí estaba, pensó el muchacho. Allí estaba.


—¡Si alguien se queda quieto mientras el Rey lucha es hombre muerto! —rugió la voz del jinete. Kyolok sintió que el pulso se le aceleraba. La boca se le secó y sostuvo el arco de madera entre sus manos. Ya una flecha estaba preparada y su punta ardía suavemente, desafiando el correr del viento. A su lado, el viejo ciego le sonrió con una expresión burlona.

—A su orden, capitán —murmuró y en sus labios blancos, extranjeros, sonó el gemido suave de un cachorro. Alrededor, los jinetes vestidos con capas de tela fina y con espadas remachadas de diamantes le clavaron la mirada en la nuca. La aldea, una pequeña villa perdida junto al lago, dormía. Una pequeña fogata crepitaba entre la penumbra.

Kyolok gritó la orden y los caballos arrasaron la nieve en medio de un caos de relinchos. Las flechas llegaron antes que ellos y destrozaron los tejados de madera. El fuego se extendió rápidamente por todo el lugar y no pasó mucho tiempo antes de que los gritos empezaran.

—Ya lo echaba de menos —gruñó el viejo a su lado. Pronto todos se separaron. Muchachos altos y con el cabello claro, ancianos heridos y con la boca torcida, hombres con las piernas deformadas. Todos se abalanzaron sobre ese pueblo que no tenía sino madera y caballos. Kyolok espoleó su montura. Alcanzó a ver al Rey que ya estaba junto a las caballerizas, laceando a los caballos para llevarlos al campamento.

Un hombre salió al encuentro de Kyolok, trastabillando, desorientado. El muchacho sacó su espada. La sangre le salpicó el cuello y la cabeza del hombre, que seguramente no había alcanzado a mirarlo, rodó junto a las patas de su caballo. Escuchó el chillido agudo de alguien que se acercaba corriendo y volvió a empuñar la espada. El corazón le latía rápido, pero no lo sentía. 

Hacía frío, pero el fuego ardía demasiado fuerte. Kyolok no lo notó. Se había caído del caballo cuatro veces y las cuatro veces el caballo le había roto las costillas. La herida de flecha nunca le sanó del todo y cuando volvía a su tienda, sudaba toda la noche por el dolor que le provocaba. Había logrado partir por la mitad un pájaro en pleno vuelo con una flecha a su décimo intento y solo entonces pudo comer. Se acostumbró a tener las manos congeladas para beber agua. Y se olvidó del sabor del aceite. Había entendido que un hueso roto no impedía cabalgar y aprendió que el olor a carne humana nunca pasaba del todo.

Y también se había olvidado de todo eso.
  
Hasta que vio al niño.

Estaba sucio, iba descalzo y lloraba con la cara manchada de barro y sangre. Se arrastró hasta el cuerpo decapitado del hombre y se quedó allí, en silencio, arrodillado con el cuerpo rendido. La cabeza seguía mirando a Kolyok junto a los cascos de su caballo. 

Hola, hijo —le dijo la cabeza de su padre—. Estoy orgulloso. Sobreviviste.

Kyolok apretó los dientes y movió su caballo con brusquedad. El bruto relinchó y bufó contra la nieve. La cabeza se perdió, rodando, más allá, en la oscuridad. El niño seguía ahí. Izbraj lo miró y la mano que sujetaba la espada empezó a temblarle. La sujetó con más fuerza y apretó los dientes más fuerte. El fuego ahora ardía junto a sus costillas rotas. Izbraj espoleó a su montura y embistió al niño. No alcanzó a chillar cuando le atravesó el pecho con la espada y arrastró su cuerpo por la nieve.

—Ya no queda nada aquí, Kyolok —gritó un jinete borgoñón. Tenía los labios congelados y el cabello sucio. No miró el cuerpo del crío que acababa de matar el capitán—. Que se queme todo el resto.

Kyolok asintió y pudo notar que la sangre le chorreaba por los dedos. Ordenó la retirada a gritos. Su voz sonó ronca y fuerte. Una despedida de flechas les acompañó el camino. «Por si todavía queda alguien vivo», murmuró el viejo con una sonrisa entre dientes. El muchacho no le respondió. Cabalgaron en silencio durante un momento hasta que el Rey alzó su espada y dio la vuelta. Todavía no alcanzaba a amanecer, pero ya los caballos estaban atados junto a los lazos y los carros estaban llenos de madera seca. El Rey dio un par de vueltas con su caballo e hizo girar sus ojos un momento. Luego sonrió.

—Parece que los dioses volvieron a equivocarse.

Los jinetes se rieron y reanudaron la marcha de regreso al campamento. No tardarían en volver a avanzar. Cada vez más al oeste, más cerca de las murallas, más cerca de los ejércitos en hileras y las catapultas con piedras. Cada vez más cerca de más tropas. Más extranjeros que aprendieran a morir. Kyolok encabezó su grupo sin decir otra palabra. Solo era otra expedición. 

Izbraj se quedó en la aldea que ardía. Se quedó junto al niño muerto y los gritos amortiguados entre las ruinas. Siempre se quedaba ahí, entre los huertos de cereales quemados y los cuerpos esparcidos en la nieve. Kyolok nunca regresaba a la misma aldea dos veces. Había aprendido que la hierba ya no crecía donde los jinetes cabalgaban.

Izbraj, por su parte, solo había aprendido que los dioses nunca tenían la razón. Y que los cachorros nunca aprendían a llorar.
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