Círculos de dolor

domingo, 29 de diciembre de 2013

Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que había quedado ciega o de que la oscuridad que la rodeaba era absoluta. Caminó algunos pasos y se tropezó con algo pegajoso que la hizo retroceder de inmediato. Luego de unos segundos de confusión, se dio cuenta de que se trataba de una masa sanguinolenta, del tamaño de su puño, sin forma ni definición.

Lo tomó entre las manos con algo de asco y lo apretó casi sin darse cuenta. La sangre le saltó a la cara y gritó de sorpresa. Sin embargo, también de su interior salió un reguero de polvo blanco que no reconoció de inmediato. Al tocarlo y llevárselo a la nariz —aunque eso no tenía mucho sentido— se dio cuenta de que era un analgésico. ¿Qué hacía ese polvo en el interior de esa masa? «No tiene sentido», concluyó, pero no sabía qué podía hacer con eso.

Aun sosteniendo esa cosa en la mano, continuó caminando en la oscuridad. No avanzó demasiado pasos cuando el aroma a sangre que despedía la masa se transformó en un fuerte olor a bencina quemada. La familiar sensación de mareo, opresión, náuseas y dolor atacó de inmediato, como si estuviera esperando una señal. Soltó la cosa y se tapó la boca un momento. Necesitaba aire fresco, pero allí solo había oscuridad.

Siguió avanzando, con las manos en el estómago y dando tumbos contra una pared que no podía existir. No llegó muy lejos. Súbitamente ese dolor maldito y mucho más familiar se abalanzó sobre ella. Cayó al suelo y se revolvió, pero en un silencio absoluto y estúpido. El calor no hacía sino empeorarlo todo. Cada punzada de dolor en su cráneo enviaba oleadas de náuseas a la boca de su estómago, pero sabía que tarde o temprano tendría que desaparecer.

Había aspirado todo el polvo y ya no recordaba cuántos analgésicos se había tomado, pero debían ser suficientes. La masa sanguinolenta de su cerebro palpitaba en el interior de su cabeza y sus ojos ardían como si tuvieran fuego. «Hace calor», pensó con resignación. Cada sonido era como un grito en su mente. Cada latido era como un germen que se abría paso en el interior de su cuerpo.

Lo peor es que no podía saberlo. No podía saber si algo extraño y sanguinolento, alguna cosa estaba creciendo en su interior en la forma de algún ente maligno dicho en latín por un hombre de bata blanca y título enmarcado. No podía saberlo, así que se arrebujó en la delgada sábana que la cubría y rogó que las pastillas hicieran efecto. O sería otra noche de insomnio, con colores que explotaban y nostalgia que dolía con cada pensamiento.

Maldito verano.

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