Susurro: ¿Quieres ver un truco?

domingo, 9 de junio de 2013

Gabriel cerró los ojos y, colocó su sonrisa nuevamente en su rostro, dio un paso adelante y escuchó el aplauso atronador del público. Hizo tres reverencias ―siempre tres, siempre tres― y se tomó un segundo para poder acostumbrarse al aire enrarecido, las luces taladrando sus ojos y el golpeteo de su nerviosismo en el pecho.

―¡Bienvenidos! ―gritó―. ¡Bienvenidos todos a este humilde espectáculo! ¡El mejor del mundo!

Las risas no se hicieron esperar y Gabriel, cuidando de no tropezarse con la capa, extendió su brazo izquierdo hacia la audiencia con una mirada penetrante. Sus ojos azules siempre le habían servido para mantener la atención del público distraída y en no pocas ocasiones ese mismo «truco» le había resultado útil en ocasiones más… interesantes.

―¿Quién quiere ver un poco de fantasía? ¿Quién quiere ver el mundo romperse en un suspiro y reconstruirse en una mirada? ¿Quién quiere ver maravillas? ¿Quién quiere ver mag…?

Las luces se cortaron en ese mismo momento y Gabriel no pudo evitar dejar escapar una sarta de palabrotas mientras se arrancaba la capa de los hombros. Respiraba con dificultad, rodeado de penumbras, mientras todo a su alrededor se volvía silencio. Las butacas vacías le devolvieron la mirada y el mago no tuvo más remedio que acercarse a un rincón y luchar nuevamente con los cables para que las luces volvieran a encenderse.

Sin embargo, sabía que ya era en vano.

Cuando la electricidad regresó, se quedó sentando junto a los enchufes con los ojos oscuros, los verdaderos, tristes y vacíos. No había nadie a su alrededor y estaba seguro de que Pablo Torson, el dueño de ese desvencijado edificio, volvería a amenazarlo con la policía y las penas del infierno si se enteraba de que estaba usando nuevamente la sala de ceremonias para sus «prácticas». «Como si sirviera para otra cosa», solía pensar Gabriel «Joudini» Mardónez. El apodo siempre le había parecido gracioso, aunque sus amigos lo escribieran mal y aunque nunca hubiera hecho trucos de desaparición.

Se sacó el sombrero lleno de polvo y suspiró. En ocasiones se entretenía imaginando a alguien que entraba por la puerta trasera de la sala y lo sorprendía allí, triste y solitario como una figura romántica y misteriosa. Pasaba largos minutos fantaseando en lo que se dirían, en lo que harían, en lo que podría ocurrir.

Pero nunca sucedía.

―El show debe continuar ―se dijo con una sonrisa rota y desafiante. Se levantó del suelo, se limpió algo del polvo y las pelusas que se habían pegado a su ropa, recogió la capa, se enfundó el sombrero y apagó las luces―. Eso sí, nadie dijo nada sobre cuándo.

Pablo Torson querría su cabeza disecada en su estante de trofeos, pero Gabriel no se sentía preocupado. Cuando escarbara en sus bolsillos y le tendiera un par de billetes, el viejo veterano le daría un golpe en la sien y refunfuñaría sobre la juventud perdida y los políticos corruptos, pero no le diría nada más. Siempre era así. Esa era su vida y su rutina y nada cambiaría.

Nada cambiaría hasta que alguien entrara por la puerta trasera en medio de su espectáculo y le sonriera. Tal como ella lo había hecho hace tres años. Él sonreiría. La besaría. Y esta vez no la dejaría ir, aunque las lágrimas corrieran por sus mejillas pálidas o su boca temblara para romperlo en pedazos.

Lo único que hacía falta era ella. Lo único que hacía falta era que se asomara por la puerta trasera y lo devolviera a la vida.

Gabriel suspiró y se tocó el ala del sombrero a modo de saludo. Hizo tres reverencias ―siempre tres, siempre tres― a su «audiencia» y salió de la oscuridad al frío de la calle en silencio. «El show siempre continúa», se dijo a sí mismo y chasqueó los dedos, sonriendo ante su pena. Era verdaderamente mágico poder convertir un recuerdo en una lágrima.

Y él siempre había sido un gran mago.

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