Susurro: Apesta a futuro

jueves, 25 de julio de 2013

Cuando Teresa terminó de pintar sintió que algo había muerto en su interior. Su obra maestra por fin estaba acabada y la sola idea le hacía echarse a temblar. Ya no podría hacer nada mejor. Ya no podría sufrir durante las noches por su falta de talento. Ya no podría acurrucarse en el pecho de Daniel durante las mañanas de insomnio. Ahora simplemente lo había logrado.

¿Y qué podía hacer ahora? Le temblaban las manos y, por un segundo, pensó en despertar al hombre que había visto nacer su talento y que ahora roncaba groseramente en la habitación de al lado, pero no podía ser tan egoísta. Trabajaba desde muy temprano y necesitaba las escasas horas de sueño que pudiera conseguir. Tendría que luchar con ese terror por su cuenta.

―¿Quién eres? ¿Por qué me haces esto? ―El joven de acuarela y pinceladas que le devolvía una mirada triste, rabiosa y oscura no podía hablarle, pero le daba una respuesta en su propia y retorcida manera. Era como si estuviera riéndose de ella, con esa sonrisa rota y esa ropa elegante y gastada. Teresa negó con la cabeza y se llevó las manos a la cabeza. ¿Estaría enloqueciendo? 

―No, solamente colocas el énfasis en el lugar incorrecto ―dijo el joven con voz calmada. Ella le devolvió la mirada con cierto resentimiento, pero no dijo nada. Sabía que él necesitaba hablarle. O quizás era que ella necesitaba escucharlo. Necesitaba saber por qué estaba vivo. ―Soy todo lo que soñaste. ¿Por qué me odias? ―Él sonrió y rodó los ojos―. ¿Quién soy, siquiera? ¿Acaso lo sabes? ¿Sabes por qué mis ojos te miran así? Soy inmortal. ¡Estoy atrapado!

Teresa gritó y tiró una gran sábana blanca sobre el atril para acallar sus palabras. Quiso volver a gritar, quiso reírse, pero sabía que tenía que guardar silencio. Daniel estaba durmiendo. ¿Cómo podía ser tan inconsciente? ¡Solo era una jodida pintura! Como las miles que apestaban por todo su sombrío departamento y como las otras tantas que se acumulaban en el sótano y en los basureros de la ciudad. 

Prendió la luz del baño y se lavó la cara. El agua estaba fría, pero no la refrescaba en lo más mínimo. Su estómago le recordó que no había comido desde hace un par de días y que todavía tenía cuentas que pagar y deudas que saldar ¿Cuándo se daría cuenta de que nada de eso ya tenía sentido? 

―Yo puedo ayudarte ―volvió a decir el joven―. Soy la solución a todos los problemas. 

Pero no era verdad. Se equivocaba. Él nunca podría ayudarla. Volvió a su habitación con una expresión de dolorosa desilusión y sacó la sábana. El muchacho continuaba con su expresión fría y rabiosa, como si estuviera a punto de saltar sobre ella y besarla con lágrimas en sus ojos. Se dio cuenta tarde de que la única que lloraba era ella. 

El joven, sin nombre, identidad o historia, se acercó a ella y le acarició la mejilla. Besó sus lágrimas y recorrió la piel de su cuerpo con sus manos frías. Teresa cerró los ojos y devolvió el beso, la mordida y el atrevimiento con el corazón frío y los suspiros vacíos. Se preguntó que pensaría Daniel, pero recordó rápidamente que no lo veía hacía más de seis meses, cuando la besó en la frente y se llevó sus ojos con un portazo.

―Déjame salvarte ―dijo él. Ella no respondió, pero asintió con la cabeza una y otra vez. Sabía que estaba sonriendo y que él también le sonreía. No confiaba en él, pero tampoco quería hacerse preguntas. Su ropa olía a acuarelas viejas, a dinero falso y pinceles sin cerdas. Su piel sabía a soledad. Ella olvidó su nombre e inventó el suyo para volver a perderlo en su memoria.

Cuando sus manos se enredaron en su cuerpo y se detuvieron en su cuello, abrió los ojos.

―Por favor...

Él posó su dedo sobre sus labios y acercó su boca a su oído mientras volvía a secarle las lágrimas de las mejillas.

―Yo solucionaré tus problemas ―prometió.

Tres días más tarde, un oficial de policía, joven, novato, maldeciría entre dientes al entrar al departamento abandonado y apestado a muerte y clementina. Trataría de sacar un cigarro del cinturón, para luego recordar que estaba prohibido fumar en las escenas del crimen. Llegaría a la habitación principal y la encontraría. En el suelo. Desnuda. Rodeada de lienzos en blanco, de cartas rotas sin remitente y pinturas sin usar.

Y ella estaría sonriendo.

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