Nada bueno ocurre en verano - I

domingo, 8 de marzo de 2015

 Iniciativa "Blog Colaboradores"

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Leonardo entornó los ojos cuando el sol le pegó de lleno en la cara mientras el bus giraba en la esquina del paradero 28. El plástico de la ventana ardía contra su brazo y el chico sentía que le sudaba todo el cuerpo: tenía la ropa pegada a la piel y sentía el borde de la frente húmeda y pegajosa. Un dolor de cabeza se insinuaba en su sien izquierda. Leonardo volvió a apretar los dientes al recordar que no había traído aspirinas y que también se había olvidado su reproductor de música y el cargador de su celular. La verdad, cuando se despertó esa mañana, no pensó que un par de horas después estaría rumbo a Los Liros, a media hora de su casa, muriéndose de calor.

Y menos aún se hubiera imaginado la razón.

En la mañana, había sonado el teléfono y una voz de señora mayor había preguntado por su madre. Luego de los dimes y diretes, de los con quién hablo, con quién quiere hablar, quiere dejar recado, la señora acabó por decir por qué había llamado y por qué estaba buscando a Carmela Díaz. Cuando lo escuchó, Leonardo sintió que las costillas se le congelaban en el pecho, irradiando frío y estupefacción.

—Es sobre don Gonzalo. Falleció hace un mes.

Ahí toda la mañana de Leonardo se fue al infierno. Casi literalmente, se dijo mientras notaba el calor abrasándole el cráneo. Gonzalo Márquez era el nombre de su padre, un nombre en el que no había pensado hacía más de diez años. En casa no se hablaba de él. Leonardo había dejado de hacerle preguntas a su madre cuando tenía nueve y desde ahí, solo se había preocupado de sí mismo y de su hogar. Lo que hubiera pasado antes, algo que olía extrañamente a paté de ave y a helado, no volvió a interesarle.

Sin embargo, ahí estaba, camino a Los Liros, donde había muerto el viejo, para «recoger sus cosas y determinar qué hacer con sus pertenencias», como había dicho la señora. En realidad, solo iba para que no tuviera que ir su madre, ¿no?

—Pero, ¿quién eres tú? —Había preguntado la señora del teléfono—. Tengo que buscar a los familiares, no sé si…

—Soy su hijo. 

Allí la señora se había callado. Leonardo sabía lo que estaba preguntándose. «¿Cuál de todos?». Sin embargo, la gente siempre era demasiado educada para hacer las preguntas evidentes y, después de todo, ella podría haber deducido que se trataba del hijo de doña Carmela Díaz. Leonardo esperó con una paciencia desdeñosa a que del otro lado de la línea la anciana encontrara las palabras más ‘decorosas’ para decir.

—¿Cuál es tu nombre, joven? —preguntó y el chico hizo una mueca de desprecio al escuchar el tono formal que ahora había usado.

—Leonardo. Mire, si me da la dirección, voy ahora mismo. No tiene por qué molestar a nadie más. 

Al final, la señora se convenció de que eso era lo mejor y le dio la dirección. No se sorprendió al ver el nombre de su ciudad natal. Los Liros. El pasado. 

—Ningún hijo ha respondido —dijo la señora cuando terminaron de afinar los detalles y Leonardo sintió que algo se le retorcía en el interior del cuerpo al notar el tono triste de su tono de voz.—. Ni tampoco ninguna de las… Bueno, muchas gracias por aceptar venir.

«Ningún hijo». «Tampoco ninguna de las…». Las mujeres, claro. El chico se había reído cuando colgó. 

Leonardo sacudió la cabeza para concentrarse y se bajó del bus. De inmediato recordó por qué se habían mudado de Los Liros hacía más de diez años. Era ese clima asqueroso, árido y seco, siempre caliente y siempre de verano, que los había machacado, a su madre y a él, durante siete años. Leonardo se agitó un poco la camiseta y se dio aire con la mano. Luego se puso a caminar.

No había olvidado cómo eran las calles. El pavimento estaba roto en las avenidas principales y todavía había algunos callejones laterales que estaban cubiertos de tierra. Había más gente de la que recordaba, pero la mayoría de los negocios que conocía seguían iguales. El local de comida rápida al lado del colegio, la botillería de la esquina, el primer Telepizza que se había instalado frente a las cajas de pensiones, la plazoleta en donde todo el mundo arriesgaba su vida para poder cruzar, porque todavía no había semáforo, la bencinera que apestaba a gasolina todo el día y que aún no clausuraban, la iglesia donde había pasado su primer y último Domingo de Ramos mirando solo piernas, porque era demasiado bajo. Todo seguía en su sitio. Incluso él mismo.

Leonardo se alejó del centro y enfiló hacia la estación de metro, donde estaba la casa del viejo. El banco estatal seguía igual, en ese edificio deprimente donde habían hecho fila con su madre por horas y horas. No tardó mucho en encontrar el conjunto de casitas de la calle Arturo Leida. No tenían jardín y eran pareadas, pero tenían dos pisos, que era más de lo que podía decirse del resto. En la plaza que había al frente, rodeada de árboles sin hojas, a Leonardo le habían entregado un premio de poesía por un poema sobre las Fiestas Patrias y había besado a su primera novia. Esa plaza olía a septiembre. 

Leonardo contó cuatro casas y tocó el timbre de la única que estaba pintada de un suave color durazno. Se secó el sudor del cuello con la mano y vio cómo una anciana alta y maciza se asomaba por la puerta vestida como enfermera. Ninguno de los dos sonrió. 

—Gracias por venir —dijo ella y lo miró directo a los ojos—. Pasa, pasa.

El sol desapareció a sus espaldas y el verano se esfumó con él.

1 comentario:

  1. ¡Hola!
    Soy tu compañera de la iniciativa. Me pasaba para ver como iba el relato :D
    Me está gustando, un beso!

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