Nada bueno ocurre en verano - III

domingo, 22 de marzo de 2015

 Iniciativa "Blog Colaboradores"

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La habitación principal del segundo piso era como la expresión de todo lo malo que tenía esa casa. El piso estaba reluciente y los pocos tablones de madera algo maltratados, estaban cuidadosamente colocados para dar la mayor impresión de pulcritud. Juntos, apretados, limpios, sin la tierra, que, sin embargo, se acumulaba sobre todo el resto del mobiliario. La cama era pequeña y no tenía una sola arruga. No había estantes ni escritorios. Al lado del cabecero de la cama, había un típico velador con una lámpara., pero no había nada sobre él y Leonardo comprobó que los cajones solo tenían trozos astillados de quillay. 

Las paredes eran de un blanco manchado y algo enmohecido, pero ni siquiera había cuadros colgando ni adornos ni tapices. El clóset de madera que estaba al lado contrario de la cama solo tenía colgada una camisa y un pantalón. En el segundo cajón, también con quillay, había un par de calcetines.

Eso era todo. Esa era la habitación principal, donde el viejo, se suponía, vivía todos los días, alejado de todo el mundo. Ahí se supone que dormía sin desearle buenas noches a nadie. Ahí se supone que se vestía, sin haber elegido la ropa de nadie. Ahí se supone que se levantaba todos los días, sin recordar que había caras, más allá de la ventana llena de hollín, que también miraban ventanas como esas, preguntándose si él los recordaba. Leonardo se mordió la mejilla por dentro y concluyó que, en realidad, no había mucho que hacer ahí. No había «pertenencias» de las cuales lidiar ni «asuntos» que arreglar. Ahí no había nada. Esa habitación era un completo despropósito.

Como la suya. Como la de Leonardo.

La mala espina, esa sensación inerte y ambigua de que algo se vaciaba en su pecho, como si estuvieran reemplazando sus huesos, músculos y nervios por aire y por agua, le había acompañado durante todo el recorrido. Sin embargo, ahora era como si pudiera apoyar una mano sobre su pecho y sentir que podría atravesarlo. Esa habitación era la suya. Era igual. 

Las paredes desnudas, sin posters, sin fotos, sin pizarras, sin cuadros, sin nada de nada. Los cajones vacíos, porque todo lo andaba trayendo en un bolso y no le interesaba guardar nada. Pocos muebles. Una lámpara pequeña. El clóset con poca ropa. El polvo que se acumulaba. La única diferencia eran los libros. Leonardo tenía una estantería abarrotada de libros, cómics y novelas gráficas que nunca tenían espacio suficiente en su habitación demasiado blanca y descolorida y que se amontonaban a veces hasta el suelo. El viejo no tenía libros en su habitación.

—Escribes las «t» igual que tu padre —le dijo una vez su madre. Recordaba esas palabras, porque fue la primera vez que llevó un reprobado a casa y estaba seguro de que se quedaría sin televisión—. No puntúas las «i», igual que él. —Ella había sonreído—. Qué curioso, ¿no?

Eso había sido todo. El frío de la decepción lo barrió hasta su habitación. Su madre no lo había castigado. No le había gritado. Solo había comentado que su caligrafía se parecía a la de su padre. Y había sonreído con esa clase de sonrisa de madre que decía pues a la otra te esfuerzas más, ¿no? Una cachetada le hubiera dejado de doler antes. 

Leonardo se acercó a la ventana de la habitación y se apoyó contra el alféizar. Afuera se veía todo muy brillante. El sol le impedía ver parte de la calle, pero alcanzaba a notar los árboles de la plaza y algo del techo de la estación de metro. La palma de su mano derecha empezó a arder con el contacto con la pared caliente. Allá afuera nadie sabía que él estaba ahí y que escribía como el viejo. Nadie sabía que su habitación era idéntica a esa. La señora de abajo tampoco sabía nada. Era solo él y ese extraño conocimiento. 

El silencio lo acompañaba a menudo. Quizás por eso siempre había preferido rodearse de libros y no de colores. Quizás por eso la habitación de Leonardo se parecía más a la de un pensionado sin familia que a la de un chico en sus veinte. O…

O quizás solo fuera que tanto al viejo como a él les gustara estar solos. Solos de personas. Solos de cosas. Solos de sí mismos Solos, porque así había tiempo para otras cosas, energía para otras cosas, concentración para otras cosas. Leonardo dejó que la mano le empezara a doler por el calor y siguió mirando por la ventana. Qué otras cosas estarían ocultas en sus genes, se preguntó. Qué otras cosas habría en esa casa que fueran una profecía para la que algún día esperaba tener.

Pero no. Leonardo se separó de la ventana y salió de la habitación. No echó otro vistazo ni volvió a recorrer los mismos sitios con la esperanza de que se hubiera pasado algo por alto. Sabía que no. Sin embargo, mientras se dirigía al último lugar de la casa, Leonardo sintió que empezaba a llover. La madera crujía y un hombre mayor, casi sin pelo, con un libro viejo en las manos lo invitaba a sentarse a leer un cuento antes de irse a dormir. Y él se acurrucaba a su lado y se metía bajo las sábanas luego de haber tomado un vaso de leche chocolatada, de esas que solo se guardaban para algunos días. El hombre abría el libro y le sonreía, porque su madre los había mandado a la cama a descansar y no a leer cuentos. «Pero ella no tiene por qué enterarse, ¿no, hijo?». 

Leonardo flexionó un poco los dedos de la mano que se había puesto roja por el calor y enterró ese pensamiento en lo más profundo de su pecho de aire y agua. Era verano. Era siempre verano. 

Y allí no había nadie.

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