Lo que callan los dioses cuando aúlla el viento - II

jueves, 28 de mayo de 2015



Izbraj corrió. En un comienzo, intentó ir en busca de su padre, cuyos gritos aún resonaban en el caos que ahora había estallado, pero  cuando el humo de las llamas se le metió en la garganta y los alaridos fantasmales le atravesaron el pecho, solo corrió. No lograba ver nada, pero sí sentía el calor del fuego en sus mejillas. Tropezó y se embarró la cara de nieve y sangre. Sangre pegajosa y caliente. Se levantó y volvió a echar a correr, sin darse cuenta de que tenía los sollozos atravesados en la boca.

Los caballos relinchaban con tanta fuerza que parecían estar chillando en la oscuridad. Sus cascos azotaban el suelo. Izbraj detuvo el paso doloroso de sus pies cuando escuchó que los huesos de un hombre se rompían bajo el peso de las patas de un enorme caballo blanco y sucio. No identificó al que había caído, pero pronto dejó de gritar. Los dientes del niño chirriaron con el metal de las armas y la voz ronca de los hombres. Izbraj no se dio cuenta de lo que estaba haciendo, hasta que un trozo de madera le lastimó el costado y notó que se había acurrucado en el rincón roto y quemado de lo que antes había sido el hogar de alguien. 

El humo lo hizo toser. Los ojos le ardían, que era una buena excusa para llorar mientras todo seguía sumido en un huracán de sonidos que no entendía. Izbraj levantó la vista y vio que la madera destrozada que lo rodeaba tiritaba y crujía, amenazando con derrumbarse y dejarlo de nuevo sobre la nieve. El viento silbante de las noches se había convertido en un vendaval furioso que, sin embargo, apenas podía oírse.

Cuando una silueta de asomó entre el humo, el niño se encogió.  Izbraj deslizó la mano entre su ropa, buscando el cuchillo de piedra que llevaba escondido. Tenía la cara llena de lágrimas secas y sangre fresca. Le temblaba la mano y el corazón le dolía adentro, pero tomó el cuchillo y guardó un chillido en la boca. Afuera, el fuego rugía con un crepitar apagado y continuo, terrible, tragando cada vida y cada plegaria. Izbraj jadeó, sintiendo que el sudor le bajaba por la espalda y que todo el cuerpo estaba ardiendo. De frío, de calor.

Entre las ruinas, la silueta se acercó y el niño se preguntó si alcanzaría a rozar la piedra de su cuchillo, tan pequeño como su propia mano, antes de que el metal y el fuego le rompieran los huesos. Una vez, Izbraj había visto el costado desgarrado de un jabalí. Gemía con un chillido infinito, potente para la agonía de un bruto alcanzado por alguna flecha o por algunos dientes. Aunque el chico rogó a los dioses del bosque que cubrieran a esa patética criatura entre sus ramas, no vino nadie. Había alzado el cuchillo un par de veces sobre los ojos de la bestia, pero siempre las manos le temblaban demasiado. El jabalí se quedó en silencio antes de que él pudiera recuperar el aliento.

Izbraj sujetó el cuchillo con fuerza y se encogió aún más junto a las astillas de madera. Reprimió un grito de dolor cuando varios trozos rotos de piedra se le clavaron en las rodillas y en la planta desnuda de los pies. Los pasos del desconocido crujieron sobre las ruinas e Izbraj pensó en las rocas del este, que seguro ya no existían. En el chorro de aceite y los cereales que crecía en su huerto. En los dioses que ahora callaban y en que quizás… su madre solo fuera esas rocas que no eran ahora más que cenizas.

—¿Izbraj? ¿Eres…? ¿Niño…? —La voz jadeaba con dificultad, pero el chico no podía ver el rostro del desconocido en la oscuridad. La figura soltó una carcajada rota y estrangulada, demasiado aguda, y los pasos se aceleraron—. Así que los dioses siguen contigo, niño… Siempre contigo… Y el resto…

El desconocido no siguió hablando. Avanzaba tambaleándose. Izbraj no necesitó que el humo se apartara para verle el rostro, porque ya sabía de quien se trataba. Solo era que no había podido reconocer a Damloj sin el tono socarrón y profundo. En realidad, si no hubiera sido por las botas de piel de zorro, esas que solo los de su clan podían llevar, no hubiera podido reconocerlo en lo absoluto. Parecía que le hubieran arrancado parte del cabello. La cabeza le sangraba y lo rojo le chorreaba por la cara, pálida, ennegrecida por el humo, hasta caer al suelo. Tenía los ojos hundidos y enrojecidos y el cuerpo le temblaba como si no pudiera aguantar el frío. Caminaba cojeando y tenía la ropa rota, sucia, como si un potro desbocado lo hubiera tirado al suelo.

Izbraj no dijo nada. Damloj le sonrió, con una sonrisa ensangrentada y temblorosa, pero el niño solo se encogió más sobre sí mismo y aferró el cuchillo con más fuerza hasta que los dedos le dolieron. Izbraj desvió la vista hacia un trozo de madera roto y podrido que estaba a sus pies. Le había caído algo de nieve, pero no tenía sangre y el frío había impedido que las moscas se acercaran. No iba a mirar a Damloj. Los pies le ardían con lo gélido del suelo. No iba a mirarlo. Damloj era el único de los muchachos de la aldea que se internaba en el bosque. Pero no iba a levantar los ojos. No iba a hacerlo…

—¿Escuchas eso? —dijo Damloj de forma brusca, atropellándose con las palabas. Miraba el techo del refugio con los ojos muy abiertos—. Son…

Izbraj también las escuchó, pero no alcanzó a levantarse. Las flechas silbaron a través del humo, el fuego y los gritos y se clavaron en todas partes. En el suelo. En el techo. Junto a la oreja de Izbraj. En mitad de la cabeza de Damloj. El niño gritó cuando el cuerpo roto del muchacho se desmoronó junto a la planta de sus pies, todavía con los ojos muy abiertos, mirándolo. Izbraj gritó y siguió gritando, aunque ya sabía que los dioses no lo escuchaban. Ni los dioses de la niebla y los lobos. Todos callaban mientras el niño de las piedras del este gritaba. Muchos otros gritaron con él, pero cada vez parecía que las voces roncas sobrepasaban a los alaridos en la oscuridad. Izbraj se levantó, tropezando y con los ojos doliéndole con un ardor que también estaba en su estómago, en su pecho, en su garganta, en sus piernas. Echó a correr, pero los ojos abiertos de Damloj lo siguieron. 

Y no quería ver nada. Quería correr con los ojos cerrados hasta llegar al bosque, hasta desaparecer en la nieve. Pero solo había cenizas y humo a dónde quiera que iba. Se tropezó y se levantó. La nieve le raspó la cara cada vez. Los relinchos de los caballos eran cada vez más intensos y fuertes, pero no quiso mirar. No quiso mirar manos, ojos, piernas, ropas, patas de caballos, trozos de trigo, puntas de flechas. No quiso mirar nada, aunque lo viera todo. Se tropezó por última vez junto al centro de la aldea. Se quedó en el suelo, tosiendo, oyendo el fuego subir y apagarse, buscando más y más, más madera, más carne, más viento.

Entonces vio a su padre. 

¡Izbraj! ¡Izbraj! ¡Adentro! ¡Ahora! ¡Hijo! ¡Rápido, rápido!

No, ya no podía gritarle nada de eso. Y ahora el cuerpo cortado, solo las piernas o solo los ojos de su padre no podían ver cómo el niño lloraba. Izbraj tampoco escuchó más gritos, aunque estaba seguro de que algo adentro, quizás cerca de su pecho, quizás cerca de sus costillas, se había convertido solo en dolor. «Tatko. Tatko. Padre. Padre... Padre... Padre...». Quiso levantarse, pero el empujón de una flecha lo tiró de nuevo al suelo. La punta de piedra se le clavó bajo un omóplato y la nieve bajo su cuerpo terminó de volverse roja. Los cascos de un caballo chocaron junto a su oreja.

—Koylok —dijo el monstruo-jinete, pero Izbraj solo podía ver los pies sucios de su padre muerto, tirados sobre la nieve.

El niño gritó también, quizás. Pero ya no había dioses que pudieran ignorarlo.

1 comentario:

  1. Madre mía que intriga todo jaja
    Y el final, pobre. Lo he pasado mal jaja Pobre :S
    ¡Sigo!

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