Calles de barro

lunes, 10 de agosto de 2015


Ya todos estaban durmiendo. El viento soplaba con fuerza, con ráfagas que los periodistas aumentaban en cada nota televisiva, pero que solo rompía entre los roqueríos con susurros profundos. El chico se frotó las manos de nuevo, pero el frío ya ni siquiera estaba en la lluvia que caía sobre las vigas rotas de su casa, sino en la piel de sus brazos, en los huesos de sus piernas, en el barro que le cubría la cara y las zapatillas.

El cielo no lloraba ni rugía. Llovía, llovía, llovía, arrastrando con agua y con viento las casuchas, los quioscos, la plancha delgada de los techos, los muebles heridos. Afuera, que era solo a un paso, las calles de tierra donde corría a esconderse de sus padres, ahora era un río silencioso de rocas y barro. Y seguía lloviendo. 

Ya mañana no tendría que levantarse al colegio, porque quizás se lo había llevado el cerro durante la tarde. Escuchó el ronquido de su madre y la mirada del chico se reflejó en las botellas que rodaban por el suelo húmedo de madera. El viento hizo crujir las paredes. Su padre nunca roncaba cuando se desmayaba luego de romper en llantos balbuceantes. El chico se arrebujó más en su rincón, tapándose con las frazadas que les habían dejado los vecinos y cerró los ojos.

—A nadie le importa una mierda. 

El chico abrió los ojos y escuchó el gruñido desdeñoso de un viejo vendedor ambulante pasar por su ventana. A veces le regalaba láminas para álbumes que ya estaban pasados de moda que su hijo ya no quería. No alcanzó a ver su rostro en la oscuridad, pero lo oyó alejarse paso a paso hasta que el sonido del viento se lo tragó por completo. El chico solto un bufido por lo bajo al notar que el cuerpo le tiritaba y un vaho le salió de la boca. Pero no tembló cuando la lluvia azotó la madera y la tierra con clavos de agua, casi de abajo hacia arriba, en una cortina de ruido. 

Volvió a cerrar los ojos y pensó solo en los ronquidos de su madre y en sus manos embarradas. En su padre y sus santos, en su sonrisa al preparar un té que ya no sabía a nada más que a trabajo por hacer. En que el viejo vendedor tenía razón. Cuando amaneciera, en el mismo cielo gris, en la misma oscuridad, sin electricidad, porque la compañía aun no llegaba, ya no quedarían cámaras ni autoridades con parkas azules. Solo todos los demás, los que estaban siempre ahí, en silencio, bajo la lluvia que estaba demasiado al norte para ser algo más que lágrimas.

El viento se llevó el ruido del mar furioso. El chico cerró los ojos y pensó en el aroma del pasto en primavera y de la brisa con aroma a empanadas y a anticuchos. Se quedó dormido con el sol arañándole los ojos y un volantín dando vueltas y vueltas detrás de sus párpados.

«La desdicha es muy variada. La desgracia cunde con las más diversas formas en la tierra. Desplegada por el ancho horizonte, como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste, a la vez tan distintos y tan íntimamente unidos». — E. A. Poe (1809 - 1849)

4 comentarios:

  1. Madre mía. Sencillamente exquisito. La descripción de la lluvia... Es maravillosa. Todo un regalo. Muchas gracias por haber escrito algo así. En serio, me encanta. Me ha dejado sin palabras. Es fascinante cuando leo algo y me deja sin palabras.
    De verdad, gracias.
    Un beso,
    C.

    ResponderEliminar
  2. Ha sido tormentoso, de un gris marengo deliciosamente indescriptible, Me ha gustado mucho, Linda, un texto precioso en su dureza y su crueldad, perfecto para la cita escogida. Felicidades.

    Un frío beso,

    Emily

    ResponderEliminar
  3. Hermoso y a la vez muy triste. Me llevó a los cuentos de mi infancia.
    ¡Saludos!

    ResponderEliminar

Santa Template by María Martínez © 2014