Ya todos estaban durmiendo. El viento soplaba con fuerza,
con ráfagas que los periodistas aumentaban en cada nota televisiva, pero que
solo rompía entre los roqueríos con susurros profundos. El chico se frotó las
manos de nuevo, pero el frío ya ni siquiera estaba en la lluvia que caía sobre
las vigas rotas de su casa, sino en la piel de sus brazos, en los huesos de sus
piernas, en el barro que le cubría la cara y las zapatillas.
El cielo no lloraba ni rugía. Llovía, llovía, llovía,
arrastrando con agua y con viento las casuchas, los quioscos, la plancha
delgada de los techos, los muebles heridos. Afuera, que era solo a un paso, las
calles de tierra donde corría a esconderse de sus padres, ahora era un río
silencioso de rocas y barro. Y seguía lloviendo.
Ya mañana no tendría que levantarse al colegio, porque quizás
se lo había llevado el cerro durante la tarde. Escuchó el ronquido de su madre
y la mirada del chico se reflejó en las botellas que rodaban por el suelo
húmedo de madera. El viento hizo crujir las paredes. Su padre nunca roncaba
cuando se desmayaba luego de romper en llantos balbuceantes. El chico se
arrebujó más en su rincón, tapándose con las frazadas que les habían dejado los
vecinos y cerró los ojos.
—A nadie le importa una mierda.
El chico abrió los ojos y escuchó el gruñido desdeñoso de un
viejo vendedor ambulante pasar por su ventana. A veces le regalaba láminas para
álbumes que ya estaban pasados de moda que su hijo ya no quería. No alcanzó a
ver su rostro en la oscuridad, pero lo oyó alejarse paso a paso hasta que el
sonido del viento se lo tragó por completo. El chico solto un bufido por lo bajo
al notar que el cuerpo le tiritaba y un vaho le salió de la boca. Pero no
tembló cuando la lluvia azotó la madera y la tierra con clavos de agua, casi de
abajo hacia arriba, en una cortina de ruido.
Volvió a cerrar los ojos y pensó solo en los ronquidos de su
madre y en sus manos embarradas. En su padre y sus santos, en su sonrisa al
preparar un té que ya no sabía a nada más que a trabajo por hacer. En que el
viejo vendedor tenía razón. Cuando amaneciera, en el mismo cielo gris, en la
misma oscuridad, sin electricidad, porque la compañía aun no llegaba, ya no
quedarían cámaras ni autoridades con parkas azules. Solo todos los demás, los
que estaban siempre ahí, en silencio, bajo la lluvia que estaba demasiado al
norte para ser algo más que lágrimas.
El viento se llevó el ruido del mar furioso. El chico cerró
los ojos y pensó en el aroma del pasto en primavera y de la brisa con aroma a
empanadas y a anticuchos. Se quedó dormido con el sol arañándole los ojos y un
volantín dando vueltas y vueltas detrás de sus párpados.
«La desdicha es muy variada. La desgracia cunde con las más diversas formas en la tierra. Desplegada por el ancho horizonte, como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste, a la vez tan distintos y tan íntimamente unidos». — E. A. Poe (1809 - 1849)
Madre mía. Sencillamente exquisito. La descripción de la lluvia... Es maravillosa. Todo un regalo. Muchas gracias por haber escrito algo así. En serio, me encanta. Me ha dejado sin palabras. Es fascinante cuando leo algo y me deja sin palabras.
ResponderEliminarDe verdad, gracias.
Un beso,
C.
Impecable, como siempre.
ResponderEliminarSaludos!
Ha sido tormentoso, de un gris marengo deliciosamente indescriptible, Me ha gustado mucho, Linda, un texto precioso en su dureza y su crueldad, perfecto para la cita escogida. Felicidades.
ResponderEliminarUn frío beso,
Emily
Hermoso y a la vez muy triste. Me llevó a los cuentos de mi infancia.
ResponderEliminar¡Saludos!