Primer amanecer.
7.31 de la mañana
No va a entender por
qué está ocurriendo esto, al menos no pronto. Será algo difícil y lento, y no
estaré con él durante todo el proceso. Pero es necesario. No necesitará
creerme. Me creerá después, mucho después, cuando absorba todo lo que salga de
mi boca y el temblar de sus dedos se adapte a las gotas de lluvia y a las
suelas de mis zapatos. Espero que continúe y deje de creerme. Que entienda.
Espero que
sobreviva.Y que luego continúe. Sé que eventualmente lo hará.
Por ahora, él aún no
despierta. No sabe dónde está ni comprende aún lo que quedó atrás. Su mundo
será pequeño por un tiempo. Crecerá paso a paso y luego volverá a
empequeñecerse. Se sofocará en un espacio grande.
Pero ahora está soñando
sobre cosas que pronto dejarán de existir. Quizás llore. Quizás grite. Quizás
rompa la hoja y me pida comida. Pero al final leerá esto. La primera entrada.
La única que verá.
Conoceré pronto a
Javier. Probablemente antes que él mismo. Por ahora, le deseo dulces sueños.
Javier despertó poco después. El niño
se estiró y empezó a abrir los ojos, notando los bordes nítidos de la realidad
mientras se daba vueltas. Sus sueños siempre eran demasiado borrosos, le había
dicho a su papá muchas veces. No se daba cuenta de que soñaba, pero todo lo
veía como si necesitara gafas y las hubiera perdido. Lejos. Desenfocado. Con
sonidos pequeños.
Alcanzaba a escuchar una melodía, así
que tenía que ser sábado. No era día de colegio. Su mamá había puesto la radio
y tocaban música. No olía a pan tostado, así que quizás le tocara cereales.
Javier entornó los ojos y volvió a estirar las piernas. Los pies tocaron algo
helado y trató de deslizarse para encontrar los calcetines que se le habían
salido durante la noche. Solo sintió más frío y algo duro le raspó la rodilla
cuando se volteó sobre sí mismo.
La melodía seguía sonando, pero Javier
abrió los ojos. No era la radio. Era un sonido limpio y cercano. Estaba oscuro.
Alargó la mano para buscar el cable de la lámpara, pero solo tocó el suelo de
concreto. El niño se incorporó y se llevó la manta que lo cubría a la nariz.
Olía a nuevo. No era su frazada.
—¿Estoy soñando? —preguntó Javier,
pero su voz sonó demasiado cerca. Su respiración comenzó a agitarse y notó los
vahos plateados saliéndole de la boca—. Si estoy soñando...
No podía comprobarlo, porque no tenía
la lámpara. Era siempre lo mismo: si lograba encender la luz, podía darse la
vuelta y volver a dormirse. Si la luz estaba mala y no encendía por mucho que
lo intentara, estaba soñando y tenía que despertarse.
Pero allí no había ninguna lámpara.
—¿Mami…? —llamó el niño. No escuchaba
nada más que su propia respiración. Una punzada caliente le retorció el
estómago a Javier y tragó saliva. Su garganta estaba demasiado estrecha.
—¡Mami!
Javier apretó la frazada con las manos
y sorbió un sollozo. El corazón le latía en el vientre. No quería moverse. No
estaba en su pieza. No estaba en su casa. Mami siempre llegaba cuando la
llamaban. Solo desaparecía cuando tenía una pesadilla, pero sus pesadillas
también eran borrosas y en ellas siempre estaba corriendo, siempre estaba en un
lugar que conocía. El niño no reconocía nada de lo que estaba a su alrededor.
Estaba muy oscuro y no había ventanas con cortinas —donde la luz siempre pasaba
un poco por las orillas—; el frío venía de todas partes, sin vientos ni
corrientes, desde el suelo, las paredes y el techo.
Con la mano que tenía libre, agarró la
manta y se agachó sobre el suelo. Deslizó la palma de la mano por el suelo y
avanzó en cuclillas por miedo a pisar algo o caerse a alguna parte. Seguía
viendo su respiración en volutas plateadas. No tardó demasiado en tocar la
superficie lisa del papel. El niño apartó la mano con un grito ahogado cuando
notó el borde rozándole la piel. Jadeaba y, por un segundo, apretó los ojos.
Oscuro, todo demasiado oscuro. Volvió a acercar la mano y distinguió la textura
del papel. Era una hoja.
Tan pronto Javier se sentó y tomó la
página en sus manos, se encendió una luz al otro lado de la habitación.
Javier tomó un sorbo de café y se pasó
la lengua por los dientes al notar la textura áspera que le había dejado el
agua caliente. El reloj de su muñeca dio un pitido y rápidamente dejó la taza,
aún llena, en el lavabo de la cocina y se dirigió al cuarto de baño. No
encendió la luz.
Cerró la puerta del departamento tres
veces, girando la llave con firmeza para luego repetir el proceso desde el
comienzo, y apoyó el peso de su cuerpo contra la madera. No sonrió cuando la puerta
permaneció quieta contra él. El muchacho aguardó un momento en el umbral, pero
esta vez no se acuclilló para intentar ver por debajo. Con la boca seca, se
acomodó el bolso en el hombro, lo aferró con firmeza y bajó las escaleras.
Afuera todavía estaba oscuro. No hacía
viento, pero el aire frío le hizo arder las mejillas. Llegó diez minutos antes
de que el metro llegara a la estación y se sentó en la última banca, junto a la
propaganda de telefonía móvil. Sacó la baraja de cartas del bolsillo de la
chaqueta y comenzó a revolverlas con una sola mano.
Los naipes estaban sucios y gastados;
el sudor de sus manos, la tierra que se acumulaba en la estantería y el
continuo roce del cartón las había vuelto inservibles para cualquier truco.
Estaban pegadas unas a otras como un bloque. Revolvió una decena de veces y las
volvió a guardar en el bolsillo. Dejó la mano allí mientras observaba el andén
escasamente iluminado. Cuatro minutos.
El niño llegó algunos instantes antes
de que el vagón del metro apareciera por el túnel. Llevaba la mochila abrazada
al estómago y un bolso más pequeño le cruzaba el pecho y colgaba de su cadera. Javier
bajó la vista y notó que una ráfaga ardiente se esparcía desde su estómago
hasta su pecho. El corazón empezó a latirle en los oídos. Sacó la mano del bolsillo
y la froto contra la otra. La boca, con sus dientes recién lavados, le supo a
café. Una arcada casi lo dobló en dos.
—Tranquilo, tranquilo —dijo el
Observador y su sonrisa se asomó bajo la sencilla máscara—. Es solo un mechón
más.
El cuero cabelludo le ardía. Javier se
rascó un par de veces, pero luego las apartó. Los dedos del Observador se
hundieron en su pelo. Javier contuvo la respiración. El vagón se detuvo en la
estación y el niño se levantó de le banca. Javier se tambaleó hasta entrar en
el vagón y se quedó junto a la puerta con la mano sobre su abdomen. Tosió un
par de veces, notando la saliva entre los dientes, y carraspeó.
—No lo voy a seguir —dijo Javier en
voz baja. El niño mantuvo la cabeza agachada, pero apretó las manos y le
temblaron por el esfuerzo—. No lo voy a seguir.
—Me parece bien. —Esa fue toda la
respuesta del Observador.
El metro dio una sacudida, pero Javier
tenía la espalda contra una de las paredes. Ya no le dolía la cabeza. Se pasó
una mano por el pelo oscuro y se concentró en la pantalla de ordenador que lo
esperaba en la oficina, en el aroma a café barato que estaría ahí, en todas
partes, pero que no podía beberse —se tomaría dos tazas o… quizás un sorbo—, en
los formularios que podía llenar, en el naipe viejo del bolsillo. Mantuvo los
ojos fijos en sus zapatos poco lustrados hasta que dejó de sentir que el
corazón le latía.
Cuando la voz del vagón anunció la próxima
estación, Javier no levantó la cabeza. Quiso cerrar los ojos y esperar a que se
cerraran de nuevo las puertas. Vio los zapatos escolares del niño y no apartó
la mirada. Apretó las manos. Algo pegajoso empezó a encaramarse por su
esternón. El Observador apoyó una mano en su hombro y apretó con fuerza.
—¿Quieres
que duela más, chico? Muy bien…
Javier se cubrió la boca con la manga
de la chaqueta y, reprimiendo el vómito que tenía en la garganta, salió del
vagón detrás del niño.
Me sorprendiste!! Sigo leyendo!!
ResponderEliminarMe sorprendiste!! Sigo leyendo!!
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