Participación para la "Antología 4 Islas"
«La misma orilla de siempre», pensó mientras notaba
la neblina escurrirse entre su ropa. Apenas notaba el sonido del mar
bamboleando entre los roqueríos. Quizás un rumor tenue un poco más allá de la
orilla, la frontera del mundo, la línea que no los iba a separar por mucho
tiempo. Nila se metió las manos a los bolsillos y miró a un punto indefinido
del horizonte. Con la bruma matinal apenas se notaba la silueta de las olas. La
arena estaba fría y quebradiza y la enorme roca en la que se sentó estaba congelada
y dura.
Nila se removió incómoda en la superficie de la
piedra y hundió la boca en su bufanda. Esa era una postal que le hubiera
gustado conservar. La mañana solitaria y ella allí, congelándose hasta los
huesos, intentando limpiarse de la tristeza, envuelta en silencio, una
nostalgia dramática que acariciaba su vanidad. No estaba sola. Nila escuchó los
pasos de la isla que se despertaba. Las mismas pisadas arrastradas, las botas
que se hundían en la arena y hacían ese fup
fup fup de la suela con cada zancada. Carraspeos, carritos con arbustos, el
frotar de las manos, el chispazo de un encendedor, el estornudo de un perro.
—Y, sin embargo… —dijo Nila en voz alta y se
interrumpió sin sonreír. Se le enrojecieron un poco las mejillas, pero no
volteó a ver si alguien la miraba. Nadie lo hacía nunca como ella tampoco
volteaba a ver a nadie cuando se envolvían en silencio. «Ahora todo es
silencio».
Quiso reírse con la forma en que las palabras se
formaban en su mente. No era espontáneo. Era un monólogo sostenido que tomaba
forma de repente y luego desaparecía para dejar solo un vacío frío dentro de su
cabeza hasta la espera del próximo, como un libreto. Quizás como las olas,
porque siempre el mar era un buen pozo de metáforas. La orilla fría donde nadie
se acercaba era un buen lugar para estar triste, había decidido, al igual que
todo el mundo. O quizás era un buen lugar donde intentar mirar más allá del
agua y recordar las masas de tierra, como fantasmas confusos, que se escondían
detrás.
—En Raíces siempre hay gente sentada en la orilla
mirando al horizonte —le dijo una vez a Jol y su hermano no respondió de
inmediato. Se la quedó mirando un rato hasta que apartó los ojos e hizo un
gesto de resignación con la boca apretada.
—Todos echan de menos… —Jol siguió ordenando las
tazas en las que habían bebido té sin mirarla directamente—. Pero nadie quiere
volver.
—Ya.
Nila recordaba ese monosílabo que había salido de su
boca como un bufido. Si a su hermano le pareció extraño que dejara el asunto
hasta ahí, no lo mencionó. Continuó apilando las dos tazas con sus respectivos
platillos y guardando las cucharitas en el cajón con la mirada clavada en sus
propias manos. Quiso decirle «estás pensando en ellos», quizás incluso añadir
un no vale la pena, un no te preocupes, y decir algo en otro
idioma, alguna estupidez que lo hiciera soltar las cucharitas y el paño
mugriento con el que estaba secando, y doblarse en risotadas, pero se quedó
allí observándolo. Pensando en ellos, aunque no valía la pena y notaba que se
le congelaba el pecho y que el té se le amargaba en el estómago.
—¿Vas a estar aquí todo el rato?
Ella no se sobresaltó. Había escuchado las pisadas
amortiguadas del pescador viejo, pero no le sonrió cuando levantó la mirada. El
mar seguía callado y la niebla avanzaba un poquito más a través del aire. Nome
chasqueó la lengua y le dio una palmada suave en el hombro. Llevaba un chaleco
grueso que le cubría todo el cuello y que le quedaba largo de mangas, pero iba
con pantalones cortos y sandalias.
—A nadie le hace bien estar tanto rato en el frío
—dijo él y se frotó las manos—. Siempre puedes dramatizar en tu casa, abrigada
y con un café en la garganta.
—Quería estar un rato aquí. Nadie intenta hacer
conversación —mencionó ella y se rascó la cabeza. Tenía pajizo el pelo rizado y
los dedos se le enredaron al deslizarlo entre los mechones. Le sostuvo la
mirada al viejo un segundo. No mencionó que en casa tampoco había nadie para
conversar, no ahora—. Además... el frío se siente… bien aquí.
—Más como frío que como si te estuvieras ahogando en
silencio. Más como mañana y menos como miedo, un miedo profundo y terrible, que
es el que sentimos todos. —Nila no respondió. Se frotó los brazos casi sin
darse cuenta, pese a que apenas corría viento. Apretó los dedos contra la tela,
contra su piel, sin dejar de mirarlo—. También dejaste alguien atrás, ¿verdad?
Asintió. El viejo sonrió. No era la sonrisa de
arrugas en la cara que aparecía todas las mañanas en sus buenos días. Era una
sonrisa de ojos caídos, de recuerdos ahogados en el océano. Nila parpadeó
varias veces y notó que los ojos insistían en humedecerse. Apartó la vista y
carraspeó, porque la garganta le había empezado a picar. Volvió a frotarse los
brazos, esta vez con más fuerza.
—¿De nuevo? —preguntó en voz muy baja. Clavó la
mirada en la arena irregular, llena de piedrecitas—. ¿Va a empezar…?
Nome le apretó el hombro con suavidad y ella se
sobresaltó con el contacto. Se miraron de nuevo y Nila se preguntó cuán viejo
sería el pescador realmente. Si acaso detrás de las manos agrietadas por la
sal, las sandalias estropeadas y el chaleco demasiado grande no habría también
otra anciana con problemas de vista, quizás que tejía chalecos enormes para que
nadie pasara nunca frío, si tal vez se perdió también en un remolino, como se
perdieron todos…
—Ve a casa, Nila —dijo el pescador y ella volvió a
hundir la boca en la bufanda para no tener que mirarlo mientras luchaba por no
llorar—. Hace frío.
No sintió los pasos sobre la arena mientras se
alejaba de la roca. El mar continuaba mudo, apenas moviéndose, y la neblina se
espesaba por las calles. Nila hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta
ligera y tragó saliva varias veces. También
dejaste alguien atrás… Todos, todos allí eran fugitivos que nadie
perseguía, con el alma rota en dos, tres, cuatro, decenas de partes, en cada
lugar donde había alguien que hubieran abrazado con lágrimas en los ojos, en
donde hubiera alguien que les deseara buenas noches al dormir, en donde hubiera
alguien con la mitad del recuerdo de una risa, de un secreto, de una travesura,
de un beso en la oscuridad.
Raíces… Y esas raíces atravesaban la isla hacia
abajo y se extendían por el mar en miles de direcciones, a donde estuvieran
todos esos que quedaron al otro lado del agua. Firmes garras de tierra en la
costa, rocas imperturbables en el invierno, pero intentando alcanzar siempre al
océano y más allá. «Ve a casa», le había dicho Nome. ¿Se preguntaban también
los demás cuál era su casa? ¿Dónde estaba su hogar? ¿O sabían, al igual que
ella, que ya eran sal, arena rojiza, que ya eran silencio en la orilla, que ya
eran juguetes compartidos aquí y allá, pero sin nunca volver? Desde allá y
desde acá. Una sola raíz, un solo pedazo anclándose en la arena… y estirándose
por el agua.
Nila se detuvo en mitad de la plaza rumbo a su casa.
La ciudad despertaba, la Isla bostezaba y estiraba los brazos lentamente. Se
encendían luces, se barrían calles, se saludaban vecinos, se desempolvaban las
ganas de levantarse y no volver a la cama y perderse en los sueños. Entornó los
ojos y pensó en la misma plaza, pero ahora desierta, con las bancas destrozadas
y las cenizas que nadie podría barrer, en el olor del humo y de la madera
podrida, en la fuerza de un silencio interrumpido apenas por el dolor.
No cerró los ojos para imaginarlo mejor. Alcanzaba a
ver las puertas trancadas y las ventanas tapadas. Sombras acercándose a través
del mar y pisando la arena blanca hasta teñirla por completo. Sombras que
tenían los ojos pequeñitos de su padre y la nariz de gancho que avergonzaba a
su madre. Que tenían manos fuertes y regordetas como los de ella. Que tenían piernas delgaduchas y
pies frágiles como los de él. Que
tenían voces como los de sus amigos. Que tenían el cabello del color del
pasado. Y cómo se detenían frente a ellos para arrasar la Isla. El mar seguiría
igual, quieto, vibrante, temeroso.
Y allí estarían también todos, confundidos, con los
ojos muy abiertos, preguntándose de dónde venían esas sombras que se parecían a
todos los que querían. Hasta que todos fueran sombras y nadie recordara nada
más que los gritos. ¿Dónde estaban todos esa vez? ¿No entendieron acaso que
todos tenían las mismas raíces, uniendo el océano, tocando la punta de todos
los rincones, que el mar no los convirtió en sombras irreconocibles, enemigos
de sal y roca? El peso en la balanza. Quizás alguien, una niña, un muchacho,
romperían las filas y darían la espalda al enemigo para intentar detener a sus
amigos. A sus amigos para detener a otros amigos. Hasta que alguien les
atravesara la espalda y el mar rugiera en un torrente que azotara la costa
hasta desangrarla. Y todos fueran solo uñas rasgando la piel, hasta que fueran
solo llantos en la oscuridad, con las manos manchadas y el cuerpo temblando.
Nila se llevó una mano al pelo cuando el viento
sopló desde su espalda, desde el mar, revolviéndole el cabello ya enmarañado.
Tenía los dedos congelados de frío y la garganta le ardía como si hubiera
tragado agua salada. Apretó el paso para volver a casa.
Jol no la miró cuando entró. Estaba de espaldas en
la cocina, sacando las tazas de la alacena, colocando los platillos, acomodando
las cucharitas, calentando un poco de agua para el té. Silencio. Silencio. No
la quieta serenidad de una costa melancólica o de una tarde perezosa bajo un
sol frío. Silencio amargo, vibrante, que le marcaba la piel a cada segundo.
Silencio chillón, de tazas viejas, de hermanos asustados, de una historia
antigua que volvería a teñir la arena de rojo, de negro, de dolor.
Nila tomó la taza que su hermano había sacado, la
dejó con cuidado a un lado y lo abrazó, rodeándolo con sus brazos. Jol se rio
al principio.
—¿Qué pasa?
Ella no respondió. Lo siguió abrazando, apretándolo
fuerte, con los ojos cerrados hasta que dejó de reírse y la abrazó de vuelta.
Hasta que lo sintió temblar también y apoyar la cabeza contra su hombro. Hasta
que ambos se echaron a llorar con sollozos apagados que rasgaban el silencio
con pálpitos furiosos de terror y de pena. Las historias decían que los
guerreros rotos lloraron hasta que el mar creció… Quizás el mar solo había
intentado abrazar la isla y perdonarlos a todos, quizás también había llorado
con ellos durante las noches, mudo, impotente, atravesado por la tristeza. Nila
apretó fuerte los ojos y trató de olvidar el frío que venía del mar.
Afuera, en la misma orilla quieta de siempre, una
ola rompió contra las rocas en un rugido ronco.
No se escuchaba nada más en el silencio.
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