Participación para la "Antología Aquelarre"
―Ten cuidado al regresar
―dijo la vieja al pasarle las tres monedas de cienfuego―. Ya viene la tormenta.
Numeria guardó el dinero
dentro de uno de los bolsillos de su capa y asintió. Los dedos de la vieja le
habían apretado fuertemente la mano y todavía los notaba entumecidos. Dedos
callosos y ásperos, con olor a tierra. En el fuego, el cazo empezaba a humear y
a impregnar la sencilla habitación con el aroma ácido de la medicina.
―Sabe dónde encontrarme
si me necesita ―dijo la chica y sonrió a pesar de que la anciana no podía
verla.
―Espero no necesitarte
―respondió y lanzó una carcajada ronca.
Numeria abrió con cuidado la puerta de madera
y se despidió. Había algo de luna en el cielo, pero su luz era especialmente
tenue por las gruesas nubes oscuras que se acercaban desde el mar. Por encima
del crujido de sus pasos sobre la tierra húmeda, la joven alcanzaba a escuchar
las olas furiosas chocando contra las rocas de la bahía. La vieja, por
supuesto, tenía razón. Hace días que los lugareños anunciaban la tormenta.
La curandera metió las
manos en la capa y sintió el peso de las monedas entre sus dedos. Con eso
alcanzaría a comprar hilo y leña. Se frotó los brazos y se pasó la lengua por
los labios resecos. Tiande no tendría problemas en venderle algo de leña seca a
cambio de unas de las monedas. La muchacha no hacía preguntas y raramente la
miraba a través de la capucha. Aceptaba el dinero sin rechistar. Sus manos eran
tan duras como las de la vieja, pero olían a metal y astillas, a granja y
bosque. Siempre tenías las uñas sucias, y se despedía con las mismas palabras
corteses. «Que tenga un viaje seguro».
Lo del hilo iba a ser más
complicado. Solo el comerciante Vantor traía suficiente cada mes y la última
vez le había cobrado cuatro monedas por un carrete manchado de carbón. A
diferencia de la niña granjera, el comerciante le exigía que se sacara la
capucha y se la quedaba mirando con una desagradable sonrisa que nunca
disimulaba. Cada mes le cobraba algo distinto. Una moneda de cienfuego por dos
carretes. Tres por un carrete. Cuatro por dos carretes, pero no vendo por
separado. ¿Y para qué necesitas esto? ¿De dónde eres? ¿Eres una de esas…
poseídas? Siempre con los ojillos mirándola, aunque pocas veces a los ojos. Le
tomaba la muñeca para recibir las monedas y le rozaba la mano. Eran manos
grandes y velludas, y Numeria tenía que tomar el camino del arroyo para sacarse
el olor a desperdicio y sudor de las suyas.
Una llovizna suave le
mojó la cara y Numeria se arrebujó algo más en la capucha. Las nubes habían
terminado de tapar la luna y no alcanzaba a distinguir el camino con claridad,
pero no necesitaba ver para moverse por allí. Había realizado el mismo viaje
docenas de veces y conocía las raíces que debía evitar, y el mejor lugar para
poner los pies sin hundirse en el barro reseco. Al llegar al borde del sendero,
donde comenzaba una explanada rocosa que la llevaba hasta el bosque, escuchó la
voz.
Un murmullo como de
alguien siseando entre dientes. Numeria se detuvo solo un segundo y miró hacia
atrás, pero sus ojos solo distinguían figuras conocidas en la oscuridad:
tierra, arbustos, piedras. A lo lejos la choza oculta de la vieja ciega. Sacó
la mano de la capa y buscó con los dedos el cuchillo de hueso en el cinturón de
su ropa. Las monedas tintinearon al moverse y Numeria se volvió a relamer los
labios. Se pasó una mano por la cara para sacarse la lluvia del rostro. Siseos.
Agrimonia.
Soltó
un bufido por lo bajo. Quizás tendría que prepararse un té o comerse una de sus
bayas para calmarse. Notaba las manos pegajosas. Olían a miedo. Volvió a tocar
la empuñadora del cuchillo y contó cuatro veces hasta veinte antes de volver a
meter las manos en la capa y seguir andando.
―Numeria…
Numeria…
La curandera tragó saliva
y no miró atrás. Apretó el paso y se hundió un poco más en la capucha. La voz
de la vieja se filtró entre el chocar de las olas y el crujido de sus pisadas
en el barro. «Ten cuidado al regresar. Se acerca la tormenta». La lluvia había
espesado y notaba la ropa húmeda pegándose a su piel. En los oídos le retumbaba
el eco de su corazón latiendo con rapidez, subiéndose por la garganta. «Si no
miras atrás, los demonios a veces se aburren». ¿Quién le había dicho eso?
―Numeria… Jijiji.
Era la voz de un hombre.
La risa era grave y profunda, fría, parecía hacer eco dentro de su propia
cabeza. Numeria ―ese era su nombre, su nombre,
no le pertenecía a nadie más― cerró los ojos y siguió avanzando. Si no miraba
atrás, quizás la voz perdiera interés. No alcanzaba a distinguir pasos, pero
quizás era un borracho. Un vagabundo. Un errante. Un bandido. Que conocía su
nombre, que se arrastraba en la oscuridad acechándola. ¿Y si se devolvía y lo
enfrentaba? Sabía usar su cuchillo. El hueso era firme y afilado, y rebanaba
con la misma facilidad que el hierro. Había pensando en clavárselo a Vantor
cuando le pasaba las manos por el cuello para apartarle la capucha. Con él
cortaba raíces. Intentó recordar el aroma familiar del agua hirviendo y de los
frutos dando sabor a las hierbas agrias que curaban la fiebre. Sin embargo,
solo olía barro, lluvia y miedo, y el cuchillo le parecía pequeño en sus manos
temblorosas.
―¿A dónde vas? Ven conmigo.
Era una sombra. Se
recortaba en la negrura como una mancha brillante en el aire. Una sombra
retorcida como un hombrecillo líquido y pegajoso de brazos anchos y manos de
dedos deformes. El hedor a podredumbre la hizo taparse la nariz y no pudo
resistir una arcada que casi la hizo vomitar. La cabeza de la sombra era
pequeña y con cabellos puntiagudos y largos como raíces o helechos. Una masa
negra que avanzaba con una enorme sonrisa.
―Ven conmigo, Numeria. Ven a jugar conmigo.
―¡Aléjate de mí! ―gritó
ella. El miedo le congeló las piernas. Apretó el cuchillo en la mano con más
fuerza para que no se le resbalara y retrocedió varios pasos. «Sombra. Una
sombra que sabe mi nombre. Que me persigue»―.
¡Regresa a tus sombras, demonio!
La cosa se rio. Numeria
no llevaba nada más encima que el cuchillo y las monedas. Ni siquiera iba con
un puñado de hinojo o de mirto, porque no había llevado el morral para dejar la
medicina a la vieja. No tenía leña para hacer un fuego ni tiempo para armar una
fogata. No había santos que apartaran la tormenta y desdentaran las serpientes.
Cuando algún viajero o campesino pasara de camino a la bahía se encontraría con
su cuerpo tirado en mitad de la nada, y se llevaría las monedas. «La
curandera», dirían. «¿Qué hacía sola en este lugar después de la caída del
sol?». «Eso pasa con las brujas», murmurarían otros, quizás los mismos que le
habían rogado cataplasmas y brebajes para sanar a sus hijos. «Así terminan
todas, porque son engendros del demonio». «Y tan bonita», dirían los muchachos.
«Qué desperdicio, qué desperdicio». «Así terminan las mujeres sin un marido,
eso no es natural», aleccionarían las madres a las chiquillas de la aldea, las
mismas que le pagaban con huevos y ojos tristes las hierbas que le pedían en
secreto.
La curandera apretó los
dientes. «¡No! ¡No!». La sombra se acercaba bamboleándose, chorreando en la
tierra goterones negros y podridos, con la misma sonrisa ancha que le dedicaba
el comerciante de los hilos. Numeria guardó el cuchillo en el cinturón a toda
velocidad y, sin mirar atrás, echó a correr.
―¿A dónde vas? ¿A dónde vas? Quédate conmigo, Numeria… Numeria… ¿A dónde
vas, bella Numeria?
Ella corrió y corrió
mirando fijamente hacia la silueta tenue que era la hilera de árboles que abría
el bosque. Escuchaba el siseo y su respiración. Las olas a lo lejos y la lluvia
sobre la tierra. Escuchaba su nombre en el aire, una y otra vez, como una
burla. Mía, mía, creía escuchar, pero
siguió corriendo, porque eso no era verdad. Le ardía la garganta. El estómago
se le había apretado en un nudo que le dolía en el pecho. La lluvia le corría
por la cara y la capucha se deslizó, exponiéndole el rostro y el pelo oscuro,
que ahora se pegaba a su cabeza en mechones mojados. El barro le aprisionaba
los pasos, pero siguió corriendo. Mía,
mía, Numeria, se reía la cosa.
«Ten cuidado al
regresar», sonó la voz de la vieja, y parecía que lloraba en su mente. Los
pensamientos se le enredaban como ramas en el camino. Si llegaba al bosque, si
alcanzaba a llegar, si tocaba los árboles… la cosa no podría seguirla. Numeria
soltó un grito de rabia que le rasgó la garganta cuando el olor podrido pareció
tocarle la espalda con dedos grandes y fríos. Una mano le envolvió una de las
piernas, pero se deshizo de inmediato. «¡No! ¡No!» y la lluvia ya era torrente
detrás de ella.
Tres pasos y tocó la
madera agrietada y familiar de un abeto. Le hizo daño en la mano mojada, pero
no la apartó.
―¡No! ―gritó Numeria y el
cuerpo le temblaba al pisar el bosque.
La cosa chilló. Un
chillido que le arrancó un grito de miedo a la curandera. Era como si alguien
hubiera aplastado el corazón de la tierra o arrancado a tirones los espíritus
del suelo, como los ancianos decían que pasaba con las plantas prohibidas. La sombra
chilló tres veces y se retorció en el aire. El hombrecillo gritó bajo la lluvia
hasta que se deshizo en el barro mojado.
―¡Mía! ¡Bruja! ¡Mía! Numeria…
La curandera se quedó
mirando el sendero hasta que dejaron de dolerle las piernas. Estaba empapada de
lluvia y el agua le corría por la espalda y las mejillas. Se llevó una mano a
la boca mientras sonreía y el alivio le supo a gotas de agua en la lengua.
Retrocedió un paso sin dejar de mirar el sendero. Apartó lentamente la mano del
abeto y avanzó hacia su hogar con los ojos muy abiertos, escudriñando la noche.
Solo luego de unos minutos se atrevió a dar la espalda a la entrada del bosque
y a caminar frotándose ambos brazos.
Cuando divisó la puerta
escondida entre las enredaderas, el cielo rugía en mitad de la tormenta.
Tiritaba de frío y apretó el paso a través de las rocas hasta alcanzar la
madera. El bosque llovía y llovía con un estruendo de salpicaduras y el
murmullo de los animales. Cuando entró, su mundo se ensordeció un segundo y la
curandera se dejó caer en el rellano con un cansancio que le pesaba en todo el
cuerpo.
Jadeó un par de veces y
los ojos se le llenaron de lágrimas que enjuagó junto con el resto del agua. Su
casa olía a hogar, a agrio y ácido, a dulce y penetrante, a verde y a tierra, a
bosque y bichitos. Con una sensación de vacío en el estómago, se dirigió hasta
su estantería y encendió algo de aceite en la lámpara. Se sacó la capa empapada
y escuchó caer las tres monedas de cienfuego al suelo. Dos maullidos quedos la
sobresaltaron, pero no pudo evitar un sollozo al sonreírle a Caerci que se
refregaba contra sus piernas mojadas con un ronroneo ronco.
―Ya estoy aquí, pequeña
―le dijo y le acarició las mejillas negras con los dedos. La gata se apartó al
notar el frío de sus manos, pero le pasó el lomo por el brazo sin dejar de
ronronear.
Numeria pensó en la
sombra, en la vieja ciega de la choza, en la tormenta que martilleaba la
tierra, en las tres monedas, en el hilo y la leña, en las aldeas, en los
cuerpos sanando, en el cazo hirviendo, en el miedo que era igual al frío que
tenía en el cuerpo. Y se inclinó a darle un beso en la cabecita de la gata, que
la miraba con un par de enormes ojos negros y mudos.
―Ya estoy aquí.
Las lágrimas se perdieron
en sus mejillas.
Sus manos al fin olían a
hogar.
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