Susurro. Bailar bajo la lluvia

sábado, 18 de mayo de 2013

Cuando Daniel salió fuera de su casa y la lluvia comenzó a empaparle la chaqueta, supo que nadie más lo entendería. Lo supo así, como en las películas, en un fogonazo de intuición que se parecía mucho al torrente que caía sobre sus hombros, pero sin música de fondo que lo acompañara. Se quedó mirando el suelo durante largos segundos, tratando de ignorar el enorme vacío que sentía en su pecho.

No era frío. No era nada con su cuerpo. Por supuesto, estaba equivocado. El problema sí estaba en su cuerpo, en ese órgano incomprensible que llamaban cerebro y que era el responsable de cada una de las emociones que sentía, había sentido y dejaría de sentir. Quiso sonreír ante el recuerdo de su amiga Loreto, que siempre lo acusaba de ser poco romántico, pero se negó a mover la boca.

A su alrededor, nadie le prestaba atención. No era extraño, de todos modos. Un viernes por la tarde todos corrían a sus casas, ya fuera para quedarse ahí, acurrucados junto a su familia, pareja o amigos o para preparar la salida de la noche luego de una agotadora semana de trabajo. Daniel, en cambio, era el único que caminaba contando sus pasos.

Empezó a sentir escalofríos y se alegró al pensar que no iba a resfriarse. Se apoyó en el puente y vio el torrente de agua sucia que la lluvia había acumulado. Las gotas rebotaban contra el agua, formando círculos infinitos con los que se entretuvo durante largos minutos. Muchos se lo quedaron mirando al pasar, pero nadie dijo nada. Ya nadie decía nada en estos días.

Se preguntó qué diría ella. No Loreto, no Juliana, no Miranda. Ninguna amiga, compañera, familiar o conocida. Ella. ¿Qué diría de lo que estaba haciendo? ¿Lo miraría con lástima? ¿Con reprobación? ¿Lo abrazaría o no querría empaparse? ¿Compartiría su paraguas con él? ¿O lo cerraría para mojarse también? Ya no podría saberlo.

Lo que Daniel sí sabía era que ella nunca había disfrutado de la lluvia. Y precisamente por eso había elegido ese día.

―Enséñame a bailar bajo la lluvia ―le había dicho ella la primera vez. Lo dijo como una broma, pero encerraba una historia demasiado larga para que él lo hubiera entendido en esa ocasión. De hecho, él solo se había reído, pero luego, al secarle las lágrimas mucho tiempo después, entendió que podía ser el único que le enseñara cómo sonreír y cómo llorar. Y cómo bailar bajo la lluvia.

―Perdona por no haber alcanzado a hacerlo ―susurró Daniel y las gotas de lluvia cayeron por sus mejillas, con sabor a tierra y a sal―. Todavía tengo tu rosa ―dijo. Ya ni siquiera sentía vergüenza por estar hablando consigo mismo, porque no era eso lo que hacía. Tampoco hablaba con ella―. No pude traerla hoy.

Daniel cerró los ojos y sacó la pequeña libreta roja de su bolsillo. Estaba vacía. Se la había regalado ella tan solo hace una semana y no había alcanzado a siquiera llenar una página. «Quizás me dure toda la vida», había bromeado él al abrazarla. Su pequeña dedicatoria, con una elegante letra cursiva, era lo único que podía leerse. Bajo las gotas de lluvia, su nombre empezó a borronearse y supo que ya no quedaba tiempo. Esperó a que el puente se vaciara lo más posible y se encaramó a él.

―Nada más típico ―se burló él aferrando la libreta. No dijo últimas palabras o pensó en alguna idea trascendente. Simplemente sonrió con ironía y dio un paso al frente. Su cuerpo reaccionó con miedo, resignación y alarma ante la caída, pero no soltó la libreta ni intentó aferrarse a algo. El frío atravesó su cuerpo cuando chocó contra el agua y sus nervios gritaron de dolor, pero su boca no se movió ni un ápice. Permaneció en silencio y sin moverse mientras comenzaba a hundirse.

A ella nunca le había gustado la lluvia, porque no había alcanzado a aprender a hacerlo. Pero siempre le había dicho que su forma preferida de morir era bajo el agua, envuelta en el frío y la oscuridad. Y le debía ese último favor, aunque realmente ya no significara nada y ella jamás lo supiera. Un último favor para intentar entender qué había sentido ella la primera vez que lo miró con sus ojos fríos, ardientes de dolor y soledad.

Daniel cerró los ojos una última vez, sonrió y soñó con sus lágrimas bailando como pequeños puntos junto a las gotas de lluvia.

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