Durante
unos instantes, Jerome se quedó a oscuras con el paquete encima de la mesa,
todavía con la sonrisa bailándole en la boca. Se llevó una mano a la nuca y se
rascó el cabello de manera distraída. El aroma de las hamburguesas recién
hechas todavía inundaba todo el departamento, aunque empezaba a predominar el
olor penetrante del aceite para freír. Seguro que sus bitokes à la russe —y le gustó cómo sonaban las palabras en su
mente «bitoc e le gus»— todavía estaban calientes, tanto como sus propias manos
en ese momento. Sin embargo, tenía las palmas secas.
Con
movimientos lentos, casi solemnes, o eso le pareció, se acercó al paquete.
Ahora le parecía más liviano incluso. Sacó con parsimonia la hoja de papel con
las burdas letras rojas (¿crayón?) y la dejó a un lado, cuidando de no
arrugarla. Siempre había tratado sus colecciones con mimo, nadie podía decirle
lo contrario. Tenía las fichas organizadas con todos sus anexos.
Al
abrir la caja, cuya tapa se separaba completamente del cuerpo principal, lo
primero que vio fue la fotografía. Jerome entornó los ojos e inmediatamente
notó que la boca se le torcía en una mueca de nostalgia. En la foto estaba El
Niño: un muchachito de cabello oscuro, dientes blancos, pero algo torcidos, y
los ojos de un brillante color verde. Le gustaban los caramelos y,
especialmente, los que le pintaban la lengua de color. Todavía conservaba en el
anexo de su ficha —la numero veinticinco— varios de esos dulces.
Detrás
de la fotografía, había un nuevo mensaje escrito en crayón rojo. «Lo hiciste
tú».
A
Jerome le impresionó un poco menos la elección de palabras. El resto del
contenido de la caja era mucho más caótico. En su mayoría, eran recortes de
periódicos sobre la desaparición del Niño y todas las teorías que los medios de
comunicación elucubraron sobre su suerte. También había fotocopias de reportes
policiales y de declaraciones. Jerome se fijó especialmente en ellos, porque no
todo el mundo tenía acceso a ese material. Aunque, por supuesto, cualquiera que
hubiera encontrado su dirección y que quisiera enviarle un mensaje de esa
naturaleza, tenía que ser alguien lo bastante cercano al Niño. Alguien que
podía acceder a la investigación. Alguien que conservaba los crayones rojos.
El
hombre hizo un mohín al llegar al final de la caja. El fondo estaba cubierto de
pequeños trozos de papel celofán de colores; esparcidas sobre ellos, había más
fotografías.
—Nada
mal —dijo Jerome en voz alta y las palabras parecieron hacer eco dentro de la
caja oscura y vacía. Tomó una de las fotografías y la examinó con cuidado.
Parecía auténtica. Recordaba la sangre y las manchas que había dejado sobre el
sofá. Recordaba también la mirada algo desabrida y pálida del Niño. Y lo que había
balbuceado, con los dientes rotos y el cuerpo reventado, mientras se quedaba
dormido. —Nada mal —repitió y se pasó una mano por la boca.
Detrás
de una de las fotografías —una donde solo aparecían los pies doblados del
pequeño— había una dirección y más letras rojas.
«Esta
noche. Llévalo».
Jerome
se demoró tres minutos en volver a colocar todos los papeles, fotografías y
materiales dentro de la caja. Ya tenía copias de todos los reportes y los
originales de las fotografías. Incluso volvió a pegar la hoja sobre la tapa del
paquete. El hombre ya no notaba el aroma de las hamburguesas o del aceite.
Afuera, ya se habían encendido los faroles de la calle, con su mortecina luz
anaranjada, casi amarilla. Jerome cruzó la habitación y sacó el conector del
timbre. Ahora tenía una sensación helada entre las costillas, aunque su boca
insistía en estirarse en una sonrisa.
—Nada
de travesuras esta noche —murmuró para sí mismo. El sonido de su propia voz le
causó un cosquilleo en el abdomen. Se detuvo en el umbral de su propia puerta.
«Llévalo». ¿Lo haría? Pensó en Ann y en las hamburguesas que podría compartir
con ella. Luego pensó en el anexo de la ficha veinticinco y en los crayones
rojos. Los favoritos del Niño. En su sonrisa tímida. En lo pequeño que es el
cuerpo de un muchachito roto.
Jerome
atravesó la sala de estar y se dirigió a su habitación. En su ropero, justo
detrás de las camisetas desordenadas y los calzoncillos, estaban las cajas.
Eran mucho más grandes y pesadas que el paquete anónimo. Tomó la más pequeña de
ellas y la puso encima de su cama. Adentro estaban todos los anexos ordenados
uno al lado de otro, pese a sus diferentes tamaños, con su respectiva
indicación escrita a mano. Jerome cogió la número veinticinco y sonrió.
Era
un caleidoscopio casero. El Niño le había dicho que lo había armado en clases
con su profesora de Tecnología y que ella había traído materiales para todos. («Ella
es genial. ¡A veces me da cosas extra para llevar a casa!». Sí, su sonrisa
luego se rompió). Estaba hecho de un cono de papel higiénico, tapones y trozos
de botellas plásticas de colores. Eso era lo que el muchacho recordaba. Las
figuras eran coloridas, de tonos rojos, azules y verdes, y desde el comienzo
Jerome sabía que ese sería su anexo.
Seguía
impecable, incluso con las pequeñas gotitas rojas que manchaban la superficie.
Jerome solo lo miró un segundo («¡Espera! ¡No! ¡Espera! ¿Qué…? Mami… Quiero
irme… No…») y se sonrió. Dejó las dos cajas en su lugar y sacó una tercera,
vacía, donde colocó la ficha veinticinco y su respectivo anexo. Lo cubrió con
una toalla.
En
cuestión de segundos, armó su nuevo paquete. Colocó las hamburguesas recién
hechas en una canasta y una lluvia de
caramelos recién comprados. Con ambos paquetes bajo el brazo y sin siquiera
detenerse en el umbral, cerró la puerta tras de sí y enfiló hacia la izquierda.
Afuera
hacía un poco de frío y, aunque su delgada camiseta dejaba pasar algunas
ráfagas de brisa, Jerome volvía a notar el calor subiéndole por las pantorrillas
a medida que avanzaba. Los niños ya estaban tocando las puertas. Con una mirada
suavizada, los observó corretear a través de los umbrales, disfrazados de
fantasmas, vampiros, momias y otras monstruosidades de medio metro, y, en
especial, la mirada distante y cansada de sus padres. Jerome sabía que nadie le
estaba prestando atención.
El
hombre empezó a contar sus pasos a medida que avanzaba. La canasta apenas le
pesaba en los brazos y, aunque había tenido el resguardo, a su juicio, de
llevar su cuchillo favorito —para servir las hamburguesas, claro—, sabía que en
realidad no tenía nada que temer. Volvió a sonreír ante el recuerdo de los
crayones rojos y del tubito casero que llevaba bajo el brazo. Era una lástima
que no hubiera tenido tiempo para rehacer la Reina de Saba que le había
preparado al pequeño. Al Niño le había encantado la mezcla de chocolates y
almendras. («Reine de Saba. Página
807).
Todas
sus colecciones le producían esa misma sensación. De frío y helado a la vez. De
primavera con atardeceres anaranjados. De cerrar los ojos y sentir el viento en
mitad de la noche. De sonreír y de ser secreto. La Mujer. El Jefe. El Amigo. La
Intrusa. El Aleatorio. El Padre. Todos diferentes. Todos en distintos lugares.
Todos una receta en su cajita, todos una nueva pieza de colección entre sus
calzoncillos. Jerome se rio.
En
varias calles, él era el único que no iba disfrazado. Y era bastante divertido,
pensaba. Era muy divertido. Ann se hubiera reído, porque, aunque no lo sabía,
lograba intuir la ironía en eso. La broma detrás de su rostro. El gran chiste
que era en sí mismo. «La ironía». Sonaba interesante para un nuevo fichero.
Jerome se relamió los labios, que empezaban a secársele. Lo pensaría luego.
Llegó
al número 567 de la Avenida Hights. Era una casita pareada con un jardín mal
cuidado y ventanas oscuras. El farol frente a la puerta estaba roto. Jerome se
lo quedó mirando un momento. Seguro no había sido fácil encaramarse para
reventar la bombilla. Quizás una piedra... Alrededor del número 567 solo había
oscuridad. Jerome esbozó una sonrisa cordial y tocó el timbre. Estaba cubierto
de polvo.
La
puerta se abrió un segundo después. El cañón de una escopeta le apuntó al
pecho. No alcanzaba a ver del todo a la madre del Niño, pero los anillos en sus
dedos brillaban sobre el arma. Jerome acentuó su sonrisa y levantó el brazo
donde llevaba la comida.
—Traje
hamburguesas—dijo con tranquilidad.
Una
bala perforándole el pecho primero le ardería y luego borbotearía dolor con
cada respiro. Su sangre le salpicaría la puerta y las manos. Quizás incluso la
cara. Jerome ya casi no sonreía. Su mueca amplia y dentuda era una forma de
reírse sin soltar una carcajada.
Jerome
se quedó en el umbral con la misma mueca ensanchándose en su rostro. El hombre
entornó los ojos, relajando los hombros, al notar el temblor en las manos
delgadas que le estaban apuntando. El miedo sabía a sufflé de vainilla. (Soufflé á la vainille, página 733.
Dulce Julia, dulces recetas. Y el miedo se horneaba, se horneaba incluso en una
noche fría de octubre, incluso como ella, la valiente tonta, la valiente de
vainilla).
—Lo
educado sería invitarme a entrar.
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