Las sombras que no conocemos - II

jueves, 12 de noviembre de 2015



Durante unos instantes, Jerome se quedó a oscuras con el paquete encima de la mesa, todavía con la sonrisa bailándole en la boca. Se llevó una mano a la nuca y se rascó el cabello de manera distraída. El aroma de las hamburguesas recién hechas todavía inundaba todo el departamento, aunque empezaba a predominar el olor penetrante del aceite para freír. Seguro que sus bitokes à la russe —y le gustó cómo sonaban las palabras en su mente «bitoc e le gus»— todavía estaban calientes, tanto como sus propias manos en ese momento. Sin embargo, tenía las palmas secas. 

Con movimientos lentos, casi solemnes, o eso le pareció, se acercó al paquete. Ahora le parecía más liviano incluso. Sacó con parsimonia la hoja de papel con las burdas letras rojas (¿crayón?) y la dejó a un lado, cuidando de no arrugarla. Siempre había tratado sus colecciones con mimo, nadie podía decirle lo contrario. Tenía las fichas organizadas con todos sus anexos. 

Al abrir la caja, cuya tapa se separaba completamente del cuerpo principal, lo primero que vio fue la fotografía. Jerome entornó los ojos e inmediatamente notó que la boca se le torcía en una mueca de nostalgia. En la foto estaba El Niño: un muchachito de cabello oscuro, dientes blancos, pero algo torcidos, y los ojos de un brillante color verde. Le gustaban los caramelos y, especialmente, los que le pintaban la lengua de color. Todavía conservaba en el anexo de su ficha —la numero veinticinco— varios de esos dulces. 

Detrás de la fotografía, había un nuevo mensaje escrito en crayón rojo. «Lo hiciste tú». 

A Jerome le impresionó un poco menos la elección de palabras. El resto del contenido de la caja era mucho más caótico. En su mayoría, eran recortes de periódicos sobre la desaparición del Niño y todas las teorías que los medios de comunicación elucubraron sobre su suerte. También había fotocopias de reportes policiales y de declaraciones. Jerome se fijó especialmente en ellos, porque no todo el mundo tenía acceso a ese material. Aunque, por supuesto, cualquiera que hubiera encontrado su dirección y que quisiera enviarle un mensaje de esa naturaleza, tenía que ser alguien lo bastante cercano al Niño. Alguien que podía acceder a la investigación. Alguien que conservaba los crayones rojos. 

El hombre hizo un mohín al llegar al final de la caja. El fondo estaba cubierto de pequeños trozos de papel celofán de colores; esparcidas sobre ellos, había más fotografías.

—Nada mal —dijo Jerome en voz alta y las palabras parecieron hacer eco dentro de la caja oscura y vacía. Tomó una de las fotografías y la examinó con cuidado. Parecía auténtica. Recordaba la sangre y las manchas que había dejado sobre el sofá. Recordaba también la mirada algo desabrida y pálida del Niño. Y lo que había balbuceado, con los dientes rotos y el cuerpo reventado, mientras se quedaba dormido. —Nada mal —repitió y se pasó una mano por la boca. 

Detrás de una de las fotografías —una donde solo aparecían los pies doblados del pequeño— había una dirección y más letras rojas.

«Esta noche. Llévalo».

Jerome se demoró tres minutos en volver a colocar todos los papeles, fotografías y materiales dentro de la caja. Ya tenía copias de todos los reportes y los originales de las fotografías. Incluso volvió a pegar la hoja sobre la tapa del paquete. El hombre ya no notaba el aroma de las hamburguesas o del aceite. Afuera, ya se habían encendido los faroles de la calle, con su mortecina luz anaranjada, casi amarilla. Jerome cruzó la habitación y sacó el conector del timbre. Ahora tenía una sensación helada entre las costillas, aunque su boca insistía en estirarse en una sonrisa.

—Nada de travesuras esta noche —murmuró para sí mismo. El sonido de su propia voz le causó un cosquilleo en el abdomen. Se detuvo en el umbral de su propia puerta. «Llévalo». ¿Lo haría? Pensó en Ann y en las hamburguesas que podría compartir con ella. Luego pensó en el anexo de la ficha veinticinco y en los crayones rojos. Los favoritos del Niño. En su sonrisa tímida. En lo pequeño que es el cuerpo de un muchachito roto. 

Jerome atravesó la sala de estar y se dirigió a su habitación. En su ropero, justo detrás de las camisetas desordenadas y los calzoncillos, estaban las cajas. Eran mucho más grandes y pesadas que el paquete anónimo. Tomó la más pequeña de ellas y la puso encima de su cama. Adentro estaban todos los anexos ordenados uno al lado de otro, pese a sus diferentes tamaños, con su respectiva indicación escrita a mano. Jerome cogió la número veinticinco y sonrió.

Era un caleidoscopio casero. El Niño le había dicho que lo había armado en clases con su profesora de Tecnología y que ella había traído materiales para todos. («Ella es genial. ¡A veces me da cosas extra para llevar a casa!». Sí, su sonrisa luego se rompió). Estaba hecho de un cono de papel higiénico, tapones y trozos de botellas plásticas de colores. Eso era lo que el muchacho recordaba. Las figuras eran coloridas, de tonos rojos, azules y verdes, y desde el comienzo Jerome sabía que ese sería su anexo. 

Seguía impecable, incluso con las pequeñas gotitas rojas que manchaban la superficie. Jerome solo lo miró un segundo («¡Espera! ¡No! ¡Espera! ¿Qué…? Mami… Quiero irme… No…») y se sonrió. Dejó las dos cajas en su lugar y sacó una tercera, vacía, donde colocó la ficha veinticinco y su respectivo anexo. Lo cubrió con una toalla. 

En cuestión de segundos, armó su nuevo paquete. Colocó las hamburguesas recién hechas en una canasta y una lluvia de caramelos recién comprados. Con ambos paquetes bajo el brazo y sin siquiera detenerse en el umbral, cerró la puerta tras de sí y enfiló hacia la izquierda.

Afuera hacía un poco de frío y, aunque su delgada camiseta dejaba pasar algunas ráfagas de brisa, Jerome volvía a notar el calor subiéndole por las pantorrillas a medida que avanzaba. Los niños ya estaban tocando las puertas. Con una mirada suavizada, los observó corretear a través de los umbrales, disfrazados de fantasmas, vampiros, momias y otras monstruosidades de medio metro, y, en especial, la mirada distante y cansada de sus padres. Jerome sabía que nadie le estaba prestando atención.

El hombre empezó a contar sus pasos a medida que avanzaba. La canasta apenas le pesaba en los brazos y, aunque había tenido el resguardo, a su juicio, de llevar su cuchillo favorito —para servir las hamburguesas, claro—, sabía que en realidad no tenía nada que temer. Volvió a sonreír ante el recuerdo de los crayones rojos y del tubito casero que llevaba bajo el brazo. Era una lástima que no hubiera tenido tiempo para rehacer la Reina de Saba que le había preparado al pequeño. Al Niño le había encantado la mezcla de chocolates y almendras. («Reine de Saba. Página 807).

Todas sus colecciones le producían esa misma sensación. De frío y helado a la vez. De primavera con atardeceres anaranjados. De cerrar los ojos y sentir el viento en mitad de la noche. De sonreír y de ser secreto. La Mujer. El Jefe. El Amigo. La Intrusa. El Aleatorio. El Padre. Todos diferentes. Todos en distintos lugares. Todos una receta en su cajita, todos una nueva pieza de colección entre sus calzoncillos. Jerome se rio.

En varias calles, él era el único que no iba disfrazado. Y era bastante divertido, pensaba. Era muy divertido. Ann se hubiera reído, porque, aunque no lo sabía, lograba intuir la ironía en eso. La broma detrás de su rostro. El gran chiste que era en sí mismo. «La ironía». Sonaba interesante para un nuevo fichero. Jerome se relamió los labios, que empezaban a secársele. Lo pensaría luego.

Llegó al número 567 de la Avenida Hights. Era una casita pareada con un jardín mal cuidado y ventanas oscuras. El farol frente a la puerta estaba roto. Jerome se lo quedó mirando un momento. Seguro no había sido fácil encaramarse para reventar la bombilla. Quizás una piedra... Alrededor del número 567 solo había oscuridad. Jerome esbozó una sonrisa cordial y tocó el timbre. Estaba cubierto de polvo.

La puerta se abrió un segundo después. El cañón de una escopeta le apuntó al pecho. No alcanzaba a ver del todo a la madre del Niño, pero los anillos en sus dedos brillaban sobre el arma. Jerome acentuó su sonrisa y levantó el brazo donde llevaba la comida.

—Traje hamburguesas—dijo con tranquilidad. 

Una bala perforándole el pecho primero le ardería y luego borbotearía dolor con cada respiro. Su sangre le salpicaría la puerta y las manos. Quizás incluso la cara. Jerome ya casi no sonreía. Su mueca amplia y dentuda era una forma de reírse sin soltar una carcajada.

Jerome se quedó en el umbral con la misma mueca ensanchándose en su rostro. El hombre entornó los ojos, relajando los hombros, al notar el temblor en las manos delgadas que le estaban apuntando. El miedo sabía a sufflé de vainilla. (Soufflé á la vainille, página 733. Dulce Julia, dulces recetas. Y el miedo se horneaba, se horneaba incluso en una noche fría de octubre, incluso como ella, la valiente tonta, la valiente de vainilla).

—Lo educado sería invitarme a entrar.

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