Las sombras que no conocemos - III

jueves, 12 de noviembre de 2015




La casa era un desastre. Ese fue el primer pensamiento que se deslizó por la mente de Jerome mientras entraba en el número 567 con el cañón de una escopeta presionándole un riñón. Había platos de comida encima del sofá, envases de plásticos sobre el suelo, colillas de cigarrillos encima de los estantes y muchos papeles tirados por doquier, como también libros, fotografías y ropa. Jerome volvió a hacer la mueca al reconocer el terreno del dolor y de la inestabilidad. Allí jugaba bien. Se detuvo un momento y miró de soslayo por su hombro.

—Es difícil encontrar un lugar para sentarse —dijo con sencillez, intentando obviar el tono complacido que quería asomarse en su voz. 

—El sofá —gruñó la madre del Niño. Tenía una voz arrastrada y aguda, pero el hombre se limitó a encogerse de hombros. No veía botellas de alcohol. Avanzó unos pasos hacia el sofá y sacó algunos platos sucios. Arqueó una ceja al ver algunos fideos cubiertos de salsa chorreando hasta el suelo, encima de uno de los cojines—. ¡Ahora!

Apenas apoyándose en una punta del sillón, la única que estaba limpia, Jerome obedeció y dejó los paquetes en el suelo. Observó cómo la madre del Niño daba la vuelta alrededor de la mesa, enredándose con los papeles y desperdicios del suelo, para luego derrumbarse en una silla que crujió bajo su peso. Todo estaba completamente a oscuras, pero el hombre no necesitaba luz para verla.

—Voy a matarte…  

Jerome le sostuvo la mirada a la mujer en la oscuridad. Era una mirada hundida y ensangrentada. Sus ojos estaban enrojecidos y parecía que todo el resto de su cara sudara. Su pelo oscuro estaba desgreñado y respiraba con rapidez. Jerome contó tres oportunidades en que la mujer tragó saliva y acomodó sus manos sobre el arma. Se preguntó si sabría usarla o si estaría cargada. Se preguntó si realmente se había preparado para enfrentarlo. Jerome esperó un poco más, saboreando el sabor ácido del valor inflándose y reventándose en el rostro de la madre un par de veces. Luego el hombre suspiró y bajó la vista.

—No quiero que estas se enfríen —murmuró y se encorvó para levantar la canasta con las hamburguesas. No necesitó mirarla. Pudo escuchar el temblor de sus manos al aferrar con más fuerza la escopeta y el tintineo de los anillos—. Comeremos primero. Ehm… —Jerome dudó y tomó algunos platos plásticos con solo migajas—. Parece que no tenemos servicio. Tendrá que ser con las manos. Bon Appetit.

El hombre no estaba acostumbrado a comer esas hamburguesas solo con las manos. Estaban jugosas y al dar el primer mordisco, algunos trocitos se desgranaron. Las manos rápidamente le quedaron impregnadas a cebolla y ajo. La mujer no tomó su plato.

—Puede matarme luego de comer. Es una receta francesa. Me quedan estupendas —insistió Jerome con una sonrisa—. Recuerdo que al chico le gustaban mucho las hamburguesas —mencionó mirando al techo, como si se esforzara por recordar—, aunque su preferido era mi Reina de Saba. Puro chocolate.

La mujer saltó como un resorte y disparó. Jerome no se movió y se demoró en parpadear al notar que la carne había saltado por los aires y se había despanzurrado por toda la sala. Solo quedaron unas astillas de madera en mitad del agujero. Jerome se terminó su propia hamburguesa, que tenía en un plato en su mano y se cruzó de manos.

—Habría sido mejor que se las comiera. Me debe al menos diez dólares. —Jerome se pasó una mano por los pantalones y se encogió de hombros—. La comida no se desperdicia. —La voz del hombre ahora parecía un susurro apagado y arrastrado y no levantó la vista—. Podría haber dañado el otro paquete. No querrá eso, ¿verdad?

Jerome volvió a encorvarse. La mujer, tensa como un nudo apretado, le seguía clavando sus ojos hundidos. En la oscuridad que los rodeaba, la madre del Niño parecía confundirse con las paredes. Solo existía el arma y sus ojos trastornados, la sombra de la pena, el mutismo estrangulado con olor a zanahoria. El hombre cogió el segundo paquete y sacó de adentro la ficha. Tenía una fotografía a color del rostro del Niño. Sonreía con sus dientes pequeños y torcidos. Los ojos verdes le brillaban. 

La mujer soltó un grito ahogado, como si alguien la hubiera quemado con un soplete. Pareció doblarse un segundo, pero luego volvió a su posición original, temblando, sin dejar de mirar la fotografía del pequeño, pero aferrando la escopeta con las manos sudorosas. Jerome entornó los ojos en la penumbra. Ambos se movían como sombras, pero la de la mujer parecía estar deshaciéndose, desmigajándose como un pastel demasiado harinoso. Ese enorme fierro que tenía en las manos parecía demasiado grande. Demasiado pesado. 

—Todavía conservo todo —explicó Jerome como si fuera un detective exponiendo el caso a una de las víctimas. Su tono suave y desenfadado resonó como un gruñido en el silencio de la habitación—. Incluso esto.

No necesitaban ya luz para mirarse. Ella se dibujaba perfectamente ante sus gafas. La expectación, como la primera vez que se prueba una receta nueva, el miedo a que sepa a crudo, que sepa a quemado, que algo haya salido mal. Y luego solo un instante de verdad.

—Es bonito, ¿no? —Jerome volteó el caleidoscopio en sus manos, haciendo sonar los trocitos de plástico que estaban dentro del cono—. Lamento habérmelo llevado, pero siempre me ha gustado coleccionar cosas. A él también, ¿no? Adoraba los tazos. —El hombre sonrió. Dejó el artefacto encima de lo que quedaba de la mesa y se ajustó las gafas. Luego se cruzó de brazos y relajó los hombros y las piernas—. ¿Ahora qué? No va a quedarse con ninguna de mis cosas —señaló tanto la ficha como el cono— y despreció mis hamburguesas. Planeó cuidadosamente este momento. —Señaló la ventana oscura que daba a la calle—. Es Noche de Brujas. Mi mensaje decía que me contactara solo el 31 de octubre. Los niños piden dulces. Sabía que estaría esperando. Envió sus paquetes. No llamó a la policía. Pensó que matarme sería como beberse un zumo de manzana. Y sin embargo… —Bajó la mirada y suspiró—. Y sin embargo, esto es una completa pérdida de tiempo. Le faltó sal a su dolor. Creo que voy a marcharme, si no le importa.

Las palabras siempre habían sido una herramienta sencilla para Jerome, o eso siempre pensaba. La gente les daba una importancia excesiva y las reacciones que obtenía de hilar vocablos uno detrás de otro siempre era un experimento interesante. El hombre vio La Sombra que era la Madre del Niño y notó la evolución que sufría a medida que hablaba. Era como el aceite que empieza a calentarse. Al principio no se nota nada. Pero luego empieza a chisporrotear, a crujir un poco. Para cuando se coloca el filete crudo, todo el infierno ruge, ardiente, efímero.

No sabía si la mujer iba a gritar o disparar o las dos cosas a la vez. O quizás derrumbarse y echarse a llorar. Pero ella no reaccionó. No dijo nada en lo absoluto. Lo siguió mirando y Jerome con un chasqueo de la lengua, entendió lo que ella estaba diciendo.

«¿Y por qué?» Rota de dolor. Rota por dentro, por fuera, rota de incomprensión, rota, rota, rota, porque no entendía, porque la rabia era solo un fósforo encendido en un enorme fuego de pena.

«¿Y por qué no?», le habría gustado responder, pero ninguno de los dos dijo nada. El por qué, la arrogante y tonta pregunta que todos hacían primero, porque el sentido —ese concepto escurridizo como la mantequilla ablandada— era lo único importante. Aunque todo fuera agonía y miedo, siempre era por qué. ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Por qué haces esto? ¿Por qué quieres hacerlo? ¿Por qué? 

Y cada vez era una respuesta diferente.

Porque quise, le dijo al Padre.

Porque tenía que pagar, le dijo al Jefe.

Porque me engañaste, le dijo a la Mujer.

Porque me hiciste daño, le dijo al Amigo.

Porque te metiste donde no debías, le dijo a La Intrusa.

Porque justo pasabas por ahí, le dijo al Aleatorio.

Familia o capricho. Resentimiento. Celos. Venganza. Necesidad. Justicia. Injusticia. Y así tantos otros… Sufrimiento. Libertad. Compulsión. Locura. Piedad. Devoción. Todavía le quedaban muchas etiquetas, muchas fichas vacías, muchas razones, muchos por qués. Siempre algo nuevo. Siempre una nueva etiqueta, un nuevo sabor, una nueva página de recetas. 

Y luego había llegado El Niño. 

—Porque quería ser cruel —dijo Jerome en la oscuridad de la habitación y se encogió de hombros.

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