Lo que callan los dioses cuando aúlla el viento - I

martes, 19 de mayo de 2015


Cuando el sol se asomó entre las colinas cubiertas de nieve, cuando ese blanco intenso empezó a arrasar entre los campos y sobre el hielo de la estepa, el niño se inclinó sobre las rocas colocadas de cara al este y derramó un puñado de cereales aromatizados con oliva en aceite. Tocó el suelo helado con las rodillas desnudas y aguardó a que el ardor le recorriera las piernas. Sin embargo, en ningún momento dejó de mirar las rocas.

Luego de un rato, dejó de pensar en la imagen sonriente de su madre y se concentró en impedir que la piel empezara a ensangrentarse sobre la nieve. Sabía que había hombres que pasaban a caballo hundidos en túnicas gruesas, con la piel blanca, que pronunciaban oraciones en los santuarios de sus muertos. Pero también sabía que las palabras no agradaban a los dioses. El cereal y la oliva eran solo una señal de agradecimiento. Un recuerdo de que seguía vivo y de que su madre había muerto para cumplir con los designios de los dioses lobo y los dioses agua, que lo habían enviado al mundo.

—Izbraj, tu padre te estás esperando en los huertos. —La voz cascada del anciano guardián sacó al niño de sus pensamientos—. Ya has hecho tu ofrenda.

—¿Los dioses saben que estoy agradecido? —preguntó Izbraj, casi por rutina, porque ya sabía la respuesta.

—Vives. Esa es tu verdadera ofrenda. Ahora ve. Corre. ¡Corre!

Izbraj obedeció al instante. Echó a correr a través de la nieve. El niño entornó los ojos cuando la luz del sol naciente le pegó de lleno en la cara. Por supuesto, ya todos estaban en pie, ordeñando las cabras, cuidando del ganado, gruñendo entre dientes de la helada, de la helada que nunca se iba y que retrasaba las escuálidas cosechas en el invierno, cortando higos secos para guardarlos luego en cuencos de piedra y madera. Nadie le prestó atención mientras corría. 

Tatko ya estaba agachado entre unos brotes tiernos de trigo cuando el niño llegó. El padre del chico le hizo señas con las manos para que también se agachara y ambos, sin decir una sola palabra, acomodaron la tierra y sacaron los trozos podridos o congelados que dañaban el resto del cultivo. Apenas podrían comer con lo que allí tenían, pero el hombre nunca se quejaba de los cereales débiles o del invierno crudo. «Nunca seas ingrato con los dioses. Si estás al borde de la muerte, agradece la vida que has tenido. Si tienes hambre, agradece lo que comiste ayer. Recuerda que siempre… siempre debes tener gratitud».

—Yo terminaré aquí —dijo Tatko de pronto y el muchacho sacó las manos de la tierra—. Lávate en el río y ve a cuidar los caballos. Yo te ayudaré más tarde.

Izbraj frunció el ceño y se quedó un momento estático, aun arrodillado en la tierra, como si no hubiera escuchado bien las  órdenes de su padre. Unos segundos después, se pasó las manos sucias por la ropa y se levantó en silencio, aun con una expresión algo inquieta, como si esperara que su padre dijera otra cosa. Cuando no dijo nada más, el niño echó a correr.

Su padre nunca le pedía que cuidara los caballos al amanecer. Era una tarea que solo realizaban los chicos cuando cumplían catorce años y le quedaban más de dos años para eso. Las caballerizas estaban cubiertas de escarcha y la madera vieja crujía casi al ritmo del relincho de los potros. Izbraj puso mala cara cuando vio que Damloj ya estaba ahí, ocupándose de los caballos de su familia. Bajó la cabeza por inercia y mantuvo los dientes apretados, intentando concentrarse en los animales que tendría que cuidar.

—Los dioses me complacen este amanecer, ¿no? —dijo Damloj con tono agudo que solo sabía a burla—. Aunque joven e inexperto, el regalo divino viene a hacerme compañía. —La voz de Damloj, pese a todo, era mucho más grave que la de Izbraj. Era también más alto y fornido y uno de los pocos que se internaban en el bosque del sur para traer liebres—. ¿No eres demasiado joven para estar aquí?

—Mi padre me envió —respondió el niño y se puso de espaldas a él con los dientes apretados.

—Cambiando la cebada y la avena por las caballerizas—siguió Damloj con una risa entre dientes—.  Me sorprende que tu padre haya considerado que…

Izbraj se esforzó por dejar de escucharlo. Damloj era primogénito de la familia de uno de los ancianos y no podía mirarle mal sin recibir un castigo. Entre su ropa, el niño llevaba un pequeño cuchillo de piedra, que usaba siempre para cortar cuerda y fruta cuando encontraba durante el día y esa vez fantaseó con sacarla y amenazar con ella a Damloj. Pensó en las historias que su padre le contaba sobre el castigo de los dioses trueno y lluvia e imaginó que una tormenta caía sobre su arrogante cara. El muchacho se sonrió y siguió cepillando los caballos.

A mediodía, Izbraj fue a sacar algo de agua al río como hacía todos los días. El niño volvió a echar a correr y soltó el cubo de piedra que le había pasado su padre. Se sacó la ropa y se zambulló en el agua. Estaba helada por las corrientes invernales, pero el niño soltó un grito de alegría al sentir que el frío le atravesaba la piel. Apenas había carpas en el agua y se divirtió pescándolas con sus propias manos mientras tiritaba y sentía cómo su pelo largo y oscuro se le pegaba a la espalda. Izbraj se hundió en las aguas del río y cerró los ojos. «Gracias a los dioses…»

No tardó en anochecer. En invierno, los días siempre eran cortos y las noches demasiado largas. Izbraj solía entrar en su choza temprano, porque el frío se acentuaba mucho en la oscuridad y en ocasiones algunas bestias se acercaban a los poblados. Sin embargo, esta vez tardó un poco más en orientarse, porque la fogata central de la aldea estaba apagada. El niño se llevó una mano al cuello y caminó con los brazos abrazados a sí mismo para intentar detener el viento que se escurría por la nieve. Aquello no tenía sentido, pensó el niño mientras se tropezaba por el sendero. La fogata siempre estaba encendida, porque brindaba calor a todos y evitaba que los más viejos y enfermos sufrieran demasiado por el frío. 

No alcanzó a reflexionar sobre ello cuando escuchó la voz de su padre.

—¡Izbraj! ¡Izbraj! ¡Adentro! ¡Ahora! ¡Hijo! ¡Rápido, rápido!

El niño se detuvo de inmediato. La voz de Tatko siempre era grave, serena y melancólica. No gritaba ni siquiera para dar órdenes y cuando lo reprendía, solo bastaba con mirarlo en silencio para que Izbraj entendiera lo que había hecho mal. El muchacho escuchó cómo su corazón se aceleraba y ardía dolorosamente en su pecho al notar el pánico en los gritos de su padre. Pero no se movió. No alcanzaba a ver en la oscuridad. El viento empezó a aullar a su alrededor, pero siguió sin moverse.

Era otro día como cualquier otro. Había honrado a los dioses por haber vivido en nombre de su madre, había trabajado en el huerto, había cuidado los caballos, había traído peces grises y grandes del río, había correteado por la nieve. Pero ese día su padre no había querido que trabajara con los brotes de trigo y esa noche la fogata estaba apagada. La estepa estaba en silencio. No aullaban los lobos, porque las manadas siempre se alejaban hacia el bosque cuando empezaba el invierno. Las lechuzas no ululaban entre los árboles del norte. No se escuchaban susurros.

Los dioses estaban en paz. Al otro día volvería a amanecer y las rocas del este esperarían el chorro de aceite, cada vez más precioso y escaso, y el puñado de cereales. Los dioses esperarían que siguiera vivo. Porque era Izbraj. El que vive. El que surge del sacrificio. 

Pero el niño notó que sus latidos se congelaban y que un sollozo le arañaba la garganta. Siguió sin moverse y, en un comienzo, creyó que el viento le había jugado una mala pasada y que no había escuchado a su padre gritar asustado. Y que la tierra no estaba temblando. 

Sin embargo, la nieve no alcanzaba a disfrazar el galope ronco y terrible de los caballos que se acercaban. Escuchó que alguien gritaba, pero no estaba seguro de si era su propia garganta la que le decía que se moviera. El niño solo se echó a correr cuando el naranja explotó en el negro de la oscuridad. La noche se encendió, aunque la fogata seguía apagada.

Los dioses guardaron silencio. Quizás, pensó el chico mientras las flechas silbaban más fuerte que el viento y los gritos ahora teñían la nieve, así había sido siempre.

3 comentarios:

  1. Hermoso. Estaba esperando tu relato, y debo decir que valió la pena.

    Saludos!

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  2. Holaaaa! Me ha gustado mucho el capítulo ^^ empieza bien la historia y la verdad que el título me tiene hechizada :D
    Me encanta!!!
    Fenomenal!
    Sigue así!!! :)
    Un besoooo

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  3. Holaaaa.

    Soy tu reseñadora, siento haber tardado tanto tiempo. En unos cuantos días ya tendrás mi reseña.

    De momento el nombre ya me ha enamorado.

    Un beso!

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