—En voz alta —murmuró El Observador desde su sillón. Una
vez, Javier se sentó en él sin que él se diera cuenta. Tenía ruedas en las
patas y se deslizó un par de veces, con el corazón desbocado y los ojos
saltones, antes de pararse a toda prisa y esperar a que apareciera El
Observador y lo enviara a la caja. No ocurrió, pero Javier no volvió a sentarse
en la silla. El niño se rascó de forma distraída una oreja y asintió.
—«Pregúntese con este motivo si es mejor ser amado que temido o temido que amado, y se responde
que convendría ser ambas cosas; pero, siendo difícil que estén juntas, mucho
más seguro es ser temido que amado, en el caso de que falte uno de los dos
afectos. Porque de los hombres puede decirse generalmente que son ingratos,
volubles, dados al fingimiento, aficionados a esquivar los peligros, y
codiciosas de las ganancias. Mientras los favoreces, son completamente tuyos y
te ofrecen su sangre, sus haciendas, su vida y hasta sus hijos, como ya he
dicho anteriormente, siempre que el peligro de aceptar sus ofertas esté lejano;
pero si éste se acerca, se sublevan contra ti. El príncipe que fía únicamente
en sus promesas y no cuenta con otros medios de defensa, está perdido, pues las
amistades que se adquieren por precio y no por la nobleza del alma, subsisten
hasta que los contratiempos de la fortuna las pone a prueba, en cuyo caso no se
puede contar con ellas. Los hombres temen menos ofender a quien se hace amar
que al que inspira temor; porque la amistad es solo un lazo moral, lazo que por
ser los hombres malos rompen en muchas ocasiones, dando preferencia a sus
intereses; pero el temor lo mantiene el miedo a un castigo que constantemente
se quiere evitar».
Javier leyó todo sin apartar la vista del libro. El ejemplar
era delgado y tenía las páginas amarillas, rugosas al tacto. El Observador
asintió cuando acabó de leer y clavó la vista en el cuaderno que el chico tenía
abierto sobre la mesa. La tarde estaba tibia y el chaleco delgado que le había
dejado El Observador esa mañana se sentía calientito y suave. Javier hundió la
boca en el cuello y esperó.
—¿Qué opinas tú, Javier? —preguntó El Observador luego de
unos instantes de silencio.
El chico se relamió los labios y soltó un jadeo suave al
apartar la boca del material del chaleco. Sin darse cuenta, tragó un poco de
saliva y apartó la vista de los ojos del Observador, para fijarlos en la página
que acababa de leer. «Mucho más seguro es ser temido que amado».
—Es un poco pesimista, ¿no? —murmuró el chico y notó la voz
rasposa. «Habla más alto», pensó, como si se lo hubieran ordenado. Carraspeó,
aun sin apartar los ojos del libro y añadió—: Vivir siempre asustado de una
persona… solo porque es útil mantenerla así… No parece muy considerado. —Javier
deseó tener su baraja de cartas para tener algo que hacer con las manos—. Debe
ser difícil ser amado y temido a la vez… Así que para un príncipe… —Titubeó—,
debe ser más fácil inspirar temor y así seguir siendo poderoso.
El Observador no dijo nada por un momento. Javier no se
atrevió a levantar la vista todavía y empezó a contar en su mente. «Uno… dos…
tres…». Finalmente, el Observador se removió en su asiento, cruzó una pierna sobre
la otra y sonrió. El chico lo miró, con la boca reseca, y notó que los hombros
se le relajaban.
—No es tan difícil, la verdad —dijo El Observador y a Javier
le pareció que algo le divertía—. Sigue con el próximo capítulo y luego
revisaré tus ejercicios de matemáticas.
Javier sonrió y hundió la boca en el chaleco. Calientito. A
salvo.
Javier salió de la ducha y se sentó en la silla de su
escritorio sin secarse el pelo. Las gotas de agua le escurrían por su cara y
caían sobre la madera empapando la superficie. El cajón que nunca abría, tal
como el espejo que había roto tan pronto llegó al departamento o el café que
compró para luego vomitarlo al beberlo y el cabello que le picaba y le ardía
aunque lo tuviera limpio y oscuro como siempre, crujió cuando deslizó la
manija.
Otros naipes ajados. Papeles arrugados. Cuadernos viejos.
Lápices mordidos en la tapa. Una copia de “El Príncipe”, en edición Ercilla con
sus hojas amarillas. Trozos de vidrio que hizo que Javier apartara la mirada al
notar sus ojos reflejándose. Una taza sucia y descascarada. Un pedazo de fierro
oxidado. Una libreta negra con hojas arrancadas. El corazón empezó a latirle
con fuerza, pero Javier lo ignoró. Se relamió los labios resecos y sacó el
atado de papeles. Algunos se desparramaron por el suelo. Se sentó frente al
escritorio y cerró los ojos.
«Uno…dos… tres…». Javier volvió a abrir el cajón y sacó un
montón de naipes de distintos colores y en distintos estados de conservación.
Los agrupó todos, notando cómo se mojaban un poco al inclinar la cabeza
empapada sobre ellos e hizo el movimiento. Partir la baraja con una sola mano.
(—Es el corte «Charlier» —dijo El Observador y se encogió de
hombros, repitiendo el movimiento tres veces sin ningún esfuerzo. Javier abrió
los ojos y notó que se le escapaba una sonrisa—. Es sencillo y es estupendo
para practicarlo mientras hacemos otra cosa, porque solo necesita una mano
libre. —El sonido de las cartas al rozarse unas con otras le provocó un
escalofrío en mitad de la calurosa mañana de verano—. Pero, en realidad, un
truco mucho más útil… —El Observador se tomó un segundo, mostró la primera
carta, un ocho de corazones, y con ambas manos dio vuelta casi todas las cartas
restantes, formando una Z en el aire. Luego de un par de segundos, volvió a
cerrar la baraja—… es engañar al espectador para hacerle creer que toda la
baraja está revuelta, cuando en realidad… —Dio vuelta la primera carta. Un ocho
de corazones—… todo sigue exactamente igual que al comienzo.
«Corte Sybil». Cuando salió de la caja y del sótano y de la
casa y de la calle que nunca había conocido, luego de descubrir donde había
pasado los últimos trece años, recordó ese nombre. Sybil. Un oráculo que
engañaba. Un adivino que era solo un truco. Y corrió.)
Javier se pasó la mano por el cabello. Los dedos le quedaron
mojados, chorreando gotas a través de su piel. Todavía tenía el pelo oscuro,
recordó. Los papeles a veces solo contenían garabatos, trazos temblorosos de su
nombre —Javier, Javier, Javier, y la «J» era siempre alta y con una vuelta en
un solo trazo juguetón—, gotas que no eran del agua de su pelo, borrones,
dibujos que no había terminado, anotaciones de física, de fútbol, del color de
los semáforos, de cómo batir correctamente un huevo. Algunos estaban en blanco.
Javier tragó saliva y notó que el estómago se le encogía en una punzada
ardiente. La misma sensación de siempre. Un retorcijón como un puñetazo que se
esparcía por su pecho hasta su garganta. Papeles en blanco. Días y noches en la
caja, temblando de miedo, sangrando y sorbiéndose los mocos.
«¿Por qué?»
«Uno…dos…tres…».
«Si fui un buen chico… un buen chico…».
Y luego la última carta. Una entrada de diario. Con una
caligrafía cuadrada y recta que había aprendido a memorizar en una hoja que
habían separado de su origen. Javier soltó un jadeo tembloroso y se inclinó
sobre el escritorio para leer por última vez.
Último amanecer.
7.31 de la mañana.
Sobrevivió. Logró sobrevivir. Y ahora
solo queda él y lo que pasará después. Todo vuelve al comienzo y Javier estará
ahí para verlo. No seguiré observando. No pensé que escribiría esta entrada ni
que él lo vería. Pero sobrevivió. Y su mundo ahora es pequeño y gigante. Y
ahora no habrá más que quedarse dormido…
Javier gritó cuando escuchó el disparo. Se despertó pocos
momentos antes y el sonido le aceleró el pulso y le provocó un sudor frío que
empezó a hacerlo temblar. No escuchó el cuerpo del Observador caerse de la
silla. El aroma a café, como todas las mañanas, era penetrante, amargo y
espeso. Siempre sin azúcar. El muchacho avanzó descalzo por el pasillo, sin
mirar la entrada que llevaba a la caja, y abrió la puerta sin decir nada con el
corazón golpeándole el pecho con frenesí.
No olió la sangre ni la pólvora, porque café era todo lo que
alcanzaba a distinguir. No vio la mancha oscura de sangre contra la alfombra
gris. Carraspeó y bajó la cabeza. Solo cuando pasó un minuto completo sin que
nadie dijera nada ni se escuchara ningún sonido, se dio cuenta de que estaba
solo. Y que el cuerpo del Observador se había desplomado de la silla hacia el
lado opuesto de la puerta, detrás del escritorio, con una herida en la sien que
le había roto las gafas y había salpicado el borde de madera.
Javier chilló. Fue un
grito agudo que hizo eco en su cabeza como si alguien más hubiera gritado desde
muy lejos con una voz de niño. Se abalanzó sobre el suelo, sin dejar de sollozar
y balbucear. El cuerpo del Observador estaba rígido y pesaba, pero Javier trató
de hacerlo levantarse. El cuello se le manchó de sangre cuando la cabeza inerte
del hombre se apoyó en él. Javier soltó un grito ahogado al notar el líquido
caliente escurriéndole por la piel y soltó al Observador que se azotó contra el
suelo alfombrado con un ruido amortiguado. El chico se quedó de pie, sin poder
detener el temblor de sus manos, con la respiración acelerada y una náusea
profunda que le retorció el estómago. Las lágrimas le mojaron la cara y se
llevó una mano a la frente, apretando los dientes. Miró frenéticamente a su
alrededor, ignorando el arma que había quedado tirada en el suelo, y corrió
hasta la lámpara del escritorio.
«Uno…dos…tres…». Estaba soñando, estaba soñando, la lámpara
estaba rota y esa era otra pesadilla. Cuando presionara el interruptor, sabría
que era solo un sueño y trataría de abrir los ojos.
La luz le pegó en los ojos cuando la lámpara se encendió.
Javier gritó y se inclinó sobre el escritorio.
—Perdón… perdón… perdón…
Pero, ¿qué había hecho en realidad? «Perdón… perdón… Buen
chico… buen chico…». La carta estaba doblada encima del escritorio con la misma
caligrafía cuadrada y recta que ya conocía. La misma que Javier tenía en sus
cuadernos, llenas de apuntes de historia y literatura y cómo saludar en
público. La única que existía.
Javier estaba vivo.
Estaba solo.
El niño de la mochila abultada tomó el mismo camino a la
mañana siguiente. Se subió al mismo vagón y se bajó en la misma estación, sin
dejar de apretar su bolso contra su cuerpo. Andaba con cierta dificultad,
porque todavía tenía las piernas algo cortas y trataba de avanzar lo más rápido
posible con los ojos algo entornados por el sueño.
Javier se adelantó y notó que el chico lo miraba con
curiosidad y recelo desde abajo. El niño aferró con fuerza su mochila. La calle
estaba vacía y Javier relajó los hombros al ver el vaho blanco que le salió de
la boca al responder.
—Hola —dijo El Observador mirando al niño con una sonrisa
cordial. La boca le sabía a café recién hecho. El cabello blanco no le ardía.
Extendió una baraja de naipes con una mano y se subió las gafas con la otra. Vivo.
Vivo. El niño de pelo oscuro parpadeó.
«¿Quieres ver un truco?».
Hola, me gusta tu blog y espero poder ir siguiendo tus historias. Por ello también te he dejado un pequeño presente en el mío, espero te guste y te animes: http://historiadedosamantes.blogspot.com/2016/04/nominacion-los-premios-liebster.html
ResponderEliminarLlevas un mes y medio sin publicar nada. Sé que debes estar muy ocupada con lo que sea que estés haciendo, pero a este ritmo vas a romper el record de 2014. ¿Qué tal si le dedicas menos tiempo a Tumblr y escribes algo para variar?
ResponderEliminar¿Quién dijo que no lo estoy haciendo? x)
EliminarTouché o.o
ResponderEliminar