Javier gritó. No escuchaba más que sus propios jadeos
atragantados y los sollozos rotos que se escapaban de su garganta. Le hubiera
gustado oírlo gritar. Insultarlo. Decir algo mientras le quebrara los huesos
del cuerpo y lo arrastraba de nuevo a la caja. Pero el Observador solo avanzó a
pasos firmes y lo agarró por la camisa sin dificultad con una mirada
imperturbable y clínica.
—No… no lo volveré… no lo volveré a hacer… —balbuceó Javier,
pero no estaba seguro de que su propia voz, más grave de lo que la recordaba de
siempre, estuviera más allá de sus propios pensamientos. Quizás había olvidado
hablar—. Por… favor… No… no lo haré…
El Observador no respondió. Le golpeó la cara con el dorso
de su mano varias veces y se detuvo, contemplándolo con los mismos ojos
templados e impasibles. Las lágrimas de Javier se mezclaron con la sangre que
le chorreaba de la boca y de las mejillas. El cráneo le ardía, pero su pelo
seguía blanco y manchado. Respirar era doloroso. El chico sabía que tenía el
torso amoratado y que si El Observador lo soltaba no iba a poder pararse.
No había bebido café ni había desobedecido ninguna orden.
Aunque durante los primeros cinco minutos de la golpiza había intentado
recordar qué era lo que había hecho esa vez, después el dolor le había borrado
todos los pensamientos de la cabeza. «Sobrevive», había dicho El Observador
varias veces. «No te mueras». Así que no lo había hecho. Había sido un buen
chico. Había cumplido.
—No… no lo haré… de nuevo… —siguió diciendo, porque era lo
único que salía de su boca.
El Observador lo ignoró de nuevo. Lo soltó y miró como el
chico se desplomaba por el suelo y trataba de gatear lejos de él. Javier sabía
que en la caja no tenía dónde esconderse, porque era solo un cubo de cemento
oscuro y congelado. Reconocer esa realidad no impidió que se arrastrara hasta
un rincón y tratara de encogerse contra la pared fría, sorbiendo sangre y
mocos, temblando y gimiendo con cada pequeño movimiento. Era en momentos como
ese que Javier pensaba que su cuerpo nunca dejaría de temblar. Seguiría
vibrando como gelatina con el Observador estudiándolo en la penumbra. «Quiero
estar solo… quiero estar solo… quiero estar solo… No volveré a hacerlo, déjame
solo…»
El chico escuchó los pasos del Observador y apretó aún más
el cuerpo contra la pared. Presionó la sien contra la superficie helada y soltó
un grito ahogado cuando el movimiento causó que una oleada de dolor le
irradiara desde el abdomen hasta la cabeza. Sin embargo, los pasos no se
acercaron. Javier los escuchó perderse hasta que solo alcanzó a oír el azote de
la pesada puerta oxidada cerrándose. La oscuridad se tragó todo.
—No… no… no llores… no-no… llo-llores… —Las lágrimas
siguieron resbalándose por su cara sucia por más que cerrara los ojos—. Buen
chico… buen chico…
Se deslizó por la pared hasta acostarse sobre el suelo con
las piernas solo un poco encogidas. Soltó un grito estrangulado cuando el dolor
volvió a azotarle el cuerpo en una ráfaga de calor que se le pegó a la espalda,
a las mejillas, a los ojos, a la cabeza, a las piernas. Tenía el pelo pegajoso
de sudor y el aire olía a sangre y a piedra.
Estaba solo. Estaba solo en la caja y no podía parar de
llorar y de temblar. Seguía sin aprender cómo evitar que las lágrimas le
aparecieran en los ojos. No importaba que los tuviera casi cerrados con
moretones negros y azules en la cara. No importaba que sus pupilas fueran
apenas rendijas bajo carne hinchada y rota. Siempre podía llorar. Javier soltó
un hipido, pero no se enjuagó las lágrimas o los mocos. No se movió del suelo.
Estaba solo en la caja.
A veces, recordaba cómo contar y, aunque se demoraba varios
segundos en pasar de un número a otro, contaba y contaba hasta que se abría la
puerta o hasta que se quedaba dormido. El silencio era familiar. El frío le
provocó escalofríos y comenzó a contar en su mente —«uno… dos… tres…»—, pero no
lograba concentrarse. «Dos qué… tres qué…». Javier intentó incorporarse un poco
cuando notó un cambio en la caja. El Observador estaba mirándolo… ¿No?
Se pasó una mano por la cara y los dedos le quedaron
manchados de tierra, sangre y lágrimas resecas. Soltó un jadeo dolorido y un
gruñido cuando se movió sobre el suelo. Solo. En la caja. «Uno… dos… tres…».
—Nun-nunca más… nunca más…
El olor a orina lo hizo arrugar la nariz y, aunque intentó
presionar los músculos y cerrar las piernas, con los ojos apretados, notó el
calor del líquido, pegajoso y familiar, manchándole la ropa y escurriéndose por
sus piernas. Se quedó dormido, sucio, con el cuerpo roto, y sollozando en la
oscuridad.
Se despertó con un par de brazos rodeándole el cuerpo.
Javier quiso gritar, porque el movimiento provocó una oleada de dolor sordo,
blanco incluso, que explotó en todos lados. Notó el aroma a café en el cabello
corto del Observador y la firmeza suave de su abrazo, las palmadas —tap, tap,
tap, cariñosas, cercanas— en su espalda, la sonrisa que creía adivinar en su
rostro. Javier rompió en llanto y se apretó contra el cuerpo de su captor.
—Perdón… perdón… per-perdón…
—Lo sé, chico. Lo sé… Shhh…
Javier había cumplido dieciséis años, pero no lo sabía. Y lloraba con una
sonrisa.
Se despertó con un grito. El eco de su voz ronca sonó
extraño para su mente, apenas lúcida, que tardó varios segundos en darse cuenta
que podía encender la lámpara de su velador, porque estaba en su casa. «Estoy
en mi cama». Era un pensamiento absurdo, pero que resonó fuerte y casi nítido
dentro de su cabeza. «Es mi cama». Era de noche, pero no recordaba haber
llegado a casa o haberse quitado los zapatos o haberse quedado dormido. Ni
siquiera recordaba haber salido de su trabajo.
La luz de la lámpara le pegó de lleno en los ojos. Javier
encorvó un poco la espalda, intentando relajar los músculos, y notó el estómago
todavía apretado, como ardiendo de miedo. Una punzada de dolor le atravesó la
espalda baja al moverse. Tragó saliva y encontró que tenía la garganta seca y
la lengua áspera como si no hubiera tomado agua durante días. «Esta es mi
cama».
Javier no contó números. Miró su habitación lentamente, se
relamió los labios y esperó hasta dejar de sentir el latido frenético de su
corazón. No recordaba qué había soñado, pero sabía que era sobre antes. Sobre
un lugar que no era su cama, sobre El Observador, sobre sitios sin lámparas.
Sobre antes, como siempre. El muchacho se pasó una mano por el cabello —oscuro,
algo pajizo, pero oscuro, muy oscuro— y cerró los ojos.
De inmediato notó la sensación pegajosa y mojada entre las
piernas. Se tropezó con las sábanas cuando se levantó de golpe y se pasó a
llevar la cadera con el mueble del velador. Una arcada lo dobló en dos. Le
salpicaron las lágrimas de los ojos y, apenas consciente de lo que hacía, echó
a correr hacia el baño y puso el pestillo.
Estaba solo en un baño a oscuras. Javier buscó el
interruptor con la mano, casi golpeando la pared mientras sus dedos trataban de
ubicar el relieve del aparato y encendió la luz. Se inclinó sobre el lavabo y apretó
los bordes de cerámica con las manos hasta que le dolieron. Después de unos
instantes, Javier se dirigió a la ducha y la encendió. Se quitó toda la ropa a
tirones, todavía jadeando, y se metió bajo el chorro helado. Dio un grito
cuando el agua le golpeó la cabeza y chorreó por su espalda, dándole
escalofríos.
Javier alzó la cabeza y dejó que el agua le cayera por la
cara. Le ardían los ojos. Estaba solo. No en una caja, aunque se parecía.
Estaba solo y nadie iba a castigarlo. Nadie lo abrazaría para su cumpleaños.
Nadie lo observaría desde la distancia con ojos imperturbables. Estaba solo
bajo el agua, llorando. Javier era un niño, alto, grande, que iba a oficinas y
jugaba a tener ropa de adulto. Un niño que había mojado la cama por una
pesadilla. «Uno… dos… tres…».
Estaba solo. El cuero cabelludo le ardía, porque se lo
habían desteñido muchas veces. No estaba oscuro, sino claro, blanco, manchado
de amarillo. La boca le sabía a café. Apestaba a orina. Estaba vivo. Estaba
solo. Javier chocó un puño contra la pared de la ducha y soltó un alarido. Lo
hizo de nuevo y gritó más alto. Los nudillos crujieron y el dolor se esparció
desde sus dedos hasta el hombro. Su grito esta vez pareció más un chillido
estrangulado. Golpeó la pared con el otro puño y volvió a gritar. Solo. Solo. Vivo.
Vivo. Vivo. Vivo.
—Sobrevive —dijo el Observador y no estaba ahí. Y estaba
mirándolo, desnudo, sangrando bajo el chorro de la ducha. Impasible.
Sonriendo—. Sobrevive.
Vivo. Vivo. Las manos le sangraban, amoratadas y
temblorosas.
—Perdón… perdón…
Un niño en una caja al que un hombre abrazaba. Y un niño con
una mochila abultada caminando por una calle vacía. «Sobrevive», dijo Javier y
sonó como su propia voz. El muchacho apoyó ambos puños rotos contra la pared y
bajó la cabeza. Sobrevive. Cómo lo había hecho antes. Sobrevive, dijo.
Sobrevive. Pero estaba solo…
—No por mucho tiempo —dijo El Observador.
El suelo estaba cubierto de naipes brillantes. Y cuando Javier levantó al vista, se vio a sí mismo
sonriendo desde el borde de la ducha, con el cabello totalmente blanco y una
humeante taza de café en la mano.
QUEEEEEEEEEEE!! O_O
ResponderEliminarSigo realmente intrigado, me ha encantado como nos has introducido en la pesadilla. No puedo si no pensar que el pobre Javier sufre algún trastorno psiquiátrico o trauma infantil, pero por decir algo, puesto que no tengo ni idea de cómo puede acabar esta historia.
Estaré pendiente de las actualizaciones! Beso! :*