Conoceremos los ojos de los dioses

domingo, 23 de abril de 2017

Participación para "Proyecto Remolacha"


Fuerte, fuerte, fuerte. El pecho de Pies Descalzos sonaba y dolía con cada paso. La arena fría entre sus dedos dejaba decenas de huellas en el suelo. Apenas distinguía rostros. Apenas notaba su cuerpo. Caminaba junto al resto con los ojos congelados. Los túneles hacían eco de las pisadas y hacían retumbar los murmullos. 

Afuera. Afuera, esa era la palabra que le retorcía el estómago a Pies Descalzos. Afuera, donde las bestias desgarraban la carne, donde no había paz oscura para los ojos, sino un fuego que quemaba los huesos. Afuera, donde se respiraba muerte y olvido en un blanco eterno, en ruidos que hacían explotar los oídos. Afuera, afuera, afuera de los túneles.

Pies Descalzos se frotó el pecho tres veces como su artia le había dicho para tener valor, pero solo notó la piel agrietada de sus manos contra el pecho pegajoso. El agua del miedo. El agua que salía del cuerpo y marcaba a las presas atemorizadas.

«Son solo leyendas». La respuesta, parca y sencilla, era como el sabor de las raíces en agua. Desabrida y terrosa, se pegaba en su lengua y llenaba el estómago con una pesadez que apagaba sus rugidos. 

Golpe. Golpe. Golpe. Pies descalzos sintió el eco dentro de sí mismo y cerró los ojos, pisando y pisando mientras avanzaba. La laguna parecía muerta y congelada cuando el chico llegó, junto con el resto de la multitud, hasta su lugar en el Círculo. Los oídos le retumbaban y no se atrevió a mirar más allá del agua opaca que apenas brillaba en la oscuridad. 

―¡Guanarterme! ¡Guanarterme!

El Luok, el jefe de la tribu, caminó sin prisas hasta el centro del Círculo, donde se encontraba el gigantesco reloj de arena. Los ojos de Pies Descalzos se clavaron en el enorme aparato y en los escasos granos que se deslizaban sobre el montón. 

Guanarterme se detuvo junto al reloj y enfrentó a la multitud hasta que los murmullos terminaron por apagarse. Pies Descalzos notó las pantorrillas congeladas y se preguntó si el luok, con su imponente altura y la mirada hosca y gris, alcanzaba a distinguir el miedo que inspiraba su silencio en ese momento. 

―Ha terminado otra espera y ahora elegiremos a un nuevo explorador. ―comenzó a explicar el jefe y su voz hizo eco en la piedra. Hablaba con calma, en un tono ronco y seco, intercalando si mirada entre el reloj y la multitud―. Muchos me preguntan por qué tenemos que seguir aterrados con cada grano de arena que cae, por qué tenemos que salir.

Pies Descalzos cambió su peso de un pie a otro. Tenía entumecidos los dedos de las manos. El silencio parecía hacerle cosquillas en el estómago y en la garganta. Apenas podía mantener la espalda erguida. «Pies Descalzos, para que nunca olvide cómo es la tierra, cómo es el suelo». Allí, en la oscuridad, era dónde debía estar siempre… 

―Y respondo siempre lo mismo, porque imperturbable es el propósito que creó este ciclo ―dijo Guanarterme―. Nuestros ancestros salieron en búsqueda del saber que se oculta tras las puertas. Allá afuera nos aguarda el futuro de todos nuestros clanes. Sí, nadie ha regresado… Pero no nos rendiremos. Alguien debe salir. Alguien debe volver. Por eso hoy elegimos a un nuevo heraldo que nos traiga el conocimiento perdido más allá de esta oscuridad.

Fuerte, fuerte, fuerte. De nuevo el pecho de Pies Descalzos golpeó una y otra vez mientras las piedras con los nombres eran repartidas en el suelo y los ancianos arrojaban guijarros de arena sobre ellas. Lenguas de fuego arañaron el estómago del chico. 

―Has sido elegido para llevar nuestra esperanza más allá de la tierra y la piedra. Hoy juras ante los dioses que volverás con su regalo. ¡Te honramos este día! ¡Ven… Pies Descalzos!

«Ven…». El sonido se apagó en los oídos del muchacho. Alzó la vista y miró alrededor para ver si alguien repetía el nombre del elegido que no había alcanzado a escuchar. Fuerte, fuerte, golpeaba su pecho, cada vez más rápido, más ronco. En ese momento el chico sintió las manos ardiendo, las piernas de fuego, como si una llamarada se le hubiera colado por la garganta. El cuerpo le tembló y miró alrededor con los ojos borrosos. Otros ojos lo miraron de regreso. «No…» 

―No ―susurró Pies Descalzos, tan bajito que no alcanzó a escucharlo ni él mismo―. No…

«Te honramos este día». El muchacho tenía la espalda empapada de agua. Retrocedió un paso. Luego otro. Los ojos le ardían como si estuvieran cubierto de humo. Apretó los puños temblorosos e intentó recordar el camino de regreso a sus túneles y a las pieles que lo cobijaron durante la noche. Una mano le tomó el hombro. Sus pies estaban congelados como trozos de piedra. Se zafó de la mano intrusa y trató de darse vuelta. La multitud lo rodeaba por completo. 

―¡No! ―gritó―. ¡No! 

Pies Descalzos vio el humo en los ojos que lo miraban. El miedo oculto detrás de la rabia que desfiguraba los rostros que se acercaban cada vez más. Golpe, golpe, el retumbar en su pecho, el silencio ensordecedor que lo sometía. Quería correr. Correr, pelear, desaparecer en la tierra.

―¡Ya basta! 

Guanarterme se hizo paso entre la multitud que rodeaba a Pies Descalzos. El chico bajó la cabeza de inmediato, sin dejar de apretar los puños. Aún temblaba. 

―Vuelvan a sus tareas. Se honrará la tradición de este ciclo. ―La voz del luok era dura y seca. Piedra contra piedra―. Que los soldados preparen el camino y las provisiones. 

Pies Descalzos permaneció en su lugar, con la cabeza agachada y la respiración entrecortada. Sentía el cabello empapado, apenas sujeto por el moño que usaba, y el cuerpo tembloroso, ligero como el polvo, sin huesos. Afuera, afuera. El miedo era frío y duro. «¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer…?». 

―Eres del clan del humo, ¿verdad? ―preguntó el jefe y Pies Descalzos alzó la vista. El chico asintió con la cabeza, pero permaneció callado―. ¿Sabías que fue tu ancestro, Ojos Oscuros, el primero en salir más allá de los túneles? 

Pies Descalzos no lo sabía. No le importaba.

―Piensas que nadie ha vuelto, ni siquiera él. Ni siquiera mi hermana Alantea, que se marchó hace diez ciclos atrás. ―Pies Descalzos abrió los ojos un poco. El jefe se rio suavemente―. Sí, ella también fue elegida y tenía miedo, igual que todos… Pero honró nuestras tradiciones y cruzó las puertas. ¿Alguien sabe acaso lo que hay allá? ¿En el silencio tras el fin? ¿Cómo sabemos que no es el paraíso que hemos soñado? 

―Nadie ha vuelto ―susurró Pies Descalzos. Las manos ya no le temblaban, pero estaba empapado en agua y no podía mirar a los ojos al luok. 

―Es cierto. Pies Descalzos, eres nuestro elegido este ciclo. Esta vez, tú eres quien lleva nuestra esperanza. Y… tú… Tú puedes ser el que regrese.

Guanarterme apoyó una mano en el hombro del muchacho y le sostuvo la mirada. Solemne. Impertérrita. Gris como las cenizas. De piedra. No dijo nada más. Permaneció en silencio con su mano pesada apoyada en el hombro de Pies Descalzos. El chico cerró los ojos. «Dioses, ayúdenme, ayúdenme». Un sollozo se quebró en su garganta, que lo expulsó como un jadeo pesado. Asintió con la cabeza y apretó más los ojos.

―Vuelve ―dijo el jefe y se retiró.

Apenas distinguió los rostros de los soldados que le pasaron las armas ceremoniales. El hacha y el garrote. Eran armas nuevas y pesadas, que se sentían extrañas en sus manos. Pies Descalzos se cruzó la bolsa de piel y notó en la cadera el peso de las raíces y la carne seca que lo alimentaría en su viaje. «Afuera», pensó mientras caminaba. Fuerte, fuerte, su pecho volvía a sonar, rápido, ronco, tocando hasta sus huesos. 

Se abrió una puerta y desaparecieron los primeros rostros. Sonaban a tierra y olían a piedras desnudas. Pies Descalzos caminó otra vez y notó la boca seca, agrietada como el barro, y saboreó la piel salada. El pasillo que conectaba el túnel con lo desconocido era largo, pero se empequeñeció en tan solo unos pocos segundos. Resonaron las puertas en su espalda y, por un segundo, el muchacho quiso voltear y suplicar que lo dejaran volver. Cerró los ojos y esperó a que se abriera la última puerta. «Afuera, afuera. Dioses de mi pueblo, ayúdenme…».

El dolor lo alcanzó en los ojos. Pies Descalzos tropezó y soltó un grito de dolor cuando el fuego le arañó la vista. Cayó al suelo, sin dejar de gritar, y olió la tierra mojada en el rostro. Las lágrimas le rodaron por las mejillas, calientes, y se perdieron en su boca. 

―Por favor… por favor…

Pies Descalzos se tocó la cara, pero no sintió la podredumbre en sus dedos ni el dolor de las tinieblas tragándolo por completo. Intentó abrir los ojos, pero no podía ver con las lágrimas que se acumularon en ellos. El mundo era una mancha desenfocada que dolía con cada parpadeo. El pecho le apretaba fuerte, pero notaba su golpe en la piel, sentía el tacto familiar de la tierra en sus piernas. 

«Afuera… Estoy afuera y no puedo ver…». Allí no había oscuridad. Cuando Pies Descalzos pudo abrir un poco más los ojos, su cuerpo pareció volverse una voluta de humo, apenas a la deriva. No conocía los colores que estaba viendo en la tierra y arriba, sobre su cabeza, en el infinito donde debían vivir los dioses. Nada oscuro, nada cubierto, la vegetación le arañó la piel y el muchacho soltó un grito desesperado, casi una carcajada. Aferró sus armas con fuerza y las notó frías y grises, como marchitas en comparación con el infinito que estaba junto a él.

Se arrodilló en el suelo y lloró con una sonrisa temblorosa.

Se levantó y arrancó algo del suelo, de un color indescriptible, que no era gris, no era marrón, no era negro ni claro. Era más débil que las raíces. Era frío al tacto. El chico vio rojo a lo lejos. Rojo del fuego, pero sin llamaradas, colgando de enormes estructuras como piedras rugosas. El aire era limpio y frío, y Pies Descalzos respiró profundo. Sintió el aire dentro de sí mismo, llenándole el cuerpo entero.

Quiso echar a correr, pero se detuvo. Se le congeló la risa en el rostro y volteó sobre sí mismo.

«Vuelve», le dijo Guanarterme. 

«Tú puedes ser el que regrese». Pensó en sí mismo, hace solo unos minutos, impotente y aterrado, e imaginó a un desconocido, sonriendo y hablando de colores que no existían y de olores extraños, de infinitos hacia arriba que no se podían tocar, de cosas que no tenían nombre y un aire que cubría hasta los huesos… Y recordó la oscuridad de los túneles, encogidos en la tierra. Los ojos hundidos. Cómo las palabras de Guanarterme sonaban como golpes en la piedra. 

«Vuelve».

―¿Y si… y si no vuelvo a salir? ―preguntó en voz alta y su voz se escuchó amplia. Grande. Ocupando espacio sin fin, pero desapareciendo al instante, sin rebotar. 

«Nadie ha regresado jamás». Pies Descalzos bajó la cabeza y empezó a reírse. Arrancó más cosas del suelo y se las llevó a la nariz. Le picaron la piel e invadieron sus sentidos. Afuera. Afuera. Aquí. Aquí. Pies Descalzos miró a su alrededor, pero no distinguía más que tierra y arriba y colores salpicando cada rincón. Abajo estaba su pueblo, encogido en la oscuridad. Afuera estaban… todos. Todos los demás. Los que habían salido antes. «Nadie ha regresado nunca». 

Pies Descalzos cerró los ojos y siguió caminando. Sus pisadas resonaban. Crujían y desaparecían. 

«Vuelve».

―Lo haré ―prometió en un susurro y se frotó el pecho tres veces―. Lo juro ante los dioses, ante los dioses que viven aquí. Volveré… cuando los encuentre.

«Tu nombre es Pies Descalzos, para que nunca olvides cómo es la tierra, cómo es el suelo». Sus dedos se perdieron en la vegetación. El muchacho sonrió. 

Su sombra se recortó contra la luz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Santa Template by María Martínez © 2014