Participación para "Proyecto Remolacha"
Fuerte,
fuerte, fuerte. El pecho de Pies Descalzos sonaba y dolía con cada paso. La
arena fría entre sus dedos dejaba decenas de huellas en el suelo. Apenas
distinguía rostros. Apenas notaba su cuerpo. Caminaba junto al resto con los
ojos congelados. Los túneles hacían eco de las pisadas y hacían retumbar los murmullos.
Afuera.
Afuera, esa era la palabra que le retorcía el estómago a Pies Descalzos.
Afuera, donde las bestias desgarraban la carne, donde no había paz oscura para
los ojos, sino un fuego que quemaba los huesos. Afuera, donde se respiraba
muerte y olvido en un blanco eterno, en ruidos que hacían explotar los oídos.
Afuera, afuera, afuera de los túneles.
Pies
Descalzos se frotó el pecho tres veces como su artia le había dicho para tener valor, pero solo notó la piel
agrietada de sus manos contra el pecho pegajoso. El agua del miedo. El agua que
salía del cuerpo y marcaba a las presas atemorizadas.
«Son
solo leyendas». La respuesta, parca y sencilla, era como el sabor de las raíces
en agua. Desabrida y terrosa, se pegaba en su lengua y llenaba el estómago con
una pesadez que apagaba sus rugidos.
Golpe.
Golpe. Golpe. Pies descalzos sintió el eco dentro de sí mismo y cerró los ojos,
pisando y pisando mientras avanzaba. La laguna parecía muerta y congelada
cuando el chico llegó, junto con el resto de la multitud, hasta su lugar en el
Círculo. Los oídos le retumbaban y no se atrevió a mirar más allá del agua
opaca que apenas brillaba en la oscuridad.
―¡Guanarterme!
¡Guanarterme!
El
Luok, el jefe de la tribu, caminó sin
prisas hasta el centro del Círculo, donde se encontraba el gigantesco reloj de
arena. Los ojos de Pies Descalzos se clavaron en el enorme aparato y en los escasos
granos que se deslizaban sobre el montón.
Guanarterme
se detuvo junto al reloj y enfrentó a la multitud hasta que los murmullos
terminaron por apagarse. Pies Descalzos notó las pantorrillas congeladas y se
preguntó si el luok, con su imponente
altura y la mirada hosca y gris, alcanzaba a distinguir el miedo que inspiraba
su silencio en ese momento.
―Ha
terminado otra espera y ahora elegiremos a un nuevo explorador. ―comenzó a
explicar el jefe y su voz hizo eco en la piedra. Hablaba con calma, en un tono
ronco y seco, intercalando si mirada entre el reloj y la multitud―. Muchos me
preguntan por qué tenemos que seguir aterrados con cada grano de arena que cae,
por qué tenemos que salir.
Pies
Descalzos cambió su peso de un pie a otro. Tenía entumecidos los dedos de las
manos. El silencio parecía hacerle cosquillas en el estómago y en la garganta.
Apenas podía mantener la espalda erguida. «Pies Descalzos, para que nunca
olvide cómo es la tierra, cómo es el suelo». Allí, en la oscuridad, era dónde
debía estar siempre…
―Y
respondo siempre lo mismo, porque imperturbable es el propósito que creó este
ciclo ―dijo Guanarterme―. Nuestros ancestros salieron en búsqueda del saber que
se oculta tras las puertas. Allá afuera nos aguarda el futuro de todos nuestros
clanes. Sí, nadie ha regresado… Pero no nos rendiremos. Alguien debe salir. Alguien
debe volver. Por eso hoy elegimos a un nuevo heraldo que nos traiga el conocimiento
perdido más allá de esta oscuridad.
Fuerte,
fuerte, fuerte. De nuevo el pecho de Pies Descalzos golpeó una y otra vez
mientras las piedras con los nombres eran repartidas en el suelo y los ancianos
arrojaban guijarros de arena sobre ellas. Lenguas de fuego arañaron el estómago
del chico.
―Has
sido elegido para llevar nuestra esperanza más allá de la tierra y la piedra. Hoy
juras ante los dioses que volverás con su regalo. ¡Te honramos este día! ¡Ven…
Pies Descalzos!
«Ven…».
El sonido se apagó en los oídos del muchacho. Alzó la vista y miró alrededor
para ver si alguien repetía el nombre del elegido que no había alcanzado a
escuchar. Fuerte, fuerte, golpeaba su pecho, cada vez más rápido, más ronco. En
ese momento el chico sintió las manos ardiendo, las piernas de fuego, como si
una llamarada se le hubiera colado por la garganta. El cuerpo le tembló y miró
alrededor con los ojos borrosos. Otros ojos lo miraron de regreso. «No…»
―No
―susurró Pies Descalzos, tan bajito que no alcanzó a escucharlo ni él mismo―.
No…
«Te
honramos este día». El muchacho tenía la espalda empapada de agua. Retrocedió
un paso. Luego otro. Los ojos le ardían como si estuvieran cubierto de humo.
Apretó los puños temblorosos e intentó recordar el camino de regreso a sus
túneles y a las pieles que lo cobijaron durante la noche. Una mano le tomó el
hombro. Sus pies estaban congelados como trozos de piedra. Se zafó de la mano
intrusa y trató de darse vuelta. La multitud lo rodeaba por completo.
―¡No!
―gritó―. ¡No!
Pies
Descalzos vio el humo en los ojos que lo miraban. El miedo oculto detrás de la
rabia que desfiguraba los rostros que se acercaban cada vez más. Golpe, golpe,
el retumbar en su pecho, el silencio ensordecedor que lo sometía. Quería
correr. Correr, pelear, desaparecer en la tierra.
―¡Ya
basta!
Guanarterme
se hizo paso entre la multitud que rodeaba a Pies Descalzos. El chico bajó la
cabeza de inmediato, sin dejar de apretar los puños. Aún temblaba.
―Vuelvan
a sus tareas. Se honrará la tradición de este ciclo. ―La voz del luok era dura y seca. Piedra contra
piedra―. Que los soldados preparen el camino y las provisiones.
Pies
Descalzos permaneció en su lugar, con la cabeza agachada y la respiración
entrecortada. Sentía el cabello empapado, apenas sujeto por el moño que usaba,
y el cuerpo tembloroso, ligero como el polvo, sin huesos. Afuera, afuera. El
miedo era frío y duro. «¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer…?».
―Eres
del clan del humo, ¿verdad? ―preguntó el jefe y Pies Descalzos alzó la vista.
El chico asintió con la cabeza, pero permaneció callado―. ¿Sabías que fue tu
ancestro, Ojos Oscuros, el primero en salir más allá de los túneles?
Pies
Descalzos no lo sabía. No le importaba.
―Piensas
que nadie ha vuelto, ni siquiera él. Ni siquiera mi hermana Alantea, que se
marchó hace diez ciclos atrás. ―Pies Descalzos abrió los ojos un poco. El jefe
se rio suavemente―. Sí, ella también fue elegida y tenía miedo, igual que
todos… Pero honró nuestras tradiciones y cruzó las puertas. ¿Alguien sabe acaso
lo que hay allá? ¿En el silencio tras el fin? ¿Cómo sabemos que no es el
paraíso que hemos soñado?
―Nadie
ha vuelto ―susurró Pies Descalzos. Las manos ya no le temblaban, pero estaba
empapado en agua y no podía mirar a los ojos al luok.
―Es
cierto. Pies Descalzos, eres nuestro elegido este ciclo. Esta vez, tú eres
quien lleva nuestra esperanza. Y… tú… Tú puedes ser el que regrese.
Guanarterme
apoyó una mano en el hombro del muchacho y le sostuvo la mirada. Solemne.
Impertérrita. Gris como las cenizas. De piedra. No dijo nada más. Permaneció en
silencio con su mano pesada apoyada en el hombro de Pies Descalzos. El chico
cerró los ojos. «Dioses, ayúdenme, ayúdenme». Un sollozo se quebró en su
garganta, que lo expulsó como un jadeo pesado. Asintió con la cabeza y apretó
más los ojos.
―Vuelve
―dijo el jefe y se retiró.
Apenas
distinguió los rostros de los soldados que le pasaron las armas ceremoniales.
El hacha y el garrote. Eran armas nuevas y pesadas, que se sentían extrañas en
sus manos. Pies Descalzos se cruzó la bolsa de piel y notó en la cadera el peso
de las raíces y la carne seca que lo alimentaría en su viaje. «Afuera», pensó
mientras caminaba. Fuerte, fuerte, su pecho volvía a sonar, rápido, ronco,
tocando hasta sus huesos.
Se
abrió una puerta y desaparecieron los primeros rostros. Sonaban a tierra y
olían a piedras desnudas. Pies Descalzos caminó otra vez y notó la boca seca,
agrietada como el barro, y saboreó la piel salada. El pasillo que conectaba el
túnel con lo desconocido era largo, pero se empequeñeció en tan solo unos pocos
segundos. Resonaron las puertas en su espalda y, por un segundo, el muchacho
quiso voltear y suplicar que lo dejaran volver. Cerró los ojos y esperó a que
se abriera la última puerta. «Afuera, afuera. Dioses de mi pueblo, ayúdenme…».
El
dolor lo alcanzó en los ojos. Pies Descalzos tropezó y soltó un grito de dolor
cuando el fuego le arañó la vista. Cayó al suelo, sin dejar de gritar, y olió
la tierra mojada en el rostro. Las lágrimas le rodaron por las mejillas,
calientes, y se perdieron en su boca.
―Por
favor… por favor…
Pies
Descalzos se tocó la cara, pero no sintió la podredumbre en sus dedos ni el
dolor de las tinieblas tragándolo por completo. Intentó abrir los ojos, pero no
podía ver con las lágrimas que se acumularon en ellos. El mundo era una mancha
desenfocada que dolía con cada parpadeo. El pecho le apretaba fuerte, pero
notaba su golpe en la piel, sentía el tacto familiar de la tierra en sus
piernas.
«Afuera…
Estoy afuera y no puedo ver…». Allí no había oscuridad. Cuando Pies Descalzos
pudo abrir un poco más los ojos, su cuerpo pareció volverse una voluta de humo,
apenas a la deriva. No conocía los colores que estaba viendo en la tierra y
arriba, sobre su cabeza, en el infinito donde debían vivir los dioses. Nada
oscuro, nada cubierto, la vegetación le arañó la piel y el muchacho soltó un
grito desesperado, casi una carcajada. Aferró sus armas con fuerza y las notó
frías y grises, como marchitas en comparación con el infinito que estaba junto
a él.
Se
arrodilló en el suelo y lloró con una sonrisa temblorosa.
Se
levantó y arrancó algo del suelo, de un color indescriptible, que no era gris, no
era marrón, no era negro ni claro. Era más débil que las raíces. Era frío al
tacto. El chico vio rojo a lo lejos. Rojo del fuego, pero sin llamaradas,
colgando de enormes estructuras como piedras rugosas. El aire era limpio y
frío, y Pies Descalzos respiró profundo. Sintió el aire dentro de sí mismo,
llenándole el cuerpo entero.
Quiso
echar a correr, pero se detuvo. Se le congeló la risa en el rostro y volteó
sobre sí mismo.
«Vuelve»,
le dijo Guanarterme.
«Tú
puedes ser el que regrese». Pensó en sí mismo, hace solo unos minutos,
impotente y aterrado, e imaginó a un desconocido, sonriendo y hablando de
colores que no existían y de olores extraños, de infinitos hacia arriba que no
se podían tocar, de cosas que no tenían nombre y un aire que cubría hasta los
huesos… Y recordó la oscuridad de los túneles, encogidos en la tierra. Los ojos
hundidos. Cómo las palabras de Guanarterme sonaban como golpes en la piedra.
«Vuelve».
―¿Y
si… y si no vuelvo a salir? ―preguntó en voz alta y su voz se escuchó amplia.
Grande. Ocupando espacio sin fin, pero desapareciendo al instante, sin rebotar.
«Nadie
ha regresado jamás». Pies Descalzos bajó la cabeza y empezó a reírse. Arrancó
más cosas del suelo y se las llevó a la nariz. Le picaron la piel e invadieron
sus sentidos. Afuera. Afuera. Aquí. Aquí. Pies Descalzos miró a su alrededor,
pero no distinguía más que tierra y arriba y colores salpicando cada rincón.
Abajo estaba su pueblo, encogido en la oscuridad. Afuera estaban… todos. Todos
los demás. Los que habían salido antes. «Nadie ha regresado nunca».
Pies
Descalzos cerró los ojos y siguió caminando. Sus pisadas resonaban. Crujían y
desaparecían.
«Vuelve».
―Lo
haré ―prometió en un susurro y se frotó el pecho tres veces―. Lo juro ante los
dioses, ante los dioses que viven aquí. Volveré… cuando los encuentre.
«Tu
nombre es Pies Descalzos, para que nunca olvides cómo es la tierra, cómo es el
suelo». Sus dedos se perdieron en la vegetación. El muchacho sonrió.
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