Empieza siempre igual. Un dolorcito, una
molestia y altiro dipirona, aspirina, un ibuprofeno y se olvida. Otro día más,
en las mismas calles y con la misma gente. Sigue ahí la molestia, así que toma
dos pastillas de una y hasta el otro día parece bien. Sin Fonasa, sin soñar con
Isapre, con una platita ahorrada, con los pies libres de consultorios eternos,
llenos, que nunca te dirán nada, el miedo a que pase algo, a morirse esperando
que te digan que estás resfriado, el miedo de la mami a parecer indigente. Así
que un día tomas la tarjeta de cuenta RUT y sacas cuarenta lucas. Quizás
cuarenta y cinco y vas a un médico.
Consulta privada. ¿Previsión? Ni una,
porque eres estudiante, pero sin seguridad, demasiado rico para hospitales,
demasiado pobre para clínicas. Que te revise un médico una vez y ya, quedas
listo. Pero no funciona, el doctor no encuentra nada, tres exámenes más, y de
dónde sacamos la plata, bueno, algo ahorramos y se hacen los exámenes. No hay
nada y uno se va a Google no más y descubre todas las enfermedades que puede
sufrir y empieza a tener miedo, empieza a dolerle la oreja, los pies, el
estómago, ¿será el completo que te comiste o es que tienes un parásito?
Y así pasan meses. La molestia inicial sigue
ahí. Cuesta dormir, te duele un poco la cabeza al mover el cuello, estás viendo
menos. Otro médico. Otras cuarenta lucas, porque tampoco atiende por Fonasa ―y
da igual, que tampoco tienes. Y se pone seria la cosa, menos mal que bajamos de
peso, porque si no, sería peor. Le pides plata a la familia y te haces el
examen. El caro, el grande, el peligroso, porque a veces mejor no saber. Sí, mejor
no saber, pero igual te molesta, no duermes, te duele saltar, así que te lo
haces.
Y aparece el miedo. Buscamos en el celular,
sentados en la clínica, qué significan todas las palabras. Y se me aprieta el
estómago, el pecho, la boca, al leer Oncología,
pero es falsa alarma, casi casi, es solo una masa en el cerebro creciendo y
empujándolo todo como los que suben del metro sin dejar bajar. El camino de
vuelta es silencioso. Nadie caza Pokemons y solo intentamos pensar qué hacer.
Cómo decirlo. Y de dónde mierda vamos a sacar la plata.
Al otro día vas a Fonasa. Olvidada ya la
noche durmiendo apenas unas horas, después de haber googleado todo, todas las opciones, operaciones y remedios que en
realidad no entendemos, de habernos sentados todos a conversar, qué hacer, qué
hacemos. Mejor pagar 18 lucas mensuales y que quizás todo cueste menos a la
larga. A la larga que cada vez se hace más extensa. Pero da igual, porque el
doctor está de vacaciones y no vuelve en un mes más. ¿Y qué hacer mientras?
¿Qué hacemos mientras que la masa crece, que el miedo es también un tumor en la
boca y en los ojos, en los números que no cuadran?
«A Santiago». La capital, reina de todo,
donde hay más cómics, más médicos, más centros de todo, donde el mundo se
escapa en verano. Allá sabrán decirlo. Allá sabrán qué hacer. Y más plata
adeudada. Pasajes al amanecer para llegar a las diez y veinte a la consulta.
Doscientas lucas más para “aprovechar”, que todos vean médicos, porque allá
está lo mejor, ¿no? Oculistas, fonoaudiólogos y el que va a ver la masa en la
cabeza. Vamos todos, como si fuera panorama de verano, a controlar el miedo, a
seguir sin respuestas.
Y no vayamos a parecer turistas, todos con
las bocas cerradas, los ojos cansados, la pinta de ser de allá. Nadie pida
indicaciones, nadie ande mirando los mapas en los metros, sigue al resto, finge
que eres de ahí, que no eres un pobre diablo, un mierda de provincia, que tiene
miedo, que tiene el amargo en la cara y en los bolsillos.
¡Qué bonito es todo! Calles limpias,
avenidas amplias, árboles enmarcando los pasos, un sol vacío, ya que todos
veranean en otros lados, semáforos viejos pero erguidos, en cuadras y cuadras
de centro médicos con cruces en la entradas y médicos sin barba y sonrisas
blancas tomando café con sus nombres pintados en los vasos. Investigaciones,
centros, consultas, edificios nuevos, con vidrios, de pinturas viejas, con ascensores
bonitos. No aceptan Fonasa, así que dan igual esas famélicas lucas que dejaste
en casa, todo es privado, con sillones cómodos y paredes blancas, puertas de
madera pintada, recepcionistas con pantallas planas, cafeterías y minerales a
dos mil.
Nos sentamos en un rincón a esperar. Qué
tontera llegar tan temprano, una hora antes, por el miedo a estar muy lejos,
que al bus le pasara algo, que los pasajes no fueran los buenos. Así que nos
sentamos y esperamos. Hay poca gente, pero no para de llegar y de salir. Todo
huele a limpio y a acomodado, a que cada paciente vale cincuenta mil por diez
minutos, y siguen llegando. Altos rubios y nativos, de piel morena, de ojos
morados, de huesos frágiles, de haber llegado en el auto del año, de haber
viajado sin tarjeta Bip. Los que van a un chequeo y los que tiemblan. Gotea
sufrimiento. Gotea ganancia.
El doctor es joven y experto. Afuera
aprendió sobre la masa que presiona el cerebro y se ríe, porque es cosa de
todos los días, como un resfrío, como una dipirona comprada en la calle.
Explica lo mismo que hay en Internet y suena oficial, suena bien, suena a
formularios recién impresos y escáners, a doctores de televisión donde solo
importan las vidas y nunca las deudas. El nudo se suelta un poco. Y luego
empieza a apretarse de nuevo. Tres médicos más, un equipo debe decidirlo,
cuatro exámenes adicionales. Ahí mismo los hacen todos, para su comodidad,
señora, señor, en el edificio del frente, mientras antes mejor.
Y da igual que justo ahorraste para Fonasa,
porque solo cubre un examen y ni siquiera hay cajeros cerca. Reuniendo los
billetes como la mesada de luca de un niño, con las mejillas encendidas, y las
miradas que parecen decir muerto de
hambre, pero que en realidad son solo miedo, son solo paredes blancas y
batas holgadas. Vamos a perder el pasaje de vuelta, así que esperamos. Exámenes
nuevos y es viernes, así que nadie se apura en atender.
Ya ni siquiera me acuerdo de qué siguió.
¿Otro médico? ¿Una consulta por mail? El segundo, sin examen, solo consulta,
solo otras cincuenta lucas extra por diez minutos de sonrisas. Más exámenes,
pero esta vez en provincia, en el pueblo, se pueden hacer allá, este
laboratorio es re bueno, hágaselos y luego me dice por correo cómo le va.
Joven. Sonriente. Comprensivo. Otra semana de ayuno. La risotada familiar con
las cuarenta y ocho horas de abstinencia sexual ―¡te imaginas fuera de comida,
qué horror!―, y más pastillitas, jeringas, muestras de sangre, todo suma y
suma, suena la caja de todo el país, treinta, cuarenta, y dónde quedó el Estado
y la ayuda, pero nadie vaya a creer que somos indigentes y vamos a consultorios
al amanecer.
Y la confirmación. Las lágrimas, porque no
hay que operar, pero casi que peor, porque las pastillas cuestan un ojo de la
cara y cómo las vamos a pagar. No importa, porque nadie tendrá que pasarse una
semana con cosas metidas en el cráneo con riesgo de quedarse sin ojos, sin
pensamientos, sin dinero, solo en la capital, perdido en las manos frías de
expertos de veinte años. Y se explican muchas cosas, cosas que no me dijiste
nunca, porque qué vergüenza, pero todo calza, todo calza y genes malditos que
provocan esas cosas. Nos metemos a Internet. Cuarenta lucas mensuales podría
costar. No es tanto. No es tanto, nos convencemos, sabiendo que podría ser el doble,
el tripe, incluso más, pero soñamos en que en realidad pueda ser bueno, puedan
ser buenas noticias.
Nadie piensa en realidad que somos
afortunados, que tenemos techo en la cabeza, educación en la cabeza, comida en
el estómago. Que hay un auto en la casa y un gato mañoso. Que tenemos libros y
sabemos inglés y quizás seamos millonarios algún día, en profesiones exitistas
que todos nos venden. Que alguna vez nos compraremos esos lujos, podremos
montar ese negocio, tenemos camas suaves y nunca antes habíamos sufrido de
verdad. Pero a todo el mundo le aterra el mundo blanco, el mundo de formularios
y cajitas con nombres tontos y cápsulas coloridas, el mundo de las sábanas
negras donde miran la cabeza, el corazón, donde respirar es demasiado caro, es
demasiado, y qué podemos hacer, ¿morirnos?
Semanas de espera, porque las horas siempre
son en dos semanas más, tres, cuatro, un mes. Así que olvidarse del tema,
esperar que el tiempo pase, temiendo que sea una bomba en la cabeza que explote
en cualquier sonido. Además, hay otras preocupaciones, otros gastos, deudas en
el banco, ya van a empezar las clases, la universidad, la plata para el metro,
volver tarde y cansado a seguir trabajando. Así que nos olvidamos un momento.
Mejor ver una peli ―que no sea de médicos― y reírse un rato, soñar a que no
vivimos aquí y que tenemos miedo.
Llega Marzo y llega la hora final. El
último médico de una colección de ocho desde el año pasado, que te felicita,
porque qué buen diagnóstico, el mejor dentro de todo, el que debería sacar
sonrisas. Esto saldrá bien. Solo unas pastillitas a la semana y podrás estar
mejor. De por vida, eso sí. Nunca más pasar una semana sin tomarla. Y el
jovencito experto sonríe. Hace la receta, pero nadie se atreve a preguntar de
inmediato.
«Y más o menos, ¿cuánto cuesta?». Con cara
de que da igual, de que ya lo sabes, de que no importan los ceros que tenga esa
cifra, porque ¡hey! Es un buen diagnóstico, no vamos a quejarnos, ¿verdad? Solo
es importante que todo saldrá bien y que tendremos
salud. Pero él sabe, quizás lo sabe por las miradas huidizas, por la ropa
que no es de marca, por la aprensión en los gestos, en la forzada indiferencia.
Y lo reconoce, siempre sonriente, es caro, caro aquí, en Chilito, porque así
son las cosas. Pero nada de qué preocuparse, porque es una patología GES ―GES,
GES, lo repites en la cabeza para ver cómo suena y es una bolita de esperanza
cálida dentro del pecho―, así que no saldrá nada.
Lo explica. Los trámites que deberás
realizar, la inscripción en un consultorio ―¡¡¡un consultorio!!! Te dice la
mamá por Whatsapp con hartos signos de exclamación, porque la idea la espanta,
las filas al amanecer, pedir hora a las cuatro de la mañana para que después la
cancelen por un paro. Nadie piensa en por qué la gente tiene que matarse para
poder mejorar o por qué nadie hace algo para mejorarlo―. La hora que deberás
pedir para confirmar diagnóstico y empezar todo. 35 días hábiles. ¿O eran
corridos? Luego los medicamentos que te van a entregar. Estás en Fonasa, así
que todo bien. No hay necesidad de pagar 160 lucas al mes si puedes acogerte,
¿no? Explica y explica. Igual en Argentina están más baratas. Te pegas un pique
y traes varias cajas, que te duran todo el año.
Igual ojo. Complicaciones. Náuseas,
vómitos, comer bien en la noche ―y a la mierda la dieta―, estar pendiente. Si
la cabeza te explota de dolor, a urgencias altiro, así que vamos reuniendo
contactos de amigos, por si algo pasa cuando estás en la U, para que estén
pendientes, para que sepan a dónde ir. Así que se van acumulando los miedos
envueltos en blanco.
Y al final eso es. Ahora nadie hace nada.
Ninguna comida rara. No ejercicios exigentes, no vaya a ser que nos torzamos
algo y otra sarta de formularios y lucas y batas blancas. Y si algo te duele,
pues ignóralo, ignóralo que se viene otro mes y no hay para más. Y al final eso
es siempre. Que no vaya a pasar nada, porque no hay plata. Da igual enfermarse
o caerse o morirse, lo esencial es no tener que pedir hora nunca, porque ahí
empieza el infierno blanco.
Pero al final todo sale bien. La cajita de
pastillas microscópicas es roja y cara y sangra, pero sana, duele al principio
―la cabeza, los músculos, la nariz―, pero ya después es como tomar agua y todos
nos reímos, cómo subir esos kilitos esos días martes y jueves cuando hay que
tomarla ―¡con comida, dijo el doctor! Vas a control, con una niña matea,
tranquila, simpática, que dice que todo va viento en popa y quizás en un año
hasta no tengas que seguir tomando nada. Más médicos, eso sí, nuevos exámenes,
porque hay que estar ojo avizor, no vaya a ser que algo salga mal en el camino,
que ese refrío no sea resfrío y que no sean mocos, sino el cerebro chorreándote
por la nariz. Nos reímos y morimos con las 160 lucas, porque, y nos miramos
todos con vergüenza, mientras podamos pagarlo, aleluya. Y tratamos fuerte de no
pensar en cuántos ―¡cuántos!― no podrán pagarlo y estarán con miedo en la
noche, pensando qué hacer.
Y hubo final feliz, pero casi ni se siente,
casi ni se recuerda.
Entonces, ¿qué nos queda? Qué nos queda de
todos esos formularios, esas sonrisas perfectas, esos comerciales de gobierno,
esas series donde todos luchan por salvar al pobre paciente, que, parece,
siempre era rico, nunca le importaba el dinero que se gastaba en todos los
millones de exámenes y horas de cama por los cuarenta y cinco minutos que
duraba el capítulo. Ahora nos sabemos siglas nuevas y conocemos caras nuevas
que quizás no sepan nunca lo que es tener miedo. Tener miedo a comer, a salir,
a un dolorcito de cabeza, a estar en el computador, a tomarse un trago, a
cargar una caja, a resbalarse por las escaleras. Nada, nada, quietos y
estáticos, porque si algo pasa, si algo pasa, ¿qué vamos a hacer?
¿Qué vamos a hacer?
Y por eso sé que todos mienten. Mienten los
poetas de mierda que dicen que el dinero no da la felicidad. Que la verdadera
vida, la plenitud, está lejos de lo material, en los sueños de selfie de
Facebook, en los viajes, en “descubrirse uno mismo”. Todos los idiotas que se
burlan de los consumistas, de los que solo viven para su trabajo y juntar las
lucas. Todos los privilegiados que nunca saben que el miedo es blanco y tiene
forma de receta.
Mienten los que andan de «iluminados», y
que el loco mundo de hoy, y que la conexión con la naturaleza, olvidarse de la
tecnología, de la modernidad, y volver atrás. ¿Qué mierda saben ellos? Todos
los que creen que tener plata es vestir chalecos en V y tener autos en la
capital. Los que no saben que vivir es un lujo, un capricho de unos pocos.
Todos los que creen que los demás son flojos y quieren todo gratis. Que todos
se preocupan mucho por el dinero, que somos egoístas, que nos perdimos en lo
actual, locos por consumir, por acumular, por tener.
Y los idiotas que se burlan, de que «al
menos tienen salud», como si tuvieran problemas reales. Como si tener salud no
fuera tan precioso, no fuera tan vital, tan hermoso, que dar todo a cambio
parece poco. Los que no saben lo que es tenerle miedo a un resfrío, los que se
mojan en la lluvia porque “ellos sí viven”, pero que luego no tienen ni puta
idea de lo que es aguantarse la neumonía, el frío, con necesidad, en silencio,
porque no hay para pagarle a un médico. Todos esos… Qué saben y qué sé yo de
sufrir.
Pero algo sí sé. Sé que el que dijo que el
dinero no hace la felicidad… nunca vio los sillones mullidos de una consulta
privada en la capital, porque ahí atiende el único especialista. Nunca se tuvo
que tomar una pastilla que costaba un sueldo mínimo, ahí mismo, con una Coca
Cola de tres lucas. Nunca tuvo que juntar y juntar para un examen que después otros
cuatro médicos tenían que ver. Nunca se pasó las tardes buscando información en
Google, no de los síntomas que llevan a la muerte súbita porque duele un dedo,
sino de financiamiento, si hay grupos de apoyo, si en realidad es tan malo, si a lo mejor no me lo
puedo aguantar y ya. Nunca tuvieron que vender los caprichos para poder ir a
dormir sin miedo.
Porque el ignorante que dijo que el dinero
no hace la felicidad… nunca ha estado enfermo ni nunca ha entendido que a veces
lloramos de alegría solo porque todos en la familia tienen salud.
(Aplausos)
ResponderEliminarGracias por actualizar el blog ^^