Solo el humo es bienvenido

lunes, 2 de noviembre de 2015


Este viaje comienza en Carafell, donde termió el de Sangre por Tinta.

***

Había pocas cosas que asustaban realmente a Dari. Los suelos húmedos. El olor a carne quemada. El sonido de oraciones en mitad de la noche. La joven se cubrió un poco más la cara con la capucha oscura que llevaba y se recostó contra la ventana del tren que acababa de partir. Carafell, ese nombre romántico y antiguo que había quedado de muchos años antes, cuando los países tenían nombre y la playas estaban siempre repletas, no se despidió de ella. Los edificios modernizados apenas si marcaban un momento en la búsqueda. Para Dari, aquel punto de inicio, que en realidad no estaba en ninguna parte, había sido tan solo una pérdida de tiempo. El sol amarillento, bien distinto a la ardiente esfera de verano que siempre había sido, solo soltaba unos rayos lánguidos en las calles que había recorrido. El agua ya no tenía el color azul de las fotografías en el computador de Reis, sino el ceniciento blanco del cielo en todas partes.

—Marca, por favor.

Dari levantó la mirada y adoptó una expresión adusta e indiferente en el rostro afilado. Había aprendido, no sin sangre y gritos de por medio, que la mejor manera de pasar desapercibido es ser tan aburrido, hosco e indiferente que todos los demás. No ser amable y sonreír. No ser huraño y clavarle la mirada al que pasaba vendiendo cigarrillos. Tener los ojos muertos, la rutina grabada en los huesos. Nunca necesitar nada, porque la gente nunca olvida a quien ayuda, aunque sea con un pañuelo, una dirección o un cigarrillo. Dari se levantó la manga de la muñeca y mostró la piel limpia y tostada de su brazo. El inspector, un hombre bajito y con la mirada perdida en el aparato ovalado con sensor plateado que llevaba en la mano, no la miró a los ojos. Acercó "Los Ojos de la Gracia" a la muñeca de Dari y esperó el resultado. La máquina no sonó ni parpadeó. La chica se esforzó por apartar la mirada de los delicados símbolos en cruz que decoraban a Los Ojos. Nadie se los quedaba mirando. Eran ya el día a día.

—Que El Señor la acompañe en su viaje —dijo el hombre con un tono de voz monocorde. Dari no respondió. Volvió a hundir el rostro un poco más en la capucha y resistió el impulso de frotarse la muñeca. Cada vez que le acercaban Los Ojos, tenía la impresión de que la piel empezaba a calentarse. Chamuscarse. Ennegrecerse hasta ser una masa de carne y sangre coagulada, de dolor. Dari entornó los ojos un poco más y volvió a recostarse contra la ventana. En el tren no había demasiadas personas y la chica no se dedicó a mirarlas. «Siempre en tus asuntos. Alguien demasiado precavido es siempre sospechoso». Eso decía Reis siempre. 

Reis...

Se bajó al contar la décima estación. Desde allí, aunque había decenas de transportes que podían llevarla a La Catedral, tendría que hacer el viaje a pie. Quizás Reis podía haberle borrado la marca de condenada que llevaba en la muñeca, bajo finas e invisibles capas de piel, pero no había manera de que Los Ojos de La Catedral ignoraran el grabado que llevaba bajo la palma de la mano izquierda. Habían modificado a esos condenados aparatos para detectarlo todo, para identificarlos a todos y por eso eran el Ojo que Todo Lo Ve. Dari tenía que entrar sin que ningún inspector la detuviera ni ningún farol detectara su presencia. Y para eso, tenía que caminar.

Al bajarse del tren y desaparecer entre los pasillos de la estación, escuchó los cantos. Eran niños. Las voces infantiles se deslizaron a través del concreto e hicieron eco entre los pilares. Dari sintió que el corazón se le aceleraba, pero luchó por mantener una expresión adusta e, incluso, educadamente interesada en los cantos. Rezos. Alabanzas. Niños que pasaban cantando, quizás en algún viaje escolar, agraciados y salvos gracias al mundo que ahora entendía la verdad. Dari apuró el paso hacia la salida. No miró los rostros de los chicos ni se tapó la nariz. Caminó hacia afuera hasta que se atrevió a levantar la vista.

Mira la cruz
Nadie te ama como yo
Nadie.

"Condenada. Condenada. Condenada. Condenada. Condenadacondenadacondenadacondenada". Y Reis, Reis perdido, Reis que es más real que todo. Reis que se atrevió y ahora es solo humo. Un condenado. Solo humo y sangre seca y carne desgarrada y gritos y gritos y gritos. Porque se condenó, porque amaba a una condenada. Porque los condenados nunca quieren, nunca aman. Nadie ama como El Señor.

Dari soltó un grito ahogado y se dio cuenta de que llevaba dos minutos con la vista clavada en mitad de la calle. Con las manos pegajosas por el sudor y el corazón adolorido y apretado en su pecho, dio unos pasos. Nadie la estaba mirando. Se sacó la capucha de encima de la cara y se pasó las manos por el cabello, también húmedo por el miedo. Tragó saliva y sacó de la mochila una botella reglamentaria de agua. Agua purificada. Agua divina. Se obligó a beber la mitad antes de volver a echar a andar. Miró a su alrededor la calle concurrida que era el límite de Incrucie y notó que nadie la estaba mirando. La gente iba y venía y las cámaras, estropeadas en El Segundo Juicio, le sonrieron como simples trozos de metal oxidado. Dari se frotó la muñeca izquierda y comenzó a caminar.

Le llevó toda la tarde. Se acostumbró al sonido de sus pasos y a la textura de los guijarros bajo sus botas viejas. El clima nublado, hosco y frío, tan diferente a Carafell, la distrajo de sus pensamientos y, en especial, de sus planes. «¿Qué vas a hacer cuando llegues a La Catedral?» No lo sabía. Sabía que tenía que llegar al hospital y su vida parecía terminar ahí. El Hospital de Todos los Bienvenidos. Era solo cosa de llegar. Ella era bienvenida allí. Como nunca. Era cosa de llegar y punto. El miedo volvió a asomarse en la boca de su estómago, pero Dari sacudió la cabeza y se frotó el abdomen un par de veces. Sus tripas expulsaron algo de aire y la chica recordó que no tenía nada para comer. Tenía que llegar al Hospital de Todos los Bienvenidos. Recordó su primera reunión bajo los cimientos de la casa derrumbada de los Beiner y la mirada oscurecida y hundida de todos los marcados. Los que no se rendían. Los que no iban a salvar a nadie, pero que iban a intentarlo. Niñatos estúpidos. Todos tenían hambre, porque nadie podía darles de comer, pero recordaba cómo habían sonreído al terminar. 

Ya estaba anochecido cuando la silueta alargada, filosa y avasalladora de la capital apareció en el horizonte. Solo quedaban unos tímidos rayos anaranjados y rojizos que insistían en romper la oscuridad. La enorme iglesia, en el centro mismo de La Catedral, y cuya presencia había dado nombre a todo el complejo, estaba apagada. Era miércoles. Dari se apartó del camino principal y enfiló hacia el puente en ruinas que se encontraba en el lado oriente. 

El olor llegó primero. Podrido. Sucio. El olor a cuerpos humanos, todavía vivos, pero hundidos en la inmundicia. El olor a aguas llenas de excrementos, porque el río ya estaba seco, el hedor completo de Los Marginados. Dari volvió a ponerse la capucha. Si hubiera estado con Reis, habría mostrado su cara y se habría echado el pelo hacia atrás. Habría compartido un trozo de pan duro con Dintaf, habría tomado un sorbo de la cerveza rancia de Hoedge e incluso se habría llevado una baratija del bolso mugriento de La Dama. Pero Reis era solo humo y ella estaba sola. Los Marginados sobrevivían primero y miraban el cadáver después. Y, por sobre todas las cosas, le tenían terror a Los Ojos y los inspectores armados. Dari bajó la cabeza y apegó el cuerpo contra las rocas que sostenían La Catedral. 

Solo un poco más allá, estaba el túnel. Y al final, el hospital. Era bienvenida. «Todos son bienvenidos aquí». Respuestas. Dari hizo una mueca al empezar a notar el dolor agudo y punzante en las plantas de los pies, los retorcijones de su estómago que no había comido en tres días, el quejido de su espalda encorvada. Se le secaron los labios y, por un segundo, sus dedos tocaron la roca y sintieron la mullida textura de su cama. La almohada que abrazó la noche en que se llevaron todo. Suave. Aun perfumada, nueva, blanda. Casi se quedó dormida al instante. 

—¡¡Allá! ¡Allá! ¡Ahá! ¡Ahá! ¡Ahá! ¡Condena! ¡Condena! ¡Demoniodem...!

No escuchó los pasos. No escuchó el silbido que había aprendido a identificar desde los quince años. Solo escuchó la voz desdentada de Dintaf. No alcanzó a pensar traidor, no alcanzó a alzar la mirada, no alcanzó a respirar. Solo hubo sangre que explotaba en su costado y dolor. Solo dolor. Ya no existía ninguna otra parte de su cuerpo. No existía Dari. No existía el humo ni el miedo. Solo la carne atravesada por el disparo de un Castigador. Quizás un hueso partido. Dari chilló y se resbaló. Se apoyó en la roca y siguió gritando. Quizás eso era. Dolor. Garganta. Solo eso era Dari. Y los pasos que se acercaban. 

No había luces ni cámaras, así que se arrastró hasta la entrada del túnel y se lanzó sobre ella. Alguien gritaba y era ella y eran otros. Cerró la entrada de roca hueca que disfrazaba le boca del túnel y se mordió la manga de su polerón para evitar gritar. Trastabilló, gimió, y ahogó todos los gritos contra el polerón y contra la roca. El túnel, húmedo y sin luz, la recibió en silencio. El mundo ardía. La sangre le chorreó por la pierna y empezó a encharcarse en el suelo. Avanzó un paso, pero solo salió más sangre, expulsada desde su estómago, manchándole los dientes, hundiéndola en una arcada que se tragó sus sollozos. No sabía si eran lágrimas o gotas de sangre las que le resbalaban por las mejillas.

Avanzó otro paso y el mundo empezó a borrarse. 

Uno más, contra la pared, con las manos cubiertas de su sangre, que olía a metal, que olía a dolor, que olía y olía. Sus pies pisaron charcos de agua estancada. Al fondo, una luz se encendió, pero Dari mantuvo los ojos clavados en el suelo. "Siempre fíjate dónde pisas". Reis. Reis. Morir era estúpido. Era lógico. ¿Entrar a La Catedral? Condenada. Desde el comienzo. Dari se hubiera reído, pero su cuerpo ya no era más que pasos y chillidos. Cerró los ojos y siguió avanzando. Paso a paso. Las manos le temblaban. Inspiró un poco de aire y apoyó la cabeza en su almohada. Afuera, mamá tostaba pan. El olor de la mantequilla derretida la estaba despertando. La sangre le manchó la cara cuando trató de apartarse el pelo. Reis le tocó la mejilla y se miraron por un minuto antes de que ella lo besara. Dari tropezó y su cabeza chocó contra el suelo húmedo. Atrás La Catedral, atrás Carafell, atrás, atrás, atrás, muy atrás, porque el túnel era infinito. Atrás, pequeño, transparente, liviano. 

No oyó un crack. Solo los niños cantando.

Mira la cruz
Nadie te ama como yo
Nadie.

Siempre bienvenida. Todos bienvenidos. «Porque nadie te ama como yo». Dari cerró los ojos y fue humo elevándose en la oscuridad.

Este viaje terminó en el Hospital de Todos los Bienvenidos, 
donde comenzará el de Explosiones en la Cabeza.

3 comentarios:

  1. Con la intensidad y el mundo que has creado para este relato, me sorprende sobremanera ser la primera en comentarte.
    Me parece que, a pesar de que como lectores no sepamos qué ha pasado para que La Catedral exista, con todo su control, toda su presión, siendo una perfecta capital de una distopía; en realidad no nos hace falta saberlo, ni necesitamos conocer al dedillo sus sistemas. Agobia sólo con los nombres, con los pasos de Dari, con sus recuerdos. Agobia y eso, en un relato así, es bueno.
    La historia es para darle vueltas. Entiendo que Dari y Reis eran revolucionarios, que se querían muchísimo, y que les tocó el mismo destino por ser valientes, por rebelarse contra el sistema.
    Es un relato crudo. La frase "Alguien gritaba y era ella y eran otros" me ha hecho pensar que esos otros no son sólo los que la atacan, o los que la acusan, sino todos aquellos que sufren. Me parece muy destacable, al igual que me encanta que hayas dicho que Dari es "sólo dolor" cuando la están atacando. Increíble, de verdad. Es una muy buena definición.
    En fin, me ha parecido un gran relato, Linda, de corazón.
    Y es curioso porque en mi relato (que ya sabes que sigue al tuyo) también hay un túnel xD Menudas coincidencias.
    Bueno, pues lo dicho.
    ¡Un abrazo!

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  2. Todavía siento un puñal clavado en mi espalda. Ha sido desgarrador, Linda. Es perfecto en contenido, en forma, en todo. Tiene una calidad impresionante. He visto la Catedral al fondo, he olido la inmundicia del lugar y casi diría que he sentido el mismo dolor de pies de Dari, y todo eso aquí, sentado, leyéndote.

    «Reis que es más real que todo. Reis que se atrevió y ahora es solo humo. Un condenado. Solo humo y sangre seca y carne desgarrada y gritos y gritos y gritos». Esta frase me ha llegado muy, muy dentro. Me he quedado un rato leyéndola y releyéndola, sin poder seguir. Creo que de esto se podría fácilmente hacer una novela, manteniendo esa esencia que tiene y tu depurada técnica. Sería un éxito.

    En serio, Linda, ya no me salen más palabras. Estoy estupefacto. Ha sido una maravilla.

    ¡Un beso! (Y nunca dejes de escribir así).
    Paco M.

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  3. No sé ni qué decir. Ha acabado el relato y me he quedado congelada. Sufriendo por Dari. Como ha dicho Misora, no es necesario saber lo que ha pasado antes para entender la historia pero cuando he terminado el relato he tenido ganas de saber más, de saber cómo había acabado ahí, de conocer el mundo que has creado porque me parece fascinante. En cuanto a tu narración es fantástica, me ha mantenido con los ojos pegados a la pantalla, sin poder despegarlos. Como dice Paco, esto podría ser perfectamente una novela y te aliento a que lo conviertas en eso porque sería impresionante. De verdad.
    Un relato fantástico.

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